VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897

El 3 de julio de 1895 Paul subió en Marsella al barco The Australian, agotado pero contento. Las últimas semanas había vivido angustiado, temiendo una muerte súbita. No quería que sus restos se pudrieran en Europa, sino en Polinesia, su tierra de adopción. Por lo menos en eso coincidías con las locuras internacionalistas de la abuela Flora, Koke. Dónde se nacía era un accidente; la verdadera patria uno la elegía, con su cuerpo y su alma. Tú habías elegido Tahití. Morirías como salvaje, en esa bella tierra de salvajes. Ese pensamiento le quitaba un gran peso de encima. ¿No te importaba no ver más a tus hijos, ni a los amigos, Paul? ¿A Daniel, al buen Schuff, a los discípulos últimos de Pont-Aven, a los Molard? Bah, no te importaba lo más mínimo.

En la escala de Port-Said, antes de iniciar el cruce del Canal de Suez, bajó a curiosear en el mercadillo improvisado junto a la pasarela del barco, y, de pronto, en medio de la muchedumbre de voces y chillidos de los vendedores árabes, griegos y turcos que ofrecían telas, baratijas, dátiles, perfumes, dulces de miel, descubrió un nubio de turbante rojizo que le hacía un guiño obsceno, mostrándole algo semioculto entre sus manazas. Era una soberbia colección de fotos eróticas, en buen estado, donde aparecían todas las posturas y combinaciones imaginables, hasta una mujer sodomizada por un lebrel. Le compró las cuarenta y cinco fotos de inmediato. Irían a enriquecer su baúl de clichés, objetos y curiosidades, que había dejado en un depósito, en Papeete. Se regocijó imaginando las reacciones de las tahitianas cuando les mostrara estas locuras.

Revisar aquellas fotos y fantasear a partir de sus imágenes fue una de las pocas distracciones de aquellos dos meses interminables para llegar a Tahití, con escalas en Sidney y en Auckland, donde estuvo varado tres semanas esperando un barco que hiciera la ruta de las islas. Llegó a Papeete el 8 de septiembre. El barco entró en la laguna con la gran orgía de luces del amanecer. Sintió indescriptible felicidad, como si volviera a casa y una nube de parientes y amigos estuvieran en el puerto para darle la bienvenida. Pero no había nadie esperándolo y le costó un triunfo encontrar un coche bastante grande que lo llevara con todos sus bultos, paquetes, rollos de telas y botes de pinturas a una pequeña pensión que conocía en la rue Bonard, en el centro de la ciudad.

Papeete se había transformado en sus dos años de ausencia: ahora había luz eléctrica y sus noches ya no tenían el aire entre misterioso y tenebroso de antes, sobre todo el puerto y sus siete barcitos, que ahora eran diez. El Club Militar, al que acudían también colonos y funcionarios, lucía, detrás de su empalizada de estacas, una flamante cancha de tenis. Deporte que tú, Paul, obligado a andar con bastón desde la paliza de Concarneau, no practicarías nunca más.

En el viaje amainó el dolor del tobillo, pero, apenas pisó tierra tahitiana, regresó acrecentado, al extremo, algunos días, de arrojarlo al lecho aullando. Los calmantes no le hacían efecto, sólo el alcohol, cuando bebía hasta que se le enredaba la lengua y apenas podía tenerse en pie. Y, también, el láudano, que un boticario de Papeete aceptó venderle sin receta médica, mediante una exorbitante gratificación.

La somnolencia estúpida en que lo sumían las dosis de opio lo tenía horas tumbado en su cuarto, o en el sillón de la terraza de la modesta pensión que siguió ocupando en Papeete, mientras le erigían en Punaauia, a unos doce kilómetros de la capital, en un terrenito que adquirió por poco precio, una choza de cañas de bambú y techo de hojas de palma trenzadas, que fue luego decorando y amueblando con los restos de su estancia anterior, las pocas cosas que había traído de Francia y otras que compró en el mercado de Papeete. Dividió con una simple cortina la única estancia, para que uno de los recintos fuera dormitorio y el otro su estudio. Cuando armó su caballete y dispuso sus telas y pinturas, se sintió de mejor ánimo. Para tener buena luz, él mismo, con dificultad por el dolor crónico del tobillo, abrió una claraboya en el techo. Sin embargo, durante varios meses fue incapaz de pintar. Talló unos paneles de madera que colgó en los tabiques de la choza, y, cuando el dolor y el escozor de las piernas se lo permitían -la enfermedad impronunciable había vuelto a comparecer, con puntualidad astral-, hacía esculturas, ídolos que bautizaba con el nombre de los antiguos dioses maoríes: Hina, Oviri, los Ariori, Te Fatu, Ta'aora.

Durante todo este tiempo, día y noche, lúcido o inmerso en el mareo gelatinoso en que el opio disolvía su cerebro, pensaba en Aline. N o su hija Aline -la única de sus cinco hijos en Mette Gad a la que recordaba algunas veces-, sino su madre, Aline Chazal, convertida luego en madame Aline Gauguin, cuando las amistades políticas e intelectuales de la abuela Flora, a la muerte de ésta, ansiosas de asegurar un porvenir a la muchacha huérfana, la casaron en 1847 con el periodista republicano Clovis Gauguin, su padre. Matrimonio trágico, Koke, familia trágica la tuya. La cascada de recuerdos se desencadenó el día que Paul comenzaba a pegar, en fila, en las paredes de su flamante estudio de Punaauia, las fotos de Port-Said. La modelo que, en brazos de otra muchacha desnuda como ella, miraba de frente al fotógrafo, tenía una de esas cabelleras negras que los parisinos llamaban «andaluzas», y unos ojos grandes, enormes, lánguidos, que le recordaron a alguien. Sin saber por qué, se sintió incómodo. Horas más tarde, cayó. Tu madre, Paul. La putilla de la foto tenía algo de las facciones, los cabellos y las pupilas tristes de Atine Gauguin. Se rió y se angustió. ¿Por qué te acordabas de tu madre, ahora? No le sucedía desde 1888, cuando pintó su retrato. Siete años sin acordarte de ella y, ahora, metida en tu conciencia día y noche, como idea fija. ¿ y por qué con ese sentimiento, con esa tristeza lacerante que por semanas, meses, te acompañó al comenzar tu segunda estancia en Tahití? Lo extraño no era acordarse de su madre muerta hacía tanto tiempo, sino que su recuerdo viniera impregnado de esa sensación de desgracia y pesar.

Se enteró de la muerte de Atine Chazal, su madre viuda, en 1867 -veintiocho años de eso, Paul!- en un puerto de la India, en una escala del barco mercante Chiti, donde trabajaba como ayudante de segunda. Atine había muerto en el lejanísimo París a los cuarenta y un años, la misma edad a la que murió la abuela Flora. No habías sentido entonces el desgarramiento que sentías ahora. «Bueno», repetías, poniendo cara de circunstancias al recibir el pésame de los oficiales y la marinería del Chili, «todos tenemos que morimos. Hoy, mi madre. Mañana, nosotros».

¿Nunca la habías querido, Paul? No la querías cuando murió, cierto. Pero la habías querido muchísimo, de niño, allá en Lima, donde el tío don Pío Tristán. Uno de los recuerdos más nítidos de tu infancia era lo linda y graciosa que se veía la joven viudita en la gran casona donde vivían como reyes, en el barrio de San Marcelo, en el centro de Lima, cuando Aline Gauguin se vestía como dama peruana y envolvía su cuerpo fino en una gran mantilla bordada de plata, y, a la manera de las tapadas limeñas, se cubría con ella la cabeza y media cara, dejando descubierto uno solo de sus ojos. Qué orgullosos se sentían Paul y su hermanita María Fernanda cuando la vasta tribu familiar de los Tristán y los Echenique elogiaban a Aline Chazal, viuda de Gauguin: «¡Qué bonita!». «Una pintura, una aparición.»

¿Dónde estaría aquel retrato que hiciste de ella, en 1888, consultando tu memoria y aquella única fotografía de tu madre que conservabas, refundida en el baúl de los cachivaches? Nunca se vendió, que supieras. ¿Lo tendría Mette, en Copenhague? Debías preguntárselo, en la próxima carta. ¿Estaría entre las telas en poder de Daniel, del buen Schuff? Les pedirías que te lo enviaran. Lo recordabas con lujo de detalles: un fondo amarillo algo verdoso, como el de los íconos rusos, color que resaltaba los hermosos y largos cabellos negros de Aline Gauguin. Le caían hasta los hombros en una curva graciosa y se los sujetaba en la nuca con una cinta violeta, dispuesta en forma de flor japonesa. Unos verdaderos cabellos de andaluza, Paul. Trabajaste mucho para que sus ojos aparecieran como los recordabas: grandes, negros, curiosos, un poco tímidos y bastante tristes. Su piel muy blanca se animaba en las mejillas con el sonrojo que asomaba en ellas cuando alguien le dirigía la palabra, o entraba en un cuarto donde había gente que no conocía. La timidez y la discreta entereza eran los rasgos saltantes de su personalidad, esa capacidad para sufrir en silencio sin protestar, ese estoicismo que indignaba tanto -ella misma te lo contaba, la abuela Flora, Madame-la-Colere. Estabas segurísimo de que tu Retrato de Atine Gauguin mostraba todo aquello y sacaba a la superficie la tragedia prolongada que fue la vida de tu madre. Tenías que averiguar su paradero y recobrarlo, Paul. Te haría compañía aquí en Punaauia y ya no te sentirías tan solo, con esas llagas abiertas en las piernas y el tobillo que los estúpidos médicos de Bretaña te dejaron lastimado.

¿Por qué pintaste aquel retrato, en diciembre de 1888? Porque te enteraste, por boca de Gustave Arosa, en el último frustrado intento de acercamiento entre los dos, de aquel repugnante proceso judicial. Una revelación que, póstumamente, te reconcilió con tu madre; no con tu tutor, pero sí con ella. ¿Te reconcilió de veras con ella, Paul? No. Eras ya tan bárbaro que conocer el viacrucis de tu madre cuando niña -Gustave Arosa te permitió leer todos los documentos del proceso pues pensó que, compartiendo su pena, te amistarías con él- no te quitó el rencor que te comía el corazón desde que, al regresar de Lima, luego de vivir unos años en Orléans, donde el tío Zizi, Aline te dejó allí interno en el colegio de curas de monseñor Dupanloup y se fue a París. ¡A ser amante y mantenida de Gustave Arosa, por supuesto! Nunca se lo habías perdonado, Koke. Ni que te dejara en Orléans, ni que fuera la querida de Gustave Arosa, millonario, diletante y coleccionista de pintura. ¿Qué clase de salvaje eras tú, hipócrita Paul?' Un estofado de prejuicios burgueses, eso es lo que eras. «Te perdono ahora, mamá», rugió. «Perdóname tú también, si puedes.» Estaba totalmente borracho y sus muslos le ardían como si tuviese en cada uno de ellos un pequeño infierno. Se acordaba de su padre, Clovis Gauguin, muerto en altamar en aquella travesía rumbo a Lima, cuando huía de Francia por razones políticas, y enterrado en el fantasmal Puerto Hambre, cerca del estrecho de Magallanes, donde nunca nadie iría jamás a poner flores en su tumba. Y en Aline Gauguin, llegando a Lima viuda y con dos hijos pequeñitos, en el colmo de la desesperación.

En esos días, en que se sentía tan desamparado, incapaz de salir de su choza por los dolores en el tobillo, recordaba la profecía de su madre, en el testamento en el que le legó sus pocos cuadros y sus libros. Te deseaba éxito en tu carrera. Pero añadía una frase que te amargaba todavía: «Ya que Paul se ha hecho tan antipático ante todos mis amigos que un día este pobre hijo mío terminará por quedarse completamente solo». La profecía se cumplió al pie de la letra, mamá. Solo como un lobo, solo como un perro. Tu madre adivinó el salvaje que llevabas dentro, antes de que tú asumieras tu verdadera naturaleza, Paul. Por lo demás, no era cierto que fueras un joven tan antipático con todos los amigos de Aline Gauguin. Sólo con Gustave Acosa, tu tutor. Con él, sí. Nunca pudiste sonreírle ni hacerle creer a ese señor que lo querías, por más afectuoso que fuera contigo, por más regalos y buenos consejos que te diera, por más que te apoyara para que, cuando dejaste la marina, hicieras carrera en el mundo de los negocios. Te hizo entrar en la agencia de Paul Bertin para que intentaras suerte en la Bolsa de Valores de París y muchos otros favores. Pero ese señor no podía ser tu amigo, porque, si amaba a tu madre, su obligación era separarse de su mujer y asumir públicamente su amor por Aline Chazal, viuda de Gauguin, en vez de tenerla de querida a escondidas, para la satisfacción esporádica de sus placeres. Bueno, a un salvaje no deberían preocuparle esas estupideces. ¿Qué prejuicios eran ésos, Paul? Es verdad que, entonces, no eras un salvaje todavía, sino un burgués que se ganaba la vida en la Bolsa de París y cuyo ideal era hacerse tan rico como Gustave Acosa. Su gran carcajada hizo estremecer su cama y desprendió el mosquitero, que lo envolvió, como una red a un pescado.


Cuando calmaron los dolores, hizo averiguaciones sobre su antigua vahine, Teha'amana. Se había casado con un joven de Mataiea llamado Ma'ari y seguía viviendo en aquella aldea con su nuevo marido. Aunque sin esperanzas, Paulle envió un recado con el muchacho que limpiaba la iglesita protestante de Punaauia, rogándole que volviera con él y prometiéndole muchos regalos. Para su sorpresa y contento, a los pocos días Teha'amana se apareció en la puerta de su cabaña. Traía un pequeño bulto con sus ropas, como la primera vez. Lo saludó como si se hubieran separado la víspera: «Buenos días, Koke».

Había engrosado pero seguía siendo una bella joven llena de garbo, de cuerpo escultural, de pechos, nalgas y vientre ubérrimos. Su venida lo alegró tanto que empezó a sentirse mejor. Las molestias al tobillo desaparecieron y volvió a pintar. Pero la reconciliación con Teha'amana duró poco. La muchacha no podía disimular el asco que le producían las llagas, pese a que Paul tenía las piernas casi siempre vendadas, después de frotárselas con un ungüento a base de arsénico que le atenuaba el escozor. Hacer el amor con ella, ahora, era un remedo de esas fiestas del cuerpo que recordaba. Teha'amana se resistía, buscaba pretextos, y, cuando no había remedio, Paulla veía -la adivinaba- con la cara fruncida de disgusto, prestándose a un simulacro en el que la repugnancia le impedía el menor placer. Por más que, la llenó de regalos y le juró que ese eczema era una infección pasajera, que se le curaría pronto, ocurrió lo inevitable: una mañana Teha' amana, con su bultito a cuestas, se marchó sin despedirse. Tiempo después, Paul supo que estaba viviendo de nuevo con su marido, Ma'ari, en Mataiea. «Qué afortunado.» Era una mujercita excepcional y no sería fácil reemplazarla, Koke.

No lo fue. Aunque, a veces, chiquillas traviesas de la vecindad, luego de las clases de catecismo en las iglesias protestante y católica de Punaauia -equidistantes de su choza-, venían a verlo pintar o esculpir, divertidas con ese gigantón semidesnudo rodeado de pinceles, botes de pintura, telas y pedazos de madera a medio desbastar, y él conseguía arrastrar alguna a su alcoba y gozar de ella del todo o a medias, ninguna aceptaba, como él les proponía, ser su vahine. El trasiego de chiquillas le trajo conflictos, primero con el cura católico, el padre Damián, y luego con el pastor, el reverendo Riquelme. Ambos vinieron, por separado, a reprocharle su conducta desinhibida, inmoral y corruptora de las niñas indígenas. Los dos lo amenazaron: podría traerle problemas con la justicia. Al pastor y al cura les respondió que nada le gustaría más que tener una compañera permanente, porque estos juegos de picaflor le hacían perder tiempo. Pero él era un hombre con necesidades. Si no hacía el amor, la inspiración se le escabullía. Así de simple, señores.

Sólo unos seis meses después de la partida de Teha'amana consiguió otra vahine: Pau'ura. Tenía -naturalmente- catorce años. Vivía cerca del pueblo y cantaba en el coro católico. Luego de los ensayos vespertinos, dos o tres veces fue a meterse a la cabaña de Koke. Contemplaba largo rato, entre risitas sofocadas, las postales pornográficas desplegadas en una pared del estudio. Paulle hizo regalos y fue a comprarle un pareo a Papeete. Por fin, Pau'ura aceptó ser su vahine y se vino a la cabaña. N o era ni tan bella, ni tan despierta, ni tan ardiente en la cama como Teha'amana, y, a diferencia de ésta, descuidaba las tareas domésticas, pues, en vez de limpiar o cocinar, corría a jugar con las chiquillas de la aldea. Pero esa presencia femenina en la cabaña, sobre todo en las noches, le hizo bien, redujo la ansiedad que le impedía dormir. Sentir la respiración pausada de Pau'ura, divisar en las sombras el bulto de su cuerpo rendido por el sueño, lo serenaba, le devolvía cierta seguridad.

¿Qué te desvelaba así? ¿Qué te tenía en ese enervamiento constante? No que se estuviese agotando la herencia del tío Zizi y los magros francos del remate en el Hotel Drouot. Te habías acostumbrado a vivir sin dinero, eso nunca te quitó el sueño. No era la enfermedad impronunciable, tampoco. Porque, ahora, después de atormentado tanto tiempo, las llagas se cerraron una vez más. El dolor del tobillo era por el momento llevadero. ¿Qué, entonces?

Pensar en su padre, perseguido político al que le reventó el corazón en medio del Atlántico cuando huía de Francia hacia el Perú, y recordar el Retrato de Atine Gauguin. ¿Dónde estaba? Ni Daniel de Monfreid ni el buen Schuff lo tenían; no lo habían visto siquiera. Lo escondía Mette, entonces, en Copenhague. Pero, su mujer, en la única carta que recibió de ella desde que volvió a Tahití, no decía una palabra sobre ese retrato, pese a que él en dos cartas le había pedido noticias sobre su paradero. Lo hizo por tercera vez. ¿Cuándo recibirías la respuesta, Paul? Seis meses de espera cuando menos. El pesimismo lo ganó: nunca volverías a vedo. La imagen de Aline Gauguin, que no se apartaba de tu mente, se convirtió en otra llaga.

Era la Aline Chazal de carne y hueso, no sólo su imagen, la que lo asediaba. ¿Por qué volvía ahora tu memoria una y otra vez sobre las desgracias que habían jalonado la vida de la única hija que sobrevivió, de los tres hijos que parió la abuela? Hubiera sido preferible que no sobreviviera, que muriera como sus dos hermanitos, la infortunada hija de Flora Tristán, ex Chazal.

En aquella última reunión con su tutor, Paul vio cómo se llenaban de lágrimas los ojos de Gustave Arosa evocando el calvario de Aline Chazal, que él conocía al dedillo. Esto confirmó sus sospechas sobre las relaciones entre su madre y el millonario. Ella, tan lacónica, tan celosa de sus secretos, ¿a quién sino a un amante le hubiera confiado esa degradante historia? En eso pensabas, mientras te ibas enterando de los detalles macabros de la vida de Aline Gauguin, y, en vez de llorar como tu tutor, te descomponías de celos y vergüenza. Ahora, en cambio, en esta noche tibia, sin viento, perfumada por los árboles y las plantas, con esa gran luna amarilla de luz parecida a la que pusiste como fondo del retrato de Aline Gauguin, tenías ganas de llorar también. Por ti, por el infortunado periodista Clovis Gauguin, pero sobre todo por tu madre. Una infancia muy triste la de ella, desde luego. Haber nacido cuando la abuela Flora ya había huido de la casa de tu abuelo -pues esa bestia maligna, André Chazal, esa hiena asquerosa, era tu abuelo, por más que te helara la sangre tenerlo que admitir- y pasado sus primeros años de vida a salto de mata, sin saber lo que era un hogar ni una familia, en pensiones, hotelitos, albergues de mala muerte, bajo las faldas de la rauda abuela Flora, siempre huyendo, siempre escapando de la persecución del marido abandonado, o, todavía peor, entregada a nodrizas campesinas. Esa niña sin padre y sin madre debió tener una infancia deprimente. Cuando la abuela Flora se fue al Perú, y se pasó dos años ausente, en Arequipa, Lima y cruzando los océanos, dejó a Aline olvidada donde una señora caritativa de la campiña de Angouleme, que se compadeció de ella, según la misma abuela Flora contaba en Peregrinaciones de una paria. Cuánto lamentabas no tener esas memorias aquí contigo, Paul.

Al regresar a Francia, Flora rescató a Aline y ésta pudo disfrutar de su madre apenas tres añitos. Pero, en fin, Gustave Arosa lo decía y debía ser verdad, pues se lo había dicho la propia Aline: ese período, entre el regreso de la abuela Flora del Perú, cuando sacó a tu madre de Angouleme y se la llevó con ella a París, a la casita de la rue du Cherche-Midi 42, y la matriculó, como alumna externa, en un colegio para niñas de la vecina rue d'Assas, fue el mejor de su vida, el único en que Aline gozó de su madre, de un hogar, de esa rutina cálida que fingía la normalidad. Hasta el 31 de octubre de 1835, en que comenzó aquella pesadilla que sólo acabaría tres años más tarde, con el pistoletazo de la rue du Bac. Ese día, acompañada por una criada, Aline Chazal regresaba del colegio a casa. Un hombre mal vestido y alcoholizado, con los ojos enrojecidos saltando de sus órbitas, la detuvo en plena calle. De un bofetón apartó a la aterrorizada criada y a empellones metió a Aline al coche que lo esperaba, chillando: «Una niña como tú debe estar con su padre, un hombre de bien, y no con la perdida de tu madre. Has de saber que yo soy tu padre, André Chazal». 31 de octubre de 1835: comienzo del infierno para Aline.

«Vaya manera de enterarse de la existencia de su progenitor», dijo Gustave Arosa, condolido hasta los huesos. «Tu madre tenía apenas diez años y era la primera vez que veía a André Chazal.» Fue el primer rapto, de los tres que la niña padeció. Esos secuestros hicieron de ella el ser triste, melancólico, lastimado que fue siempre y que tú pintaste en ese retrato perdido, Palio Pero, peor que el rapto, que esa manera abusiva y brutal de presentarse a Aline, fueron los motivos del rapto, las razones que indujeron a esa inmundicia humana a secuestrada. ¡La codicia! ¡El dinero! ¡La ilusión de un rescate con el oro imaginario del Perú! ¿De dónde le llegó el rumor, el mito, a la escoria muerta de hambre que era tu abuelo André Chazal, que la mujer que lo abandonó había regresado del Perú bañada por las riquezas de los Tristán de Arequipa? No la raptó por amor paternal, ni por orgullo de marido vejado. Sino para chantajear a la abuela Flora y desplumada de unas imaginarias riquezas que habría traído de América del Sur. «No hay límites para la vileza, para la bajeza, en ciertos seres humanos», protestó Gustave Arosa. En efecto, la conducta de André Chazal fue la de los peores especímenes de la vida animal: los cuervos, los buitres, los chacales, las víboras. El miserable tenía las leyes de su parte, la mujer que huía de su hogar era, para la beata moral del reino de Louis-Philippe, tan indigna como una puta, y con menos derechos que las putas a reclamar nada de la legalidad.

Qué bien se había portado en esa ocasión Madame-la-Colere, ¿no, Paul? Ésas eran las cosas que hacían que sintieras de pronto una admiración ilimitada, una solidaridad visceral por esa abuela que murió cuatro años antes de que nacieras. Estaría rota, destrozada, con el secuestro de su hija. Pero no perdió la presencia de ánimo. Y, a lo largo de un mes, valiéndose de sus parientes maternos, los Laisney (principalmente su tío, el comandante Laisney), gestionó un encuentro con su marido. Porque el secuestrador de Aline seguía siendo su marido ante la ley. La reunión tuvo lugar en Versalles, cuatro semanas después del rapto, en casa del comandante Laisney. Imaginabas muy bien la escena y alguna vez garabateaste unos bocetos representándola. La fría discusión, los reproches, los gritos. Y, de pronto, la magnífica abuela reventándole un florero, ¿una olla, una silla?, a Chazal en la cabeza, y, aprovechando la confusión, tomando a Aline de la mano y escapando con ella por las calles desiertas y empapadas de Versalles. Una lluvia providencial facilitó su fuga. ¡Qué abuela la tuya, Koke!

A partir de ese soberbio rescate, en la memoria de Paul aquella historia se enredaba, espesaba y repetía, como en un mal sueño. Denunciada, perseguida, la abuela Flora iba de comisaría en comisaría, de fiscal en fiscal, de tribunal en tribunal. Como el escándalo prestigia a los abogados, un joven leguleyo ambicioso y vil, que haría carrera política, Jules Favre, asumió la defensa de André Chazal, en nombre del Orden, de la Familia Cristiana, de la Moral, y se dedicó a hundir en el descrédito a la fugitiva del hogar, madre indigna, esposa infiel. ¿Y la niña? ¿Qué pasaba con tu madre, todo ese tiempo? Era enviada por los jueces a unos internados ófricos, donde Chazal y la abuela Flora podían visitada, por separado, sólo una vez al mes.

El 28 de julio de 1836 Aline fue secuestrada por segunda vez. Su padre la sacó a la fuerza del internado regentado por mademoiselle Durocher, 5 rue d'Assas, y la encerró, en secreto, en un pensionado de mala muerte, en la rue du Paradis-Poissonniere. «¿Te imaginas el estado de ánimo de esa niña con semejantes sobresaltos, Paul?», lloriqueó Gustave Arosa. A las siete semanas, Aline escapó de ese encierro, descolgándose por una ventana, y consiguió llegar donde la abuela Flora, quien vivía ya en la rue du Bac. La niña pudo disfrutar un par de meses de la casa materna.

Porque Chazal, gracias al leguleyo Jules Favre consiguió que la justicia y la policía se lanzaran a la caza de la criatura, en nombre de la patria potestad. El 20 de noviembre de 1836 Aline fue raptada por tercera vez, ahora por un comisario, en la puerta de su casa, y entregada a su padre. Al mismo tiempo, el procurador del rey y el juez hacían saber a la abuela Flora que cualquier intento de arrebatar a Aline a su progenitor significaría para ella la cárcel.

Ahora venía la parte más sucia y maloliente de la historia. Tan sucia y maloliente que, aquella tarde, cuando Gustave Arosa, creyendo congraciarse así contigo, te mostró la cartita de abril de 1837 que la niña hizo llegar a la abuela Flora cinco meses después de haber sido secuestrada por tercera vez, apenas comenzaste a leerla cerraste los ojos, enfermo de asco, y se la devolviste a tu tutor. Aquella cartita había figurado en el juicio, aparecido en los periódicos, formado parte del expediente judicial, hecho correr habladurías y chismes en los salones y mentideros parisinos. André Chazal vivía en un cubil sórdido, en Montmartre. La niña, desesperada, con faltas de ortografía en cada frase, rogaba a su madre que la rescatara. Tenía miedo, dolor, pánico, en las noches, cuando su padre -«el señor Chazal», decía-, generalmente borracho, la hacía acostarse desnuda con él en la única cama del lugar, y, él, asimismo desnudo, la abrazaba, la besaba, se frotaba contra ella, y quería que ella también lo abrazara y lo besara. Tan sucio, tan maloliente, que Paul prefería pasar como sobre ascuas por ese episodio y la denuncia que hizo la abuela Flora contra André Chazal por violación e incesto. Terribles, enormes acusaciones que provocaron el concebible escándalo, pero que, gracias al arte consumado de esa otra fiera, la del foro, Jules Favre, depararon sólo unas pocas semanitas de cárcel al violador incestuoso, ya que, aunque los indicios lo condenaban, el juez dictaminó que «no se pudo probar de manera fehaciente el hecho material del incesto». La sentencia condenaba a la niña, una vez más, a vivir separada de su madre, en un internado.

¿Habías puesto todos esos dramas mezclados con gran guiñol en el Retrato de Afine Gauguin, Paul? N o estabas seguro. Querías recuperar esa tela para averiguarlo. ¿Era una obra maestra? Tal vez, sí. La mirada de tu madre en el cuadro, recordabas, despedía, desde su timidez congénita, un fuego quieto, oscuro, con visajes azulados, que traspasaba al espectador e iba a perderse en un punto indeterminado del vacío. «¿Qué miras en mi cuadro, madre?» «Mi vida, mi pobre y miserable vida, hijo mío. Y la tuya también, Paul. Yo hubiera querido que, a diferencia de lo que le ocurrió a tu abuelita, a mí, a tu pobre padre que murió en medio del mar y enterramos en ese fin del mundo, tú tuvieras otra vida. De persona normal, tranquila, segura, sin hambre, sin miedo, sin fugas, sin violencia. No pudo ser. Te legué la mala suerte, Paul. Perdóname, hijo mío.»

Cuando, un rato después, debido a los sollozos de Koke, Pau'ura se despertó y le preguntó por qué lloraba así, él le mintió:

– Me ha vuelto el ardor a las piernas y, qué desgracia, el ungüento se ha acabado.

Te pareció que la luna, la radiante Hina, la diosa de los Ariori, los antiguos maoríes, quieta en el cielo de Punaauia, luciente en medio de las hojas entrelazadas del cuadrado de la ventana, también se entristecía.

Ya casi no quedaba un centavo de la herencia del tío Zizi y del dinero que trajo de París. Ni Daniel, ni Schuff, ni Ambroise Vollard ni los otros galeristas a los que había dejado pinturas y esculturas en Francia, daban señales de vida. El corresponsal más fiel era, siempre, Daniel de Monfreid. Pero no conseguía comprador para una sola tela, una sola talla, ni un miserable apunte. Comenzaban a faltar los víveres y Pau'ura se quejaba. Paul propuso al chino, dueño del único almacén de Punaauia, un trueque: le daría dibujos y acuarelas para que los alimentara a él y a su vahine mientras le llegaba dinero de Francia. A regañadientes, el almacenero terminó por aceptar.

A las pocas semanas, Pau'ura vino a decide que el chino, en vez de guardar sus dibujos, colgados en las paredes o tratar de venderlos, los usaba para envolver la mercadería. Le mostró los restos de un paisaje de mangos de Punaauia, manchado, arrugado y con residuos de escamas de pescado. Cojeando, apoyándose en el bastón que ahora usaba para el menor desplazamiento incluso dentro de la cabaña, Paul fue al almacén e increpó al dueño su falta de sensibilidad. Subió tanto la voz que el chino lo amenazó con denunciado a los gendarmes. Desde entonces, Paul fue extendiendo su odio del almacenero de Punaauia a todos los chinos de Tahití.

No sólo la falta de dinero y los males físicos lo tenían exacerbado, siempre a punto de estallar en una rabieta. Era, también, la obsesionante memoria de su madre y de ese retrato del que no quedaba rastro. ¿Dónde había ido a parar? ¿Y por qué la desaparición de esa tela -habías extraviado tantas sin el menor pestañeo- te tenía sumido en el abatimiento, con el espíritu lleno de malos presagios? ¿Te estabas loqueando, Paul?

Estuvo tiempo sin pintar, limitándose a trazar algunos bocetos en sus cuadernos y a esculpir pequeñas máscaras. Lo hacía sin convicción, distraído por las preocupaciones y el malestar físico. Le vino una inflamación en el ojo izquierdo, que lagrimeaba todo el tiempo. El boticario de Papeete le dio unas gotas para la conjuntivitis, pero no le hicieron el menor efecto. Como la visión de ese ojo irritado disminuyó mucho, se asustó: ¿ibas a quedarte ciego? Fue al Hospital Vaiami y el médico, el doctor Lagrange, lo obligó a internarse. Desde allí Paul escribió a los Molard, sus vecinos de la rue Vercingétorix, una carta lastrada de amargura, en la que les decía: «La mala fortuna me ha perseguido desde niño. Nunca tuve suerte, nunca alegrías. Siempre la adversidad. Por eso grito: Dios, si existes, te acuso de injusticia y maldad».

El doctor Lagrange, de larga estadía en las colonias francesas, nunca le tuvo simpatía. Era un cincuentón demasiado burgués y formal -calvito, anteojos sin montura prendidos en la puma de la nariz, cuellito duro y corbata mariposa a pesar del calor de Tahití- para hacer buenas migas con ese bohemio, de costumbres desaforadas, que convivía con indígenas, y del que circulaban las peores historias por todo Papeete. Pero era un profesional concienzudo y lo sometió a rigurosos exámenes. Su diagnóstico no tomó a Paul por sorpresa. La inflamación del ojo era otra manifestación de la enfermedad impronunciable. Ésta había evolucionado hasta una etapa más grave, según indicaban la erupción y supuraciones de sus piernas. ¿Seguiría empeorando, pues? ¿Hasta cuánto, doctor Lagrange?

– Es una enfermedad de largo aliento -evadió la respuesta el médico-. Usted lo sabe. Siga el tratamiento de manera rigurosa. Y cuidado con el láudano, no se exceda de la dosis que le he indicado.

El médico vaciló. Quería añadir algo, pero no se atrevía, temiendo sin duda tu reacción, pues en Papeete te habías hecho fama de intemperante.

– Soy un hombre capaz de recibir malas noticias -lo animó Paul.

– Usted sabe, también, que ésta es una enfermedad muy contagiosa -murmuró el médico, mojándose los labios con la punta de la lengua-. Sobre todo, si se tienen relaciones sexuales. En ese caso, la transmisión del mal es inevitable.

Paul estuvo a punto de contestarle una grosería, pero se contuvo, para no agravar los problemas que ya tenía. A los ocho días de internado, la administración le pasó una factura por ciento dieciocho francos, advirtiéndole que si no la cancelaba de inmediato, se interrumpiría el tratamiento. Esa noche, se escapó de su cuarto por una ventana y ganó la calle saltando la reja. Regresó a Punaauia en el coche público. Pau'ura le anunció que estaba encinta, de cuatro meses. Le contó también que el chino del almacén, en represalia por sus gritos, había hecho correr por la aldea el rumor de que Paul tenía lepra. Los vecinos, asustados por esa enfermedad que infundía pavor, se estaban concertando para pedir a las autoridades que lo echaran del pueblo, lo internaran en un leprosorio o le exigieran alejarse de los centros poblados de la isla. El padre Damián y el reverendo Riquelme los apoyaban, porque, aunque sin duda no creían en las habladurías del chino, querían aprovechar la ocasión para librar a la aldea de un lujurioso y un impío.

Nada de esto lo asustó ni preocupó demasiado. Pasaba buena parte del día tumbado en la cabaña, adormecido en un sopor que le vaciaba la mente de todo recuerdo o nostalgia. Como su única fuente de aprovisionamiento se había terminado, él y Pau'ura se alimentaban de mangos, bananas, cocos y los frutos del árbol del pan, que ella iba a recoger por los alrededores, y de los regalos de pescado que, a veces, le hacían sus amigas, a escondidas de las familias.

Por esta época, por fin, a Paul se le fue olvidando el retrato de su madre. Reemplazó a Aline Gauguin otro tema obsesivo: la convicción de que la sociedad secreta de los Ariori todavía existía. Había leído sobre ella en el libro del cónsul MoerenhouT dedicado a las antiguas creencias de los maoríes que le prestó el colono Auguste Goupil. y un buen día se puso a afirmar a diestra y siniestra que los nativos de Tahití mantenían la existencia de esta sociedad mítica en la clandestinidad, defendiéndola celosamente de los forasteros, europeos o chinos. Pau'ura le decía que veía visiones; los maoríes de la aldea que todavía venían a visitado le aseguraban que deliraba. Aquella sociedad secreta de los Ariori, dioses y señores de los antiguos tahitianos, la gran mayoría de ellos la desconocía por completo. Y los pocos maoríes que habían oído hablar de los Ariori le juraron que ya ningún nativo creía en semejantes antiguallas, que eran creencias enterradas en un brumoso pasado. Pero Paul, hombre terco y de ideas fijas, siguió día y noche, durante varios meses, con el tema de los Ariori. Y empezó a tallar ídolos y estatuas de madera y a pintar telas inspiradas en esos personajes fabulosos. Los Ariori le devolvieron las ganas de pintar.

«Me engañan», pensabas. Seguían viendo en ti a un europeo, a un popa a, no al bárbaro que eras ya en el alma. Unas pocas decenas de años de colonización francesa no podían haber borrado siglos de creencias, ritos, mitos. Era inevitable que, en un movimiento defensivo, los maoríes hubieran ocultado aquella tradición religiosa en una catacumba espiritual, fuera del alcance de pastores protestantes y de curas católicos, enemigos de sus dioses. La sociedad secreta de los Ariori, que hizo vivir a los maoríes de todas las islas su período más glorioso, estaba viva. Se reunirían en lo más espeso del bosque a celebrar las antiguas danzas y cantar, y se expresarían siempre en los tatuajes, que, aunque no tan elaborados y misteriosos como los de las islas Marquesas, también, pese a las prohibiciones, florecían en Tahití escondidos bajo los pareas. Esos tatuajes revelaban, a quien sabía leerlos, la posición del individuo en la jerarquía de los Ariori. Cuando Paul empezó a asegurar que, en el espeso silencio de los bosques, todavía se practicaban la prostitución sagrada, la antropofagia y los sacrificios humanos, en Punaauia corrió la voz de que, aunque tal vez era falso que el pintor tuviera lepra, lo probable.

era que hubiera perdido la razón. La gente terminó riéndose de él cuando les pedía, a veces implorante, a veces furioso, que le revelaran el secreto de los tatuajes, y que lo iniciaran en la sociedad de los Ariori: Koke había hecho ya bastantes méritos, Koke ya se había vuelto un maorí.

Una carta de Mette cerró esa siniestra etapa con un golpe final. Una carta seca, fría, escrita hacía dos meses y medio: su hija Aline, poco después de cumplir veinte años, había fallecido ese enero, a consecuencia de una pulmonía contraída debido al frío al que estuvo expuesta al regresar de un baile, en Copenhague.

– Ahora ya sé por qué, desde que volví de Europa, me ha perseguido el recuerdo de mi madre y de su retrato -le dijo Paul a Pau'ura, con la carta de Mette en las manos-. Era un anuncio. Mi hija se llamaba Aline en recuerdo de ella. Era también delicada, algo tímida. Espero que no sufriera tanto en su infancia como la otra Aline Gauguin.

– Yo tengo hambre -lo interrumpió Pau'ura, tocándose el estómago, con una expresión cómica-. No se puede vivir sin comer, Koke. ¿No has visto qué flaco estás? Tienes que hacer algo para que comamos.

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