XV. La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844

En el sofocante cuartito del Hotel du Gard, de Nimes, que olía a viejo ya orines de gato, donde, del 5 al 12 de agosto de 1844 pasó seis días y seis noches de espanto, los peores de toda su gira, Flora tuvo casi a diario una angustiosa pesadilla. Desde los púlpitos, los curas de la ciudad amotinaban contra ella a esa masa fanatizada que atestaba las iglesias, la que salía a buscada por las calles de Nimes para linchada. Temblando, se escondía en vestíbulos, zaguanes, en rincones oscuros; desde su precario refugio sentía y divisaba a la muchedumbre desenfrenada en pos de la impía revolucionaria para vengar a Cristo Rey. Cuando la descubrían y se abalanzaban sobre ella con las caras desfiguradas por el odio, se despertaba, empapada de sudor y paralizada de miedo, oliendo a incienso.

Desde el primer día, en Nimes todo le salió mal. El Hotel du Gard era sucio e inhóspito y la comida malísima. (Tú, Florita, que nunca habías dado importancia a los alimentos, ahora te descubrías soñando con una buena mesa casera, de sopa espesa, huevos frescos y mantequilla recién batida.) Los cólicos, las diarreas y los dolores a la matriz, unidos al calor insoportable, tornaban cada jornada un calvario, agravado por la sensación de que este sacrificio sería inútil, porque en esta gigantesca sacristía no encontrarías un solo obrero inteligente que sirviera de piedra miliar a la Unión Obrera.

Encontró uno, en verdad, pero no era de Nimes, sino -¡naturalmente!- de Lyon. El único, entre los cuarenta mil obreros de este emporio de tejidos de chales de seda, lana y algodón, que, en las cuatro reuniones que consiguió organizar con la ayuda remolona del par de médicos que le habían recomendado como filántropos, modernos y fourieristas -los doctores Pleindoux y De Castelnaud-, no le pareció totalmente atontado por las doctrinas estupefacientes de los curas que los obreros nimenses se tragaban sin el menor empacho. Creías haber visto y oído todo en materia de imbecilidad, Andaluza, pero Nimes te enseñó que la frontera podía alargarse indefinidamente. El día que, en una reunión, escuchó decir a un mecánico: «Los ricos son necesarios, pues gracias a ellos hay pobres en el mundo, que nos iremos al cielo, en tanto que ellos no», le vino primero una carcajada, después un vahído. Que los púlpitos hubieran convencido a los obreros de que era bueno ser explotados porque así entrarían al Paraíso, la desmoralizó de tal modo que estuvo mucho rato muda, sin ánimos ni siquiera para indignarse.

Sólo durante aquella farsa tragicómica, la batalla de Cangallo, en la última etapa de su estancia en Arequipa, diez años atrás, había visto tanta idiotez y confusión acumuladas, como aquí en Nlmes. Con una diferencia, Florita. Hace dos lustros, cuando, en las afueras de Arequipa, gamarristas y orbegosistas perpetraban esa pantomima con sangre y muertos, tú, espectadora privilegiada, estudiabas aquello con emoción, tristeza, ironía, compasión, tratando de entender por qué esos indios, zambos, mestizos, arrastrados a una guerra civil sin principios, ni ideas, ni moral, cruda exposición de las ambiciones de los caudillos, se prestaban a ser carne de cañón, instrumento de luchas de facciones que no tenían nada que ver con su suerte. Aquí, en cambio, ante la muralla de prejuicios religiosos y de estulticia que cerraba todas las puertas a la prédica de la revolución pacífica, reaccionabas de una manera amarga, pasional, dejando que la cólera te nublara la inteligencia.

¿El malestar físico te volvía tan impaciente? ¿ Te provocaba semejante depresión la fatiga de estos meses viviendo a salto de mata, en pensiones y albergues mediocres o de mala muerte como el Hotel du Gard? Las pesadillas nocturnas en que los curas de Nimes te hacían linchar por el populacho, te tenían exhausta. Preferible el desvelo a la pesadilla. Se pasaba buena parte de las noches con la ventana abierta, tramando apocalipsis contra los sacerdotes nimenses. «Si llegas al poder, harás un escarmiento terrible, Florita. Los meterás en ese coliseo romano del que están tan orgullosos, y que allí los devoren los mismos obreros a los que sus sermones han vuelto unas bestias crueles.» Imaginar esas maldades terminaba por quitarle el mal humor, la hacía reírse como una chiquilla, y, entonces, solía regresar a Arequipa.

¿Y si todas las batallas fueran tan disparatadas como la que te tocó presenciar en la Ciudad Blanca? Un caos humano que, luego, los historiadores, para satisfacer el patriotismo nacional, volvían coherentes manifestaciones del idealismo, el valor, la generosidad, los principios, borrando todo lo que hubo en ellas de miedo, estupidez, avidez, egoísmo, crueldad e ignorancia de los más, sacrificados de manera inmisericorde por la ambición, la codicia o el fanatismo de los menos. Era posible que dentro de cien años aquella mojiganga, aquella fiesta de las burlas que fue la batalla de Cangallo, figurara en los libros de historia que leerían los peruanos como una página ejemplar del pasado patrio en el que la heroica Arequipa, defensora del presidente elegido, el general Orbegoso, se batía gallardamente contra las fuerzas sublevadas del general Gamarra que, luego de acciones tan sangrientas como bravas, conseguían derrotarla (para resultar victoriosa días después, mágicamente). Sí, Florita: la historia vivida era un mamarracho cruel, y, la escrita, un laberinto de embelecos patrioteros.

Se demoraron tanto en llegar a Arequipa las tropas gamarristas del general San Román, que el ejército orbegosista, presidido por el general Nieto y el deán Valdivia, y cuyo jefe de Estado Mayor era su primo Clemente Althaus, se había poco menos que olvidado de ellas. Tanto que en de abril de 1834, el general Nieto dio permiso a sus soldados para que fueran a la ciudad a emborracharse. En la casa de la familia Tristán, en la calle Santo Domingo, Florita oyó, toda la noche, el revuelo de cantos, bailes y gritos con que, en todas las chicherías de la ciudad, los soldados celebraban su noche franca bebiendo chicha y comiendo picantes. Charangos y guitarras atronaban los barrios. Al día siguiente, a lo lejos, por el perfil de los cerros, en el aire limpísimo del horizonte encuadrado por los volcanes, asomaron los soldados del general San Román. Protegida del sol con una sombrilla roja y armada de un largavista, Florita los vio aparecer y, lentísima mancha de hormigas, irse acercando. Mientras, en medio de gran algarabía, en las habitaciones de la casa, su tío don Pío, su prima Carmen, su tía Joaquina y demás parientes -tías, primas, tíos, primos, validos y frailes- se afanaban haciendo bolsas y paquetes con las joyas, dineros, vestidos y objetos más valiosos, para ir a refugiarse, como toda la sociedad arequipeña, a los monasterios, conventos e iglesias. A media-mañana, cuando una gran polvareda le había ocultado por completo la visión de los soldados del general San Román, Flora vio aparecer a caballo, sudando, armado de pies a cabeza, a Clemente Althaus. El coronel se había escapado un momento del campamento para prevenidos:

– Todos nuestros hombres están borrachos, incluso los oficiales, por la estúpida idea de Nieto de darles la noche libre -bramó de cólera-. Si San Román ataca ahora, estamos perdidos. Métanse al convento de Santo Domingo, sin pérdida de tiempo.

Y, blasfemando en alemán, partió, a galope tendido. Pese a que tías y primas la urgían a seguidas, Florita permaneció en la azotea de la mansión, con los varones. Se trasladarían al vecino Santo Domingo cuando la batalla comenzara. A las siete de la noche estallaron las primeras cargas de mosquetería. El tiroteo continuó, esporádico, lejano, sin acercarse a la ciudad, por varias horas. A eso de las nueve, apareció un solitario ordenanza por la calle Santo Domingo. Era un enviado del general Nieto a su mujer, pidiéndole que corriera al convento más cercano; las cosas no iban bien. Don Pío Tristán le hizo dar de comer y de beber, mientras el ordenanza les relataba lo sucedido. Jadeante de fatiga, hablaba a la vez que se atragantaba de refrescos y comida. El batallón cuadrado de San Román fue el primero en atacar. Llegaron al encuentro los dragones del general Nieto, que consiguieron contenerlo. La lucha estuvo equilibrada hasta que, con las primeras sombras, la artillería del coronel Morán equivocó el blanco, y, en vez de apuntar a los gamarristas, lanzó sus andanadas de fuego y metralla contra los propios dragones, entre los que hizo destrozos. Aún se desconocía el desenlace, pero el triunfo de San Román ya no era imposible. Previendo una invasión de la ciudad por las tropas enemigas, convenía que «los señores se escondieran». ¿Recordabas la espantada general que estas noticias produjeron, Florita? Minutos después, tíos y primos, seguidos por esclavos cargados de alfombras, bolsas de alimentos y ropa, y, muchos, con bacinicas de plata, loza o porcelana en las manos, desfilaban hacia el convento y la iglesia de Santo Domingo, luego de- trancar las puertas con tablones. La noticia había corrido como la pólvora, porque, en su marcha hacia el refugio, Florita reconoció a otras familias de la ciudad, corriendo despavoridas a los lugares sagrados. Llevaban en los brazos todas las riquezas y lujos que les cabían en ellos para ponerlos a salvo de la codicia del vencedor.

En la iglesia y el convento de Santo Domingo reinaba indescriptible desorden. Las familias arequipeñas hacinadas en pasillos, zaguanes, naves, claustros, celdas, con sus niños y esclavos tirados por los suelos, apenas podían moverse. Había nauseabundos olores a orines y excrementos y un griterío enloquecedor. Las escenas de pánico se mezclaban con los rezos y salmos que entonaban algunos grupos, en tanto que los monjes, saltando de un lugar a otro, trataban en vano de poner orden. Don Pío y su familia, dados su rango y fortuna, tuvieron el privilegio de ocupar el despacho del prior; allí, la vasta parentela, pese a la estrechez del recinto, podía al menos moverse por turnos. El tiroteo cesó en la noche, recrudeció al alba, y, poco después, calló del todo. Cuando don Pío decidió ir a ver qué ocurría, Flora lo siguió. La calle estaba desierta. La casa de los Tristán no había sido invadida. Desde la azotea, con su largavista, Flora vio a la distancia, en una mañana de cielo limpio y una brisa fresca que había despejado la humareda de la pólvora, siluetas militares que se abrazaban. ¿Qué ocurría? Lo supieron poco después, cuando llegó al galope por la calle Santo Domingo, tiznado de pies a cabeza, con rasguños en las manos y los rubios cabellos blancos de tierra, el coronel Althaus.

– El general Nieto es todavía más bruto que sus oficiales y soldados -rugió, sacudiéndose a manazos el uniforme-. Ha aceptado la tregua que pidió San Román, cuando podíamos rematado.

El fuego de artillería del coronel Morán, además de causar bajas a los propios dragones -entre treinta y cuarenta muertos, calculaba Althaus-, bombardeó el campamento de las rabonas confundiéndolas con gamarristas; sus cañones habían pulverizado y lisiado vaya usted a saber a cuántas de esas mujeres, insustituibles para el auxilio y aprovisionamiento de la tropa. Pese a ello, luego de varias cargas a la bayoneta, los soldados de Nieto, enardecidos por el ejemplo del deán Valdivia y el propio Althaus, hicieron retroceder al ejército de San Román. Entonces, en vez de acceder a lo que el cura y el alemán le pedían -perseguirlos y aniquilados-, Nieto aceptó la tregua que reclamaba el enemigo. Se reunió con San Román, se abrazaron y lloraron, besaron juntos una bandera peruana, y, luego de que el gamarrista le prometiera que reconocería a Orbegoso como presidente del Perú, el imbécil de Nieto le estaba enviando ahora alimentos y bebidas para sus hambrientos soldados. El deán Valdivia y Althaus le aseguraron que era una estratagema del adversario para ganar tiempo y reordenar sus fuerzas. ¡Era insensato aceptar la tregua! Nieto fue inflexible: San Román era un caballero; reconocería a Orbegoso como Jefe de Estado y de este modo se reconciliaría la familia peruana.

Althaus pidió a don Pío que, unido a otros notables de Arequipa, destituyera a Nieto, asumiera el mando militar y ordenara el reinicio de las hostilidades. El tío de Flora palideció como un cadáver. Juró que se sentía enfermo y fue a meterse en cama. «Lo único que le preocupa a este viejo avaro es su dinero», masculló Althaus. Florita pidió a su primo que, puesto que había cesado la guerra, la llevara al campamento. El alemán, después de dudar un momento, asintió. La subió a la grupa de su caballo. Todo el contorno estaba en ruinas. Chacras y viviendas habían sido saqueadas antes de ser ocupadas por las rabonas y convertidas en refugios o enfermerías. Mujeres ensangrentadas, a medio vendar, cocinaban en improvisados fogones, en tanto que los soldados heridos permanecían tumbados en el suelo, sin atención alguna, gimiendo, mientras que otros dormían a pierna suelta la fatiga del combate. Gran cantidad de perros merodeaban por el lugar, olisqueando los cadáveres bajo nubes de buitres. Cuando, en el puesto de mando de Althaus, Florita interrogaba a unos oficiales sobre los incidentes del combate, llegó un parlamentario de San Román. Explicó que, por acuerdo de su Estado Mayor, la promesa de su jefe de reconocer a Orbegoso como presidente, era incumplible: todos sus oficiales se oponían. Así, pues, se reiniciaban las acciones. «Por el tarado de Nieto, hemos perdido una batalla ganada», susurró Althaus a Flora. Le dio una mula para regresar a Arequipa e informar a la familia que recomenzaba la guerra.

El alba la encontró, en su sórdido cuartito del Hotel du Gard, riéndose sola al recuerdo de aquella batalla, que, de confusión en confusión, se acercaba a su inverosímil desenlace. Era su tercer día en la odiosa Nimes, y, a media mañana, tenía cita con el poeta-panadero Jean Reboul, cuyos poemas habían elogiado Lamartine y Victor Hugo. ¿Encontrarías, por fin, en ese vate salido del mundo de los explotados, el valedor que te hacía falta para que prendiera en Nimes la idea de la Unión Obrera y sacara a los nimenses del sopor? Nada de eso. En Jean Reboul, el famoso poeta obrero de Francia, encontró un ensoberbecido vanidoso -la vanidad era la enfermedad de los poetas, Florita, estaba comprobado- al que a los diez minutos de estar con él detestó. En un momento tuvo ganas de taparle la boca a ver si así enmudecía su deslenguada jeta. La recibió en su panadería, la subió a los altos y cuando ella le preguntó si había oído hablar de su cruzada y de la Unión Obrera, el blanduzco y creído gordinflón comenzó a enumerar a los duques, académicos, autoridades y profesores que le escribían, elogiando su estro y agradeciéndole lo que hacía por el arte de Francia. Cuando ella intentó explicarle la revolución pacífica que acabaría con la discriminación, la injusticia y la pobreza, el fatuo la interrumpió con una frase que la dejó estupefacta: «Pero, justamente, eso es lo que hace nuestra santa Madre Iglesia, señora». Flora, reponiéndose, intentó ilustrado, explicándole que todos los sacerdotes -judíos, protestantes y mahometanos, pero principalmente los católicos- eran aliados de los explotadores y los ricos porque con sus sermones mantenían resignada a la humanidad doliente con la promesa del Paraíso, cuando lo importante no era ese improbable premio celestial postmortem, sino la sociedad libre y justa que se debía construir aquí y ahora. El poeta panadero respingó como si se le hubiera aparecido el diablo:

– Usted es mala, mala -exclamó, haciendo con las manos una especie de exorcismo-. ¿Y se le ocurre venir a pedirme ayuda a mí, para una obra contra mi religión?

Madame-la-Colere terminó por estallar, llamándolo traidor a sus orígenes, impostor, enemigo de la clase obrera y falso prestigio al que el tiempo se encargaría de desenmascarar.

La visita al poeta-panadero la dejó tan extenuada que debió sentarse en una banca, a la sombra de unos plátanos, hasta serenarse un poco. A su lado oyó decir a una pareja, muy excitados ambos, que esa tarde irían a escuchar al pianista Liszt, en la sala de audiencias del ayuntamiento. Curiosa casualidad; en casi toda su gira, habían coincidido. El pianista parecía seguirte los pasos, Florita. ¿ y si esta noche te tomabas un descanso e ibas a escucharlo? No, de ninguna manera. Tú no podías perder el tiempo oyendo conciertos, como los burgueses.

Del desenlace de la batalla de Cangallo, se enteró sólo un mes más tarde, en Lima, por el coronel gamarrista Bernardo Escudero, con quien -el recuerdo esfumó a Jean Reboul-, en sus últimos días en Arequipa, ¿viviste un romance, Florita? ¡Vaya historia! Al día siguiente de la ruptura de hostilidades entre orbegosistas y gamarristas, el general Nieto ordenó a su ejército ponerse en marcha y salir en busca del taimado San Román. Encontró a los soldados gamarristas en Cangalla, bañándose en el río y descansando. Nieto se abalanzó sobre ellos. Iba a ser una rápida victoria. Pero, una vez más, las equivocaciones vinieron en ayuda de San Román. Esta vez los dragones de Nieto confundieron el blanco, pues, en vez de lanzar sus cargas de fusile ría sobre las huestes enemigas, diezmaron a su propia artillería, hiriendo incluso al coronel Morán. Abrumados por lo que creyeron una irresistible acometida de los gamarristas, los soldados de Nieto dieron media vuelta y echaron a correr en enloquecida retirada rumbo a Arequipa. Al mismo tiempo, creyéndose perdido, el general San Román, que ignoraba lo que ocurría en el bando adversario, ordenó también a su tropa retirarse a marchas forzadas en vista de la superioridad del enemigo. En su huida, tan desesperada y ridícula como la de Nieto, no paró hasta Vilque, a cuarenta leguas de allí. La imagen de esos dos ejércitos, con sus generales al frente, corriendo uno del otro pues ambos se creían derrotados, la tenías siempre en la memoria, Florita. Un símbolo del caos y el absurdo en que transcurría la vida en la tierra de tu padre, esa tierna caricatura de República. A veces, como ahora, aquel recuerdo te divertía, te parecía representar, a gran escala, una de esas farsas de enredos y malentendidos molierescos que aquí en Francia se creían exclusivas de los escenarios.

Al día siguiente de la batalla, San Román supo que su rival también había huido y, una vez más, dio media vuelta y llevó su tropa a ocupar Arequipa. El general Nieto había tenido tiempo de entrar a la ciudad, dejar a los heridos en iglesias y hospitales, y, con lo que quedaba de ejército, emprender una retirada rumbo a la costa. Florita despidió a su primo, el coronel Clemente Althaus, con lágrimas en los ojos. Sospechabas que no verías más a ese querido rubio bárbaro. Tú misma ayudaste a prepararle su equipaje, con mudas nuevas, té, vino de Burdeos y bolsas de azúcar, chocolate y pan.

Cuando, veinticuatro horas después, los soldados del general San Román, involuntario triunfador de la batalla de Cangallo, entraron a Arequipa, no se produjo el temido saqueo. Una comisión de notables que presidía don Pío Tristán los recibió con banderas y banda de músicos. En prueba de su solidaridad con el ejército vencedor, don Pío entregó al coronel Bernardo Escudero un donativo de dos mil pesos para la causa gamarrista.

¿Se prendó de ti el coronel Escudero, Andaluza? Estabas segura de que sí. ¿Y tú te prendas te también de él, verdad? Bueno, tal vez. Pero el buen juicio te contuvo a tiempo. Todas las voces decían que, desde hacía tres años, Escudero no sólo era el secretario, adjunto, edecán, sino también el amante de ese sorprendente personaje femenino, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, llamada doña Pancha o la Mariscala, y, por sus enemigos, la Virago, esposa del mariscal Agustín Gamarra, ex presidente del Perú, caudillo y conspirador profesional.

¿Cuál era la verdadera historia y cuál el mito de la Mariscala? Nunca lo averiguarías, Florita. Ese personaje te fascinó, te encendió la imaginación como nadie antes, y, acaso, la aguerrida imagen de esa mujer que parecía salida de una novela, hizo nacer en ti la decisión y la fuerza interior capaces de transformarte en un ser tan libre y resuelto como entonces sólo estaba permitido serlo a un hombre. La Mariscala lo había conseguido: ¿por qué Flora Tristán no? Debía ser de tu misma edad cuando la conociste, frisar los treinta y tres o treinta y cuatro años. Era cusqueña, hija de español y peruana, a quien Agustín Gamarra, héroe de la independencia del Perú -luchó junto a Sucre en la batalla de Ayacucho-, conoció en un convento limeño, donde sus padres la tenían recluida. La muchacha, prendada de él, escapó del claustro, para seguirlo. Se casaron en el Cusco, donde Gamarra era prefecto. La veinteañera no fue la esposa hogareña, pasiva, doméstica y reproductora que eran (y se esperaba que fueran) las damas peruanas. Fue la colaboradora más eficaz de su marido, su cerebro y su brazo en todo: la actividad política, social, e, incluso -esto enriquecía sobre todo su leyenda-, militar. Lo reemplazaba en la prefectura del Cusco cuando él salía de viaje y, en una de esas ocasiones, aplastó una conspiración, presentándose en el cuartel de los conspiradores vestida de oficial, con una bolsa de dinero y una pistola cargada en las manos: «¿Qué eligen? ¿Rendirse y repartirse esta bolsa o pelear?». Prefirieron rendirse. Más inteligente, más valerosa, más ambiciosa y audaz que el general Gamarra, doña Pancha cabalgaba junto a su marido, montando a caballo siempre con botas, pantalón y guerrera, y participaba en los combates y refriegas como el más arrojado combatiente. Se hizo famosa por su excelente puntería. Durante el conflicto con Bolivia, fue ella, al frente de la tropa, con su osadía ilimitada y su coraje temerario, la vencedora de la batalla de Paria. Luego de la victoria, festejó con sus soldados bailando huaynos y bebiendo chicha. Hablaba con ellos en quechua y sabía carajear. A partir de entonces, su influencia sobre el general Gamarra fue total. En los tres años que éste ocupóla presidencia del Perú, el verdadero poder lo ejerció doña Pancha. Se le atribuían intrigas y crueldades inauditas contra sus enemigos, pues su falta de escrúpulos y de freno eran tan grandes como su valor. Se decía que tenía muchos amantes y que, alternativamente, los mimaba o maltrataba como si fueran muñequitos, perros falderos.

De todas las anécdotas que se contaban de ella, había dos que no olvidabas, porque, ¿verdad, Florita?, de las dos te hubiera encantado ser la protagonista. La Mariscala visitaba, en representación del presidente, las instalaciones del Fuerte Real Felipe, en el Callao. De pronto, entre los oficiales que le rendían honores, descubrió a uno que, según habladurías, se jactaba de ser su amante. Sin dudado un segundo, se precipitó sobre él y le marcó la cara de un fustazo. Luego, sin bajarse del caballo, con sus propias manos le arrancó los galones:

– Usted no hubiera podido ser nunca mi amante, capitán -lo increpó-. Yo no me acuesto con cobardes.

La otra historia ocurría en palacio. Doña Pancha ofreció una cena a cuatro oficiales del ejército. La Mariscala fue una anfitriona encantadora, bromeando con sus invitados y atendiéndolos con exquisita cortesía. A la hora del café y el cigarro, despachó a los criados. Cerró las puertas y encaró a uno de sus huéspedes, adoptando la voz fría y la mirada despiadada de sus cóleras:

– ¿Ha dicho usted, a estos tres amigos suyos aquí presentes, que está cansado de ser mi amante? Si ellos lo han calumniado, usted y yo les daremos su merecido. Pero, si es cierto, y, al ver su palidez me temo que lo sea, estos oficiales y yo vamos a romperle el lomo a latigazos.

Sí, Florita, aquella cusqueña, que padecía de tanto en tanto esos ataques de epilepsia -uno de los cuales te tocó presenciar-, que, sumados a sus derrotas y padecimientos, acabarían con ella antes de que cumpliera treinta y cinco años, te dio una inolvidable lección. Había, pues, mujeres -y, una de ellas, en ese país atrasado, inculto, a medio hacer, en un lejano confín del mundo que no se dejaban humillar, ni tratar como siervas, que conseguían hacerse respetar. Que valían por sí mismas, no como apéndices del varón, incluso a la hora de manejar el látigo o disparar las pistolas. ¿Era el coronel Bernardo Escudero amante de la Mariscala? Este español aventurero, venido al Perú igual que Clemente Althaus a enrolarse como mercenario en las guerras intestinas a ver si así hacía fortuna, era, desde hacía tres años, la sombra de doña Pancha. Cuando Florita se lo preguntó, a boca de jarro, lo negó, indignado: ¡calumnias de los enemigos de la señora de Gamarra, por supuesto! Pero tú no quedaste muy convencida.

Escudero no era apuesto, aunque sí muy atractivo. Delgado, risueño, galante, tenía más lecturas y mundo que los hombres que la rodeaban y Flora lo pasó muy bien con él aquellos días, cuando Arequipa se acomodaba, a regañadientes, a la ocupación de las tropas de San Román. Se veían mañana y tarde, hacían paseos a caballo por Tiabaya, a las fuentes termales de Yura, a las faldas del Misti, volcán tutelar de la ciudad. Flora lo acosaba a preguntas sobre doña Pancha Gamarra y sobre Lima y los limeños. Él respondía con infinita paciencia y derrochando ingenio. Sus comentarios eran inteligentes y su galantería refinada. Un hombre que desbordaba simpatía. ¿Y si te casabas con el coronel Bernardo Escudero, Florita? ¿Y si, casada Pancha Gamarra con el Mariscal, te convertías en el poder detrás del trono, para, desde allí arriba, usando la inteligencia y la fuerza a la vez, hacer esas reformas que necesitaba la sociedad a fin de que las mujeres no siguieran siendo esclavas de los hombres?

No fue una fantasía pasajera. Esa tentación -casarte con Escudero, quedarte en el Perú, ser una segunda Mariscala- se apoderó de ti al extremo de inducirte a coquetear con el coronel, como nunca lo habías hecho antes con varón alguno, ni lo harías después, decidida a seducirlo. El incauto cayó en tus redes, en un dos por tres. Cerrando los ojos -había empezado a correr una brisa que atenuaba el calor del ardiente verano de Nimes- revivió aquella sobremesa. Bernardo y ella solos, en la casa de los Tristán. Sus palabras resonaban en la alta bóveda. De pronto, el coronel le cogió la mano y se la llevó a la boca, muy serio: «La amo, Flora. Estoy loco por usted. Puede hacer conmigo lo que quiera. Déjeme estar siempre a sus pies». ¿Te sentiste feliz con ese rápido triunfo? En el primer momento, sí. Tus ambiciosos planes comenzaban a hacerse realidad, y a qué prisa. Pero, un rato después, cuando, al retirarse, en el oscuro zaguán de la casa de Santo Domingo el coronel te tomó en sus brazos, te estrechó contra su cuerpo y te buscó la boca, se rompió el hechizo. ¡No, no, Dios mío, qué locura! ¡Nunca, nunca! ¿Volver a aquello? ¿Sentir, en las noches, que un cuerpo velludo, sudoroso, se montaba sobre ti y te cabalgaba como a una yegua? La pesadilla reapareció en tu memoria, aterrándote. ¡Ni por todo el oro del mundo, Florita! Al día siguiente comunicaste a tu tío que querías regresar a Francia. Y, el 25 de abril, ante la sorpresa de Escudero, te despedías de Arequipa. Aprovechando la caravana de un comerciante inglés, partías rumbo a Islay, y, luego, a Lima, donde, dos meses después, tomarías el barco de regreso a Europa.

Esa turbamulta de imágenes arequipeñas la distrajeron del mal rato que le hizo pasar el poeta-panadero Jean Reboul. Regresó al Hotel du Gard, despacio, por unas calles atestadas de gentes que hablaban en la lengua regional que no entendía. Era como estar en un país extranjero. Esta gira le había enseñado que, contrariamente a lo que creían en París, el francés estaba lejos de ser la lengua de todos los franceses. Veía, en muchas esquinas, a esos saltimbanquis, magos, payasos, adivinos, que abundaban en esta ciudad casi tanto como los mendigos que estiraban una mano, ofreciendo, a cambio de una moneda, «rezar un avemaría por el alma de la buena señora». La mendicidad era una de sus bestias negras: en todas las reuniones trató de inculcar a los obreros que mendigar, práctica atizada por las sotanas, era tan repugnante como la caridad; ambas cosas degradaban moralmente al mendigo, al tiempo que daban al burgués buena conciencia para seguir explotando a los pobres sin remordimientos. Había que combatir la pobreza cambiando la sociedad, no con limosnas. Pero el sosiego y el buen ánimo no le duraron mucho, pues, camino al hotel, debió pasar por el lavadero público. Un lugar que, desde su primer día en Nimes, la puso fuera de sí. ¿Cómo era posible que, en 1844, en un país que se preciaba de ser el más civilizado del mundo, se viera un espectáculo tan cruel, tan inhumano, y que nadie hiciera nada en esta ciudad de sacristías y beatos para acabar con semejante iniquidad?

Tenía sesenta pies de largo y cien de ancho, y estaba alimentado por un manantial que bajaba de las rocas. Era el único lavadero de la ciudad. En él escurrían y fregaban la ropa de los nimenses de trescientas a cuatrocientas mujeres, que, dada la absurda conformación del lavadero, tenían que estar sumergidas en el agua hasta la cintura para poder jabonar y fregar la ropa en los batanes, los únicos del mundo que, en vez de estar inclinados hacia el agua, para que las mujeres pudieran permanecer acuclilladas en la orilla, lo estaban hacia el lado opuesto, de manera que las lavanderas sólo podían utilizados sumergiéndose. ¿Qué mente estúpida o perversa dispuso así los batanes para que las desdichadas mujeres quedaran hinchadas y deformes como sapos, con erupciones y manchas en la piel? Lo grave no era sólo que pasaran tantas horas en el agua; sino que esa agua, que utilizaban también los tintoreros de chales de la industria local, estaba cargada de jabón, de potasio, de sodio, de agua de Javel, de grasa, y de tinturas como índigo, azafrán y rubia. Varias veces conversó Flora con estas infelices que, por pasarse diez y doce horas en el agua, padecían de reumatismo, infecciones a la matriz y se quejaban de abortos y embarazos difíciles. El lavadero no paraba nunca. Muchas lavanderas preferían trabajar de noche, pues podían elegir mejores sitios, ya que a esa hora había pocos tintoreros. Pese a su dramática condición, y a explicarles que ella obraba para mejorar su suerte, no consiguió convencer a una sola lavandera que asistiera a las reuniones sobre la Unión Obrera. Las notó siempre recelosas, además de resignadas. En uno de sus encuentros con los doctores Pleindoux y De Castelnaud les mencionó el lavadero. Se extrañaron de que Flora encontrara inhumanas esas condiciones de trabajo. ¿No trabajan así las lavanderas en el resto del mundo? No veían en ello motivo de escándalo. Naturalmente, desde que descubrió cómo funcionaba el lavadero de Nlmes, Flora decidió que mientras permaneciera en esta ciudad, nunca daría su ropa a lavar. La lavaría ella misma, en el hotel.

El Hotel du Gard no era la pensión de madame Denuelle, ¿cierto, Andaluza? Antigua cantante de ópera parisina varada en Urna y transformada en hotelera, donde ella pasó Flora sus últimos dos meses en tierras peruanas. Se la había recomendado el capitán Chabrié, y, en efecto, madame Denuelle, a quien aquél había hablado de Flora, la recibió con muchas consideraciones, le dio un cuarto muy cómodo y una excelente pensión por un precio módico (don Pío la despidió con un regalo de cuatrocientos pesos para los gastos, además de pagarle el pasaje). En esas ocho semanas, madame Denuelle le presentó a la mejor sociedad, que venía a la pensión a jugar a las cartas, hacer tertulia, ya lo que Flora descubrió era la ocupación principal de las familias acomodadas de Lima: la frivolidad, la vida social, los bailes, los almuerzos y comidas, la chismografía mundana. Curiosa ciudad esta capital del Perú, que, pese a tener sólo unos ochenta mil pobladores, no podía ser más cosmopolita. Por sus callecitas cortadas por acequias donde los vecinos echaban las basuras y vaciaban sus bacinicas, se paseaban marineros de barcos anclados en el Callao procedentes de medio mundo, ingleses, norteamericanos, holandeses, franceses, alemanes, asiáticos, de modo que, vez que salía a visitar los innumerables conventos e iglesias coloniales, o a dar vueltas a la Plaza Mayor, costumbre sagrada de los elegantes, Flora oía a su alrededor más idiomas que en los bulevares de París. Rodeada de huertas de naranjos, platanares y palmeras, con casas espaciosas de un solo piso, una amplia galería para tomar el fresco -aquí no llovía nunca- y dos patios, el primero para los dueños y el segundo para los esclavos, esta pequeña ciudad de apariencia provinciana, con su bosque de campanarios desafiando el cielo siempre gris, tenía la sociedad más mundana, muelle y sensual que Flora hubiera podido imaginar.

Entre las amistades de madame Denuelle y sus propios parientes (trajo cartas para ellos desde Arequipa) en esos dos meses Flora se pasó los días abrumada de invitaciones a casas suntuosas donde se preparaban cenas opíparas. y yendo al teatro, a los toros (en la detestable corrida uno de los astados destripó a un caballo y corneó a un torero), a las riñas de gallos, al obligatorio Paseo de Aguas, donde las familias iban, a pie o en calesas, a mostrarse, reconocerse, enamorarse o intrigar, a la cuesta de Amancaes, y a procesiones, misas (las señoras asistían a dos o tres cada domingo), a los baños de mar de Chorrillos, y visitó los calabozos de la Inquisición, con los escalofriantes instrumentos de tortura que se aplicaban a los acusados para arrancarles las confesiones. Conoció a todo el mundo, desde el presidente de la República, el general Orbegoso y a los generales más en boga, algunos de ellos, como Salaverry, jovencitos semi-imberbes, simpáticos y galantes pero de una incultura prodigiosa, y a una eminencia intelectual, el sacerdote Luna Pizarro, quien la invitó a una sesión del Congreso.

Lo que más la impresionó fueron las limeñas de la buena sociedad. Cierto, parecían ciegas y sordas a la miseria que las rodeaba, esas calles llenas de mendigos e indios descalzos que, en cuclillas e inmóviles, parecían esperar la muerte, ante los que lucían sus elegancias y riquezas sin el menor embarazo. ¡Pero de qué libertad gozaban! En Francia, hubiera sido inconcebible. Vestidas con el atuendo típico de Lima, el más astuto e insinuante que se podía inventar, el de las «tapadas», que constaba de la saya, una estrecha falda y un manto que, como un saco, envolvía hombros, brazos, cabeza y dibujaba las formas de una manera delicada y cubría tres cuartas partes de la cara, dejando al descubierto sólo un ojo, las limeñas, vestidas así-disfrazadas así-, a la vez que fingían ser todas bellas y misteriosas, también se volvían invisibles. Nadie podía reconocerlas -empezando por sus maridos, según las. oía jactarse Flora- yeso les inspiraba una audacia inusitada. Salían solas a la calle -aunque seguidas a distancia por una esclava- y les encantaba dar sorpresas o burlarse con picardías de los conocidos a quienes cruzaban en la calzada, que no podían identificarlas. Todas fumaban, apostaban fuertes sumas en el juego, y hacían gala de una coquetería permanente, a veces desmedida, con los caballeros. La señora Denuelle le fue informando sobre los amores clandestinos, las intrigas amorosas en que esposos y esposas andaban enredados, y que, a veces, si estallaba el escándalo, solían culminar en duelos a sable o pistola a orillas del lánguido río Rímac. Además de salir solas, las limeñas montaban a caballo vestidas de hombre, tocaban la guitarra, cantaban y bailaban, incluso las viejas, con soberbio descaro. Viendo a estas mujeres emancipadas, Florita se veía en apuros cuando, en las reuniones y saraos, aquéllas, abriendo los labios con fruición y con los ojos ávidos, le pedían que les contara «las cosas tremendas que hacían las parisinas». Las limeñas tenían una predilección enfermiza por los zapatitos de raso, de formas audaces y de todos los colores, uno de los artilugios claves de sus técnicas de seducción. Te regalaron un par de ellos y tú, Florita, se los regalarías años después a Olympia, en prenda de amor.

A las cuatro semanas de estar Flora en Lima, apareció en la pensión Denuelle el coronel Bernardo Escudero. Estaba de paso por la capital, acompañando a la Mariscala, que, hecha prisionera en Arequipa, aguardaba

en el Callao el barco que la llevaría exiliada a Chile, adonde, por supuesto, también la escoltaría el militar español. Su marido, el general Gamarra, había huido a Bolivia, luego de que su rebelión contra Orbegoso terminara -en Arequipa, justamente- de modo truculento. La Mariscala y Gamarra entraron a la ciudad conquistada para ellos de aquella.!J1anera bufa por el general San Román, pocos días después de la partida de Flora. Las tropas gamarristas multiplicaban las exacciones contra los vecinos, lo que fue enardeciendo al pueblo arequipeño. Entonces, dos batallones gamarristas, encabezados por el sargento mayor Lobatón, decidieron sublevarse contra Gamarra y plegarse a Orbegoso. Se apoderaron de los puestos de mando, dando vítores a su antiguo enemigo, el presidente constitucional. El pueblo de Arequipa, al oír los disparos, malentendió lo que ocurría, y, harto ya de la ocupación, armado con piedras, cuchillos y escopetas de caza, se lanzócontra los sublevados creyéndolos todavía gamarristas. Cuando advirtieron su yerro, ya era tarde, pues habían linchado al sargento mayor Lobatón y a sus principales colaboradores. Entonces, más encolerizados todavía, atacaron al desconcertado ejército de Gamarra y San Román, que se desintegró ante la embestida popular. Los soldados cambiaron de bando o se dieron a la fuga. El general Gamarra alcanzó a huir, disfrazado de mujer, y, rodeado de un pequeño séquito, fue a asilarse a Bolivia. La Mariscala, a quien la muchedumbre enfurecida buscaba para lincharla, se tiró por el techo de la vivienda donde estaba hospedada, a una casa vecina, donde horas después fue capturada por las tropas regulares de Orbegoso. Siempre diestro y veloz para adaptarse a las nuevas circunstancias políticas, ahora don Pío Tristán presidía el Comité Provisional de Gobierno de Arequipa, que se había declarado orbegosista y puesto la ciudad a las órdenes del presidente constitucional. Este comité había decidido el exilio de la Mariscala, que el gobierno de Lima confirmó.

Florita rogó a Bernardo Escudero que la llevara a conocerla. Estuvo con doña Pancha a bordo del barco inglés William Rusthon, que le servía de prisión. Aunque derrotada, y semidestruida (moriría unos meses después), a Flora le bastó ver a esta mujer de talla mediana, robusta, de fiera cabellera y ojos azogados, y encontrar su mirada orgullosa, desafiante, para sentir la fuerza de su personalidad.

– Yo soy la salvaje, la feroz, la terrible doña Pancha que se come crudos a los niños -le bromeó la Mariscala, con voz brusca y seca. Vestía con elegancia estridente, y tenía sortijas en todos los dedos, zarcillos de diamantes y un collar de perlas-. Mi familia me ha pedido que me vista así, en Lima, y he tenido que darle gusto. Pero, la verdad, yo me siento más cómoda con botas, guerrera y pantalones, y sobre el lomo del caballo.

Estaban conversando en cubierta, cordialmente, cuando, de pronto, doña Pancha palideció. Le comenzaron a temblar las manos, la boca, los hombros. Volteó los ojos y a sus labios asomó una espuma blanca. Escudero y las damas que la acompañaban debieron llevársela cargada al camarote.

– Desde el desastre de Arequipa, los ataques le repiten todos los días -le contó Escudero, esa noche-. Y, a menudo, varias veces al día. Se quedó muy apenada de no haber podido charlar más con usted. Me dijo que la invitara a volver al barco, mañana.

Flora volvió y se encontró con una mujer deshecha, un espectro de labios exangües, ojos hundidos y manos temblorosas. En una noche le habían caído muchos años encima. Incluso para hablar, tenía dificultad.

Pero, no era éste su último recuerdo de Lima. Sino la visita a la hacienda Lavalle, la más grande y próspera de la región, a dos leguas de la capital. El dueño, señor Lavalle, hombre exquisito, de gran refinamiento, le habló en buen francés. La hizo recorrer los cañaverales, los molinos de agua donde se trituraba la caña, los calderos de la refinería donde se separaba el azúcar de la melaza. Flora quería a toda costa hacerle hablar de sus esclavos. Ya a finales de la visita, el señor Lavalle tocó el tema:

– La falta de esclavos nos está arruinando a los agricultores -se quejó-. Figúrese, yo tenía mil quinientos y me quedan apenas novecientos. Por la falta de aseo, el descuido, la holgazanería y sus costumbres bárbaras se llenan de enfermedades y mueren como moscas.

Flora se atrevió a insinuar que, tal vez, la existencia miserable que llevaban y la ignorancia debido a la falta total de educación explicara que los esclavos fueran tan propensos a enfermarse.

– Usted no conoce a los negros -replicó el señor Lavalle-. Dejan morir a sus hijos de perezosos que son. Su indolencia no tiene límites. Son peores que los indios, todavía. Sin el látigo, no se consigue nada de ellos.

Flora no pudo contenerse más. Exclamó que la esclavitud era una aberración humana, un crimen contra la civilización, y que, tarde o temprano, también en el Perú se aboliría, igual que en Francia.

El señor Lavalle se quedó mirándola, desconcertado, como si descubriera a otra persona a su lado.

– Mire usted lo que ha pasado en la antigua colonia francesa de Santo Domingo desde que se emancipó a los esclavos -replicó, por fin, incómodo-. El caos total y el retorno a la barbarie. Allá los negros se están comiendo unos a otros.

Y, para mostrarle los extremos a que podían llegar aquellas gentes, la condujo a los calabozos de la hacienda. En una celda semi a oscuras, con el suelo lleno de paja -parecía el cubil de alguna fiera-, le mostró a dos negras jóvenes, totalmente desnudas, encadenadas a la pared.

– ¿Por qué cree usted que están aquí? -le dijo, con tonito triunfal-. Estos monstruos mataron a sus propias hijas recién nacidas.

– Las comprendo muy bien -repuso Flora-. En el caso de ellas, yo hubiera hecho el mismo favor a una hija mía. Librarla, aunque sea con la muerte, de una vida de infierno, como esclava.

¿Empezaste ahí, Florita, en esa hacienda cañera de las afueras de Lima, delante de este caballero limeño afrancesado, esclavista y feudal, tu carrera de agitadora y rebelde? En todo caso, sin aquel viaje al lejano Perú, sin las experiencias vividas allí, no serías lo que eras ahora.

¿Qué eras ahora, Andaluza? Una mujer libre, sí. Pero una revolucionaria fracasada en toda la línea. Por lo menos, aquí, en Nlmes, esta ciudad de ensotanados que apestaba a incienso. Porque, el 5 de agosto, día de su partida a Montpellier, cuando hizo el balance de su estadía, el resultado no pudo ser más pobre. Sólo setenta ejemplares vendidos de La Unión Obrera ; los otros cien que trajo, debió dejados donde el doctor Pleindoux. Y no pudo constituir un comité. En las cuatro asambleas, ninguno de los asistentes se animó a trabajar por la Unión Obrera. Por supuesto, nadie fue a despedida a la estación la mañana de su partida.

Pero, unos días después, ya en Montpellier, por una asustada misiva del administrador del Hotel du Gard supo que, después de todo, alguien se había interesado por ella en Nimes, aunque, felizmente, sólo después de su partida. El comisario local, acompañado de dos gendarmes, se presentó en el establecimiento con una orden firmada por el alcalde de Nimes, ordenando su expulsión inmediata de la ciudad «por azuzar a los obreros nimenses a pedir aumento de salario».

La noticia le provocó una carcajada y la tuvo todo el día de buen humor. Vaya, vaya. No eras una revolucionaria tan fracasada, pues, Florita.

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