XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844

Flora se había prometido que su estancia en Montpellier, adonde llegó el 17 de agosto de 1844 luego de Nímes, sería de absoluto descanso. Necesitaba recuperarse. Estaba agotada; la disentería le duraba ya dos meses y cada noche sentía en el pecho, acompañada de fuertes punzadas, la bala junto a su corazón. Pero el destino decidió otra cosa. El Hotel du Cheval Blanc, que le habían reservado, al descubrir que viajaba sola le dio con la puerta en las narices. «Como en todos los establecimientos decentes, en éste sólo admitimos damas que vienen con sus padres o esposos», la amonestó el administrador.

Iba a responderle «Pues en Nímes me dijeron que el Hotel du Cheval Blanc era poco menos que el burdel de Montpellier», cuando un agente viajero llegado al mismo tiempo que ella se adelantó a ofrecerse como valedor de la señora. El hotelero titubeaba. Flora se sentía conmovida, cuando advirtió que el galante caballero insistía en tomar una sola habitación para los dos. «¿Me cree usted una puta?», lo encaró, al tiempo que le descargaba una sonora bofetada. El infeliz quedó alelado, frotándose la cara. Ella salió a las calles de Montpellier, cargada de maletas, a buscar un refugio. Sólo lo encontró a mediodía, el Hotel du Midi, un hotelito en construcción en el que resultó la única inquilina. Los siete días en la ciudad vivió escoltada por la bulla y el trajín de albañiles y trabajadores que, colgados de los andamios, rehacían y ampliaban el local. Estaba tan cansada que, pese al agobio del ruido, renunció a buscar otro albergue.

Los primeros cuatro días no celebró reunión alguna con obreros ni con los sansimonianos y fourieristas locales para los que traía cartas de recomendación. Pero no fueron días de reposo. La hinchazón del vientre y los retortijones la atormentaban tanto que debió ver a un médico. El doctor Amador, recomendado por el hotel, resultó ser español y Flora se alegró de practicar con él esa lengua que, desde su regreso del Perú, diez años atrás, apenas había tenido ocasión de hablar. El doctor Amador, fanático de la homeopatía, a la que, poniendo los ojos en blanco, llamaba «la ciencia nueva», era un cincuentón fino, culto, moreno y alargado, de simpatías sansimonianas y convencido de que la «teoría de los fluidos» de Saint-Simon, clave para entender la evolución de la historia, explicaba también el cuerpo humano. «La técnica y la ciencia económica son las fuerzas transformadoras de la sociedad, doña Flora», le decía, con voz de barítono. Era grato conversar con él. Fiel a sus convicciones homeopáticas de que el mal con el mal se cura, le recetó un preparado de arsénico y azufre, que Flora bebió con aprensión, temerosa de envenenarse. Pero, desde el segundo día de tomar la extraña pócima, experimentó notable mejoría.

Este hombre atento y respetuoso, que te escuchaba con deferencia aun cuando en muchos temas discreparan, se asemejaba a los primeros «hombres modernos» que, gracias a tu audacia y tesón, conociste en París, a principios de 1835, a tu regreso del Perú, luego de esa endemoniada travesía en barco en la que estuviste a punto de ser violada por un pasajero impertinente y degenerado, el Loco Antonio. ¿Te acuerdas, Florita? En las noches trataba de forzar tu camarote, sin que el capitán de la nave lo llamara al orden; debía estar acostumbrado a que sus pasajeros asaltaran a las señoras que viajaban solas. Tú se lo reprochaste y el capitán Alencar, a modo de excusa, te respondió esta instructiva imbecilidad: «Usted es la primera señora a la que veo viajar sola en mis treinta años de lobo de mar». ¡Vaya viajecito de espanto que fue tu regreso a Francia, por culpa del mareo y del Loco Antonio!

Pero, qué te importó ese mal trago en aquellos primeros meses en París, en tu departamentito recién alquilado de la rue Chabanais. La modesta pensión del tío Pío Tristán te permitía vivir con decoro. Cargada de ímpetus e ilusiones gracias al año pasado en el Perú, más rico en enseñanzas que cinco años en la Sorbona, volviste a Francia decidida a ser otra, a romper las cadenas, a vivir plenamente y libre, resuelta a llenar las lagunas de tu espíritu, a cultivar tu inteligencia, y, sobre todo, a hacer cosas, muchas cosas, para que la vida de las mujeres fuera mejor de lo que había sido para ti.

En ese estado de ánimo escribiste, a poco de llegar a Francia, tu primer libro. Mejor dicho, librito, folleto de pocas páginas: Sobre. la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras. Ahora, ese texto romántico, sentimental, lleno de buenas intenciones acerca de la nula o mala acogida que recibían las forasteras en Francia, te avergonzaba por su ingenuidad. ¡Proponer la creación de una sociedad para ayudar a las extranjeras a instalarse en París, encontrarles alojamiento, presentarles gente y ofrecer consuelo a las necesitadas! ¡Una sociedad cuyos miembros harían un juramento y tendrían un himno y unas insignias con los tres blasones de la institución: Virtud, Prudencia y Propaganda contra el Vicio! Sofocada por la risa -qué tonta eras entonces, Florita-, se desperezó, en su estrecho cuartito del Hotel du Midi. Tampoco tú pudiste escapar a la epidemia de formar sociedades que padecía Francia.

Fue un texto juvenil, que denotaba tu incultura, aquel que el dueño de la imprenta Delaunay, en el Palais Royal, debió corregir de principio a fin por la cantidad de faltas de ortografía del manuscrito. ¿No había en él nada rescatable, con todo lo que habías madurado? Algo, sí. Por ejemplo, tu profesión de fe -«Una creencia, una religión, la más bella y la más santa: el amor a la humanidad»- y tus ataques al nacionalismo: «Nuestra patria debe ser el universo». Crear sociedades era la obsesión de sansimonianos y fourieristas. ¿ Ya estabas, pues, en relación con ellos cuando salió el folleto?

Sólo por lecturas. Leíste mucho en tu pisito de la me Chabanais, y luego en el de la me du Cherche-Midi, en 1835, 1836, 1837, pese a los dolores de cabeza que te daba André Chazal. Tratabas de asimilar aquellas ideas, filosofías, doctrinas, que representaban la modernidad, en las que veías el arma más eficaz para conseguir la emancipación de la mujer. De Le Globe de los sansimonianos a La Phalange de los fourieristas, pasando por todos los folletos, libros, artículos, conferencias a los que podías echar mano, querías leerlo todo. Horas de horas haciendo apuntes, fichas, extractos, en tu casa o en los dos gabinetes de lectura a los que te abonaste. Con qué ilusión buscabas relacionarte con sansimonianos y fourieristas, las dos corrientes que en aquellos años -todavía no conocías las ideas de Étienne Cabet ni las del escocés Rover Towen- te parecían las más avanzadas para alcanzar el objetivo: la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer.

El filósofo y economista Claude- Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, visionario de la «sociedad de productores y sin fricciones», había muerto en 1825 y su heredero, el esbelto, elegante, refinado e iluminado Prosper Enfantin, seguía siendo jefe de los sansimonianos hasta hoy. Él fue uno de los primeros a quien enviaste tu librito, con una dedicatoria devota. Enfantin te invitó a una reunión de seguidores en Saint-Germain-des-Prés. ¿Recuerdas tu deslumbramiento al estrechar la mano de ese sacerdote laico por el que desfallecían las parisinas? Era apuesto, locuaz y carismático. Había estado en la cárcel, a resultas del primer experimento de sociedad sansimoniana en Ménilmontant, donde, para estimular la solidaridad entre los compañeros y aniquilar el individualismo, Enfantin diseñó aquellos uniformes fantasiosos: unas túnicas con abotonadura en la espalda que sólo se podían cerrar con ayuda de otra persona. Prosper Enfantin había viajado hasta Egipto, en busca de la mujer-mesías, que, según la doctrina, sería la redentora de la humanidad. No la encontró y seguía buscándola. Ahora, esos aspavientos feministas de los salsimonianos te parecían poco serios, un juego lujoso y frívolo. Pero en 1835 te llegaban al alma, Florita. Con qué reverencia observabas la silla vacía que, junto a la del Padre Prosper Enfaritin, presidía las reuniones sansimonianas. ¿Cómo no te iba a conmover descubrir que no estabas sola, que, en París, otros, como tú, encontraban intolerable que la mujer fuera considerada un ser inferior, sin derechos, un ciudadano de segunda clase? Ante aquella silla vacía de las ceremonias de los discípulos de Saint-Simon, empezaste a decirte, en secreto, como rezando: «La salvadora de la humanidad serás tú, Flora Tristán»..

Pero, para ser la mujer-mesías de los sansimonianos había que formar pareja -meterse a la cama, simplemente- con Prosper Enfantin. A muchas parisinas las tentaba. A ti, no. Hasta ahí llegaba tu celo reformista. La libertad sexual que estos movimientos predicaban te parecía -aunque no lo dijeras- una coartada para el libertinaje, y, en eso, no estabas dispuesta a seguidos. Porque la vida sexual te seguiría inspirando, hasta conocer a Olympia Maleszewska, la misma repugnancia que el recuerdo de André Chazal.

Si el conde de Saint-Simon estaba muerto hacía tiempo, Charles Fourier, en cambio, en aquel año de 1835 estaba vivo. Tenía sesenta y tres años y le quedaban dos por vivir. Lo conociste, Andaluza. Y nueve años después, pese a lo mal que ahora pensabas de sus discípulos, esos teóricos e inactivos falansterianos, a él lo recordabas con admiración. Y, aunque lo trataste poco, con cariño filial, Fourier fue la primera persona a la que enviaste Sobre la necesidad de dar una buena acogida a las extranjeras, ofreciéndole tu colaboración con palabras exaltadas: «Usted, maestro, encontrará en mí una fuerza poco común entre las de mi sexo, una urgencia por hacer el bien». Y, menuda sorpresa, el noble y pulcro viejecito, con su levita muy bien planchada y sus bondadosos ojos claros se apareció en persona en el 42, rue du Cherche-Midi, para agradecerte el libro y felicitarte por tus ideas renovadoras y tu espíritu justiciero. ¡Uno de los días más felices de tu vida, Florita!

Tuviste grandes dificultades para entender algunas de sus teorías (que existía un orden social equivalente al del universo físico descubierto por Newton, por ejemplo; o el paso de la humanidad por ocho estados de salvajismo y barbarie antes de llegar a la Armonía, donde alcanzaría la felicidad leíste La teoría de los Cuatro Movimientos, El nuevo mundo industrial y societario e innumerables artículos aparecidos en La Phalange y otras publicaciones fourieristas. Pero, era sobre todo él, por la resplandeciente limpieza moral que emanaba de su persona, la frugalidad de su vida -vivía solo, en el modestísimo pisito de la rue Saint-Pierre, en Montmartre, atiborrado de libros y papeles, donde le llevaste un día un reloj de arena de regalo-, su bondad, su horror a toda forma de violencia y su confianza a machamartillo en la buena entraña de los seres humanos, lo que, en aquellos años de 1835, 1836 Y 1837, te hicieron sentirte discípula de ese generoso sabio. Fourier también estaba contra el matrimonio y creía como tú que esta malhadada institución hacía de la mujer un objeto de uso, sin dignidad ni libertad. Su teoría de que, organizando el mundo en falansterios, unidades de cuatrocientas familias cada una, sin explotadores ni explotados, donde el trabajo y sus frutos se repartirían de manera equitativa, remunerando más los quehaceres más ingratos y menos los más placenteros, y donde reinaría la más absoluta igualdad entre hombres y mujeres, al principio te hechizó. Esta doctrina daba forma concreta a tus anhelos de justicia para la humanidad.

Pero nunca pudiste conformarte a aquellos aspectos de la filosofía de Fourier que concernían al sexo. ¿Era tu culpa? Olympia creía que sí. Comprendías las altruistas intenciones del maestro: que nadie, por sus vicios o manías, quedara excluido de la sociedad ni de la dicha. Santo y bueno. Pero ¿era realizable aquello de formar falansterios por afinidades sexuales, reuniendo a los invertidos, a las sáficas, a los que gozaban recibiendo o impartiendo dolor, a los mirones y onanistas, en pequeños enclaves donde se sentirían normales? Aunque no tenías argumentos para refutada, la sola idea de aquella tesis te hacía ruborizar. y sospechabas que la propuesta era demasiado osada para ser realista. Además, imaginar la vida en aquellos falansterios de excéntricos sexuales, practicando lo que el maestro Fourier llamaba «la orgía noble», te provocaba escalofríos. Olympia tenía razón cuando, jugando con tu cuerpo en el lecho, te hacía enrojecer de pies a cabeza con sus caprichos: «Eres una puritana, Florita, una monjita laica».

Desde luego que compartías la afirmación de Fourier de que la civilización está en relación directamente proporcional con el grado de independencia del que disfrutan las mujeres. Otras afirmaciones suyas te dejaban confusa. Como la absoluta seguridad del anciano de que el mundo duraría exactamente ochenta mil años y de que en ese tiempo cada alma transmigraría entre la Tierra y otros planetas ochocientas diez veces y tendría mil seiscientas veintiséis existencias. ¿No parecía todo eso más cerca de la superstición que de la ciencia?

De otra parte, se te encogía el corazón viendo, o imaginando, al sabio viejecillo, cada mediodía, levantándose presuroso de los cafetines del Palais Royal donde iba a escribir y leer, para remontar la colina de Montmartre, rumbo a su casita de la rue de Saint-Pierre, a esperar, según lo había anunciado desde 1826, al mecenas, el capitalista rico e ilustrado que vendría a comunicarle que estaba dispuesto a financiar el primer falansterio, semilla de la futura humanidad feliz. Te llenaba los ojos de lágrimas pensar que, con su indestructible fe en la bondad innata de los seres humanos, desde 1826 hasta la víspera de su muerte, ello de octubre de 1837, Charles Fourier estuvo esperando, en su casa, de doce a dos, al visitante que nunca llegó. ¿Había algo más patético que esa larga e inútil espera de once años?

Los discípulos de Fourier, empezando por Victor Considérant, el director de La Phalange , no lo pensaban así. Todavía ahora, en 1844, siete años después de muerto el maestro, eran capaces de creer en capitalistas capaces de actos magnánimos. ¿Magnánimos? Suicidas, más bien. Pues, en el hipotético caso de que el falansterianismo triunfara, el capitalismo desaparecería en el mundo. Pero, no ocurriría, y tú, Florita, a pesar de tu escasa ciencia, entendías muy bien por qué. Los capitalistas serían malvados y egoístas, pero sabían lo que les convenía. Jamás financiarían un patíbulo para que les cortaran el pescuezo. Por eso ya no creías en los fourieristas, por eso los mirabas con conmiseración. Pese a ello, habías mantenido una buena relación con Victor Considérant, quien, desde 1836, te publicó en La Phalange cartas y artículos, a veces muy críticos de la propia revista. Y, a pesar de ser consciente de que ya no estabas con ellos, te dio cartas y recomendaciones para esta gira por el interior de Francia.

Cuando el doctor Amador, el homeópata de Montpellier, a quien Flora vio varias veces en esta semana, la oía criticar de manera destemplada a fourieristas y sansimonianos, acusándolos de «débiles» y «burgueses», se burlaba de su «espíritu incendiario». Flora advertía en el español -hablaba acariciándose las cuidadas patillas canosas que le bajaban hasta la mandíbula- una visible atracción por su persona. No dejaba de halagarte, Andaluza. Sin embargo, esa cordial relación terminó de manera bastante brusca el día en que te enteraste, por el mismo Amador, de que éste, en sus clases de la Facultad de Medicina de la Universidad de Montpellier, no enseñaba la homeopatía, inaceptable para la academia, sino la medicina alopática o tradicional, por la que -te lo había dicho de manera tajante- sentía el desdén que merecen las cosas viejas, las ideas apolilladas.

– ¿Cómo puede usted enseñar algo en lo que no cree y encima cobrar por ello? -le espetó una escandalizada Madame-la-Colere-. Es una incoherencia y una inmoralidad.

– Bueno, bueno, no sea usted tan severa -contemporizó él, sorprendido con esa reacción tan viva-. Amiga mía, tengo que vivir. No siempre se puede ser absolutamente coherente y ético en la vida, a menos que se tenga vocación de mártir.

– Yo debo tenerla -afirmó Madame-la-Colere-. Porque trato siempre de actuar de una manera rectilínea,

de acuerdo a mis convicciones. Se me caería la lengua si tuviera que enseñar cosas en las que no creo, simplemente para justificar un sueldo.

Fue la última vez que se vieron. Sin embargo, pese a haber quedado, sin duda, escaldado con las críticas de Flora, el doctor Amador le envió al Hotel du Midi a un carpintero. André Médard resultó ser un muchacho inquieto y simpático. Había formado una sociedad obrera de ayuda mutua, a la que la invitó.

– ¿Por qué ha decidido usted no hablar en Montpellier, señora?

– Porque me aseguraron que no encontraría aquí un solo obrero inteligente -lo provocó Flora.

– Aquí hay cuatrocientos obreros inteligentes, señora -se rió el muchacho-. Yo soy uno de ellos.

– Con cuatrocientos obreros inteligentes yo haría la revolución en toda Francia, hijo mío -le repuso Flora.

La reunión que André Médard le organizó, con dieciséis hombres y cuatro mujeres, resultó excelente. Estaban desinformados, pero eran curiosos, con ganas de escuchada, y mostraron interés por la Unión Obrera y los Palacios de los Trabajadores. Compraron algunos libros y aceptaron formar un comité de cinco miembros -una mujer entre ellos- para promover el movimiento en Montpellier. Contaron a Flora cosas que la sorprendieron. Bajo su apariencia tranquila, de próspera ciudad burguesa, Montpellier era, según ellos, un polvorín. No había trabajo y muchos desempleados merodeaban por las calles desafiando la prohibición de las autoridades y apedreando a veces las carrozas y las casas de los ricos, numerosos en la ciudad.

– Si no nos apresuramos y cambiamos la situación pacíficamente gracias a la Unión Obrera, Francia, acaso Europa entera, estallarán -afirmó Flora, al término de la reunión-. La carnicería será terrible. ¡Manos a la obra, amigos!

A diferencia de sus primeros días en Montpellier, descansados, los tres últimos fueron de una actividad desbordante, gracias al preparado homeopático del doctor Amador, que la hacía sentirse eufórica y llena de energía. Intentó visitar la cárcel, sin éxito, y recorrió las librerías dejando ejemplares de La Unión Obrera. Por último, se reunió con una veintena de fourieristas locales. Como siempre, la decepcionaron. Eran profesionales y burócratas incapaces de pasar de la teoría a la acción, con una desconfianza innata hacia los obreros, en los que parecían anticipar un peligro para su tranquilidad burguesa. A la hora de las preguntas, un abogado, maítre Saissac, consiguió sacada de sus casillas, reprochándole «sobrepasar las funciones de la mujer, que no debía abandonar nunca el cuidado del hogar por la política». El abogado se ofendió cuando ella lo llamó «un prehistórico, un preciudadano, un troglodita social».

Maítre Saissac tenía algo de la cara apergaminada, amarillenta, avejentada por la penuria, la amargura y el rencor, de André Chazal, en aquellos años de 1835, 1836, 1837. Flora debió vedo varias veces y enfrentarse a él, en una guerra de la que le quedaba como recuerdo esta bala en el pecho que los buenos doctores Récamier y Lisfranc no consiguieron extraerle. Entre 1835 y 1837, Chazal raptó tres veces a la pobre Aline (y dos a Ernest-Camille), convirtiendo a esa niña en el ser triste, melancólico e inhibido que era ahora. Y, cada vez, los pesadillescos tribunales a los que Flora acudió a reclamar la custodia de sus dos hijos, le dieron la razón a él, pese a ser un vago, un alcohólico, un vicioso, un degenerado, un pobre diablo que vivía en un cuchitril hediondo, donde ese par de niños sólo podían llevar una existencia indigna. ¿Y, por qué? Porque André Chazal era el marido, el que tenía las potestades y derechos, aunque fuese una excrecencia humana capaz de buscar placer en el cuerpo de su propia hija. Tú, en cambio, que habías conseguido, mediante tu esfuerzo, educarte y publicar, llevar una existencia decorosa, que hubieras podido asegurar a esos dos niños una buena educación y una vida decente, siempre fuiste mal vista por esos jueces en cuya cabeza toda mujer independiente era una puta. ¡Infelices!

¿Cómo habías conseguido, Florita, en esos años frenéticos, a la vez que peleabas ante los tribunales y en las calles con André Chazal, escribir las Peregrinaciones de una paria?' Esa memoria de tu viaje al Perú apareció en dos volúmenes, en París, a principios de 1838, y en pocas semanas te hizo conocida en los medios intelectuales y literarios franceses. La escribiste gracias a esa energía indomable, que sólo estos últimos meses, durante esta gira, comenzabas a perder.

Un libro escrito a salto de mata, entre carreras a las comisarías, ante los jueces de instrucción y citaciones a la policía, para responder a las demandas enloquecidas de Chazal, quien quería -lo confesó él mismo ante el tribunal que lo juzgó por intento de asesinato- no tanto arrebatarte la custodia de los hijos, sino vengarse, vengarse de esa atrevida que, pese a ser su esposa ante la ley, había osado abandonado y se jactaba ante el mundo en artículos y libros de sus indignas hazañas, huir del hogar, viajar por el Perú haciéndose pasar por soltera y dejándose cortejar por otros hombres, y, además, lo calumniaba, presentándolo ante la opinión pública como un ser abusivo y brutal.

Y, en efecto, André Chazal se vengó. Violando a la pobre Aline, por lo pronto, a sabiendas de que ese crimen heriría a la madre tanto como a la niña. Volvió a sentir el vértigo de aquella mañana de abril de 1837, cuando llegó a sus manos la cartita de Aline. La niña la entregó a un aguatero servicial que se la llevó a Flora en persona. Enloquecida, fue a rescatar a sus hijos y denunció a la policía al incestuoso violador. Éste la agredió, en la calle, antes de ser aprehendido por los agentes. Lo increíble -¿verdad, Florita?- era que, gracias a las habilidades retóricas del abogado Jules Favre, el juicio, en vez de ser sobre la violación y el incesto cometidos por su marido, giró sobre la personalidad anómala, de dudosa moral y conducta reprobable ¡de Flora Tristán! El tribunal declaró que la violación «no había sido probada» y ordenó que los niños fueran a un internado donde sus padres podrían visitados por separado. Ésa era la justicia en Francia para las mujeres, Florita. Por eso estabas en esta cruzada, Andaluza.

La aparición de Peregrinaciones de una paria le dio prestigio literario y algún dinero -se agotaron dos ediciones en poco tiempo-, pero también problemas. El escándalo que provocó el libro en París -ninguna mujer había desnudado su vida privada con tanta franqueza, ni reivindicado su condición de «paria», ni proclamado su rebeldía contra la sociedad, las convenciones y el matrimonio como tú lo hiciste- no fue nada comparado con el que suscitó en el Perú, cuando llegaron los primeros ejemplares a Lima y Arequipa. Te hubiera gustado estar allí, ver y oír lo que decían esos señores enfurecidos que leían el francés, al verse retratados de manera tan descarnada. Te divirtió que, en Lima, los burgueses quemaran tu efigie en el Teatro Central, y que tu tío, don Pío Tristán, presidiera una ceremonia en la Plaza de Armas de Arequipa en la que simbólicamente se quemó un ejemplar de las Peregrinaciones de una paria por vilipendiar a la buena sociedad arequipeña. Fue menos divertido que don Pío te cortara la pequeña renta que hasta entonces te permitía vivir. La emancipación no venía gratis, Florita.

El libro estuvo a punto de costarte la vida. André Chazal no te perdonó el retrato inmisericorde que hacías de él. Semanas y meses fue rumiando el crimen. En su covacha de Montmartre se encontraron dibujos de sepulcros y epitafios para «la Paria», fechados en la época de la publicación de las Peregrinaciones. En mayo de ese año compró dos pistolas, cincuenta balas, pólvora, plomo y cápsulas, sin preocuparse de destruir los recibos. Desde entonces, se ufanaba ante otros grabadores amigos, en el bar, de que pronto haría justicia con sus propias manos «contra esa Jezabel». Al pequeño Ernest-Camille lo llevó algunos domingos a vedo ensayar sus pistolas, disparando al blanco. Todo el mes de agosto de 1838 lo viste merodeando por tu casa, en la rue du Bac. Pese a que alertaste a la policía, ésta no hizo nada para protegerte. El 10 de septiembre, André Chazal salió de su tugurio de Montmartre y fue a almorzar, muy sereno, en un pequeño restaurante, a cincuenta metros de tu casa. Comió con calma, concentrado en la lectura de un libro de geometría, en el que, según el patrón del local, hacía anotaciones. A las tres y media de la tarde, tú, que regresabas a tu casa andando, sofocada por el calor veraniego, avistaste a lo lejos a Chazal. Lo viste acercarse y supiste lo que iba a ocurrir. Pero, un prurito de dignidad o de orgullo te impidió echar a correr. Seguiste andando, con la cabeza muy alta. A tres metros de ti, Chazal levantó una de las dos pistolas que tenía en las manos y disparó. Caíste al suelo, por efecto de la bala que entró a tu cuerpo por una axila y quedó atrapada en tu pecho. Cuando Chazal se disponía a disparar la segunda pistola, apuntándote, conseguiste incorporarte y correr hasta una tienda vecina. Allí te desmayaste.

Después supiste que Chazal, ese débil, no llegó a disparar la segunda pistola y que se entregó a la policía sin resistencia. Ahora, cumplía una pena de veinte años de trabajos forzados. Te habías librado de él, Florita. Para siempre. La Justicia te permitió, incluso, quitar el apellido Chazal a Aline y Ernest-Camille y reemplazado con el de Tristán. Una liberación tardía, pero cierta. Sólo que Chazal te dejó, como recuerdo, esta bala que te mataría en cualquier momento, con un mínimo desplazamiento hacia tu corazón. Los doctores Récamier y Lisfranc, pese a todos sus desvelos, y a esas sondas que te metían en el organismo, no consiguieron extirpar el proyectil. El intento de asesinato hizo de ti una heroína, y, durante toda tu convalecencia, la casita de la rue du Bac se convirtió en un sitio de moda. Allí caían las celebridades de París, de George Sand a Eugene Sue, de Victor ConsidéranTa Prosper Enfantin, a interesarse por tu salud. Te volviste más famosa que una cantante de la Ópera o una volatinera del circo, Florita. Pero la muerte del pequeño Ernest Camille, súbita y cruel como un terremoto, vino a enturbiar aquello que parecía el fin de tus desventuras y una etapa de paz y éxito en tu existencia.

Los doctores Récamier y Lisdanc fueron tan afectuosos y dedicados contigo que, antes de iniciar el viaje promoviendo la Unión Obrera, redactaste un testamento ológrafo, donándoles tu cuerpo en caso de muerte, para que lo utilizaran en sus investigaciones clínicas. Tu cabeza la destinaste a la Sociedad Frenológica de París, en recuerdo de las sesiones a las que asististe, que te dejaron una impresión muy favorable de esa flamante ciencia.

Pese a las recomendaciones de los doctores de que, pensando en el metal helado de tu pecho, llevaras una vida tranquila, apenas pudiste levantarte y salir tu actividad alcanzó un ritmo vertiginoso. Como ahora eras famosa, te disputaban los salones. Igual que en Arequipa, comenzaste a hacer la vida mundana de París: recepciones, galas, tés, tertulias. Hasta te dejaste arrastrar al baile de disfraces de la Ópera, que te maravilló por su magnificencia. Esa noche conociste a una mujer delgada y de ojos penetrantes -una belleza de rasgos góticos- que te besó la mano y te dijo, con tierno acento: «Yo la admiro y la envidio, madame Tristán. Me llamo Olympia Maleszewska. ¿Podríamos ser amigas?». Lo serían, y de qué íntima manera, algo después.

Si no fueras como eres, Florita, hubieras podido convertirte en una gran dama, gracias a la popularidad de que gozaste algún tiempo gracias a Peregrinaciones de una paria y a la tentativa de asesinato. Serías ahora una George Sand, señora del gran mundo, halagada y respetada, con una intensa vida social, que, además, denunciaría en sus escritos la injusticia. Una respetada socialista de salón, eso serías. Pero, para tu bien, y también para tu mal, tú no eras eso. Comprendiste inmediatamente que una sirena de los salones parisinos jamás sería capaz de cambiar un ápice la realidad social, ni ejercer la menor influencia en los asuntos políticos. Había que actuar. Cómo, como.

En ese tiempo te pareció que escribiendo, que ideas y palabras serían suficientes. Qué equivocada estabas. Las ideas eran esenciales, pero, si no las acompañaba una acci6n resuelta de las víctimas -las mujeres y los obreros-, las bellas palabras se harían humo y nunca saldrían de los mentideros parisinos. Pero hace ocho, nueve años, creías que las palabras impresas denunciando el mal, bastarían para poner en movimiento el cambio social. Y, por eso, escribiste con urgencia, con pasión, de todo y sobre todo, quemándote las pestañas a la luz de un quinqué en tu pisito de la me du Bac, desde cuyas ventanas divisabas las torres cuadradas de Saint-Sulpice y oías sus campanas, que hacían vibrar los cristales de tu dormitorio. Redactaste un pedido para la Abolición de la pena de muerte, que hiciste imprimir y llevaste en persona a la Cámara de Diputados, sin que hiciera el menor efecto en los parlamentarios. Y escribiste Méphis, una novela sobre la opresión social de la mujer y la explotación del obrero, que poca gente leyó y la crítica consideró malísima. (Tal vez lo era. No importaba: lo fundamental no era la estética que adormecía a la gente en un sueño placentero sino la reforma de la sociedad.) Escribiste artículos en Le Voleur, en L'Artiste, en Le Globe, en La Phalange , y diste charlas, condenando esa compra y venta de la mujer que era el matrimonio y reclamando el divorcio, ante los oídos sordos de los políticos y la indignación de los católicos.

Cuando el reformador social inglés Robert Owen visitó Francia, en 1837, tú, que conocías apenas sus experimentos de cooperativismo y sociedad industrial y agrícola regulada por la ciencia y la técnica en New Lanark, en Escocia, fuiste a verlo. Lo sometiste a un interrogatorio tan prolijo sobre sus teorías que a él le hizo gracia. Tanto, que te devolvió la visita, llamando a la puerta de tu pisito de la me du Bac, como lo había hecho Fourier en la me du Cherche-Midi. Owen, de sesenta y seis años, era menos sabio y soñador que Fourier, más pragmático, y daba la impresión de alguien que ejecuta sus proyectos. Discutieron, coincidieron, y él te animó a que fueras a ver con tus propios ojos, en New Lanark, los resultados de aquella pequeña sociedad que, reemplazando la codicia por la solidaridad e impulsando la educación gratuita, sin castigos corporales a los niños, y con almacenes cooperativos para los obreros donde los productos se vendían a precio de costo, iba forjando una comunidad de gente sana y feliz. La idea de volver a Inglaterra, país que recordabas con horror desde tus días de sirvienta de la familia Spence, te sedujo y aterró. Pero el gusanillo quedó royéndote la mente. ¿No sería estupendo ir, estudiarlo y averiguarlo todo sobre la cuestión social, como en el Perú, y luego volcarlo en un libro de denuncia que removería hasta los cimientos del Imperio británico, esa sociedad impregnada de hipocresía y de mentiras? Apenas concebido el proyecto, comenzaste a buscar la manera de ponerlo en práctica.

Ah, Florita, lástima que el cuerpo privara a tu espíritu de la agilidad con que siete años atrás podías emprender tantas cosas a la vez, dejando de dormir y de comer si era preciso. Ahora, los esfuerzos que te imponías, exigían de ti una inmensa voluntad para sobreponerte al cansancio, elíxir que entumecía y parecía deshacer tus huesos, tus músculos, y te obligaba a recostarte, en una cama, en un sillón, dos o tres veces al día, sintiendo que se te escurría la vida.

Así estaba de cansada, después de una segunda reunión con un grupo de fourieristas de Montpellier, a pedido de ellos. Acudió a la cita, intrigada. Habían hecho una pequeña colecta y le entregaron veinte francos para la Unión Obrera. No era mucho, pero algo es siempre mejor que nada. Estuvo charlando y bromeando con ellos, hasta que una súbita fatiga la obligó a despedirse y volver al Hotel du Midi.

Allí 1; esperaban dos cartas. Abrió primero la de Eléonore Blane. La fiel Eléonore, siempre tan activa y afectuosa, le daba cuenta detallada de las actividades del comité de Lyon, los nuevos adherentes, las reuniones, las colectas, la venta de su libro, los esfuerzos para atraer a los obreros. La otra era de su amigo, el artista Jules Laure, con quien mantenía una estrecha relación. En los salones parisinos se decía que eran amantes y que Laure la mantenía. Lo primero era falso, pues, cuando Jules Laure, luego de pintar su retrato, cuatro año atrás, le declaró su amor, Flora, con cruda franqueza, lo rechazó. Le dijo, de manera categórica, que no insistiera: su misión, su lucha, eran incompatibles con una pasión amorosa. Ella, para dedicarse en cuerpo y alma a cambiar la sociedad, había renunciado a la vida sentimental. Por increíble que pareciera, Jules Laure la entendió. Le rogó que, ya que no podían ser amantes, fueran amigos, hermanos, compañeros. Yeso es lo que eran. En el pintor, Flora encontró alguien que la respetaba y quería, un confidente y un aliado, que le ofrecía amistad y apoyo en los momentos de desfallecimiento. Y, además, Laure, que tenía muy buena situación económica, la ayudaba a veces a superar los problemas materiales. Nunca más había vuelto a hablarle de amor ni tratado siquiera de cogerle la mano.

Su carta era portadora de malas noticias. El dueño de su departamento de 100, rue du Bac, la había echado por no pagar el alquiler varios meses seguidos. Sacó su cama y todos sus enseres a la calle. Cuando Jules Laure fue alertado y corrió a rescatados para llevados a un depósito, habían pasado varias horas. Temía que muchas de sus pertenencias hubieran sido robadas por gente del vecindario. Flora quedó un momento idiotizada. Su corazón se aceleraba, espoleado por la indignación. Con los ojos cerrados, imaginó la innoble operación, los cargadores contratados por ese cerdo con gabardina que olía a ajos, sacando muebles, cajas, ropas, papeles, haciéndolos rodar por la escalera, amontonándolos sobre los adoquines de la calle. Sólo buen rato después pudo llorar y desahogarse, insultando en voz alta a esos «miserables canallas», a esos «asquerosos rentistas», a esas «inmundas arpías». «Quemaremos vivos a todos los propietarios», rugía, imaginando en las esquinas de París las piras humeantes donde esas excrecencias se achicharraban. Hasta que, de tanto urdir maldades, se echó a reír. Una vez. más, esas fantasías malévolas la aplacaron: era un juego que practicaba desde su infancia en la rue du Fouarre y que siempre surtía efecto.

Pero, inmediatamente después, olvidando que se había quedado sin hogar y perdido sin duda buena parte de sus magros bienes, se puso a reflexionar sobre la manera de dar a los revolucionarios una mínima seguridad en lo que respecta a la vivienda y el sustento, mientras salían a ganar adeptos y predicar la reforma social. Le dio la medianoche trabajando, en su cuartito del hotel, a la luz de un candil chisporroteante, sobre un proyecto de «refugios» para revolucionarios que, a la manera de los conventos y casas de los jesuitas, los esperarían siempre, con una cama y un plato de sopa caliente, cuando salieran por el mundo a predicar la revolución.

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