XIII. La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844

La primera impresión de Flora sobre Toulon, donde llegó al amanecer del 29 de julio de 1844, no pudo ser peor: «Una ciudad de militares y delincuentes. Aquí nada podré hacer». Le inspiraba ese pesimismo que Toulon viviera del Arsenal Naval, donde trabajaban cinco mil obreros de la ciudad, mezclados con los presos que cumplían condenas de trabajos forzados. Por otra parte, desde Marsella, la colitis y las neuralgias no le daban tregua.

Quienes la recibieron en Toulon eran unos burgueses sansimonianos, muy modernos cuando hablaban de técnica, progreso científico y de organizar la producción de bienes industriales, pero aterrados de que los exabruptos de Flora les trajeran problemas con la autoridad. Quien los dirigía, un capitán con aires de petimetre llamado Joseph Correze, la fatigaba dándole consejos de prudencia y moderación.

– Si se trata de ser prudente y moderada, no habría hecho esta gira -lo puso en su sitio Flora-. Para eso están ustedes. Yo he venido a hacer una revolución y tendré que decir algunas verdades, qué remedio. Si las autoridades se enojan, mejorarán mis credenciales ante los obreros.

La autoridad se enojó, en efecto, antes de que Flora hubiera abierto la boca en público. Al día siguiente de su llegada, el comisario de Toulon, un barbado cincuentón oloroso a lavanda, se presentó en su hotel y la interrogó media hora sobre sus intenciones en la ciudad. Cualquier acto que subvirtiera el orden público sería sancionado con energía, le advirtió. Y, horas después, le llegó una citación del procurador del rey para que compareciera en su despacho.

– Dígale a su jefe que no iré -estalló Madamela-Colere, indignada-. Si he cometido un delito, que me haga arrestar. Pero, si quiere intimidarme y hacerme perder tiempo, no lo conseguirá.

El ayudante del procurador, un joven de maneras delicadas, la miraba sorprendido e inquieto, como si esta mujer que le levantaba la voz y hacía vibrar un índice amenazador a milímetros de su nariz, pudiera pasar a la agresión física. Así te había mirado, Florita, con la misma estupefacción, el mismo desconcierto y el mismo susto, diez años atrás, en la casona familiar de la calle Santo Domingo, de Arequipa, tu tío don Pío Tristán, aquella mañana, días después del primer encuentro, cuando por fin tú y él abordaron el espinoso tema de la herencia. Don Pío, elegante, pequeño, fluido, canoso y endeble caballero de ojos azules, tenía muy bien preparada su argumentación. Luego de un amable preámbulo, abrumándote de latinajos y citas leguleyas te hizo saber que, como hija ilegítima de padres cuya unión carecía, según confesión tuya en carta a él, de toda legalidad comprobable, no podías aspirar a recibir ni un centavo de la herencia de su querido hermano Mariano.

Don Pío tardó tres meses en volver de sus ingenios azucareros de Camaná, como si temiera el encuentro con su sobrinita francesa. A ti, conocer en persona a este hermano menor de tu padre, cuyos rasgos recordaban tanto los de éste, te emocionó hasta las lágrimas. Todavía eras una sentimental, Andaluza. Te abrazaste a tu tío, temblando, susurrándole que querías quererlo y que él te quisiera; te sentías feliz de recobrar a tu familia paterna, de tener, gracias a ella, un calor y una seguridad que, desde tu infancia en la casa de Vaugirard, no habías conocido. ¡Lo decías y lo sentías, Florita! Yel tío Tristán se emocionó también en apariencia, abrazándote y murmurando, con los ojos azules enturbiados por el sentimiento:

– Dios mío, si eres el vivo retrato de mi hermano, hijita.

Los días siguientes, este vejete de sesenta y cuatro años espléndidamente conservado -con trescientos mil francos de renta, era el rico más rico de Arequipa- extremó las atenciones y los cariños con su sobrina. Pero, cuando, por fin, consintió en que hablaran a solas y Flora le expuso sus anhelos de ser reconocida como hija legítima de don Mariano y de recibir, como tal, del legado de su abuela y de su padre, una renta de cinco mil francos, don Pío se transformó en un ser glacial, jurídico, en portavoz inflexible de la norma legal: las leyes, sagradas, debían prevalecer sobre los sentimientos; si no, no habría civilización. Según la ley, a Florita no le correspondía nada; si no le creía, que lo consultara con jueces y abogados. Don Pío lo había hecho ya y sabía de qué hablaba.

Entonces, Flora estalló en uno de esos arrebatos como el que, en Toulon, acababa de hacer partir, pálido, casi huyendo, al joven ayudante del procurador del rey. Ingrato, innoble, avaro, ¿así pagaba los desvelos de don Mariano, que lo cuidó, protegió y educó allá en Francia? ¿Abusando de su hija desvalida, desconociéndole sus derechos, condenándola a la miseria, siendo él un hombre riquísimo? Flora levantó tanto la voz que don Pío, blanco como el papel, se dejó caer sobre un sillón. Parecía anulado y mínimo en esa sala de paredes guarnecidas de retratos de sus antepasados, altos funcionarios y validos de la administración colonial: oidores, maeses de campo, obispos, virreyes, alcaldes, generales. Más tarde, le confesó a Flora que, en sus sesenta y cuatro años de vida, era la primera vez que, dentro o fuera de la familia, había visto a una mujer insubordinarse de ese modo y faltar así el respeto a un pater familias. ¿Eran ésas, ahora, las costumbres francesas?

Flora se echó a reír. «No, tío -pensó-. En lo relativo a la mujer, las costumbres francesas son todavía más retrógradas que las arequipeñas». Cuando sus amigos sansimonianos de Toulon se enteraron de la visita del comisario y la citación del procurador, se alarmaron. Habría un registro en su habitación del hotel, era seguro. El capitán Joseph Correze ocultó en su casa todos los papeles de Flora sobre la organización de la Unión Obrera en las provincias de Francia. Pero, por alguna razón misteriosa, ni hubo registro ni el procurador del rey volvió a requerir a Flora durante su visita.

Para resarcida de las fuertes emociones, los sansimonianos la llevaron al puerto a presenciar «las justas marinas», diversión anual que traía a Toulon gran cantidad de visitantes de todas las regiones, y hasta de Italia. Plantados en una pequeña plataforma en la proa de unas lanchas que hacían de corceles marinos, dos lanceros armados de largas pértigas de punta amolada y protegidos por escudos de madera, se embestían, briosos, a toda la velocidad que imprimían a las lanchas una docena de remeros. Por el fuerte impacto, uno, y a menudo los dos lanceros, caían al agua, entre los rugidos de la multitud aglomerada en los muelles y el paseo marítimo. Los sansimonianos quedaron algo amoscados cuando, al terminar el espectáculo, Flora les hizo saber que lo más impresionante para ella fue advertir que esos pobres hombres que se atacaban con lanzas para divertir a la plebe y a los burgueses caían a unas aguas inmundas, donde desaguaban las alcantarillas de la ciudad. Sin duda, contraerían infecciones.

Nunca te habían gustado esas diversiones multitudinarias en las que, amparados en la masa, los individuos se animalizaban, perdían el control de sus instintos y actuaban como salvajes. Por eso, aquellas corridas de toros en la Plaza de Armas de Arequipa, a las que Clemente Althaus te llevó, o las peleas de gallos, en medio de esos desaforados que apostaban y azuzaban a los animales sangrantes, te habían desagradado profundamente. Fuiste a ellas por esa curiosidad de saberlo y averiguado todo que te era congénita y te obligaba a menudo a tragar sapos y culebras.

El coronel Althaus, que se decía también víctima de la avaricia de don Pío Tristán, trató de consolarla. Y de disuadida de cualquier acción legal para hacerse reconocer como hija legítima, pues, le aseguró, jamás encontraría un buen abogado que se atreviera a enfrentarse al hombre más poderoso de Arequipa, ni un juez que osara declarar a don Pío reo de algún delito. «¡Esto no es Francia, Florita! ¡Esto es el Perú!» También el alemán se hacía ilusiones con la dulce Francia.

En efecto, la media docena de abogados que consultaste fueron categóricos: no tenías la menor posibilidad. Con tu ingenua carta a don Pío, contándole la verdad sobre el matrimonio de tus padres, te echaste la soga al cuello. Jamás ganarías el juicio si cometías la temeridad de entablado. Flora consultó, incluso, a un abogado radical, al que la buena sociedad arequipeña rehuía por su fama de comecuras, desde que se atrevió, dos años atrás, a defender a la monja Dominga Gutiérrez, un escándalo que seguía enfervorizando las chismografías de la ciudad. El joven y fogoso Mariano Llosa Benavides acabó por darte el puntillazo:

– Siento defraudarla, doña Flora, pero, legalmente, usted nunca ganará ese juicio. Aun si tuviera los papeles en regla, y el matrimonio de sus padres fuera legal, también lo perderíamos. Nadie le ha ganado todavía un pleito a don Pío Tristán. ¿No sabe que media Arequipa vive de él y la otra media aspira también a mamar de sus ubres? Aunque, en teoría, seamos ya República, la Colonia está vivita y coleando en el Perú.

Rumiando su derrota, tuvo que renunciar a sus sueños de convertirse en una próspera burguesiíta. Mejor, ¿verdad, Florita? Sí, mejor. Por eso, aunque Arequipa había desbaratado tantas ilusiones tuyas, tenías un irreprimible cariño a la ciudad de los volcanes. Ella te abrió los ojos sobre las desigualdades humanas, el racismo, la ceguera y el egoísmo de los ricos, y lo inhumano del fanatismo religioso, fuente de toda opresión. La historia de la monja Dominga Gutiérrez -prima tuya, por supuesto, en esa ciudad de infinitos incestos solapados- te desasosegó, maravilló, indignó, e indujo a interrogar a medio mundo para hacerte una idea de lo que le había ocurrido. Para entender la historia, era imprescindible conocer esos conventos de clausura, otro distintivo de Arequipa, que, además del blanco sillar de sus iglesias y viviendas, de sus terremotos y revoluciones, se jactaba de ser la más católica de las ciudades del Perú, de América, y, a lo mejor, del mundo. Y decidiste conocerlos.

Con ese carácter que terminaba por doblegar a las piedras, la francesita pidió, imploró, conspiró con amigos y parientes hasta obtener los permisos necesarios del obispo Goyeneche, y pudo visitar los tres principales monasterios de monjas de clausura de Arequipa: Santa Rosa, Santa Teresa y Santa Catalina. Este último, donde Flora pernoctó cinco noches, era, detrás de sus muros almenados, una pequeña ciudad española enclavada en el centro de Arequipa: callecitas primorosas con nombres andaluces y extremeños, placitas recoletas alborotadas de claveles y rosales, fuentes cantarinas, y una muchedumbre femenina circulando por esos refectorios, oratorios, salas de recreación, capillas y viviendas dotadas de jardines, terrazas y cocinas, donde cada religiosa tenía derecho a enclaustrar consigo a cuatro esclavas y cuatro sirvientas.

Flora no podía dar crédito a sus ojos ante semejante boato. Nunca hubiera imaginado que un monasterio de clausura ostentara un lujo así. Aparte de la riqueza artística, cuadros, esculturas, tapices y objetos de culto en plata, oro, alabastro y marfil, las celdas lucían alfombras y cojines, sábanas de hilo, cubrecamas bordados a mano. Los refrigerios y colaciones se servían en vajillas importadas de Francia, de Flandes, de Italia y Alemania, y cubiertos de plata labrada. Las monjitas de Santa Catalina le hicieron un bullicioso recibimiento… Eran desenfadadas, risueñas, encantadoras y femeninas a más no poder. Para saber «cómo se vestían las francesas», no se contentaron con que Flora se quitara la blusa y les mostrara el corsé y el corpiño; también las faldas y la faja pues ardían de curiosidad por tocar las prendas íntimas del atuendo femenino francés. Roja como una amapola, muda de vergüenza, Flora, en calzones y medias, debió exponerse un buen rato al escrutinio rumoroso de las monjitas, hasta que la priora vino a rescatada, ella también muerta de risa.

Pasó unos días instructivos y ciertamente divertidos en este monasterio aristocrático, al que sólo tenían acceso novicias de alcurnia, capaces de pagar las altas dotes que la orden exigía. Pese al encierro perpetuo, y a las largas horas dedicadas a la meditación y la oración, las monjitas no se aburrían. Los rigores de la clausura estaban atenuados por el confort y la actividad social que las ocupaba: pasaban buena parte del día agasajándose, jugando como niñas, o visitándose en esas casitas que las esclavas zambas, mulatas y negras y las sirvientas indias mantenían inmaculadamente limpias. Todas las monjas de Santa Catalina a las que interrogó creían firmemente que Dominga estaba poseída por el demonio. Y todas decían que en Santa Catalina jamás hubiera ocurrido algo tan tétrico.

Porque la historia de Dominga tuvo lugar, en efecto, en Santa Teresa, monasterio de carmelitas descalzas más austero, estricto y riguroso que el de Santa Catalina, en el que Flora pasó también cuatro días y tres noches, erizada de angustia. Santa Teresa tenía tres claustros bellísimos, con enredaderas, jazmines, nardos y rosales bien cuidados, gallineros y una huerta que las religiosas cultivaban con sus propias manos. Pero aquí no reinaba el ambiente informal, mundano, juguetón y frívolo de Santa Catalina. En Santa Teresa nadie se divertía; se oraba, meditaba, trabajaba en silencio, y se sufría en carne y espíritu por amor a Dios. En las minúsculas celdas donde las monjitas se encerraban a rezar -no eran sus dormitorios- no había lujo ni comodidad, sino paredes desnudas, una ascética silla de paja, una mesa de tablones sin cepillar, y, colgadas de un clavo, las disciplinas con que las monjitas se azotaban para ofrecer el sacrificio de sus carnes llagadas al Señor. Desde su celda, Flora, espantada, oyó los llantos que acompañaban los chasquidos nocturnos de las disciplinantes y entendió lo que debía de haber sido la vida de su prima Dominga Gutiérrez los diez años que pasó aquí, desde sus catorce años de edad.

Esa edad tenía Dominga cuando, a instancias de su madre y luego de una decepción amorosa -su joven enamorado se casó con otra-, entró como novicia a Santa Teresa. A las pocas semanas, tal vez a los pocos días, comprendió que jamás podría adaptarse a este régimen de sacrificio, austeridad extrema, silencio y aislamiento total, en el que apenas se dormía, comía y vivía, porque todo era rezar, cantar los himnos, flagelarse, confesarse, y trabajar la tierra con las manos. Los ruegos y súplicas a su madre, a través del locutorio, para que la sacara del monasterio, fueron inútiles. Los argumentos de su confesor, que confundían a Dominga, reforzaban los de su madre: debía resistir esas acechanzas, el demonio quería hacerla renunciar a su genuina vocación religiosa.

U n año después, hechos los votos que la ligarían hasta la muerte a estos muros y esta rutina, Dominga escuchó, en la lectura a la hora de la colación, en unas páginas del Libro de la vida de Santa Teresa, la historia de un caso de posesión, de una monja de Salamanca, a la que el demonio inspiró una macabra estratagema para huir del convento. A Dominga, que acababa de cumplir quince años, se le iluminó la mente. Sí, era una manera de escapar. Había que proceder con infinita cautela y paciencia para tener éxito. Llevar a cabo el plan le tomó ocho años. Cuando pensabas en lo que debieron ser, para tu prima Dominga, aquellos ocho años de urdir, pasito a paso, con infinitas precauciones, la compleja trama, dando marcha atrás cada vez que la invadía el temor de ser descubierta, para recomenzar al día siguiente -Penélope incansable que borda, desborda y reborda su manto-, se te encogía el corazón, te venían impulsos destructores y pensabas en quemar conventos, en ahorcar o guillotinar a esos fanáticos represores del espíritu y el cuerpo, como los revolucionarios de 1789. Después, te arrepentías de esos apocalipsis secretos fraguados por tu indignación.

Por fin, el 6 de marzo de 1831, Dominga Gutiérrez, de veintitrés años, pudo ejecutar su plan. La víspera, dos de sus sirvientas se habían procurado el cadáver de una india, gracias a la complicidad de un médico del Hospital de San Juan de Dios. Amparadas por las sombras, lo llevaron en un costal a una tienda alquilada para el efecto frente a Santa Teresa. Con la última campanada de la medianoche, lo arrastraron al interior del monasterio por la puerta principal, que la hermana portera, también en la trama, dejó abierta. Allí las esperaba Dominga. Ella y las domésticas instalaron el cadáver en el pequeño nicho en que dormía la monjita. Desnudaron a la india y la vistieron con el hábito y los escapulario s de Dominga. Rociaron de aceite el cadáver y le prendieron fuego, procurando que las llamas deshicieran el rostro hasta volverlo irreconocible. Antes de huir, desordenaron la celda para dar mayor verosimilitud al fingido accidente.

Desde su escondite, en el cuarto alquilado, Dominga Gutiérrez siguió el oficio fúnebre que celebraron las monjas de Santa Teresa antes de enterrada, en el cementerio contiguo a la huerta. ¡Había resultado! La joven exclaustrada no fue a refugiarse a su casa, por temor a su madre, sino donde unos tíos, que la habían acariñado mucho de niña. Los tíos, espantados con la responsabilidad, corrieron a delatar al obispo Goyeneche la increíble historia. Hacía dos años de ello y el escándalo no amainaba. Flora encontró a la ciudad dividida en partidarios y adversarios de Dominga, a quien, luego de ser echada de la casa de sus tíos, dio refugio uno de sus hermanos en una chacrita de Chuquibamba, donde vivía confinada en otra forma de clausura, mientras las acciones legales y eclesiásticas sobre su caso seguían su curso.

¿Estaba arrepentida? Flora fue a averiguarlo a Chuquibamba. Luego de un esforzado viaje por las serranías andinas, llegó a la sencilla casita de campo que servía de prisión laica a Dominga. Ésta no tuvo reparos en recibir a su prima. Parecía mucho mayor de sus veinticinco años. El sufrimiento, el miedo y la incertidumbre habían desencajado su rostro de facciones buriladas, con los huesos de los pómulos salientes; un temblor nervioso agitaba su labio inferior. Vestía con sencillez, un floreado vestido de campesina cerrado en el cuello y en los puños, y tenía sus manos, de uñas recortadas, encallecidas por el trabajo de la tierra. Había en sus ojos profundos, graves, algo huidizo y asustado, al acecho de alguna catástrofe. Hablaba con suavidad, buscando las palabras, temerosa de cometer un error que agravara su situación. Al mismo tiempo, cuando, a instancias de Flora, habló de su caso, su firmeza de ánimo era inflexible. Había procedido mal, sin duda. Pero ¿qué otra cosa podía hacer para escapar de aquel encierro contra el que se rebelaban su espíritu, su mente, todos los segundos de la vida? ¿Sucumbir a la desesperación? ¿Loquearse? ¿Matarse? ¿Eso hubiera querido Dios que hiciera? Lo que más la entristecía era que su madre le hubiera mandado decir que, desde su apostasía, la consideraba muerta. ¿Qué planes tenía? Soñaba con que terminara este proceso, los enredos ante los tribunales y la Curia, y que le permitieran irse a Lima a vivir en el anonimato, aunque fuera trabajando como doméstica, pero en libertad. Cuando se despidieron, murmuró al oído de Flora: «Reza por mí».

¿Qué habría hecho Dominga Gutiérrez en estos once años? ¿Viviría, por fin, lejos de su tierra arequipeña, donde sería siempre objeto de controversia y curiosidad pública, o habría conseguido viajar y desaparecer en Lima como anhelaba? ¿Se habría enterado Dominga del cariño y la solidaridad con que habías descrito su historia en Peregrinaciones de una paria? No lo sabrías nunca, Florita. Desde que don Pío Tristán hizo quemar públicamente tu libro de memorias, allá en Arequipa, nunca más recibiste una carta de los conocidos y parientes que frecuentaste, años atrás, en tu aventura peruana.

Durante la visita al Arsenal Naval de Toulon, que le tomó todo un día, Flora tuvo ocasión, otra vez, como en Inglaterra, de ver de cerca el mundo carcelario. No era el tipo de cárcel que había conocido su prima Dominga, sino algo peor. Los miles de presos que cumplían condenas de trabajos forzados en las instalaciones del Arsenal llevaban en los tobillos unas cadenas, que, a muchos, les habían desgarrado la piel y formado costras. No sólo las cadenas los distinguían de los obreros, con los que trabajaban entremezclados en talleres y canteras; también, los blusones rayados en que iban embutidos, y los gorros, cuyo color indicaba la condena que purgaban. Era difícil evitar un estremecimiento ante los forzados que llevaban gorros verdes, la cadena perpetua. Como Dominga, estos pobres diablos sabían que, a menos de una fuga, vivirían lo que les quedaba de vida sometidos a esta rutina embrutecedora, custodiados por guardias armados, hasta que la muerte viniera a librados de la pesadilla.

Como en las cárceles inglesas, aquí también la sorprendió la cantidad de presos que, a simple vista, eran enfermos mentales, infelices aquejados de cretinismo, delirios y otras formas de enajenación. La miraban embobados, boquiabiertos, con hilos de saliva descolgándose de sus labios, y los ojos vidriosos, extraviados, del que ha perdido la razón. Muchos no debían de haber visto una mujer hada tiempo, por la expresión de éxtasis o de terror con que veían pasar a Flora. Y algunos idiotas se llevaban la mano a las partes pudendas, y comenzaban a masturbarse, con la naturalidad de las bestias.

¿Era justo que los débiles mentales, los tarados y los locos fueran juzgados y condenados, igual que los individuos en su pleno juicio? ¿No era una injusticia monstruosa? ¿Qué responsabilidad podía tener sobre sus actos un enajenado? Buen número de estos forzados, en vez de estar aquí, deberían hallarse en asilos de alienados. Aunque, recordando aquellos hospitales psiquiátricos de Inglaterra, y los tratamientos a que eran sometidos los locos, era preferible ser condenados como delincuentes. He ahí un tema para reflexionar y buscarle solución en la futura sociedad, Florita.

Los oficiales del Arsenal de Toulon le advirtieron que no debía entablar diálogos con los trabajadores -presos u obreros-, porque podían suscitarse situaciones incómodas. Pero, fiel a su genio, Flora se acercó a los grupos, hizo preguntas sobre las condiciones de trabajo, sobre la relación de forzados con cadenas y los obreros, y, de pronto, ante el desconcierto de los dos oficiales de la Marina y el funcionario civil que la acompañaban, se vio presidiendo, al aire libre, un encendido debate en torno a la pena de muerte. Ella defendía la abolición de la guillotina como una medida de justicia, y anunció que la Unión Obrera la prohibiría. Muchos obreros protestaron, airados. Si ahora, existiendo la guillotina, se cometían tantos robos y crímenes, ¿qué sería cuando desapareciera el freno que la pena de muerte inspiraba a los criminales? El debate se vio interrumpido de manera farsesca, cuando un grupo de locos, atraídos por la discusión, intentó participar en ella. Sobreexcitados, gesticulantes, dando brincos, hablaban a la vez, rivalizando en disparates, o cantando y bailoteando para llamar la atención, entre las risas de los otros, hasta que los guardianes pusieron orden, blandiendo sus garrotes.

Para Flora, la experiencia fue utilísima. Buen número de obreros, a raíz de lo que le oyeron decir durante la visita al Arsenal, se interesaron en la Unión Obrera y le preguntaron dónde podían charlar con ella con más calma. A partir de ese día, y ante la sorpresa de sus amigos sansimonianos que apenas le habían podido organizar un par de encuentros con un puñado de burgueses, Flora pudo reunirse, dos o tres veces en el día, con grupos de obreros que acudían llenos de curiosidad a escuchar a este extraño personaje con faldas, decidida a implantar la justicia universal, en un mundo sin explotadores y sin ricos, en el que, entre otras excentricidades, las mujeres tendrían los mismos derechos que los hombres ante la ley, en el seno de la familia, y hasta en el trabajo. Del pesimismo con que llegó a esta ciudad de militares y marinos, Flora pasó a un entusiasmo que hasta alivió sus males. Se sintió mejor y poseída de la energía de sus mejores épocas. Tenía una actividad frenética desde el alba hasta la medianoche. Mientras se desvestía -¡ah, el sofocante corsé, contra el que habías lanzado una diatriba en tu novela Méphis y que quedaría prohibido en la futura sociedad como una prenda indigna pues hacía sentirse a las mujeres cinchadas como yeguas!-, al hacer el balance del día, se alegraba. Los resultados no podían ser mejores; medio centenar de ejemplares de La Unión Obrera se agotaron y debió pedir más al editor. Las inscripciones en el movimiento sobrepasaron pronto el centenar.

A las reuniones, en casas particulares, sociedades obreras, centros masónicos o talleres de artesanos, llegaban a veces inmigrantes que no hablaban francés. Con los griegos e italianos no era problema, pues siempre aparecía alguna persona bilingüe, que oficiaba de traductora. Era más difícil con los árabes, quienes se quedaban acuclillados en un rincón, enfurecidos por no poder participar.

En estas reuniones de gentes de distintas razas y lenguas surgían a menudo incidentes que Flora tenía que sofocar, con enérgicas intervenciones contra los prejuicios raciales, culturales y religiosos. No siempre tenías éxito, Florita. ¡Qué difícil convencer a muchos compatriotas de que todos los seres humanos eran iguales, con prescindencia del color de su piel, de la lengua que hablaran o del dios al que rezaban! Incluso cuando parecían admitirlo, apenas surgía cualquier discrepancia, afloraban el desdén, el desprecio, los insultos, las proclamas racistas y nacionalistas. En una de esas discusiones, Flora reprochó indignada a un calafateador francés pedir que se prohibieran estas reuniones a los «paganos mahometanos». El obrero se levantó y partió dando un portazo, gritándole desde la puerta: «¡Puta de negros!». Flora aprovechó para incitar a la asamblea a cambiar ideas sobre el tema de la prostitución.

Fue una discusión larga, complicada, en la que, debido a la presencia de Flora, los asistentes tardaron en envalentonarse y hablar con franqueza. Quienes condenaban a las prostitutas, lo hacían sin convicción, más para halagar a Flora que creyendo lo que decían. Hasta que un ceramista macilento, ligeramente tartamudo -le decían Jojó-, osó contradecir a sus compañeros. Con la vista baja, en medio de un silencio sepulcral al que siguieron risitas maliciosas, dijo que no estaba de acuerdo con tantos ataques a las prostitutas. Ellas, después de todo, eran «las queridas y amantes de los pobres». ¿Acaso tenían éstos los medios económicos de los burgueses para costearse entretenidas? Sin las prostitutas, la vida de los humildes sería aún más triste y aburrida.

– Usted dice eso porque es hombre -lo interrumpió Flora, indignada-. ¿Diría lo mismo si fuera una mujer?

Estalló una violenta discusión. Otras voces apoyaron al ceramista. Durante el debate, Flora se enteró de que los burgueses de Toulon tenían la costumbre de asociarse para mantener queridas en grupo. Cuatro o cinco comerciantes, industriales 0- rentistas hacían un fondo común para mantener a otras tantas amantes, a las que estos sinvergüenzas compartían. Así rebajaban los gastos de manutención y cada cual disfrutaba de un pequeño harén. La sesión terminó con un discurso de Flora, exponiendo ante caras escépticas, cuando no risueñas, su idea, diametralmente opuesta a la de los fourieristas, de que, en la futura sociedad, ladrones y prostitutas serían confinados en islas remotas, lejos del resto de la gente común a la que de este modo ya no podrían degradar con su mala conducta.

Tu odio a la prostitución era de larga data y tenía que ver con el disgusto y la repugnancia que, desde tu matrimonio con Chazal y hasta conocer a Olympia Maleszewska, te inspiraba el sexo. Por más que racionalmente te decías que a gran número de mujeres eran el hambre, la necesidad de sobrevivir, lo que las empujaba a abrir las piernas por dinero, y que, por lo tanto, las rameras, como esas miserables que habías visto en el East End, de Londres, eran más dignas de conmiseración que de asco, algo instintivo, un rechazo visceral, un ramalazo de cólera, surgía en ti, Florita, cuando pensabas en la abdicación moral, en la renuncia a la dignidad de la mujer que vendía su cuerpo a la lujuria de los hombres. «En el fondo, eres una puritana, Florita -se burlaba Olympia, mordisqueándote los pechos-. Atrévete a decirme que en este instante no gozas».

Y, sin embargo, en Arequipa, por primera y única vez en su vida, durante la guerra civil entre orbegosistas y gamarristas que le tocó presenciar en los primeros meses de 1834, Flora llegó a sentir por las rabonas, que, a fin de cuentas, eran una variante de las rameras, respeto y admiración. Y así lo escribiste en Peregrinaciones de una paria, en el encendido elogio que hiciste de ellas.

¡Vaya viaje aquel a la tierra de tu padre, Andaluza! Hasta una revolución y una guerra civil te tocó presenciar, y, en cierto modo, tomar parte en la contienda. Apenas recordabas los orígenes y las circunstancias, en verdad meros pretextos para el desenfrenado apetito de poder, la enfermedad que compartían todos esos generales y generalitos que, desde la Independencia, se disputaban la presidencia del Perú, por medios legales, y, más a menudo, a tiros y cañonazos. En este caso, la revolución comenzó cuando, en Lima, la Convención Nacional eligió, para suceder al presidente Agustín Gamarra que terminaba su mandato, al Gran Mariscal don Luis José de Orbegoso, en vez del general Pedro Bermúdez, protegido de Gamarra, y, sobre todo, de la mujer de éste, doña Francisca Zubiaga de Gamarra, apodada la Mariscala, un personaje cuya aureola de aventura y leyenda te fascinó desde que oíste hablar de ella por primera vez. Doña Pancha, la Mariscala, vestida de militar, había combatido a caballo junto a su marido, y gobernado con él. Cuando Gamarra ocupó la presidencia, tuvo tanta o más autoridad que el Mariscal en los asuntos de gobierno y no vaciló en sacar la pistola para imponerse, y en manejar el látigo o abofetear a quien no le obedecía o guardaba el respeto, como hubiera hecho el más beligerante varón.

Cuando la Convención Nacional eligió a Orbegoso en vez de Bermúdez, la guarnición de Lima, a instigación de Gamarra y de la Mariscala, dio, el 3 de enero de 1834, un cuartelazo. Pero tuvo éxito sólo parcial, porque Orbegoso, con parte del ejército, consiguió salir de Lima para organizar la resistencia. El país se dividió en dos bandos, según las guarniciones se pronunciaban en favor de Orbegoso o de Bermúdez. Cusco y Puno, con el general San Román a la cabeza, tomaron partido por el golpe, es decir, por Bermúdez, es decir, por Gamarra y la Mariscala. Arequipa, en cambio, se decidió por Orbegoso, el presidente legítimo, y bajo el mando militar del general Nieto se dispuso a resistir el ataque de los sublevados.

Días divertidos, ¿verdad, Florita? Sumida en la excitación por lo que ocurría, ella no se sintió nunca en peligro, ni siquiera durante la batalla de Cangallo, que, tres meses después de iniciada la guerra civil, decidió la suerte de Arequipa. Una batalla que Flora contempló, como una función de ópera, con un largavista, desde la terraza-azotea de su tío don Pío, mientras éste y sus parientes, y toda la sociedad arequipeña, se apiñaban en los monasterios, conventos e iglesias, temerosos, más que de las balas, del saqueo de la ciudad que inevitablemente seguía a las acciones guerreras, fuera quien fuera el vencedor.

Para entonces, milagrosamente, Flora y don Pío habían hecho las paces. Una vez que su sobrina aceptó que no podía emprender acción legal alguna contra su tío, éste, asustado del escándalo con que ella lo había amenazado el día de la pelea, amansó a Florita, movilizando a su mujer, hijos, sobrinas, y sobre todo al coronel Alrhaus, para que la hicieran desistir de su propósito de dejar la casa de los Tristán. Debía permanecer aquí, donde sería siempre tratada como la sobrinita querida de don Pío, objeto de la solicitud y cariño de la parentela. Nunca le faltaría nada y todos la querrían. Flora -qué te quedaba- consintió.

No lo lamentabas, desde luego. Qué pena hubiera sido perderse esos tres meses de efervescencia, trastornos, convulsiones y agitación social indescriptible en que vivió Arequipa desde el estallido de la revolución hasta la batalla de Cangallo.

. Apenas el general Nieto comenzó a militarizar la ciudad y a preparada para resistir a los gamarristas, don Pío entró en convulsiones histéricas. Para él, las guerras civiles significaban que los combatientes entrarían a saco en su fortuna, con el pretexto de las contribuciones para la defensa de la libertad y de la patria. Llorando como un niño contó a Florita que el general Simón Bolívar le había sacado un cupo de veinticinco mil pesos, y el general Sucre otro de diez mil y, por supuesto, ese par de bribonzuelos no le habían devuelto ni un centavo. ¿Qué cupo le infligiría ahora el general Nieto, a quien, por lo demás, manejaba como su títere ese cura revolucionario demoníaco, el impío deán Juan Gualberto Valdivia, que, desde su periódico El Chili acusaba al obispo Goyeneche de robarse la plata de los pobres y protestaba contra el celibato de los curas, que pretendía abolir? Flora le aconsejó que, antes de que el general Nieto le fijara un cupo, fuera él, en persona, en un acto de espontánea adhesión, a llevarle cinco mil pesos. De este modo, se lo ganaría y quedaría a salvo de nuevas sangrías revolucionarias.

– ¿Tú crees, Florita? -murmuró el avaro-. ¿No bastarían unos dos mil?

– No, tío, debe usted darle cinco mil, para desarmarlo emocionalmente.

Don Pío le hizo caso. Desde entonces, consultó con Flora todas sus acciones en un conflicto en el que a él, como a todos los ciudadanos pudientes de Arequipa, sólo le interesaba no ser desvalijado por los bandos en pugna.

El coronel Althaus obtuvo su nombramiento como jefe de Estado Mayor del general Nieto, después de considerar ir a ponerse al servicio del adversario, el general San Román, que venía desde Puno con el ejército gamarrista a invadir Arequipa. Althaus hacía toda clase de confidencias a Flora, divirtiéndose a lo grande con la perspectiva de una guerra. Se burlaba con ferocidad del general Nieto, quien, con los cupos que hizo pagar en monedas contantes y sonantes a los propietarios de Arequipa -Flora vio desfilar por la calle Santo Domingo a estos contritos señores con sus talegas de dinero bajo el brazo, rumbo al cuartel general, la prefectura-, compró «dos mil ochocientos sables para un ejército de sólo seiscientos soldados, levados en las calles con sogas, que ni siquiera tenían zapatos».

A una legua de la ciudad fue instalado el campamento militar. Bajo la jefatura de Althaus, una veintena de oficiales instruían a los reclutas en el arte militar. En medio de ellos se paseaba, montado en una mula y arrebujado en una capa morada, con una carabina al hombro y una pistola en la cintura, el tétrico deán Valdivia. Pese a tener sólo treinta y cuatro años, estaba prematuramente envejecido. Flora pudo cambiar unas palabras con él, y llegó a la conclusión de que, probablemente, este cura filibustero era la única persona que combatía en esta revolución guiado por un ideal y no por intereses mezquinos. El deán Valdivia, luego de la instrucción, exhortaba a los soldados bostezantes, en vibrantes arengas, a luchar hasta la muerte en defensa de la Constitución y de la libertad, encarnadas en el Mariscal Orbegoso, en contra de «Gamarra y su rabona, la Mariscala», esos golpistas y subversores del orden democrático. Por la convicción con que hablaba, el deán Valdivia creía a pie juntillas lo que decía.

Junto al ejército regular, constituido por esos reclutas levados a la mala, había un batallón de jóvenes voluntarios, de las clases acomodadas de Arequipa. Se habían bautizado a sí mismos «los inmortales», otra muestra del hechizo que tenían aquí todas las cosas de Francia. Eran jóvenes de alta clase social y habían llevado al campamento sus esclavos y sirvientes, que los ayudaban a vestirse, les preparaban las comidas y los cruzaban en brazos los lodazales y el río. Cuando Flora visitó el campamento, le ofrecieron un banquete, con conjuntos de música y danzas indígenas. ¿Serían capaces de combatir estos muchachos de buena sociedad que, a simple vista, lucían en el campamento como en una de esas mundanas fiestas en que ocupaban su existencia? Althaus decía que la mitad de ellos, sí, combatirían y se harían matar, pero no por ideales sino para parecerse a los héroes de las novelas francesas; y que, la otra mitad, apenas silbaran las balas, correrían como galgos.

Las rabonas eran otra cosa. Concubinas, queridas, esposas o barraganas de los reclutas y soldados, estas indias y zambas con polleras de colores, descalzas, con largas trenzas que asomaban debajo de sus pintorescos sombreros campesinos, hacían funcionar el campamento. Cavaban trincheras, levantaban parapetos, cocinaban para sus hombres, les lavaban las ropas, los espulgaban, hacían de mensajeras y vigías, de enfermeras y curanderas, y servían para el desfogue sexual de los combatientes cuando a éstos se les antojaba. Muchas de ellas, pese a estar embarazadas, seguían trabajando a la par que las otras, seguidas por desarrapadas criaturas. Según Althaus, a la hora de pelear, eran las más aguerridas, y estaban siempre en primera línea, escoltando, apoyando y azuzando a sus hombres, y sustituyéndolos cuando caían. Los jefes militares las enviaban por delante en las marchas, para que ocuparan las aldeas y confiscaran alimentos y pertrechos, a fin de asegurar el rancho de la tropa. Esas mujeres podían ser, también, putas, pero ¿no había una gran diferencia entre putas como estas indias, y las que, apenas caían las sombras, merodeaban por los contornos del Arsenal Naval de Toulon?

Cuando Flora partió, rumbo a Nimes, el 5 de agosto de 1844, se dijo que su estancia en Toulon había sido más que provechosa. El comité de la Unión Obrera contaba con una directiva de ocho miembros y ciento diez afiliados, entre ellos ocho mujeres.

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