IV. Aguas misteriosas

Mataiea, febrero de 1893

En los once meses que tardó en materializarse su decisión de regresar a Francia, desde la tamara'a aquella en la que terminó revolcándose con Maoriana, la mujer de Tutsitil, hasta que, gracias a las gestiones de Monfreid y Schuffenecker en París, el gobierno francés aceptó repatriado y pudo embarcarse en el DuchaffaulT el 4 de junio de 1893, Koke pintó muchos cuadros e hizo innumerables apuntes así como esculturas, aunque sin tener nunca la certeza de la obra maestra, como le ocurrió pintando Manao tupapau. Su fracaso con el retrato del niño muerto de los Suhas (con los que al cabo de un tiempo Jénot consiguió reconciliarlo) lo disuadió de intentar ganarse la vida retratando a los colonos de Tahití, entre los que, según sus pocos amigos europeos, se lo tenía por un extravagante impresentable.

No había dicho palabra a Teha'amana de sus gestiones para ser repatriado por temor de que, sabiendo que pronto la iba a abandonar, su vahine se adelantara a dejado. Estaba encariñado con ella. Con Teha'amana podía hablar de cualquier cosa porque la chiquilla, aunque ignoraba muchos temas importantes para él, como la belleza, el arte y las antiguas civilizaciones, tenía una mente muy ágil y suplía con su inteligencia sus lagunas culturales. A cada rato estaba sorprendiéndolo con alguna iniciativa, broma o sorpresa. ¿Te quería ella a ti, Koke? No acababas de saberlo. Estaba siempre dispuesta cuando la requerías; y, a la hora del amor, era efusiva y diestra como la más experimentada de las cortesanas. Pero, a veces, se desaparecía de Mataiea por dos o tres días, y al volver no te daba la menor explicación. Cuando insistías en averiguar dónde había estado, ella se impacientaba y no salía del «Me fui, me fui, ya te lo dije». Jamás le había hecho la menor demostración de celos. Koke recordaba que, la noche de la tamara’a, mientras abrazaba en la tierra a Maoriana, vio como en sueños en los reflejos de la fogata la cara de Teha'amana, mirándolo burlona con sus grandes ojos color azabache. ¿Esa perfecta indiferencia frente a lo que hacía su pareja era la forma natural del amor en la tradición maorí, un signo de su libertad? Sin duda, aunque, cuando los interrogaba al respecto, sus vecinos de Mataiea rehuían la respuesta con risitas evasivas. Teha'amana tampoco manifestó nunca la menor hostilidad hacia las vecinas de la aldea y alrededores a las que Koke invitaba a que posaran para él, y, a veces, lo ayudaba a convencerlas de que lo hicieran desnudas, a lo que solían ser muy reticentes.

¿Cómo hubiera reaccionado tu vahine con la historia de Jotefa, Koke? Nunca lo sabrías, porque nunca te atreviste a contársela. ¿Por qué? ¿Todavía alentaban en ti los prejuicios de la moral civilizada europea? ¿O simplemente porque estabas más enamorado de Teha'amana de lo que hubieras admitido y temías que si se enteraba de lo ocurrido en aquella excursión se enojara y te dejara? ¡Vaya, Koke! ¿No ibas a dejarla tú, sin el menor escrúpulo, apenas consiguieras tu repatriación como artista insolvente? Sí, cierto. Pero, hasta que aquello ocurriera, querías seguir viviendo -hasta el último día- con tu bella vahine.

Su vida, en esos meses, le parecería después, cuando la adversidad se encarnizó con él, agradable y, sobre todo, productiva. Lo hubiera sido más, desde luego, sin los eternos apuros de dinero. Las espaciadas remesas de Monfreid o del buen Schuff no alcanzaban nunca a cubrir sus gastos y vivían eternamente endeudados con Aoni, el almacenero chino de Mataiea.

Se levantaba temprano, con la luz del día, y se bañaba en el río vecino, tomaba un desayuno frugal -la infalible taza de té y una tajada de mango o de piña- y se ponía a trabajar, con entusiasmo que nunca decaía. Se sentía bien en ese entorno de luminosidad tan viva, de colores tan nítidos y contrastados, de calor y rumores crecientes, animales, vegetales, humanos, y el eterno sonsonete del mar. En vez de pintar, el día que conoció a Jotefa, hacía tallas. Pequeñas, a partir de bocetos que pergeñaba deprisa, tratando de captar en unos cuantos trazos las caras firmes, de narices chatas, bocas anchas, labios gruesos y cuerpos robustos de los tahitianos de la vecindad. E ídolos de su invención, ya que, para su desdicha, en la isla no quedaban trazas de estatuas ni tótems de los antiguos dioses maoríes.

El joven que cortaba árboles por los alrededores de su cabaña era menos tímido o más curioso que los demás vecinos de Mataiea, los que, si Koke no los buscaba, rara vez tomaban la iniciativa de visitarlo. No era de aquí, sino de una pequeña aldea del interior de la isla. El hacha en el hombro, cara y cuerpo empapados de sudor por el esfuerzo, una mañana se acercó al toldo de cañas bajo el cual Paul pulía el torso de una muchacha, y, con una curiosidad infantil en la mirada, se puso a contemplado, acuclillado. Su presencia te perturbaba y estuviste a punto de echado, pero algo te contuvo. ¿Que el muchacho fuera tan bello, acaso, Paul? Sí, también. Y algo más, que intuías difusamente, mientras, de tanto en tanto, haciendo una pausa, lo observabas de reojo. Era un varón, cerca de ese límite turbio en el que los tahitianos se convertían en taata vahine, es decir, en andróginos o hermafroditas, aquel tercer sexo intermediario que, a diferencia de los prejuiciados europeos, los maoríes, a ocultas de misioneros y pastores, aceptaban todavía entre ellos con la naturalidad de las grandes civilizaciones paganas. Muchas veces había intentado hablar de ellos a Teha'amana, pero, que existieran mahus a la muchacha le parecía algo tan obvio, tan natural, que no conseguía sacarle más que pequeñas banalidades o un alzamiento de hombros. Sí, claro, había hombres-mujeres, ¿y?

La piel cobrizo cenicienta del muchacho traslucía unos músculos tensos cuando hachaba un tronco o se lo echaba al hombro y caminaba con él a cuestas hasta el sendero donde vendría a llevárselo a Papeete o a algún pueblo la carreta del comprador. Pero, cuando se acuclillaba a su lado para verlo esculpir, alargaba la lampiña faz y abría mucho sus ojos oscuros, profundos, de largas pestañas, como buscando, más adentro y más allá de lo que veía, una secreta razón para la tarea en que Paul se afanaba, su postura, su expresión, el mohín que separaba sus labios y mostraba la blancura de sus dientes, se dulcificaban y feminizaban. Se llamaba Jotefa. Hablaba bastante francés como para mantener el diálogo. Cuando Paul hacía un alto, charlaban. El muchacho, con un pequeño lienzo ceñido en la cintura que le cubría apenas las nalgas y el sexo, se lo comía a preguntas sobre esas estatuillas de madera en las que Paul reproducía figuras nativas y fantaseaba dioses y demonios tahitianos. ¿Qué te atraía de ese modo en Jotefa, Paul? ¿Por qué irradiaba de él ese aire familiar, de alguien que, de tiempo atrás, parecía formar parte de tu memoria?

El leñador se quedaba a veces con él, conversando, luego del trabajo, y Teha'amana le preparaba también a Jotefa una taza de té y algo de comer. Una tarde, luego de que el muchacho se marchara, Koke recordó. Corrió a la cabaña a abrir el baúl donde guardaba su colección de fotos, clichés y recortes de revistas con reproducciones de templos clásicos, estatuas y cuadros, y figuras que lo habían conmovido, colección sobre la que volvía una y otra vez como, otros, a los recuerdos de familia. Recorría, barajaba, acariciaba ese entrevero, cuando una foto se le quedó pegada en los dedos. ¡Ahí estaba la explicación! Ésta era la imagen que, de manera vaga, tu conciencia, tu intuición, habían identificado con el joven leñador, tu flamante amigo de Mataiea.

Aquella fotografía, tomada por Charles Spitz, el fotógrafo de L’Ilustration, Paul la había visto por primera vez en la Exposición Universal de París de 1889, en la sección dedicada a los Mares del Sur que Spitz había ayudado a organizar. La imagen lo turbó de tal modo que se quedó mucho rato contemplándola. Volvió a verla al día siguiente, y, por fin, le rogó al fotógrafo, a quien hacía años conocía, que le vendiera un cliché. Charles se lo regaló. Su título, Vegetación en los Mares del Sur, era tramposo. Lo importante en ella no eran los enormes helechos, ni las madejas de lianas y hojas enredadas en ese flanco de la montaña del que fluía una delgada cascada, sino la persona de torso desnudo y piernas descubiertas, de perfil, que, aferrándose a la hojarasca, se inclinaba para beber o acaso sólo observar aquella fuente. ¿Un joven? ¿Una joven? La foto sugería ambas posibilidades con la misma intensidad, sin excluir una tercera: que fuera las dos cosas, alternativa o simultáneamente. Ciertos días, Paul tenía la certeza de que aquél era el perfil de una mujer; otros, el de un hombre. La imagen lo intrigó, lo indujo a fantasear, lo excitó. Ahora no tenía la menor duda: entre aquella imagen y Jotefa, el leñador de Mataiea, había una misteriosa afinidad. Descubrirlo le produjo una vaharada de placer. Los manes de Tahití comenzaban a hacerte partícipe de sus secretos, Paul. Ese mismo día le mostró la foto de Charles Spitz a Teha'amana.

– ¿Es hombre o mujer?

La muchacha estuvo un rato escudriñando la cartulina y por fin movió la cabeza, indecisa. Tampoco ella pudo adivinado.

Tuvieron largas conversaciones con Jotefa, mientras Paul tallaba sus ídolos y el muchacho lo observaba. Era respetuoso; si Paul no le dirigía la palabra, permanecía quieto y callado, temeroso de incomodar. Pero cuando Paul iniciaba el diálogo, no había modo de pararlo. Su curiosidad era desbordante, infantil. Quería saber sobre las pinturas y las esculturas más cosas de las que Paul podía decirle; también, muchas, sobre las costumbres sexuales de los europeos. Curiosidades que, si no las hubiera formulado con la transparente inocencia con que lo hacía, hubieran resultado vulgares y estúpidas. ¿Tenían las vergas de los popa a los mismos tamaños y formas que las de los tahitianos? ¿Era el sexo de las europeas igual al de las mujeres de aquí? ¿Lucían más o menos vello entre sus piernas? Cuando, en su imperfecto francés mezclado de palabras y exclamaciones tahitianas, y de gestos expresivos, disparaba estas preguntas, no parecía satisfacer una morbosa inclinación, sino estar ansioso por enriquecer sus conocimientos, por averiguar qué acercaba o diferenciaba a europeos y tahitianos en aquella materia generalmente excluida de la conversación entre franceses. «Un verdadero primitivo, un pagano de verdad», se decía Paul. «Pese a haberlo bautizado e infamado con un nombre que no es tahitiano ni cristiano, sigue sin domesticar.» Algunas veces, Teha'amana se acercaba a escucharlos, pero, ante ella, Jotefa se inhibía y permanecía silencioso.

Para las tallas de regular o gran tamaño, Koke prefería los árboles del pan, el pandanos o bombonaje, las palmas o boraus y cocoteros; para las pequeñas, siempre la del árbol llamado palo de balsa, con el que los tahitianos fabricaban sus piraguas. Blanda y dócil, casi una arcilla, sin ojos ni vetas, producía al tacto un efecto carnal. Pero era difícil encontrar palo de balsa en las vecindades de Mataiea. El leñador le dijo que no debía preocuparse. ¿Quería una buena provisión de esa madera? ¿Un tronco entero? Él conocía un bosquecillo de árboles de palo de balsa. Y le señaló el flanco de la escarpada montaña más próxima. Lo guiaría.

Partieron al amanecer, con un atado de provisiones al hombro, vestidos sólo con taparrabos. Paul se había acostumbrado a andar descalzo, como los nativos, algo que hizo también, en los veranos, en Bretaña, y, antes, en la Martinica. Aunque, en los meses que llevaba en la isla, se movió mucho, anduvo siempre por los caminos costeros. Ésta era la primera vez que, como un tahitiano, enfilaba a bosque traviesa, hundiéndose en una vegetación espesa, de árboles, arbustos y matorrales que se enredaban sobre sus cabezas hasta ocultar el sol, y por senderos invisibles para sus ojos, que, en cambio, los de Jotefa-distinguían con facilidad. En la verde penumbra, tachonada de brillos, conmovida por cantos de pájaros que aún no conocía, aspirando ese aroma húmedo, oleaginoso, vegetal, que penetraba por todos los poros de su cuerpo, Paul sintió una sensación embriagadora, plena, exaltante, como producida por un elíxir mágico.

Delante de él, a uno o dos metros, el joven marchaba sin vacilar sobre el rumbo, moviendo los brazos a compás. A cada paso, los músculos de sus hombros, de su espalda, de sus piernas, se insinuaban y movían, con brillos de sudor, sugiriéndole la idea de un guerrero, un cazador de los tiempos idos, internándose en la selva espesa en busca del enemigo cuya cabeza cortaría y llevaría al hombro, de vuelta a casa, para ofrecérsela a su despiadado dios. La sangre de Koke hervía; tenía los testículos y el falo en ebullición, se ahogaba de deseo. Pero -¡Paul, Paul!- no era exactamente el deseo acostumbrado, saltar sobre ese cuerpo gallardo para poseerlo, sino, más bien, abandonarse a él, ser poseído por él igual que posee el hombre a la mujer. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Jotefa volvió la cabeza y le sonrió. Paul enrojeció violentamente: ¿había percibido el muchacho tu verga tiesa, asomando entre los pliegues de tu taparrabos? No parecía darle la menor importancia.

– Aquí se acaba el camino -dijo, señalando-. Sigue en la otra orilla. Hay que mojarse, Koke.

Se hundió en el arroyo y Paul lo siguió. El agua fría le produjo una sensación bienhechora, lo liberó de la insoportable tensión. El leñador, al ver que Paul permanecía en el río, protegido de la corriente por una gruesa roca, dejó en la otra orilla la bolsa de provisiones y su taparrabos, y volvió a sumergirse, riendo. El agua cantaba y formaba ondas y espuma al chocar contra su armonioso cuerpo. «Está muy fría», dijo, acercándose a Paul hasta rozarlo. El espacio era verde azul, no piaba pájaro alguno, y, salvo el rumor de la corriente contra las piedras, había un silencio, una tranquilidad y una libertad que, pensaba Paul, debieron ser los del Paraíso terrenal. Tenía otra vez la verga tiesa y se sentía desfallecer de aquel deseo inédito. Abandonarse, rendirse, ser amado y brutalizado como una hembra por el leñador. Venciendo su vergüenza, de espaldas a Jotefa, se dejó ir hacia él y recostó su cabeza contra el pecho del joven. Con una risita fresca, en la que no detectó asomo de burla, el muchacho le pasó los brazos por los hombros y lo atrajo hasta tenerlo bien sujeto contra su cuerpo. Lo sintió acomodarse, acoplarse. Cerró los ojos, presa de vértigo. Sentía contra su espalda la verga, también dura, del muchacho, frotándose contra él, y, en vez de apartarlo y golpearlo, como hizo tantas veces en el Luzitano, en el Chili y en el Jéróme-Napoléon cuando sus compañeros intentaban usarlo como mujer, lo dejaba hacer, sin asco, con gratitud y -¡Paul, Paul!- también gozando. Sintió que una de las manos de Jotefa rebuscaba bajo el agua hasta atrapar su sexo. Apenas sintió que lo acariciaba, eyaculó, dando un gemido. Jotefa lo hizo poco después, contra su espalda, siempre riéndose.

Salieron del arroyo; con las telas de los taparrabos se sacudieron el agua que chorreaba de sus cuerpos. Luego, comieron las frutas que traían. Jotefa no hizo la menor alusión a lo ocurrido, como si no tuviera importancia o ya lo hubiera olvidado. Qué maravilla, ¿no, Paul? Ha hecho contigo algo que, en la Europa cristiana, provocaría angustias y remordimientos, una sensación de culpa y vergüenza. Pero, para el leñador, ser libre, fue una mera diversión, un pasatiempo. ¿Qué mejor prueba de que la mal llamada civilización europea había destruido la libertad y la felicidad, privando a los seres humanos de los placeres del cuerpo? Mañana mismo empezarías un cuadro sobre el sexo tercero, el de los tahitianos y los paganos no corrompidos por la eunuca moral del cristianismo, un cuadro sobre la ambigüedad y el misterio de ese sexo que, a tus cuarenta y cuatro años, cuando creías conocerte y saberlo todo sobre ti mismo, te había revelado, gracias a este Edén y a Jotefa, que, en el fondo de tu corazón, escondido en el gigante viril que eras, se agazapaba una mujer.

Llegaron al bosquecillo de palo de balsa, hacharon una rama larga, cilíndrica, con la que Paul podría tallar la Eva tahitiana que tenía en proyecto, y emprendieron de inmediato el regreso a Mataiea, cargando el leño al hombro entre los dos. Entraron a la aldea al anochecer. Teha'amana estaba ya dormida. A la mañana siguiente, Paul regaló a Jotefa uno de sus pequeños ídolos. El muchacho se resistía a recibirlo, como si, aceptándolo, desnaturalizara su gesto generoso de acompañar a su amigo a buscar la madera que necesitaba. Finalmente, ante la insistencia de Paul, lo aceptó.

– ¿Cómo se dice en tahitiano «aguas misteriosas», Jotefa?

– Pape moe.

Así se llamaría. Comenzó a pintarlo a la mañana siguiente, temprano, luego de prepararse la habitual taza de té. Tenía a la mano la fotografía de Charles Spitz, pero apenas la consultó, porque la conocía de memoria, y porque mejor modelo para su nuevo cuadro era aquella espalda desnuda del leñador andando delante de él en la espesura, en medio de un ámbito mágico, que conservaba intacta en la retina.

Trabajó una semana en Pape moe. Buena parte del tiempo en ese raro estado de euforia y desasosiego que no había vuelto a sentir desde que pintó El demonio vigila a la niña. Sólo unos cuantos espíritus selectos advertirían el verdadero tema de Pape moe; él no pensaba revelarlo jamás, ni a Teha'amana, con la que no solía comentar sus propios cuadros, y menos en sus cartas a Daniel, a Schuffenecker, a la Vikinga o a los galeristas de París. Ellos verían, en el centro de un bosque de flores, hojas, aguas y piedras lujuriosas, a un ser que, apoyado en las rocas, inclinaba su bello cuerpo sombreado hacia una ligera cascada, para aplacar su sed o rendir culto al invisible diosecillo del lugar. Muy pocos adivinarían el enigma, la incertidumbre sexual de aquella personita que encarnaba un sexo distinto, una opción que la moral y la religión habían combatido, perseguido, negado y exterminado hasta creerla desaparecida. ¡Se equivocaban! Pape moe era la prueba. En esas «aguas misteriosas» sobre las que se inclinaba el andrógino del cuadro flotabas tú también, Paul. Lo acababas de descubrir, luego de un largo proceso que comenzó con el hechizo que ejerció sobre ti, en la Exposición Universal de 1889, la fotografía de Charles Spitz, y terminó en aquel arroyo, sintiendo en tu espalda la verga de Jotefa, y tú, aceptando ser su taata vahine en aquellas soledades sin tiempo ni historia. Nadie sabría nunca que Pape moe era también tu autorretrato, Koke.

Pese a que aquello lo hacía sentirse más cerca del salvaje que hacía años anhelaba ser, lo ocurrido no dejó de incomodarlo. ¿Un marica, tú, Paul? Si alguien te lo hubiera dicho años atrás, le hubieras abollado la cara. Desde niño se jactó siempre de su virilidad y la defendió con los puños. Lo hizo muchas veces, en su lejana juventud, en alta mar, en sus años de marino, en las bodegas y camarotes del Luzitano y del Chili, esos barcos mercantes en los que pasó tres años, y en la nave de guerra, el Jéróme Napoléon, donde sirvió otros dos años, cuando la contienda con los prusianos. Quién te hubiera dicho en esa época que terminarías pintando y esculpiendo, Paul. Ni una sola vez se te pasó por la cabeza ser artista. Entonces soñabas con una gran carrera de lobo de mar por todos los océanos y puertos del mundo, por todos los países, razas y paisajes, mientras ascendías hasta llegar a capitán. Un barco entero y su vasta tripulación a tus órdenes, Ulises.

Desde el principio fue indispensable en el Luzitano, barco de tres mástiles donde lo aceptaron como aspirante en diciembre de 1865, pues se le había pasado la edad para ser admitido en la Academia Naval, usar los puños Y los pies, dar mordiscos y blandir el cuchillo, para conservar el culo intacto. A algunos no les importaba. Subidos de tragos, muchos compañeros se jactaban de haber pasado por ese ritual marinero. Pero a ti sí te importaba. Nunca serías marica de nadie; tú eras un varón. En su primer viaje de aspirante, de Francia a Río de Janeiro, tres meses y veintiún días en alta mar, el otro aspirante, Junot, un pelirrojo bretón lleno de pecas, fue violado en la sala de máquinas por tres fogoneros, que, después, lo ayudaron a secarse las lágrimas, asegurándole que no debía avergonzarse, era una práctica universal del mundo marinero, un bautizo del que nadie se libraba y que, por eso, no ofendía, más bien creaba una hermandad entre la tripulación. Paul sí se libró, para lo cual tuvo que demostrar a esos lobos de mar soliviantados por la falta de mujer que quien quisiera tirarse a Eugene-Henri Paul Gauguin tenía que estar dispuesto a matar o morir. Su fuerza descomunal, y, sobre todo, su resolución y ferocidad, lo protegieron. Cuando, el 23 de abril de 1871, después de cumplir su servicio militar en el Jéróme-Napoléon, fue liberado, seguía con el trasero tan incólume como seis años atrás, al iniciar la carrera naval a la que ahora ponía fin. ¡Cómo se hubieran reído de ti tus compañeros del Luzitano, del Chili y del Jéróme-Napoléon si te hubieran visto en el arroyo de aquel bosquecillo, ya viejo, de taata vahine de un maorí!

El sexo no había sido importante en su vida en la época que suele serio para el común de los mortales, la juventud, la era del celo y de la fiebre. Aquellos seis años de marino visitó los burdeles en cada puerto -Río de Janeiro, Valparaíso, Nápoles, Trieste, Venecia, Copenhague, Bergen y otros que apenas recordaba- más por seguir a sus compañeros y no parecer un anormal, que por el placer. Te era difícil sentirlo en esos antros sórdidos, hediondos, atestados de borrachos, fornicando con mujeres en ruinas, a veces desdentadas y de pechos colgantes, que bostezaban o se adormecían de fatiga mientras las montabas. Eran indispensables varias copas de aguardiente para perpetrar aquellos coitos tristes y veloces, que dejaban en tu boca un sabor ceniza, una fúnebre melancolía. Para eso, preferible masturbarse en las noches, en la colchoneta, hamacado por las olas.

Ni de marinero, ni, después, cuando, recomendado por su tutor, Gustave Arosa, empezó a trabajar como agente de Bolsa en las oficinas de Paul Bertin, en la rue Laffitte, decidido a labrarse un porvenir burgués en la Bolsa de París, había significado el sexo para Paul la obsesionante preocupación en que se convertiría a medida que, a una edad en que normalmente un hombre tiene ya su destino trazado, él comenzó a cambiar de vida, a reemplazar su existencia próspera, disciplinada, rutinaria, de buen marido y buen padre de familia por esta otra, incierta, aventurera, de pobreza y sueños que lo trajo hasta aquí.

El sexo comenzó a ser importante para él a medida que iba siéndolo la pintura, aquello que pareció al principio un pasatiempo, emprendido a instancias de su compañero y colega en la agencia de Paul Bertin, Émile Schuffenecker, quien un buen día le mostró un cuaderno con sus bocetos a carboncillo y sus acuarelas y le confesó que su sueño secreto era ser artista. El buen Schuff, que pintaba en todos sus ratos libres, cuando no estaba, como Paul, a la caza de familias adineradas para que confiaran sus inversiones en la Bolsa de París a la sabiduría de Paul Bertin, lo animó a que tomara un curso de diseño en las noches, en la Academia Colarossi. El buen Schuff lo estaba haciendo y era divertidísimo, más que jugar a las cartas o pasar las noches en las terrazas de los cafés de la Place Clichy haciendo durar una copita de ajenjo y barajando hipótesis sobre el alza y la baja de las cotizaciones. Así comenzó la aventura que te tenía en Tahití, Koke. ¿Para bien? ¿Para mal? Muchas veces, en períodos de hambre, de desamparo, como aquellos días de París con el pequeño Clovis a cuestas, de preguntarte hasta cuándo vivirías sin techo y mendigando un plato de sopa en los hospicios de las monjas, habías maldecido al buen Schuff por aquel consejo, imaginando qué bien te iría, qué bella casa tendrías en Neuilly, en Saint-Germain, en Vincennes, si hubieras seguido de asesor financiero en la Bolsa de París. Acaso serías ya tan rico como Gustave Acosa, y estarías en condiciones, como tu tutor, de adquirir una magnífica colección de pintura moderna.

Para entonces ya había conocido a Mette Gad, la Vikinga, danesa de alta facha y rasgos ligeramente masculinos -¡Paul, Paul!-, y ya se había casado con ella, en noviembre de 1873, por el registro civil del noveno distrito y por la Iglesia luterana de la Redención. Y habían comenzado una vida muy burguesa, en un departamento muy burgués, en un barrio que era el colmo de lo burgués: la Place de Saint-Georges. Tan poco importante era el sexo para Paul todavía en esa época, que no tuvo inconveniente, en esos primeros tiempos de su matrimonio, en acatar la pudibundez de su mujer y hacer con ella el amor de la manera que la moral luterana aconsejaba, Mette embutida en sus largos y abrochados camisones de dormir y en estado de total pasividad, sin permitirse una audacia, un disfuerzo, una gracia, como si ser amada por su marido fuera una obligación a la que debía resignarse, igual que se resigna a tomar aceite de ricino el paciente de estómago petrificado por el estreñimiento.

Sólo bastante después, cuando Paul, sin descuidar todavía la agencia de Paul Bertin, dedicaba sus noches a pintar de todo y con todo -lápiz, carboncillo, acuarela, óleo-, de pronto, al tiempo que su fantasía creaba y recreaba imágenes susceptibles de ser pintadas, sus noches comenzaron a encabritarse de deseos. Entonces, imploraba o exigía a Mette en la cama libertades que la escandalizaban: que se desnudara, que posara para él, que se dejara acariciar y besar aquella esquiva intimidad. Había sido fuente de agrias disputas conyugales, las primeras sombras en esa armoniosa familia que tenía hijos cada año. Pese a las resistencias de la Vikinga, y al creciente deseo sexual que lo acometió, no engañaba a su mujer. No tuvo amantes, no frecuentó casas de placer, no mantuvo costureritas como sus amigos y colegas. No buscó fuera del lecho conyugal los placeres que le retaceaba la Vikinga. Todavía a fines de 1884, a sus treinta y seis años, cuando su vida había dado ya un giro copernicano y estaba decidido a ser un pintor, sólo un pintor, a no volver jamás a los negocios, y había comenzado la lenta bancarrota que lo dejaría en la miseria, seguía siendo fiel a Mette Gad. Para entonces, el sexo se había vuelto una preocupación central, una ansiedad constante, una fuente de fantasías atrevidas, de exagerado barroquismo. A medida que dejaba de ser burgués, y empezaba a llevar vida de artista -escasez, informalidad, riesgo, creación y desorden-, el sexo fue dominando su existencia, como una fuente de goce, pero, también, de ruptura de las viejas ataduras, de conquista de una nueva libertad. Renunciar a la seguridad burguesa te hizo pasar muy malos ratos, Paul. Pero te impuso una vida más intensa, más rica y lujosa para los sentidos y el espíritu.

Habías dado un nuevo paso hacia la libertad. De la vida del bohemio y el artista, a la del primitivo, el pagano y el salvaje. Un gran progreso, Paul. Ahora, el sexo no era para ti una forma refinada de decadencia espiritual, como para tantos artistas europeos, sino fuente de energía y de salud, una manera de renovarte, de recargar el ánimo, el ímpetu y la voluntad, para crear mejor, para vivir mejor. Porque en el mundo al que estabas por fin accediendo, vivir era una continua creación.

Por todo ello debió pasar para concebir un cuadro como Pape moe. No hacía falta retoques. En la pintura la fotografía de Charles Spitz centellaba y vibraba; el andrógino y la Naturaleza no eran independientes, se integraban en una nueva forma de vida panteísta; aguas, hojas, flores, ramas y piedras reverberaban y la persona tenía el hieratismo de los elementos. La piel, los músculos, los negros cabellos, los fuertes pies tan asentados en las rocas cubiertas de musgo oscuro, denotaban respeto, reverencia, amor hacia aquel ser de otra civilización, que, aunque colonizada por los europeos, conservaba, en el secreto profundo de los bosques, la pureza ancestral. Te entristecía haber terminado Pape moe. Como siempre que ponías la pincelada final a un buen trabajo, te rondaba la pregunta de si, luego de esto, no irías como artista para peor.

Dos o tres noches después, hubo luna llena. Hechizado por la dulce luminosidad que descendía del cielo, irguiéndose sobre el cuerpo de Teha'amana -respiraba profundamente, con un acompasado y suave ronquido-, bajó a la explanada que circundaba la vivienda, con Pape moe en los brazos. Lo estuvo contemplando bañado por esa claridad amarillo azulada que imprimía una pátina enigmática a aquella laguna donde anidaban plantas acuáticas que podían ser luces, reflejos. También la Naturaleza era andrógina en el cuadro. No eras propenso al sentimentalismo, algo contra lo que debías inmunizarte para trascender los límites de esta civilización degradada y confundirte con las viejas tradiciones, pero sentiste que los ojos se te mojaban. Era uno de los mejores cuadros que habías pintado, Paul. No todavía una obra maestra, como Manao tupapau, aunque la rozaba. Aquello que repetía con tanta convicción el Holandés Loco, allá en Arles, en esos últimos días del otoño de 1888, antes de que se desencadenara en su relación esa mezcla de amor y de histeria, que la verdadera revolución de la pintura no se haría en Europa sino lejos, en los trópicos, donde ocurría aquella novela que a ambos los había deslumbrado -Rarahu, Le mariage de Loti, de Pierre Loti-, ¿no era una realidad aplastante en Pape moe? En esta imagen había vigor, una fortaleza espiritual que provenía de la inocencia y la libertad con que veía el mundo un primitivo no aherrojado por las orejeras de la cultura occidental.

La noche en que Paul conoció al Holandés Loco, en el invierno de 1887, en Grand Bouillon, Restaurant du Chalet, en Clichy, Vincent ni siquiera permitió que Paul lo felicitara por los cuadros que exhibía. «Soy yo el que debo felicitarte», le dijo, apretándole la mano con fuerza. «He visto en casa de Daniel de Monfreid tus cuadros de la Martinica. ¡Formidables! No fueron pintados con pincel, sino con el falo. Cuadros que al mismo tiempo que arte son pecados.» Dos días después, Vincent y su hermano Theo fueron a casa de Schuffenecker, donde Paul estaba alojado desde su regreso de la aventura de Panamá y la Martinica con su amigo Laval. El Holandés Loco contempló los cuadros desde todos los ángulos y sentenció: «Ésta es la gran pintura, sale de las entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo». Abrazó a Paul y le rogó: «Yo también quiero pintar mis cuadros con mi falo. Enséñame, hermano». Así comenzó esa amistad que terminaría tan mal.

El Holandés Loco, en una de sus intuiciones geniales, dio en el clavo antes que tú, Paul. Era cierto. En esa estancia tan sufrida, primero en Panamá, luego en las afueras de Saint-Pierre, en la Martinica, de mayo a octubre de 1887, te convertiste en un artista. Vincent fue el primero en descubrirlo. ¿Qué importaba, frente a eso, haberlo pasado tan mal, trabajando como peón de lampa en las obras del Canal de monsieur de Lesseps, picoteado por los mosquitos y a punto de morir de disentería y malaria martiniquesas? Era verdad: en aquella pintura de Saint Pierre, iluminada por el sol esplendoroso del Caribe, donde los colores estallaban como frutas maduras, y los rojos, los azules, los amarillos, los verdes, los negros, se enfrentaban unos a otros con ferocidad de gladiadores, disputándose la hegemonía del cuadro, la vida irrumpía por fin como un incendio en tu pintura, purificándola, redimiendo la de esa acobardada actitud que había sido para ti, hasta entonces, pintar y esculpir. En ese viaje, en efecto, a pesar de haber estado a punto de morir de hambre y de enfermedad -botando los bofes en una cabañita por cuyo techo de hojas de palma se colaba la lluvia-, empezaste a limpiarte las legañas y a ver claro: la salud de la pintura pasaba por huir de París, en pos de una vida nueva bajo otros cielos.

El sexo había irrumpido también en su vida, como la luz en sus cuadros, con beligerancia irresistible, llevándose de encuentro todos los remilgos y prejuicios que hasta entonces lo mantenían apagado. Como sus compañeros de la azada, en las ciénagas pestilentes donde se abrían las exclusas del futuro Canal, fue a buscar a las mulatas y negras que rondaban los campamentos panameños. No sólo se dejaban tirar por una suma módica, también maltratar mientras eran fornicadas. Y si lloraban y, asustadas, querían huir, qué fruición, qué destemplado goce caerles encima y dominarlas, enseñarles quién era el varón. A la Vikinga nunca la amaste así, Paul, como a esas negras de enormes tetas, fauces animales y sexos voraces que quemaban como braseros. Por eso, tu pintura era tan desvaída y esclerótica, tan conformista y tímida. Porque así era tu espíritu, tu sensibilidad, tu sexo. Te habías hecho la promesa -no la cumplirías, Paul- allá en las noches sofocantes de Saint-Pierre, cuando podías tumbar a una de esas negras descaderadas que hablaban en un creole ardiente, que cuando volvieras a ver a la Vikinga, le darías una lección retroactiva. Se lo dijiste a Charles Laval, una noche de borrachera con ron crudo:

– La primera vez que estemos juntos le quitaré a la Vikinga toda la frigidez nórdica que lleva encima desde la cuna. La desnudaré a golpes y a jalones, a mordiscos y abrazos la haré retorcerse y chillar, revolverse y pelear para sobrevivir. Como una negra. Ella desnuda y yo desnudo, en la lucha amorosa esa remilgada burguesa aprenderá a pecar, a gozar, a hacer gozar, a ser caliente, sumisa y jugosa como una hembra de Saint-Pierre.

Charles Laval te miraba alelado, sin saber qué decir. Koke se echó a reír a carcajadas, con la mirada clavada en Pape moe, iluminado por la luz fosforescente de la luna. No, no. La Vikinga nunca haría el amor como una martiniquesa o una tahitiana, su religión y su cultura se lo impedían. Sería siempre un ser a medias, una mujer a la que le marchitaron el sexo antes de nacer.

El Holandés Loco lo entendió muy bien, desde el primer momento. Aquellos cuadros de la Martinica no fueron pintados así gracias al color desmesurado de los trópicos, sino a la libertad mental y de costumbres, conquistada por un novicio de salvaje, un pintor que al mismo tiempo que a pintar aprendía a hacer el amor, a respetar el instinto, a aceptar lo que había en él de Naturaleza y de demonio, y a satisfacer sus apetitos como los hombres al natural.

¿Eras un salvaje cuando regresaste a París de aquel malhadado viaje a Panamá y a la Martinica, convaleciendo todavía de esa malaria que te chupó la carne, envenenó tu sangre y te quitó diez kilos de peso? Comenzabas a serlo, Paul. Tu conducta ya no era la de un burgués civilizado, en todo caso. ¿Cómo iba a serlo después de sudar bajo el sol inclemente tirando la azada en las selvas de Panamá, y amando a mulatas y negras en el barro, la tierra rojiza y las arenas sucias del Caribe? Además, traías dentro de ti la enfermedad impronunciable, Paul. Una marca infamante, pero, también, tu credencial de hombre sin frenos. Tú no sabías y no sabrías por buen tiempo que estabas apestado. Pero eras ya un ser liberado de remilgos, de respetos, de tabúes, de convenciones, orgulloso de tus impulsos y pasiones. ¿Cómo te hubieras atrevido, si no, a alargar las manos y tocarle los pechos a la delicada esposa de tu mejor amigo, el buen Schuff, que te alojaba en su casa, te daba de comer y hasta regalaba unos francos para un ajenjo en los cafés? Madame Schuffenecker empalidecía, enrojecía, se escapaba balbuceando una protesta. Pero, su pudor y su vergüenza eran tan grandes que no se atrevió nunca a contarle al buen Schuff los atrevimientos del compañero a quien tanto ayudaba. ¿O lo hizo? Acariciar a madame Schuffenecker cuando las circunstancias los dejaban solos se convirtió en un juego peligroso. Te hacía pasar muy buenos ratos y te empujaba al caballete, ¿no, Koke?

Una nubecilla empañó la luz de la luna y Paul regresó a la cabaña, llevando Pape moe con extremo cuidado, como si se pudiera trizar. Lástima que el Holandés Loco no pudiera ver esta tela. La hubiera perforado con la mirada alucinada que ponía en las grandes ocasiones, y, después, te hubiera abrazado y besado, exclamando con su voz convulsionada: «¡Has fornicado con el diablo, hermano!».

Por fin, a mediados de mayo de 1893, llegó la orden de repatriación enviada por el gobierno de Francia a la gobernación de la Polinesia francesa. El gobernador Lacascade en persona le comunicó que, según instrucciones recibidas -le leyó la resolución ministerial- se había acordado, en vista de su insolvencia, pagarle un pasaje de barco en segunda clase, Papeete-Marsella. Ese mismo día, luego de cinco horas y media de zangoloteo en el coche público, regresó a Mataiea y anunció a Teha'amana que partía. Le habló largo rato, explicándole con lujo de detalles las razones que lo impulsaban a regresar a Francia.

Sentada en una de las bancas, bajo el mango, la muchacha lo escuchaba sin decir palabra, sin derramar una lágrima, ni hacer un gesto de reproche. Con su mano derecha se acariciaba de manera mecánica el pie izquierdo, el de los siete deditos. Tampoco dijo nada cuando Paul calló. Éste subió a acostarse luego de fumar una última pipa y encontró a Teha'amana ya dormida. A la mañana siguiente, al abrir Koke los ojos, su vahine había hecho una bolsa con todas sus cosas y partido.

Cuando Paul se embarcó hacia Francia a comienzos de junio de 1893 en el Duchaffault, sólo acudió a despedido en el muelle de Papeete su amigo Jénot, recién ascendido a teniente de la armada.

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