XIX. La ciudad-monstruo

Béziers y Carcassonne, agosto/septiembre de 1844

A ratos, Flora comparaba su viaje por el sur de Francia con el de Virgilio y Dante en el infierno, porque siempre había en su itinerario una ciudad más sucia, fea y cobarde que las anteriores. En la hedionda Béziers, por ejemplo, donde pernoctó en el inaguantable Hotel des Postes en el que ni uno solo de los mozos, ni siquiera el maître, hablaba francés, sólo el occitano, no consiguió permiso para hacer una reunión en fábrica o taller alguno. Patrones y trabajadores le cerraron todas las puertas por miedo a las autoridades. Y los únicos ocho obreros que aceptaron conversar con ella lo hicieron tomando tantas precauciones -llegaron al hotel de noche, entraron por la puerta falsa- y tan atemorizados de perder su trabajo que Flora no intentó siquiera sugerirles que formaran un comité de la Unión Obrera.

Estuvo en Béziers apenas dos días, los últimos de agosto de 1844. Cuando tomó el barco-correo hacia Carcassonne se sintió como si saliera de la cárcel. Para no marearse, permaneció en cubierta, mezclada con los pasajeros sin derecho a camarote. Allí propició una reyerta, que casi termina a golpes, entre un spahi, soldado colonial recién venido de Argelia, y un joven de la marina mercante, a quienes incitó a cotejar cuál de sus oficios era más útil a la sociedad. El marinero dijo que los barcos llevaban pasajeros y productos y facilitaban el comercio; en cambio, ¿de qué servían los soldados, salvo para matar? El spahi, indignado, exhibiendo sus cicatrices, repuso que el ejército acababa de ganarle a Francia en el norte de África una colonia tres veces más grande que la metrópoli. Cuando se exacerbó y empezó a proferir groserías, Flora lo calló:

– Es usted una prueba viviente de que el ejército de Francia sigue embruteciendo a los conscriptos como en tiempos de Napoleón.

Faltaban seis horas para Carcassonne. Se sentó en una banca de la popa, se acurrucó contra unos cabos, y, al instante, se durmió. Soñó con Olympia. La primera vez que soñabas con ella, Florita, desde que, siete meses atrás, dejaste París.

Un sueño grato, tierno, ligeramente excitante, nostálgico. Sólo tenías buenos recuerdos de esa amiga, a la que tanto debías. Pero no lamentabas haber cortado con Olympia de la manera brusca como lo hiciste a tu regreso de Inglaterra, en el otoño de 1839, porque hubiera sido arrepentirte de tu cruzada para transformar el mundo con la inteligencia y el amor. Aunque la habías conocido en aquel baile de la Ópera al que asististe disfrazada de gitana, en el que aquella mujer esbelta, de ojos incisivos, te besó la mano, tu amistad con Olympia Maleszewska sólo comenzó meses después. Era nieta de un célebre orientalista, profesor de la Sorbona, y trabajaba por la emancipación de Polonia del yugo imperial ruso. Colaboraba con el Comité Nacional Polaco, que reunía al exilio en Francia, y se había casado con uno de sus líderes, Léonard Chodzko, funcionario de la Biblioteca de Sainte-Genevieve, historiador y patriota. Pero Olympia era sobre todo una gran dama de sociedad. Tenía un salón muy conocido, al que asistían literatos, artistas y políticos, y cuando Flora recibió una invitación para las veladas de los jueves, acudió. La casa era elegante, la atención refinada y abundaban las personas célebres. Allí la actriz de moda, Marie Dorval, se codeaba con la novelista George Sand, y Eugene Sue con el Padre de los sansimonianos, Prosper Enfantin. Olympia atendía con exquisito tacto y simpatía. Se mostró muy afectuosa contigo, presentándote a sus amistades con grandes elogios. Había leído Peregrinaciones de una paria y su admiración por tu libro parecía sincera.

Como Olympia insistió tanto en que volvieras a su salón, volviste, varias veces, y siempre la pasaste bien. A la tercera o cuarta vez, en el tocador, Olympia, que te ayudaba a desembarazarte del abrigo y te alisaba los cabellos -«Nunca la he visto tan radiante como hoy, Flora»-, de pronto te tomó por la cintura, te estrechó contra su cuerpo y te besó en los labios. Fue tan inesperado que tú, abrasada de la cabeza a los pies, no supiste qué hacer. (La primera vez en la vida que te ocurría, Florita.) Ruborizada, confusa, te quedaste inmóvil, mirando a Olympia sin decir nada. «Si no se había usted dado cuenta, ahora ya sabe que la amo», rió Olympia. Y, cogiéndote de la mano, te arrastró al encuentro de los otros invitados.

Muchas veces te habías preguntado por qué aquella tarde en vez de reaccionar como lo hubieras hecho si, en vez de Olympia, hubiera sido un hombre el que te besaba de improviso -abofeteándolo, mandándote mudar de esa casa al instante-, continuaste en la reunión, turbada, desconcertada, pero sin enojarte y sin deseos de partir. ¿Simple curiosidad o algo más? ¿Qué significaba esto, Andaluza? ¿Qué iba a ocurrir ahora? Cuando, un par de horas más tarde, anunciaste que te ibas, la dueña de casa te tomó del brazo y te llevó al tocador. Te ayudó a ponerte el abrigo y el sombrerito con velo. «¿No se ha enojado usted conmigo, verdad, Flora?», te susurró al oído, con voz cálida. «No sé si estoy enojada o no. Estoy confusa. Es la primera vez que una mujer me besa en la boca.» «Yo la amo desde que la vi aquella noche en la Ópera», te dijo Olympia, mirándote a los ojos. «¿Podemos vemos a solas, para conocemos mejor? Se lo ruego, Flora.»

Se habían visto, tomado té juntas, paseado en fiacre por Neuilly, y Flora, contándole sus experiencias conyugales con André Chazal, hizo que se mojaran los ardientes ojos de su amiga. Le confesaste que, desde tu matrimonio, habías sentido siempre una repugnancia instintiva por el acto sexual, y que, por ello, nunca habías tenido un amante. Con infinita delicadeza y dulzura, Olympia, besándote las manos, te rogó que la dejaras enseñarte lo dulce y grato que podía ser el placer entre dos amigas que se querían. Desde entonces, cuando se saludaban o despedían, se buscaban los labios.

Hicieron el amor por primera vez no mucho tiempo después, en una casita de campo, cerca de Pontoise, donde los Chodzko veraneaban y pasaban fines de semana. Los álamos vecinos, mecidos por el viento, despedían un susurro cómplice; se oía piar a los pájaros, y, en aquella habitación calentada por el fuego de la chimenea, la atmósfera enervante, mareadora, fue desvaneciendo lentamente las prevenciones de Flora. Mientras su amiga la hacía beber, de su boca, sorbos de champagne, la ayudaba a desnudarse. Con desenvoltura, Olympia se desnudó a su vez, y, tomando a Flora en sus brazos, la tendió sobre el lecho, susurrándole palabras tiernas. Luego de contemplada con minucia y devoción, comenzó a acariciada. Te había hecho gozar, Florita, sí, mucho, pasados aquellos momentos iniciales de turbación y recelo. Te había hecho sentir bella, deseable, joven, mujer. Olympia te enseñó que no había por qué sentir miedo ni asco del sexo, que abandonarse al deseo, hundirse en la sensualidad de las caricias, en la fruición del goce corporal, era una manera intensa y exaltante de vivir, aunque durara sólo unas horas, unos minutos. Qué egoísmo delicioso, Florita. El descubrimiento del placer físico, de un goce sin violencia, entre iguales, te hizo sentir una mujer más completa y más libre. Aunque nunca pudiste evitar, incluso en los días en que fuiste más feliz con Olympia, al entregarte al puro placer del cuerpo, un sentimiento de culpa, la sensación de dilapidar energías, de un desperdicio moral.

Aquella relación duró menos de dos años. Flora no recordaba una sola disputa, distanciamiento o aspereza que la afeara. Es verdad que no se veían mucho, pues ambas tenían múltiples ocupaciones y Olympia, además, un marido y un hogar que atender, pero, cuando lo hacían, todo marchaba siempre maravillosamente bien. Se divertían y gozaban juntas como dos chiquillas enamoradas. Olympia era más frívola y mundana que Flora, y, salvo la tragedia de la Polonia subyugada, no se interesaba por los asuntos sociales, ni por la suerte de las mujeres ni de los obreros. Y Polonia le interesaba por su marido, a quien, a su manera libérrima, quería mucho. Pero era vital, incansable, y, contigo, infinitamente cariñosa. Flora se entretenía escuchándola referirle las intrigas y chismografías del gran mundo, porque lo hacía con gracia e ironía. Además, Olympia era una mujer instruida, con muchas lecturas y conocimientos de historia, de arte y de política, materias que le apasionaban, de modo que también en el campo intelectual Flora ganó mucho con su amistad. Hicieron el amor varias veces en la casita de Pontoise, pero también en el piso parisino de Olympia, en el de Flora en la fue du Bac, y, alguna vez, disfrazada tú de ninfa y ella de sileno, en un albergue a orillas de la floresta de Marly, en cuyas ventanas venían las ardillas a comer cacahuetes de sus manos. Cuando, en 1839, Flora partió a Londres por cuatro meses, para escribir un libro sobre la situación de los pobres en esa ciudadela del capitalismo, se cartearon dos o tres veces por semana, misivas apasionadas, diciéndose que se extrañaban, recordaban, deseaban y que ambas contaban los días, las horas, los minutos, para volver a verse. «Te como a besos y caricias en todos mis sueños, Olympia. Adoro la oscuridad de tus cabellos, de tu pubis. Desde que te conozco, abomino de las mujeres rubias.» ¿Pensabas esas frases llameantes que escribías a Olympia desde Londres, mientras, disfrazada de hombre, visitabas fábricas, bares, barrios miserables y burdeles para documentar tu odio a ese paraíso de los ricos e infierno de los pobres? Las pensabas con todas sus letras. Pero, entonces, Andaluza, ¿por qué, apenas volviste a París, la misma tarde de tu llegada comunicaste a Olympia que aquella relación se terminaba, que no debían verse nunca más? Olympia, siempre tan segura de sí misma, tan mujer de mundo, abrió mucho los ojos y la boca, y palideció. Pero no dijo nada. Te conocía y sabía que tu decisión era inapelable. Te miraba mordiéndose los labios, devastada.

– No porque no te ame, Olympia. Te amo, eres la única persona en este mundo a la que he amado. Siempre te estaré agradecida por estos dos años de dicha que te debo. Pero, tengo una misión. No podría cumplida con mis sentimientos y mi mente divididos entre mis obligaciones y tú. Lo que voy a hacer exige que nada ni nadie me distraiga. Ni siquiera tú. Debo entregarme en cuerpo y alma a está tarea. No tengo mucho tiempo, amor mío. y no conozco a nadie en Francia que pueda reemplazarme. Esta bala, aquí, puede acabar conmigo en cualquier momento. Por lo menos, debo dejar las cosas bien encaminadas. No me guardes rencor, perdóname.

No se habían vuelto a ver. Entretanto, tú habías escrito tu terrible diatriba contra Inglaterra -Paseos por Londres-, tu librito sobre La Unión Obrera , y aquí estabas ahora, en los confines pirenaicos de Francia, en Carcassonne, tratando de poner en marcha la revolución universal. ¿No te arrepentías de haber abandonado así a la tierna Olympia, Florita? No. Era tu deber actuar como lo hiciste. Redimir a los explotados, unir a los obreros, conseguir la igualdad para las mujeres, hacer justicia a las víctimas de este mundo tan mal hecho, era más importante que el egoísmo maravilloso del amor, que esa indiferencia suprema hacia el prójimo en que a una la sumía el placer. El único sentimiento que ahora tenía cabida en tu vida era el amor a la humanidad. Ni siquiera para tu hija Aline quedaba sitio en tu corazón tan ocupado, Florita. Aline estaba en Amsterdam, trabajando de aprendiz donde una modista, y a veces pasaban semanas sin que te acordaras de escribirle.

La misma noche que Flora llegó a Carcassonne tuvo un desagradable encuentro con los fourieristas locales, quienes, encabezados por su líder, monsieur Escudié, habían organizado su visita. Le reservaron el Hotel Bonnet, al pie de las murallas. Estaba ya acostada, cuando unos golpes en la puerta de su habitación la despertaron. El encargado del hotel se deshacía en excusas: unos señores insistían en veda. Era muy tarde, que volvieran mañana. Pero, como porfiaban tanto, se echó una bata sobre los hombros y salió a su encuentro. La docena de fourieristas locales que venían a darle la bienvenida estaban bebidos. Tuvo un mareo de disgusto. ¿Pretendían estos bohemios hacer la revolución a golpes de champagne y cerveza? A uno de ellos que, con la lengua trabada y la mirada vidriosa, insistía en que se vistiera para mostrarle las iglesias y las murallas medievales a la luz de la luna, le respondió:

– ¡Qué me importan a mí las piedras viejas, cuando hay tantos seres humanos con problemas que resolver! Sepa usted que yo cambiaría, sin vacilar, la más bella iglesia de la Cristiandad por un solo obrero inteligente.

La vieron tan irritada que partieron.

La semana que pasó en la ciudad, los falansterianos de Carcassonne -abogados, peritos agrícolas, médicos, periodistas, farmacéuticos, funcionarios, que se llamaban a sí mismos los chevaliers- resultaron una fuente permanente de problemas. Ávidos de poder, planeaban una acción armada en todo el mediodía francés. Decían haber comprometido a muchos militares y guarniciones enteras. Desde la primera reunión, Flora los criticó con vehemencia. Su radicalismo, les dijo, en el mejor de los casos serviría para reemplazar en el gobierno a unos burgueses por otros, sin modificar el sistema social, y, en el peor, para provocar una represión sangrienta que destrozaría al naciente movimiento obrero. Lo importante era la revolución social, no el poder político. Sus planes conspirativos, sus fantasías violentas, confundían a los trabajadores, los apartaban de los objetivos, los desgastaban en una acción subversiva de índole puramente política, en la que podían ser diezmados por el ejército, en un sacrificio inútil para la causa. Los chevaliers tenían influencia en el medio obrero, y asistieron a las reuniones de Flora con los trabajadores de las hilanderías y fábricas de paños. Su presencia intimidaba a los pobres, quienes, delante de esos burgueses, apenas se atrevían a opinar. En vez de explicar los alcances de la Unión Obrera, tenías que extenuarte, horas de horas, refutando a aquellos politicastros que encandilaban a10s obreros con sus planes de levantamiento armado, para el que, decían, habían escondido en lugares estratégicos muchos fusiles y barriles de pólvora. La perspectiva de tomar el poder por un acto de fuerza era corruptora, encandilaba a los trabajadores.

– ¿Qué diferencia habría entre un gobierno de fourieristas y el de ahora? -rugía Madame-la-Colere, indignada-. ¿Qué mejora puede significar para los obreros que los exploten ustedes o éstos? No se trata de tomar el poder de cualquier manera, sino de acabar de una vez por todas con la explotación y la desigualdad.

En las noches regresaba al Hotel Bonnet tan exhausta como en Londres, en aquel verano de 1839 de jornadas galopantes, en que, del amanecer al anochecer, con olímpico desprecio de los consejos médicos, Flora se dedicó a estudiarlo todo, en aquella ciudad-monstruo de dos millones de habitantes, capital del más grande imperio del planeta, sede de las fábricas más pujantes y de las fortunas más cuantiosas, para mostrar al mundo cómo, detrás de esa fachada de prosperidad, lujo y poderío, anidaban la más abyecta explotación, las peores iniquidades, y una humanidad doliente padecía villanías y abusos a fin de hacer posible la vertiginosa riqueza de un puñado de aristócratas y propietarios.

La diferencia, Florita, era que, en 1839, pese a tener ya esta bala en el pecho, con unas pocas horas de sueño te recuperabas y estabas lista para otra apasionante jornada londinense, aventurándote por aquellos antros donde no ponía los pies ningún turista e invisibles en las crónicas de los viajeros, quienes se deleitaban describiendo las bellezas de los salones y los clubs, el aseo de los parques, el alumbrado público con gas del West End y los sortilegios de los bailes, banquetes, cenas, con que distraían su ociosidad los parásitos de la nobleza. Ahora, te levantabas tan cansada como te habías acostado, y, durante el día, debías recurrir a esa terquedad ciclópea que por fortuna conservabas intacta para cumplir con el programa que te habías impuesto. No era la bala lo más mortificante; eran los cólicos y el dolor en la matriz, contra los que los calmantes ya no te hacían efecto.

Con todo el odio que llegaste a sentir por Londres e Inglaterra desde que viviste allá, en tu juventud, trabajando para los Spence, tenías que reconocer que, sin ese país, sin los trabajadores ingleses, escoceses e irlandeses, probablemente nunca hubieras llegado a darte cuenta de que la única manera de emancipar a la mujer y conseguir para ella la igualdad con el hombre, era hermanando su lucha a la de los obreros, las otras víctimas, los otros explotados, la inmensa mayoría de la humanidad. La idea le vino en Londres, gracias al movimiento cartista, que reclamaba la adopción por ley de una Carta del Pueblo, estableciendo el sufragio universal, el escrutinio secreto, la renovación anual del Parlamento, y que los parlamentarios recibieran un salario pues así los trabajadores podrían aspirar a un escaño. Aunque existía desde 1836, cuando Flora llegó a Londres, en junio de 1839, el movimiento cartista estaba en pleno apogeo. Ella siguió sus desfiles y mítines, sus recolecciones de firmas, y se informó sobre su excelente organización, con comités en aldeas, ciudades y fábricas. Quedaste impresionada. La excitación te mantenía despierta noches enteras, evocando esas marchas de miles y miles de obreros por las calles londinenses. Un verdadero ejército civil. ¿Quién podría oponerse a ellos si todos los explotados y pobres del mundo se organizaban como los cartistas? Mujeres y obreros, juntos, serían invencibles. Una fuerza capaz de revolucionar a la humanidad sin pegar un solo tiro.

Cuando supo que la Convención Nacional del movimiento cartista tenía lugar en esos días en Londres, averiguó dónde se reunían. En un acto audaz, se presentó en la Doctor Johnson's Tavern, un bar de mezquina apariencia, en un impasse de Fleet Street. En un vasto salón humoso y húmedo, mal iluminado, oloroso a cerveza barata y a coles hervidas, se apiñaban un centenar de dirigentes cartistas, entre ellos los principales líderes, O'Brien y O'Connor. Discutían sobre la conveniencia de decretar una huelga general en apoyo de la Carta del Pueblo. Cuando te preguntaron quién eras y qué hacías allí, explicaste, sin que te temblara la voz, que traías el saludo de los obreros y las mujeres de Francia a sus hermanos británicos. Te miraron con extrañeza, pero no te echaron. Había también un puñadito de obreras, que escudriñaban con desconfianza tus ropas burguesas. Durante varias horas, los escuchaste discutir, cambiar propuestas, votar las mociones. Te sentías en estado de trance. Sí, esta fuerza, multiplicada por toda Europa, cambiaría el mundo, traería la felicidad a los desheredados. Cuando, en un momento de la sesión, O'Brien y O'Connor preguntaron si la delegada francesa quería dirigirse a la asamblea, no dudaste un segundo. Trepaste a la tarima de los oradores y, en tu vacilante inglés, los felicitaste y animaste a seguir dando este ejemplo de organización y de lucha a todos los pobres del mundo. Terminaste tu breve alocución con una arenga que dejó a tus oyentes, amantes del método pacífico, totalmente desconcertados: «¡Incendiemos los castillos, brothers!».

Ahora te reías recordando aquella arenga, Florita. Porque tú no creías en la violencia. Hiciste aquel llamamiento incendiario para expresar con una imagen dramática la emoción que te embargaba. Qué privilegio estar allí, entre esos hermanos explotados que comenzaban a levantar cabeza. Tú estabas por el amor, por las ideas, por la persuasión, en contra de las balas y los patíbulos. Por eso te exasperaban estos burgueses truculentos de Carcassonne para quienes todo se resolvería movilizando regimientos y levantando guillotinas en las plazas públicas. ¿Qué se podía esperar de gentes tan estúpidas? La burguesía no tenía remedio, su egoísmo le impediría siempre ver la verdad general. Tú, en cambio, ahora más que nunca, tenías la seguridad de andar por la senda correcta. Acercar las mujeres a los obreros, organizar a unos y otros en una alianza que trascendiera las fronteras y que ninguna policía, ejército, ni gobierno podrían aplastar. Entonces, el cielo dejaría de ser una abstracción, escaparía de los sermones de los curas y de la credulidad de los fieles, y se volvería historia, vida de todos los días y para todos los mortales. «Te admiro, Florita», exclamó, entusiasmada. «Oh, Dios, bastaría que envíes diez mujeres como yo a este mundo para que reine la justicia en la Tierra.»

Entre los fourieristas de Carcassonne el más llamativo era Hugues Bernard. Militante en sociedades secretas de Francia y carbonario en Italia, quería a toda costa la guerra civil. Elocuente y seductor, los obreros lo escuchaban embobados. Flora se le enfrentó; lo llamó «encantador de serpientes», «ilusionista», «corruptor de los trabajadores con su saliva demagógica». En vez de ofenderse, Hugues Bernard la siguió hasta el hotel, fatigándola con lisonjas: era la mujer más inteligente que había conocido, la única con la que se hubiera podido casar. Si no estuviera seguro de ser rechazado, intentaría conquistarla. Flora terminó riéndose. Pero, en vista de sus coqueterías, optó por tenerlo a distancia. También Escudié, el líder de los chevaliers, se empeñó en ganar su amistad. Era un hombre misterioso y lúgubre, vestido de luto, con chispazos de genialidad.

– Usted sería un buen revolucionario, Escudié, si tuviera un poco más de amor y algo menos de apetitos.

– Ha dado usted en el clavo, Flora -asintió el esbelto y cadavérico fourierista, muy serio, con expresión mefistofélica-. Es el gran problema de mi vida: los apetitos. La carne.

– Olvídese de la carne, Escudié. Para la revolución sólo hace falta el espíritu, la idea. La carne es un estorbo.

– Eso es más fácil de decir que de hacer, Flora -afirmó el falansteriano, adoptando un tono elegíaco y con una mirada que la alarmó-. Mi carne es un compuesto de todas las legiones infernales. Si se asomara al mundo de mis deseos, usted, que parece tan pura, caería muerta de espanto. ¿Ha leído al marqués de Sade, por casualidad?

Flora sintió que las piernas le temblaban. Se las arregló para desviar la conversación, temerosa de que Escudié, lanzado por ese camino, le desvelara su infierno secreto, esos fondos lúbrico s de su alma donde, a juzgar por sus pupilas encanalladas, debían anidar muchos demonios. Sin embargo, en un movimiento infrecuente en ella, de pronto se vio haciendo confidencias al macabro fourierista. Ella era una mujer libre, y había demostrado con creces en sus cuarenta y un años de vida no temer a nadie ni a nada. Pero, pese a su pasajera aventura con Olympia, el sexo le seguía provocando un malestar difuso, porque la vida le había mostrado, una y otra vez, que, al mismo tiempo que exaltación y goce, el deseo carnal era también una pendiente por la que el hombre rodaba rápido hacia la bestia, hacia las formas más salvajes de la crueldad y la injusticia contra la mujer. Ella lo había sabido desde joven, gracias a André Chazal, estuprador de su esposa y luego de su propia hija, pero, sobre todo, lo había visto y tocado con un espanto que nunca se borraría de su memoria en el viaje a Londres de 1839. Escenas tan bochornosas que los editores de Promenades dans Londres la obligaron a suavizar, y que, luego, una vez publicado el libro, ni un solo crítico se atrevió a comentar. A diferencia de Peregrinaciones de una paria, elogiado por doquier, sus denuncias contra las lacras de la metrópoli londinense habían sido cobardemente silenciadas por la intelectualidad parisina. Pero, qué te importaba, Florita. ¿No era una señal de que andabas por el buen camino? «Sí, sí, sin duda», la alentó Escudié.

La idea de vestirse de hombre se la dio, a poco de llegar a Londres, un amigo owenista que la vio afligirse al saber que la entrada al Parlamento británico estaba prohibida a las mujeres. La ayudó un diplomático turco, quien le suministró el disfraz. Tuvo que hacer unos arreglos a los pantalones bombachos y al turbante, y rellenar las babuchas con papel. Aunque sintió inquietud al cruzar el pórtico del imponente local vecino al Támesis, corazón del poder imperial británico, luego, escuchando las intervenciones de los diputados, olvidó por completo su suplantada identidad. La mayoría de los parlamentarios le causó una impresión penosa, por su vulgaridad y su tosca manera de repantigarse sobre los escaños con los sombreros puestos. Sin embargo, cuando oyó a Daniel O'Connell, el líder de los independentistas irlandeses, el primer irlandés católico en ocupar un escaño en la Cámara de los Comunes, que había diseñado una estrategia de lucha no violenta contra el colonialismo inglés, se emocionó. Ese hombre feo, con apariencia de cochero endomingado, cuando hablaba -propugnando la abolición de la esclavitud y el sufragio universal- se volvía hermoso, irradiaba decencia e idealismo. Era un orador tan brillante que todos lo escuchaban, atentos. Oyendo a O'Connell Flora tuvo la idea del Defensor del Pueblo, que incorporó a su proyecto de la Unión Obrera: el movimiento de mujeres y trabajadores llevaría al _congreso un portavoz, pagándole un salario, para que defendiera allá los intereses de los pobres.

A menudo se disfrazó de hombre en esos cuatro meses. Se había propuesto dar cuenta de la vida que llevaban las cien mil prostitutas callejeras que, se decía, merodeaban por Londres, y de lo que ocurría en los burdeles de la ciudad, y jamás hubiera podido explorar esos antros sin disimular su sexo tras unos pantalones y una levita de varón. Aun así, resultaba peligroso adentrarse en zadas en este negocio, eran los finishes del West End, el Londres céntrico, el de las diversiones elegantes. Allí, Florita, tocaste el colmo de la iniquidad. Los finishes eran las tabernas-burdeles, los bares meretricios donde los ricos, los nobles, los privilegiados de esta sociedad de amos y de esclavos supuestamente libres, iban to finish sus noches de orgía. Los visitaste vestida de petimetre, con un joven de la legación francesa que había leído tus libros y que te prestó el atuendo masculino, no sin antes tratar de disuadirte, pues, te aseguró, la experiencia te espantaría. Tenía toda la razón. Tú, que creías haberlo visto todo sobre la animalización del ser humano, no habías visto aún los extremos a que podía llegar la vejación de la mujer.

Las damiselas de los finishes no eran las prostitutas hambrientas, muchas de ellas tuberculosas, de Waterloo Road. Eran cortesanas bien vestidas, de colores llamativos, enjoyadas, de maquillajes estridentes, que, a partir de la medianoche, dispuestas en fila como coristas de music-hall, recibían a los ricachones que habían estado cenando, o en los teatros y conciertos, y venían a terminar la fiesta en estos cenáculos de lujo, bebiendo, bailando, y, algunos, subiéndose a los reservados de los altos con una o dos muchachas para hacerles el amor, azotadas o hacerse azotar por ellas, lo que en Francia llamaban le vice anglais. Pero, en los finishes, la verdadera diversión no era la cama ni el látigo, sino el exhibicionismo y la crueldad. Comenzaba a las dos o tres de la madrugada, cuando lores y rentistas se habían quitado chaquetas, corbatas, chalecos y tirantes, y empezaban las ofertas. Ofrecían guineas lucientes y contantes a las mujeres -muchachas, adolescentes, niñas- para que bebieran las bebidas que ellos les preparaban. Se las embutían en el estómago, regocijados, festejándose unos a otros en corros estremecidos por las carcajadas. Al principio les daban a beber ginebra, sidra, cerveza, whisky, cognac, champagne, pero, pronto, mezclaban el alcohol con vinagre, mostaza, pimienta y peores porquerías, para ver a las mujeres que, con tal de embolsillarse aquellas guineas se bebían los vasos de un tirón, caer al suelo haciendo muecas de asco, retorciéndose y vomitando. Entonces, los más ebrios o perversos, entre aplausos, azuzados por los corros, se abrían las braguetas y las meaban encima o, los más audaces, se masturbaban sobre ellas para enmelarlas con su esperma. Cuando, a las seis o siete de la mañana, los noctámbulos, cansados de diversión y ahítos de trago y de maldad, habían caído en el sopor imbécil de los beodos, entraban los lacayos al local a arrastrarlos a sus fiacres y berlinas, para llevárselos a dormir la borrachera a sus mansiones.

Nunca habías llorado tanto, Flora Tristán. Ni siquiera al saber que André Chazal había violado a Aline, lloraste como después de aquellas dos amanecidas en los finishes londinenses. Entonces decidiste romper con Olympia para consagrar todo tu tiempo a la revolución. Nunca habías sentido tanta compasión, tanta amargura, tanta rabia. Revivías esos sentimientos en esta noche desvelada de Carcassonne, pensando en aquellas cortesanas de trece, catorce o quince años -una de las cuales hubieras podido ser tú si te raptaban cuando trabajabas para los Spence- atragantándose esas pócimas por una guinea, dejando que el veneno líquido les destrozara las entrañas por una guinea, permitiendo que las escupieran, mearan y regaran con semen por una guinea, para que los ricos de Inglaterra tuvieran un momento de animación en sus vidas vacías y estúpidas. ¡Por una guinea! Dios mío, Dios mío, si existías, no podías ser tan injusto para quitarle la vida a Flora Tristán antes de que pusiera en marcha la Unión Obrera universal que acabaría con las maldades de este valle de lágrimas. «Dame cinco, ocho años más. Eso me bastará, Dios mío.»

Carcassonne no era una excepción a la regla, por supuesto. En las fábricas de paños, donde le prohibieron la entrada, los hombres ganaban de uno cincuenta a dos francos diarios y las mujeres, por idéntico trabajo, la mitad. Los horarios se alargaban de catorce a dieciocho horas diarias. En las sederías e hilanderías de lana trabajaban niños de siete años por ocho centavos al día, pese a prohibido la ley. El clima de hostilidad contra ella era muy grande. Su gira se había hecho conocida en la región y, últimamente, en las ciudades, los enemigos afilaban los cuchillos para recibida. Flora descubrió que los patronos hacían circular en Carcassonne unas hojas volanderas acusándola de «bastarda, agitadora y corrupta, que abandonó a su marido y a sus hijos, tuvo amantes y es ahora sansimoniana y comunista icariana». Esto último le dio risa. ¿Cómo se podía ser, a la vez, sansimoniana e icariana? Los dos grupos se detestaban. Habías sido simpatizante de Saint-Simon hacía algunos años, cierto, pero eso era ya tu prehistoria. Aunque habías leído la novela Viaje por lcaria, de Étienne Cabet (tenías la primera edición, de 1840, dedicada por él), que le había ganado tantos seguidores en Francia, nunca sentiste la menor simpatía por Cabet ni por sus discípulos, esos tránsfugas de la sociedad que se llamaban «comunistas». Por el contrario, siempre los criticaste, de palabra y en artículos, por prepararse, bajo la batuta de su inspirador, ese aventurero, carbon_io y procurador en Córcega antes de convertirse en profeta, a viajar a algún país remoto -América, la selva africana, China- a fundar, en un lugar apartado del resto del mundo, la república perfecta que describía Viaje por lcaria, sin dinero, sin jerarquías, sin impuestos, sin autoridad. ¿Había algo más egoísta y cobarde que semejante ensueño de escapistas? No, no había que huir de este mundo imperfecto a fundar un retiro celestial para un grupito de escogidos, allá, donde nadie más llegara. Había que luchar contra las imperfecciones de este mundo en este mismo mundo, mejorado, cambiado hasta hacer de él una patria feliz para todos los mortales.

Al tercer día en Carcassonne, se presentó en el Hotel Bonnet un hombre ya maduro que no quiso dar su nombre. Le confesó ser policía, comisionado por sus jefes para seguirle los pasos. Era afable y algo tímido, de imperfecto francés, que, para su sorpresa, conocía las Peregrinaciones de una paria. Se declaró su admirador. Le advirtió que las autoridades de toda la región habían recibido instrucciones de hacerle la vida imposible, de malquistada con la gente, pues la consideraban una agitadora dedicada a predicar la subversión contra la monarquía en el mundo del trabajo. Pero, respecto a él, Flora nada debía temer: jamás haría algo que pudiera dañarla. Se mostraba tan emocionado al decide estas cosas que Flora, en un arranque, lo besó en la frente: «No sabe usted el bien que me hace oído, amigo mío»,

La alentó, al menos por unas horas. Pero la realidad volvió a hacerse presente, cuando una cita con un influyente abogado fue bruscamente cancelada. Maitre Trinchant le hizo llegar una ríspida esquela: «Enterado de sus lealtades icarianas comunistas, me niego a recibida. El nuestro sería un diálogo de sordos». «Pero si mi oficio no es otro que tratar de abrir las orejas a los sordos y los ojos a los ciegos», le contestó Madame-la-Colere.

No estaba abatida, pero no le hacía bien recordar sus visitas a los prostíbulos y los finishes de Londres. Ahora, no se apartaban de su memoria. Aunque, en su recorrido por los submundos del capitalismo había visto cosas tristes, nada la sublevó más que el tráfico con esas desventuradas. Pero no olvidaba por ello sus visitas, con un oficial de la Iglesia anglicana, a los barrios obreros de la periferia londinense, esa sucesión de cuarruchos infectos con máquinas de hilar a pedales siempre en acción, atestados de niños desnudos revolcando sus huesos por la pestilencia, y las quejas, repetidas por todas las bocas, como un estribillo: «A los treinta y ocho, a los cuarenta, hombres y mujeres somos considerados inservibles y despedidos de las fábricas. ¿De qué vamos a comer, milady? Los alimentos y las ropas usadas que nos regalan las parroquias ni para los niños alcanzan». En la gran usina de gas de la Horsferry Road Westminster casi mueres asfixiada, por empeñarte en ver de cerca cómo esos obreros cubiertos con un simple taparrabos raspaban el coque de unos hornos que te hicieron pensar en las forjas de Vulcano. Te bastó estar allí cinco minutos para empaparte de sudor y sentir que el calor te arrancaba la vida. Ellos permanecían horas, achicharrándose, y, luego, cuando vaciaban el agua sobre los calderos limpios, tragaban un humo espeso que debía tiznarles las entrañas lo mismo que la piel. Al cabo de ese suplicio, podían tumbarse, de dos en dos, sobre unas colchonetas, por un par de horas. El jefe de planta te dijo que ninguno soportaba más de siete años este oficio, antes de contraer la tuberculosis. Ése era el precio de las iluminadas veredas con postes de gas de Oxford Street, en el corazón del West End, ¡la avenida más elegante del mundo!

Las tres prisiones que visitaste, Newgate, Coldbath Fields y Penitenciary, eran menos inhumanas que los antros obreros. Te dio escalofríos ver los instrumentos de tortura medievales que recibían a los reclusos en el pabellón de ingreso a Newgate. Pero las celdas, individuales o colectivas, eran limpias y los presos y presas -ladrones y ladronas la gran mayoría- comían mejor que los trabajadores de las fábricas. En Newgate el director te permitió conversar con dos asesinos, condenados a la horca. El primero, huraño, se encerró en un mutismo total y no pudiste sacarle palabra. Pero, el segundo, sonriente, jovial, feliz de poder romper la ley de silencio por unos minutos, parecía incapaz de matar a una mosca. Y, sin embargo, había descuartizado a un oficial del ejército. ¿Cómo pudo actuar así, siendo tan comedido y simpático? Tela explicó el patilludo doctor J. Ellistson, profesor de Medicina y discípulo fanático de Franz Josh Gall, fundador de la ciencia frenológica:

– Porque este muchacho tiene dos protuberancias extremadamente desarrolladas en la base posterior del cráneo: los huesecillos del orgullo y la vergüenza. Tóqueselas, señora. Aquí, aquí. ¿Las siente? Estaba fatalmente condenado a matar.

Sólo dos cosas se atrevió Flora a criticar en el sistema penal inglés: la ley de silencio, que obligaba a los presos a jamás abrir la boca -una sola palabra en voz alta acarreaba severísimos castigos- y que estuvieran impedidos de trabajar. El cultivado gobernador de Coldbath Fields, antiguo soldado colonial, le aseguró que el silencio favorecía el acercamiento a Dios, los trances místicos, el arrepentimiento y los propósitos de enmienda. Y, en cuanto al trabajo, el tema se había debatido en el Parlamento. Se estimó que permitir trabajar a los presos sería injusto con los obreros, a los que los delincuentes harían una competencia desleal empleándose por salarios más bajos. En Inglaterra no había limite de edad para ser juzgado yen las tres prisiones Flora encontró niños de ocho y nueve años que purgaban penas por robo y otros latrocinios.

Pero, aunque era lastimoso ver a estos párvulos entre rejas, Flora se dijo que tal vez resultaba preferible para ellos; al menos, comían y dormían bajo techo, en celdas aseadas. En cambio, en la parroquia de Saint Gilles, en las manzanas limitadas por Oxford StreeT y Tottenham Court Road, el barrio de los irlandeses -Bainbridge Street-, los niños se morían literalmente de hambre. Vivían en harapos y dormían poco menos que a la intemperie, en casuchas de cartones y latas sin defensa contra los aguaceros. En medio de charcos de agua inmunda, emanaciones pútridas, fango, moscas y toda clase de alimañas -esa noche, en su pensión, Flora descubrió que la visita al barrio de los irlandeses había llenado sus ropas de piojos- tuvo la sensación de un recorrido de pesadilla, entre esqueletos, viejos encogidos sobre montoncitos de paja y mujeres en jirones. Había basuras por doquier y ratas que se escabullían entre los pies de la gente. Ni siquiera quienes tenían trabajo alcanzaban a dar de comer a sus familias. Todos dependían de los repartos de alimentos de las iglesias para sustentar a los hijos. Comparado con la miseria y degradación de los irlandeses, el barrio de los judíos pobres de Petticoat Lane le pareció menos tétrico. Aunque la pobreza era extrema, había un comercio activo de ropavejeros en un sinnúmero de tienduchas y de sótanos, entre los que se ofrecían también, con grandes aspavientos y a plena luz del día, putas judías semidesnudas. Y el mercado de Field Lane, donde se vendían a precio vil todos los pañuelos robados en las calles de Londres -había que entrar a esa callejuela sin cartera, relojes, ni prendedores-, le pareció más humano, hasta simpático, con su vocinglería desatada y el rumor de las pintorescas discusiones entre vendedores y clientes que pedían rebajas.

En el Asilo de Alienados de Bethleen Hospital ocurrió algo que te heló la sangre, Florita. Ni tus amigos cartistas ni tus amigos owenistas compartían tu tesis de que la locura era una enfermedad social, un producto de la injusticia y una manifestación oscura, instintiva, de rebeldía contra los poderes establecidos. Y por eso nadie te acompañó en el recorrido por los asilos psiquiátricos de Londres. El Bethleen Hospital era antiguo, muy aseado, con jardines cuidados, bien atendido. El director te dijo de pronto, durante el recorrido, que ellos tenían allí a un compatriota tuyo, un marino francés llamado Chabrié. ¿Querrías vedo? Se te cortó la respiración. ¿Podía ser que el buen Zacarías Chabrié de Le Mexicano, a quien habías jugado aquella mala pasada en Arequipa para librarte de su amor, hubiera terminado aquí, loco? Viviste unos minutos de infinita angustia, hasta que trajeron al personaje. No era él, sino un joven apuesto que se creía Dios. Te lo explicó, en calmoso francés y con mucha cautela: era el nuevo Mesías, enviado a la Tierra «para que cesaran las servidumbres y salvar a la mujer del hombre y al pobre del rico». «Los dos estamos en la misma lucha, mi buen amigo», le sonrió Flora. Él asintió con un guiño cómplice.

Había sido una experiencia instructiva, además de agotadora, aquel viaje a Inglaterra de 1839. De ella no sólo resultó tu libro, Promenades dans Londres, publicado a principios de mayo de 1840, que asustó a los periodistas y críticos burgueses por su radicalismo y franqueza, pero no al público, que agotó dos ediciones en pocos meses. También, tu idea de la alianza entre las dos grandes víctimas de la sociedad, las mujeres y los obreros, tu librito La Unión Obrera , y esta cruzada. ¡Cinco años ya, Andaluza, dedicada, en un esfuerzo sobrehumano, a hacer realidad aquel proyecto!

¿Lo conseguirías? Si no te fallaba el organismo, sí. Si Dios te daba un puñadito de años más de vida, seguro que sí. Pero no estabas convencida de vivir los años que te hacían falta. Tal vez porque Dios no existía y no podía por lo tanto escucharte, o porque existía y andaba demasiado tomado por cosas trascendentales para ocuparse de las minucias materiales que te importaban a ti, como tus cólicos y tu lastimada matriz. Cada día, cada noche, te sentías más débil. Por primera vez, te acosaba la premonición de una derrota.

En la última reunión en Carcassonne, uno de los chevaliers al que Flora no había tenido mucho en cuenta, el abogado Théophile Marconi, se ofreció, de manera espontánea, a organizar un comité de la Unión Obrera en la ciudad. Aunque reticente al principio, había quedado finalmente convencido de que la estrategia de Flora era más sólida que los intentos conspiratorios y de guerra civil de sus amigos. La mancomunidad de mujeres y obreros para cambiar la sociedad le parecía algo inteligente y factible. Luego de la reunión con Marconi, un joven obrero, con cara de pícaro, apellidado Lafitte, la escoltó hasta el hotel y la hizo reír con un plan que había tramado para, según le confesó, estafar a los burgueses falansterianos. Se haría pasar por fourierista y ofrecería a los chevaliers una inversión para doblar su capital adquiriendo, a precio ridículo, unos telares robados. Cuando tuviera reunido el dinero, se burlaría de ellos: «La codicia los perdió, señores. Este dinero irá a las arcas de la Unión Obrera, para la revolución». Bromeaba, pero en sus ojos había unos azogues que inquietaron a Flora. ¿Y si la revolución se convertía en un negocio para algunos vivillos? El simpático Lafitte al despedirse le pidió permiso para besarle la mano. Ella se la alcanzó, riéndose y llamándolo «aprendiz de señorito».

La última noche en la ciudad amurallada, soñó con la cuchara de hierro y su tintineo de ultratumba. Era un recuerdo persistente, en el que, en cierto modo, había quedado simbolizado su viaje a Inglaterra: el tintineo de esa cuchara _de metal, sujeta con una cadena a las fuentes de bombeo, en muchas esquinas de Londres, donde los miserables venían a aplacar su sed. Las aguas que esos pobres bebían eran contaminadas, antes de llegar a las fuentes habían pasado por los desagües de la ciudad. La música de la pobreza, Florita. La llevabas en los oídos desde hacía cinco años. A veces te decías que ese tintineo te acompañaría hasta el otro mundo.

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