XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844

Cuando, el nefasto 24 de septiembre de 1844, recién llegada a Burdeos, Flora Tristán aceptó aquella invitación para asistir, desde un palco del Grand Théatre, al concierto del pianista Franz Liszt, no sospechaba que aquel mundano acontecimiento, donde las damas bordelesas iban a lucir sus joyas y elegancias, sería su última actividad pública. Las semanas que le quedaban las pasaría en una cama, nada menos que en casa de dos sansimonianos, los esposos Elisa y Charles Lemonnier, a quienes un año antes había rehusado ser presentada por considerarlos demasiado burgueses. Paradojas, Florita, paradojas hasta el último día de tu vida.

No se sentía mal al llegar a Burdeos; sólo fatigada, irritada y decepcionada, porque, desde que salió de Carcassonne, tanto en Toulouse como en Agen los prefectos y comisarios del reino le habían hecho la vida difícil, irrumpiendo en sus reuniones con obreros, prohibiéndolas, e, incluso, dispersándolas a bastonazos. Su pesimismo no tenía que ver con su salud sino con las autoridades, decididas a impedir por todos los medios que terminara su gira.

Qué te ibas a imaginar, cinco años atrás, a tu vuelta de Londres, cuando, llena de entusiasmo con la idea de forjar la gran alianza de mujeres y obreros para transformar a la humanidad, empezaste un frenético quehacer tratando de vincularte a los trabajadores, que terminarías acosada por un poder que te consideraba subversiva, a ti, pacifista convicta y confesa. No sólo volviste a París llena de ilusiones y sueños; también, de buena salud. Leías asiduamente las dos principales revistas obreras, L 'Atelier y La Ruche Populaire (las únicas publicaciones que elogiaron tus Paseos por Londres) y visitabas y leías a todos los mesías, filósofos, doctrinarios y teóricos del cambio social, lo que, más que instructivo, resultó confusionista y caótico. Porque, entre socialistas y reformadores ácratas, abundaban los chiflados y los excéntricos que predicaban el puro disparate mental. Como, por ejemplo -su recuerdo te provocaba carcajadas-, el carismático escultor Ganneau, con aspecto de sepulturero, fundador del evadismo, doctrina basada en la idea de la igualdad entre los sexos y promotor de la liberación de la mujer, a quien, por unas semanas, con gran ingenuidad, tomaste en serio. El respeto que le tenías se desintegró el día en que el sombrío personaje de ojos fanáticos y manos alargadas te explicó que el nombre de su movimiento, evadismo, provenía de la primera pareja -Eva y Adán- Y que él se hacía llamar Mapah por sus discípulos en homenaje a la familia, pues la palabra fundía las dos primeras sílabas de mamá y papá. Era tonto, o estaba más loco que una cabra.

El acoso policial frustró lo que hubiera podido ser una provechosa visita de Flora a Toulouse, entre el 8 Y el 19 de septiembre. Al día siguiente de llegar estaba reunida con una veintena de obreros en el Hotel des Portes, rue de la Pomme, cuando irrumpió en la sala el comisario Boisseneau. Barrigón, con bigotes hirsutos y una mirada de pocos amigos, sin siquiera quitarse el tongo ni saludada le advirtió:

– No está usted autorizada a venir a Toulouse

a predicar la revolución.

– No vengo a hacer la revolución, sino a demorarla, señor comisario. Lea usted mi libro, antes de juzgarme -le repuso Flora-. ¿De cuándo acá una mujer sola asusta a comisarios y prefectos de la más poderosa monarquía de Europa?

El funcionario se retiró sin despedirse, con un seco: «Está advertida».

Sus esfuerzos para hablar con el prefecto de Toulouse fueron vanos. La prohibición desanimó a sus contactos en la ciudad. Consiguió apenas un encuentro secreto, en un albergue del quartier de Saint-Michel, con ocho artesanos del cuero. Llenos de aprensión con la idea de que los descubriera la policía, la escuchaban con ojos atemorizados, lanzando ojeadas a la puerta de calle. Su visita a L 'Emancipation, periódico que pregonaba ser demócrata y republicano, fue otro fracaso: los periodistas la miraban como si vendiera menjunjes contra las pesadillas y el mal agüero, y no prestaron la menor atención a su detallada exposición sobre los objetivos de la Unión Obrera. Uno le preguntó si era gitana. La ofensa llegó al colmo cuando el más osado de estos chevaliers, un redactor llamado Riberol, flaco como un palo de escoba y de mirada lujuriosa, comenzó a guiñarle los ojos y a susurrarle frases de doble sentido.

– ¿Está usted tratando de seducirme, pobre imbécil? -lo atajó, en voz muy alta, Madame-la-Colere-. ¿No se ha visto usted nunca en un espejo, infeliz?

Se levantó y partió, dando un portazo. La furia se te disipó recordando -el mejor desagravio, Florita- cómo se había encendido de vergüenza la cara astillada de Riberol, a quien tu intemperante reacción dejó mudo y boquiabierto, entre las risas de sus colegas.

En Agen, donde estuvo cuatro días, las cosas no

fueron mejor que en Toulouse, también por culpa de la policía. En la ciudad había muchas sociedades obreras de ayuda mutua, a las que había prevenido de su llegada, desde París, el amable Agricol Perdiguier, a quien apodaban el Aviñonés Virtuoso con razón: espíritu magnánimo, estaba en desacuerdo con las ideas de Flora y sin embargo la había ayudado como nadie. Los amigos de Perdiguier le tenían preparados encuentros con distintos gremios. Pero sólo el primero tuvo lugar. La reunión agrupaba a una quincena de carpinteros y tipógrafos, dos de los cuales, muy despiertos, se mostraron resueltos a constituir un comité. Ellos la acompañaron a visitar a la gloria local, el poeta-peluquero Jazmin, en el que Flora tenía puestas muchas esperanzas. Pero, por supuesto, los halagos de la burguesía también habían convertido a este antiguo poeta popular en un vanidoso y un estúpido. No había uno que escapara a ese destino, por lo visto. Ya no quería acordarse de sus orígenes proletarios y adoptaba poses olímpicas. Era redondo, blando, coqueto y cursi. Aburrió a Flora contándole lo bien que había sido recibido en París por eminencias como Nodier, Chateaubriand y Sainte-Beuve, y la emoción que lo embargó recitando sus «poemas gascones» ante el propio Louis-Philippe. Su Majestad, emocionada oyéndolo, habría derramado una lágrima. Cuando Flora le explicó la razón de su visita y le pidió ayuda para la Unión Obrera, el poeta-peluquero hizo una mueca de espanto: ¡jamás!

– Yo nunca apoyaré sus ideas revolucionarias, señora. Ya ha corrido demasiada sangre en Francia. ¿Por quién me toma usted?

– Por un trabajador consecuente y leal con sus hermanos, monsieur Jazmin. Me he equivocado, ya lo veo. Usted no es más que un monito saltarín, un pelele más entre los bufones de la burguesía.

– Fuera, fuera de mi casa -le señaló la puerta el vate gordinflón-. ¡Mujer malvada!

Esa misma tarde vino el comisario a su hotel a informarle que no le permitiría ninguna reunión en la localidad. Flora decidió no respetar la prohibición. Se presentó en un albergue de la rue du Temple, donde la esperaban cuarenta trabajadores de distintos oficios, sobre todo zapateros y talladores. Llevaba apenas diez minutos exponiendo sus tesis cuando el albergue fue cercado por una veintena de sargentos y medio centenar de soldados. El comisario, un cuarentón forzudo armado de una ridícula bocina, dando gritos estentóreos ordenó a los asistentes que salieran de uno en uno, para registrar sus nombres y domicilios. Flora les pidió que no se movieran. «Hermanos, obliguemos a la fuerza pública a venir a sacamos; que estalle un escándalo y la opinión pública se entere de este atropello.» Pero, la gran mayoría, temerosa de perder el trabajo, obedeció. Salieron en hilera, con las gorras en las manos, cabizbajos. Sólo siete se quedaron, rodeándola. Entonces, los sargentos entraron y les dieron de bastonazos, insultándolos. Los sacaron a empujones. Pero a ella no la tocaron ni respondieron a sus vehementes protestas: «¡Péguenme a mí también, cobardes!».

– La próxima vez que desobedezca la prohibición, irá al calabozo, con las ladronas y las prostitutas de Agen -la amenazó el vozarrón del comisario; gesticulaba con la bocina como un malabarista-. Ya sabe a qué atenerse, señora.

Lo sucedido sirvió de escarmiento a las mutuales y gremios de Agen, que cancelaron todos los encuentros programados. Nadie aceptó su sugerencia de organizar reuniones clandestinas de pocas personas. De modo que los últimos días de Flora en Agen fueron de soledad, aburrimiento y frustración. Más que con el comisario y sus jefes, estaba indignada con la cobardía de los obreros. A la primera bravata de la autoridad ¡huían como conejos!

La víspera de su partida a Burdeos le ocurrió algo curioso. En el pequeño escritorio de su cuarto, en el Hotel de France, encontró un precioso relojito de oro, olvidado por algún diente. Cuando se disponía a llevado a la administración, una tentación la asaltó: «¿Y si me quedo con él?». No por codicia, de la que a estas alturas de su vida carecía por completo. Más bien, por afán de conocimiento: ¿cómo se sentían los ladrones después de cometer sus fechorías? ¿Experimentaban miedo, alegría, remordimientos? Lo que sintió, en las horas siguientes, fue agobio, desagrado, ramalazos de terror y una sensación de ridículo. Decidió entregado al momento de partir. Tampoco pudo esperar tanto. A las siete horas, la angustia era tan intensa que bajó a poner el reloj en manos de la dirección del hotel, mintiendo que lo acababa de encontrar. No hubieras sido una buena ladrona, Andaluza.

Pensándolo bien, Florita, la gira no había sido tan inútil. Esa movilización de comisarios y prefectos en las últimas semanas para impedirte los encuentros con los obreros ¿no indicaba que tu prédica iba germinando? Tal vez ganabas más prosélitos de lo que sospechabas. Las reverberaciones que habías dejado a tu paso irían extendiéndose hasta desembocar tarde o temprano en un gran movimiento. Francés, europeo, universal. Apenas llevabas año y medio en este trajín y ya eras una enemiga del poder, una amenaza para el reino. ¡Todo un éxito, Florita! No debías deprimirte, al contrario. Cuántos progresos desde aquella reunión en París, organizada el 4 de febrero de 1843 por el magnífico Gosset, «el padre de los herreros», para que hablaras por primera vez a un grupo de trabajadores parisinos sobre la Unión Obrera. Un año y medio no era mucho, pero, con este cansancio en todos tus huesos y músculos, te parecía un siglo.

Habías olvidado muchas cosas de esos últimos dieciocho meses, tan ricos en episodios, entusiasmos y también fracasos, pero nunca olvidarías tu primera intervención pública explicando tus ideas en aquella mutual obrera patrocinada por Gosset. Presidía Achille François, una reliquia entre los tintoreros del cuero parisinos. Tu nerviosismo era tan grande que mojaste tus calzones, algo que por fortuna nadie notó. Te escucharon, te interrogaron, estalló una discusión y, al final, se formó un comité de siete personas como núcleo organizador del movimiento. ¡Qué fácil te pareció todo entonces, Florita! Un espejismo. En las siguientes reuniones con ese primer comité el trabajo se fue envenenando, por las críticas que hacían a tu texto, todavía sin imprimir, de La Unión Obrera. La primera, que hubieras hablado del «lastimoso estado material y moral» de los obreros de Francia. Les parecía derrotista, desmoralizador, aunque fuera verdad. Cuando te oyó llamar a esos críticos «brutos e ignorantes que no querían ser salvados», Gosset, el «padre de los herreros», te dio una lección que volvería a tu memoria muchas veces:

– No se deje ganar por la impaciencia, Flora Tristán. Usted está comenzando en estas lides. Aprenda de Achille François. Trabaja de seis de la mañana a ocho de la noche para dar de comer a los suyos, y, luego, de ocho a dos de la madrugada, por sus hermanos obreros. ¿Es justo llamado «bruto e ignorante» porque se permite discrepar con usted?

El «padre de los herreros» sí que no era bruto ni ignorante. Más bien, un pozo de sabiduría, que, en aquellas primeras semanas de tu apostolado, en París, te apoyó más que nadie. Llegaste a considerado un maestro, un padre espiritual. Pero madame Gosset no entendió esa sublime camaradería. Una buena noche, furibunda y en jarras se presentó en casa de Achille François, donde celebraban una reunión, y, como una furia griega, se precipitó contra ti llenándote de improperios. Regando saliva y apartando los pelos brujeriles de su cara, te amenazó con denunciarte a la justicia ¡si perseverabas en tu pérfida intriga para arrebatarle a su marido! La vieja Gosset se creía que estabas enamorando al anciano dirigente obrero. Ay, Florita, qué risa. Sí, qué risa. Pero aquella escena de vodevil proletario te enseñó que nada era fácil, y, menos que nada, luchar por la justicia y la humanidad. También, que, en ciertas cosas, pese a ser pobres y explotados, los obreros se parecían tanto a los burgueses.

Aquel concierto de Liszt, en Burdeos, a fines de septiembre de 1844, al que asististe más por curiosidad que por afición a la música (¿cómo sería ese pianista que, desde hacía seis meses, se cruzaba y descruzaba contigo por los caminos de Francia?), terminó como otro vodevil: un súbito desmayo que te hizo rodar al suelo y atrajo todas las miradas del auditorio -entre ellas la enfurecida del propio pianista interrumpido- hacia tu palco del Grand Théatre. y que remató la crónica de aquel periodista despistado, que aprovechaba tu desvanecimiento para presentarte como una sílfide mundana: «Admirablemente bella, talle elegante y ligero, aire orgulloso y vivo, ojos llenos del fuego de Oriente, larga cabellera negra que podría servirle de manto, bella tez olivácea, dientes blancos y finos, madame Flora Tristán, la escritora y reformadora social, hija de los rayos y las sombras, sufrió anoche un vértigo, tal vez por el trance en que la envolvieron los eximios arpegios del maestro Liszt». Enrojeciste hasta la raíz de los cabellos leyendo esa estúpida frivolidad al despertarte en ese mullido lecho. ¿Dónde estabas, Florita? Esta elegante cámara perfumada con flores frescas y delicadas cortinas de hilo que filtraban la luz no tenía nada que ver con tu modesto cuartito de hotel. Era la residencia de Charles y Elisa Lemonnier, quienes, la víspera, al sufrir tú aquel vahído en el Grand Théatre, insistieron en traerte a su casa. Aquí estarías mejor cuidada que en el hotel o en el hospital. Así fue. Charles era abogado y profesor de filosofía y su esposa Elisa animadora de escuelas profesionales para niños y jóvenes. Sansimonianos devotos, amigos del Padre Prosper Enfantin, idealistas, cultos, generosos, dedicaban su vida a trabajar por la fraternidad universal y «el nuevo cristianismo» predicado por Saint-Simon. No te guardaban el menor rencor por el desplante que les hiciste el año anterior negándote a conocerlos. Habían leído tus libros y te admiraban.

El comportamiento de la pareja con Flora las semanas siguientes no pudo ser más esmerado. Le dieron la mejor alcoba de la casa, llamaron a un prestigioso médico de Burdeos, el doctor Mabit, hijo, y contrataron una enfermera, mademoiselle Alphine, para que acompañara a la enferma día y noche. Sufragaron las consultas y los remedios y no permitieron siquiera que Flora hablara de devolverles lo gastado.

El doctor Mabit, hijo, indicó que podía ser el cólera. Al día siguiente, luego de otro examen, rectificó, señalando que se trataba más bien, probablemente, de una fiebre tifoidea. Pese al estado de extenuación total de la enferma, se declaró optimista. Le recetó una dieta sana, reposo absoluto, frotaciones y masajes, y una poción reconstituyente que debía tomar día y noche, cada media hora. Los dos primeros días, Flora reaccionó favorablemente al régimen. Al tercer día, sin embargo, tuvo una congestión cerebral, con fiebre altísima. Durante horas, permaneció en estado de semiinconsciencia, delirando. Los Lemonnier convocaron una junta de médicos, presidida por una eminencia local, el doctor Gintrac. Los facultativos, luego de examinarla y discutir a solas, confesaron cierta perplejidad. Sin embargo, pensaban que, aunque su condición era sin duda grave, podía ser salvada. N o se debía perder la esperanza ni permitir que la enferma advirtiera su estado. Recetaron sangrías y ventosas, además de nuevas pociones, ahora cada quince minutos. Para ayudar a la exhausta mademoiselle Alphine, que atendía a Flora con devoción religiosa, los Lemonnier contrataron otra enfermera veladora. Cuando, en uno de los momentos de lucidez de su huésped, los dueños de casa preguntaron a Flora si no quería que viniera a acompañada algún familiar -¿su hija Aline, tal vez?-, ella no vaciló: «Eléonore Blanc, de Lyon. Es también mi hija». La llegada de Eléonore a Burdeos -esa cara tan querida, tan pálida, tan trémula, inclinándose llena de amor sobre su lecho- devolvió a Flora la confianza, la voluntad de luchar, el amor a la vida.

En aquellos comienzos de su campaña por la Unión Obrera, año y medio atrás, La Ruche Populaire se había portado muy bien con ella, a diferencia del otro diario obrero, L 'Atelier, que primero la ignoró, y luego la ridiculizó llamándola «aspirante a ser una O'Connell con faldas». La Ruche , en cambio, organizó dos debates, al cabo de los cuales catorce de los quince asistentes votaron a favor de un llamado a los obreros y obreras de Francia, escrito por Flora, convocándolos a unirse a la futura Unión Obrera. Aunque superó muy pronto su miedo inicial a hablar en público -lo hacía con desenvoltura y era excelente a la hora de los debates-, siempre la ganaba un sentimiento de frustración porque en esas reuniones casi nunca participaban mujeres, pese a sus exhortaciones para que asistieran. Cuando conseguía que algunas acudieran, las notaba tan intimidadas y hundidas que sentía compasión (a la vez que cólera) por ellas. Rara vez se atrevían a abrir la boca y cuando alguna lo hacía miraba primero a los varones presentes como pidiendo su consentimiento.

La publicación de La Unión Obrera , en 1843, fue toda una proeza, de la que aún ahora, en los períodos en que salías del estado de sufrimiento y desconexión total con el entorno en que te tenía sumida la enfermedad, te sentías orgullosa. Editar ese librito que llevaba ya tres ediciones y circulaba por centenares de manos obreras había sido, ¿no, Andaluza?, un triunfo del carácter contra la adversidad. Todos los editores que conocías en París se negaron a publicarlo, alegando pretextos fútiles. En verdad, temían granjearse problemas con las autoridades.

Entonces, una mañana, viendo desde el balconcito de la me du Bac las macizas torres de la iglesia de Saint Sulpice -una de ellas inconclusa-, recordaste la historia (¿o la leyenda, Florita?) del párroco Jean-Baptiste Languet de Geray, quien, un buen día, se propuso erigir una de las más bellas iglesias de París con la sola ayuda de la caridad. Y, sin más, se lanzó a mendigar de puerta en puerta. ¿Por qué no harías tú lo mismo para imprimir un libro que podía convertirse en el Evangelio del futuro para las mujeres y obreros de todo el mundo? No habías acabado de concebir aquella idea cuando ya estabas redactando un «Llamado a todas las personas de inteligencia y devoción». Lo encabezaste con tu firma, seguida por las de tu hija Aline, tu amigo el pintor Jules Laure, tu criada Marie-Madeleine y tu aguatero Noel Taphanel, y, sin pérdida de tiempo, empezaste a hacerlo circular por todas las casas de amigos y conocidos, a fin de que colaboraran con la financiación del libro. ¡Qué sana y fuerte eras todavía, Flora! Podías corretear doce, quince horas por todo París, llevando y trayendo aquel llamado -lo llevaste a más de doscientas personas- que, al final, apoyarían gentes tan conocidas como Béranger, Victor Considérant, George Sand, Eugene Sue, Pauline Roland, Fréderick Lemaitre, Paul de Kock, Louis Blanc y Louise Coleto Pero muchos otros personajes importantes te dieron con la puerta en las narices, como Delacroix, David d'Ángers, mademoiselle Mars, y, por supuesto, Étienne Cabet, el comunista icariano que quería tener el monopolio de la lucha por la justicia social en el universo.

Ese año de 1843, la composición social de las personas que iban a visitada a su pisito de la rue du Bac cambió de manera radical. Flora recibía los jueves en la tarde. Antes, los visitantes eran profesionales con curiosidad intelectual, periodistas y artistas; desde comienzos de 1843 fueron principalmente dirigentes de mutuales y sociedades obreras, y algunos fourieristas y sansimonianos que, por lo general, se mostraban muy críticos con lo que consideraban el excesivo radicalismo de Flora… No sólo franceses hacían su aparición por el estrecho pisito de la rue du Bac, a tomar las tazas de chocolate humeante que ella ofrecía a sus invitados mintiéndoles que era del Cusco. A veces, venía también algún cartista u owenista inglés de paso por París, y, una tarde, se apareció un socialista alemán refugiado en Francia, Amold Ruge. Era un hombre grave e inteligente, que la escuchó con atención, tomando notas. Quedó muy impresionado con la tesis de Flora sobre la necesidad de constituir un gran movimiento internacional que uniera a los obreros y a las mujeres de todo el mundo para acabar con la injusticia y la explotación. Le hizo muchas preguntas. Hablaba impecable francés y pidió permiso a Flora para volver la semana siguiente trayendo a un amigo alemán, joven filósofo y también refugiado, llamado Carlos Marx, con quien, le aseguró, haría excelentes migas, pues tenía ideas parecidas a las suyas sobre la clase obrera, a la que atribuía también una función redentora para el conjunto de la sociedad.

Arnold Ruge volvió, en efecto, la semana siguiente, con seis camaradas alemanes, todos exiliados, entre ellos el socialista Moses Hess, muy conocido en París. Ninguno de ellos era Carlos Marx, a quien había retenido la preparación del último número de una revista que sacaba con Ruge, tribuna del grupo: los Anales Franco-Alemanes. Sin embargo, lo conociste poco después, en circunstancias pintorescas, en una pequeña imprenta de la orilla izquierda del Sena, la única que había aceptado imprimir La Unión Obrera. Vigilabas la impresión de aquellas páginas, en la vieja prensa a pedales del local, cuando un joven energúmeno de barbas crecidas, sudoroso y congestionado por el malhumor, comenzó a protestar, en un horripilante francés gutural y con escupitajos. ¿Por qué la imprenta incumplía su compromiso con él y postergaba la impresión de su revista para privilegiar «los alardes literarios de esta dama recién venida»?

Naturalmente, Madame-la-Colere se levantó de su silla y fue a su encuentro:

– ¿Alardes literarios, ha dicho usted? -exclamó, levantando la voz tanto como el energúmeno-. Sepa, señor, que mi libro se llama La Unión Obrera y puede cambiar la historia de la humanidad. ¿Con qué derecho viene usted a dar esos gritos de gallo capón?

El vociferante personaje masculló algo en alemán y, luego, reconoció que no entendía la expresión aquella. ¿Qué significaba «un gallo capón»?

– Vaya y consulte un diccionario y perfeccione su francés -le aconsejó Madame-la-Colere, riéndose-. y aproveche para cortarse esa barba de puercoespín que le da aspecto de sucio.

Rojo de impotencia lingüística, el hombre dijo que tampoco entendía lo de «puercoespín» y que, en esas condiciones, no tenía sentido proseguir la discusión, madame. Se despidió haciendo una venia malhumorada. Después, Flora supo por el dueño de la imprenta que el irritable extranjero era Carlos Marx, el amigo de Arnold Ruge. Se divirtió imaginando la sorpresa que se llevaría éste si se presentaba con él un jueves a las tertulias de la me du Bac y Flora, antes de los saludos, se adelantaba a decir, extendiendo la mano: «El caballero y yo somos viejos conocidos». Pero Arnold Ruge nunca lo llevó…

Las dos semanas que Eléonore Blanc pasó en Burdeos, sin moverse de día ni de noche del lado de Flora, hicieron pensar a los médicos que había comenzado una lenta pero efectiva recuperación de la enferma. Se la notaba animosa, pese a su extrema delgadez y a sus padecimientos físicos. Tenía dolores muy fuertes en el vientre y la matriz, y a veces en la cabeza y la espalda. Los facultativos le recetaron pequeñas porciones de opio, que la calmaban y mantenían en un estado de sopor varias horas seguidas. En los intervalos de lucidez, conversaba con desenvoltura y su memoria parecía en buen estado. «‹¿Has seguido mi consejo, Eléonore, de preguntarte siempre el porqué de todo?» «Sí, señora, lo hago todo el tiempo y así aprendo mucho.») En unos de esos períodos dictó una cariñosa cartita a su hija Aline, que, desde Amsterdam, le escribió unas páginas sentidas al ser alertada de su enfermedad por los Lemonnier. Por otra parte, Flora pedía informaciones detalladas a Eléonore sobre el comité de la Unión Obrera de Lyon, el que, insistía, debía ejercer el liderazgo sobre todos los comités fundados hasta el momento.

– ¿Qué probabilidades hay de que se salve? -preguntó Charles Lemonnier, delante de Eléonore, al doctor Gintrac.

– Hace unos días, le hubiera contestado que muy pocas -masculló el galeno, limpiando su monóculo-.

Ahora me siento más optimista. Un cincuenta por ciento, digamos. Lo que me inquieta es esa bala en su pecho. Dada su debilidad, podría haber un desplazamiento de ese cuerpo extraño. Sería fatal. A las dos semanas, Eléonore, muy a su pesar, debió retornar a Lyon. La reclamaban su familia y su trabajo, y sus compañeros del comité de la Unión Obrera, del que era, siguiendo órdenes de Flora -lo decía sin jactancia-, la locomotora. Guardó perfecta compostura al despedirse de la enferma, a la que prometió volver, dentro de pocas semanas. Pero, apenas salió de la habitación, tuvo una crisis de llanto que las razones y cariños de Elisa Lemonnier no conseguían calmar. «Sé que no veré más a la señora», repetía, con los labios exangües de tanto mordérselos.

Y, en efecto, inmediatamente después de la partida de Eléonore a Lyon, el estado de Flora se agravó. Le sobrevenían unos vómitos de bilis que dejaban en el cuarto una pestilencia persistente, que sólo la infinita paciencia de mademoiselle Alphine resistía; ella los limpiaba y se hacía cargo también, mañana y noche, del aseo de la enferma. De tanto en tanto, conmovían a Flora violentos sobresaltos que la aventaban fuera del lecho, poseída de una fuerza desproporcionada para su cuerpo, que cada día se escurría más, hasta hacer de ella un esqueleto de ojos hundidos y bracitos como espinas. Las dos enfermeras y los Lemonnier a duras penas conseguían sujetarla durante los espasmos.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, gracias al opio, permanecía semiinconsciente, con los ojos muy abiertos y una luz de espanto en las pupilas, como si viera visiones. A veces emitía monólogos incoherentes, en los que hablaba de su infancia, del Perú, de Londres, de Arequipa, de su padre, de los comités de la Unión Obrera, o entablaba ardientes polémicas con misteriosos adversarios. «No lloren ustedes por mí», la oyeron decir un día Elisa y Charles, que la acompañaban, sentados al pie de su cama. «Más bien, imítenme».

Desde la aparición de La Unión Obrera , en junio de 1843, las reuniones de Flora con sociedades obreras, en barrios del centro o de la periferia de París, fueron diarias. Ya no tenía que solicitadas; se había hecho conocida en el medio y la invitaban muchas organizaciones gremiales y de ayuda mutua, y a veces grupos socialistas, fourieristas y sansimonianos. Hasta un club de comunistas icarianos hizo un alto en sus colectas para comprar tierras en Texas, donde se proponían ir a construir!caria, el paraíso diseñado por Étienne Cabet, a fin de escuchar sus teorías. La reunión con los icarianos terminó a gritos.

Lo que más desconcertaba a Flora en esas afiebradas asambleas, que podían prolongarse hasta tarde en la noche, era que, a menudo, en vez de debatir los grandes temas de su propuesta -los Palacios Obreros para ancianos, enfermos y accidentados, la instrucción universal y gratuita, el derecho al trabajo, el Defensor del Pueblo-, se perdiera el tiempo en menudencias y banalidades, para no decir estupideces. Casi inevitablemente algún obrero reprochaba a Flora que en su librito hubiera criticado a los trabajadores que «iban a los bares a beber en vez de dedicar el dinero que gastaban en alcohol comprando pan a sus hijos». En una reunión, en un altillo del impasse de lean Auber, cerca de la rue Saint-Martin, un carpintero llamado Roly le espetó: «Ha cometido usted una verdadera traición delatando a la burguesía los vicios obreros». Flora le contestó que la verdad debía ser el arma principal de los proletarios así como la hipocresía y la mentira solían ser la de los burgueses. En todo caso, molestara a quien molestara, ella seguiría llamando vicioso al vicioso y bruto al bruto. La veintena de trabajadores que la escuchaba no quedó muy convencida, pero, temiendo uno de esos arrebatos de cólera sobre los que ya corrían leyendas en París, ninguno la refutó y hasta la premiaron con unos forzados aplausos.

¿Te acuerdas, Florita, en esta bruma gaseosa, londinense, en la que nadas, de tu peregrina idea de un himno de la Unión Obrera que acompañara tu gran cruzada, así como la Marsellesa acompañó la gran revolución del 89? Sí, te acuerdas, de manera borrosa, y, también, de la forma grotesca, truculenta, en que aquella idea terminó. La primera persona a la que acudiste a pedirle que redactara el himno de la Unión Obrera fue Béranger. El hombre ilustre te recibió en su casa de Passy, donde almorzaba con tres invitados. Entre impresionados y burlones, los cuatro te escucharon alegar que era imprescindible tener cuanto antes, para empezar la revolución social pacífica, aquel himno que emocionaría a los obreros y los incitaría a la solidaridad y a la acción. Béranger se negó, explicando que le era imposible escribir sin inspiración, por encargo. Y se negó, también, el gran Lama_tine, indicando que tú predicabas lo que él ya había anticipado en su visionaria Marsellesa de la Paz.

Entonces, Florita, en mala hora se te ocurrió convocar un concurso de «Canto para celebrar la fraternidad humana». El premio sería una medalla ofrecida por el siempre generoso Eugene Sue. ¡Qué grave error, Andaluza! Un centenar de poetas y compositores proletarios concurrieron, decididos a ganar el concurso y hacerse de la medalla y de la fama, valiéndose de su talento o, en su defecto, de cualquier otro medio. Jamás hubieras imaginado que la vanidad, que tú, ingenua, creías un vicio burgués, podía inspirar tantas intrigas, enredos, calumnias, golpes bajos entre los concursantes populares, para descalificarse unos a otros y hacerse con el premio. Pocas veces tuviste tantas rabietas y gritaste tanto, hasta la ronquera, como por culpa de esos poetastros y musicantes. El día que el abrumado jurado concedió el premio a M. A. Thys se descubrió que uno de los concursantes despechados, un poeta llamado Perrand, simpático cretino que se presentaba a sí mismo, muy en serio, como «Gran Maestro de la Orden Lírica de los Templarios», se había robado la medalla y los libros del premio apenas supo que otro era el ganador. ¿Te estabas riendo, Florita? No estarías tan mal, entonces, si te quedaban fuerzas para sonreír, aunque fuera en sueños y estimulada por las pequeñas dosis de opio.

Oías vagamente las voces, pero no tenías suficiente concentración y lucidez para saber qué decían. Por eso, el 11 de noviembre de 1844, cuando ese audaz turiferario de la grey católica, diciendo apellidarse Stouvenel, se presentó con un cura en casa de Charles y Elisa Lemonnier para darte la extremaunción, asegurando que eras una devota creyente y que así lo habías requerido en el pasado, no pudiste defenderte y -Madame-la-Colere ya sin voz, sin fuerzas y sin conciencia- arrojar de tu cuarto al impostor y al cura. Sorprendidos, engañados, Elisa y Charles Lemonnier, siempre tolerantes con todas las creencias, se tragaron el embauco y los dejaron pasar y hacer de las suyas con tu cuerpo inerte. Luego, cuando Eléonore Blanc, indignada, les hizo saber que la señora jamás hubiera permitido semejante pantomima oscurantista si hubiera estado en sus cinco sentidos, los Lemonnier se apenaron y encolerizaron. Pero el falso Stouvenel y el cuervo ensotanado ya habían conseguido su propósito y hacían correr por calles y plazas de Burdeos la mentira que Flora Tristán, la apóstol de las mujeres y los obreros, había reclamado en su lecho de muerte la ayuda de la Santa Iglesia para entrar en la vida eterna en paz con Dios. ¡Pobre Florita!

Apenas tuvo en sus manos los primeros ejemplares de La Unión Obrera , Flora envió copias a todas las sociedades gremiales y mutualistas cuya dirección consiguió. Y repartió un prospecto sobre el libro en tres mil talleres y fábricas de toda Francia. ¿Recuerdas cuántas cartas recibiste de lectores de tu libro-manifiesto? Cuarenta y tres. Todas con palabras de aliento y esperanza, aunque, algunas, preguntándose, con temor, si tu condición de mujer no sería un gran obstáculo. ¿Lo había sido, Florita? En verdad, no tanto. Mal que mal, en estos ocho meses habías podido hacer mucha propaganda en favor de la alianza de los trabajadores y las mujeres, e instalado buen número de comités. No hubieras hecho mucho más si en vez de faldas llevaras pantalones. Una de las cartas que recibiste venía de un obrero icariano de Ginebra, que pedía veinticinco ejemplares para sus compañeros de taller. Otra, del cerrajero Pierre Moreau, de Auxerre, organizador de mutuales, el primero en incitarte a salir de París e iniciar un gran recorrido por toda Francia, por toda Europa, propagando tus ideas y poniendo en marcha la Unión Obrera.

Te convenció. De inmediato, comenzaste los preparativos. Era una gran idea, lo harías. Así se lo dijiste al buen Moreau, y a todos los que te escuchaban, y a ti misma, en esos frenéticos meses de preparativos: «Se ha hablado mucho, en parlamentos, púlpitos, asambleas, de los obreros. Pero nadie ha intentado hablar con ellos. Yo lo haré. Iré a buscarlos en sus talleres, en sus viviendas, en las cantinas si hace falta. Y allí, delante de su miseria, los enterneceré sobre su suerte, y, a pesar de ellos mismos, los obligaré a salir de la espantosa miseria que los degrada y que los mata. Y haré que se unan a nosotras, las mujeres. y que luchen»…

Lo habías hecho, Florita. Pese a la bala junto al corazón, a tus malestares, fatigas, y a ese ominoso, anónimo mal que te minaba las fuerzas, lo habías hecho en estos ocho últimos meses. Si las cosas no habían salido mejor no había sido por falta de esfuerzo, de convicción, de heroísmo, de idealismo. Si no habían salido mejor era porque en esta vida las cosas nunca salían tan bien como en los sueños. Lástima, Florita.

En vista de que los dolores, pese al opio, la tenían rugiendo y retorciéndose, el 12 de noviembre de 1844 los médicos le hicieron poner cataplasmas en el vientre y ventosas en la espalda. No la aliviaron lo más mínimo. El día 14 anunciaron que estaba agonizando. Después de gemir y aullar durante media hora, en estado de afiebrada exaltación -la última batalla, Madame-la-Colere-, cayó en coma. A las diez de la noche era cadáver. Tenía cuarenta y un años y parecía una viejecita. Los esposos Lemonnier cortaron dos mechas de sus cabellos, una para Eléonore Blanc, la otra para Aline.

Surgió una breve disputa entre los Lemonnier y Eléonore por las disposiciones de Flora para con sus restos, que los tres conocían. Eléonore era partidaria de que, conforme a la última voluntad de la señora, se entregara su cabeza al presidente de la Sociedad Frenológica de París, y su cadáver al doctor Listtanc para que la autopsiara en el Hospital de la Pitié delante de sus alumnos. Y que lo que quedara de sus restos fuera echado a la fosa común, sin ceremonia alguna.

Pero Charles y Elisa Lemonnier alegaron que esa decisión testamentaria no debía ser respetada, en aras de la causa que Flora había promovido con tanto coraje y generosidad. Se debía permitir a las mujeres y a los obreros, los de ahora y los del porvenir, ir a inclinarse ante su tumba para homenajearla. Al final, Eléonore se rindió a sus razones. Aline no fue consultada.

Los Lemonnier encargaron a un artista bordelés una mascarilla mortuoria de 'la difunta y compraron, para recibir sus restos, una tumba en el antiguo cementerio de La Cartuja. Fue velada durante dos días, pero no hubo ninguna ceremonia religiosa ni se permitió el ingreso de sacerdote alguno al velatorio.

El entierro tuvo lugar el 16 de noviembre, poco antes del mediodía. El cortejo salió de la rue Saint-Pierre, de casa de los Lemonnier, y, a pie, bajo un cielo gris y lluvioso, recorrió a paso lento las calles del centro de Burdeos hasta La Cartuja. Lo formaban algunos escritores, periodistas, abogados, un buen número de mujeres de pueblo y cerca de un centenar de obreros. Estos últimos se relevaban de tanto en tanto para cargar el cajón, que no pesaba casi nada. Llevaban los cordones del féretro un carpintero, un tallador de piedras, un herrero y un cerrajero.

Durante el funeral en el cementerio, los Lemonnier advirtieron la presencia, un tanto apartada del cortejo, del supuesto Stouvenel, el que metió, el cura a su casa. Era un hombre delgado, rigurosamente vestido de oscuro. Pese a sus visibles esfuerzos, no conseguía contener las lágrimas. Parecía descompuesto, transido de dolor. Cuando ya se dispersaban los asistentes, los Lemonnier se acercaron a él a tomarle cuentas. Los impresionó lo demacrado y hundido que parecía.

– Usted nos mintió, señor Stouvenel -le dijo Charles, con severidad.

– No me llamo así -contestó él, trémulo, rompiendo en un sollozo-. Les mentí para hacerle un bien a ella. La persona que más he querido en este mundo.

– ¿Quién es usted? -preguntó Elisa Lemonnier.

– Mi nombre no interesa -dijo el hombre, con voz impregnada de sufrimiento y amargura-. Ella me conocía por un feo apodo, con el que me ridiculizaban entonces las gentes de esta ciudad: el Eunuco Divino. Pueden ustedes reírse de mí, cuando les dé la espalda.

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