Supo que su vida entraba en la recta final cuando, a principios de 1903, advirtió que, últimamente, ya no necesitaba valerse de tretas y halagos para atraer a La Casa del Placer a las niñas del colegio de Santa Ana, que regentaban esas seis monjitas de la orden de las hermanas de Cluny que, al cruzarse con él por Atuona, se santiguaban inquietas. Pues las niñas, cada vez con más frecuencia, cada vez más numerosas, se escapaban de la escuela para hacerle visitas clandestinas. No venían a verte a ti, desde luego, aunque sabían muy bien que, si entraban a la casa y se ponían al alcance de tus manos, tú, más por cumplir con un rito que por el placer ahora que eras un hombre semiciego e inválido, les acariciarías los pechos, las nalgas, el sexo, y las incitarías a desnudarse. Todo lo cual provocaba en las chiquillas carreras, grititos, una alegre excitación, como si practicaran contigo un deporte más arriesgado que cortar las aguas con una piragua maorí en la Bahía de los Traidores. En verdad, venían a ver las fotos pornográficas. Debían haberse convertido en un objeto mítico, el símbolo mismo del pecado, para profesores y alumnos de los colegios de la misión católica y la escuelita protestante, y para el resto de los vecinos de Atuona. Y venían, también, claro, a reírse a carcajadas con los monigotes del jardín que ridiculizaban al obispo Joseph Martin -Padre Lujuriay a su ama de llaves y presunta amante Teresa.
¿Por qué hubieran venido, si no, esas niñas a La Casa del Placer con la libertad con que ahora lo hacían si todavía te consideraran un peligro, como los primeros meses, como el primer año de tu estancia en Hiva Oa, Koke? En el estado lastimoso en que te encontrabas, ya no constituías un riesgo: no ibas a hacer perder la virginidad ni embarazar a esas niñas marquesanas. No hubieras podido hacerles el amor aunque te lo hubieran permitido, porque, desde hacía algún tiempo, no habías vuelto a tener erecciones ni asomo de deseo sexual. Sólo ardores y escozores enloquecidos en las piernas, sólo punzadas en el cuerpo y esas rachas de palpitaciones que te cortaban la respiración.
El pastor Vernier lo había persuadido de que, por un tiempo al menos, interrumpiera las inyecciones de morfina, a las que el organismo de Koke se había acostumbrado, pues ya no surtían efecto contra los dolores. Obediente, confió la jeringuilla al almacenero Ben Varney, para no tener la tentación a la mano. Pero las cataplasmas y frotaciones con el ungüento de mostaza que encargó a Papeete no atenuaban el escozor de las llagas de ambas piernas, cuyo hedor, además, atraía las moscas. Sólo las gotitas de láudano lo calmaban, sumiéndolo en un torpor vegetal del que apenas salía cuando venía a vedo alguno de los amigos -su vecino Tioka, que había reconstruido ya su casa, el anamita Ky Dong, el pastor Vernier, Frébault y Ben Varney- o cuando irrumpían, como una bandada de-pajarillos, las chiquillas del colegio de las hermanas de Cluny para contemplar, con las pupilas encendidas y zumbando como moscardones, los acoplamientos de las postales eróticas de Port-Said.
La presencia de esas chiquillas llenas de picardía y de malicia en La Casa del Placer era una bocanada de juventud a tu alrededor, algo que, por un rato, te distraía de tus achaques y te hacía sentir bien. Dejabas que las chiquillas circularan por todos los cuartos, que lo revolvieran todo, y ordenabas a los criados que les ofrecieran de beber y de comer. Las hermanas de Cluny las educaban como es debido; hasta donde podías darte cuenta, ninguna de esas visitantes clandestinas se había llevado un objeto, ni un dibujo, como recuerdo de La Casa del Placer.
Un día que, alentado por el buen tiempo y una merma del ardor de las piernas, ayudado por los dos criados, se hizo subir al cochecito tirado por el pony y salió a dar un paseo, bajando hasta la playa, la visión del sol destellando sobre la islita vecina de Hanakee -cachalote inmóvil y eterno- antes de ponerse, lo emocionó hasta las lágrimas. Y añoró con más nostalgia que nunca la salud perdida. Cómo te hubiera gustado, Koke, poder trepar esos montes, el Temetiu y el Feani, de laderas boscosas y escarpadas, y explorar sus valles profundos, en pos de aldeas perdidas, donde vieras operar a los tatuado res secretos y te invitaran a participar en algún festín de antropofagia rejuvenecedora. Porque tú lo sabías: nada de eso había desaparecido en las intimidades recónditas de los bosques donde no llegaba la autoridad de monseñor Marón, ni la del pastor Vernier, ni la del gendarme Claverie. Al regresar, recorriendo la calle que era la espina dorsal de Atuona, sus débiles ojos registraron, en el descampado vecino a las construcciones de la misión católica -el colegio de varones, el de las niñas, la iglesia y la residencia del obispo Joseph Martin-, algo que lo llevó a frenar al pony y acercarse. Dispuestas en círculo y vigiladas por una de las monjitas, un grupo de alumnas entre las más pequeñas jugaba, en medio de un alegre vocinglerío. No era la resolana lo que deshacía esos perfiles y esas siluetas embutidas en las túnicas misioneras de las escolares que, aprovechando que la niña «de castigo», en el centro, se acercaba a preguntar algo a una de sus compañeras, cambiaban a la carrera de posiciones en el círculo; era su decadente vista la que le borroneaba la visión de ese juego infantil. ¿Qué preguntaba la niña «de castigo» a las compañeritas del círculo, a las que se iba aproximando, y qué era lo que éstas le respondían al despedirla? Era evidente que se trataba de fórmulas, que unas y otras repetían de manera mecánica. No jugaban en francés, sino en el maori marquesano que Koke entendía mal, sobre todo en la boca de los niños. Pero inmediatamente adivinó qué juego era ése, qué preguntaba la niña «de castigo» saltando de una a otra compañerita del círculo y cómo era rechazada siempre con el mismo estribillo:
– ¿Es aquí el Paraíso?
– No, señorita, aquí no. Vaya y pregunte en la otra esquina.
Una oleada cálida lo invadió. Por segunda vez en el día, sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¿Están jugando al Paraíso, verdad, hermana? -preguntó a la monja, una mujer pequeñita y menuda, medio perdida en el hábito de grandes pliegues.
– Un lugar donde usted nunca entrará -le repuso la monjita, haciéndole una especie de exorcismo con su pequeño puño-. Váyase, no se acerque a estas niñas, se lo ruego.
– Yo también jugaba a ese juego de pequeño, hermana.
Koke, espoleó su pony y lo orientó hacia el rumor del río Make Make, a cuya orilla se encontraba La Casa del Placer. ¿Por qué te enternecía descubrir que estas niñas marquesanas jugaban al juego del Paraíso, ellas también? Porque, viéndolas, la memoria te devolvió, con esa nitidez con la que tus ojos ya no verían nunca más el mundo, tu propia imagen, de pantalón corto, con babero y bucles, correteando también, como niño «de castigo», en el centro de un círculo de primitas y primitos y niños de la vecindad del barrio de San Marcelo, de un lado a otro, preguntando en tu español limeño, «¿Es aquí el Paraíso?››, «No, en la otra esquina, señor, pregunte allá››, mientras, a tu espalda, niños y niñas cambiaban de sitio en la circunferencia. La casa de los Echenique y los Tristán, una de las mansiones coloniales del centro de Lima, estaba llena de criados y de mayordomos indios, negros y mestizos. En el tercer patio, al que tu madre les había prohibido acercarse a ti y a tu hermanita María Fernanda, mantenían encerrado a un loco de la familia, cuyos súbitos gritos aterraban a los párvulos de la casa. A ti, además de aterrarte, te fascinaban. ¡El juego del Paraíso! Todavía no encontrabas ese escurridizo lugar, Koke. ¿Existía? ¿Era un fuego fatuo, un espejismo? No lo encontrarías tampoco en la otra vida, pues, como acababa de profetizar esa hermana de Cluny, lo seguro era que, allá, a ti te hubieran reservado un lugar en el infierno. Cuando, acalorados y fatigados de jugar al Paraíso, María Fernanda y tú entraban al salón de la casa lleno de espejos ovalados y de óleos, de alfombras y mullidos confortables, allí estaba siempre, sentado junto a la enorme ventana con celosías de madera desde la que podía espiar la calle sin ser visto, el tío abuelo, don Pío Tristán, tomando una infalible taza de chocolate humeante en la que sopaba aquellos bizcochos limeños llamados biscotelas. Siempre te ofrecía una, con sonrisa bonachona: «Ven aquí, Pablito, picarón››.
No sólo la enfermedad de nombre impronunciable se fue agravando a pasos rápidos desde el inicio del año 1903. También, la pugna de Paul con la autoridad, personificada en el gendarme Jean-Paul Claverie, se. fue envenenando y enredándote en un dédalo legal. Al extremo de que, un buen día, comprendiste que Ben Varney y Ky Dong no exageraban: al paso que iban las cosas, terminarías en la cárcel y con todos tus escasos bienes confiscados.
En enero de 1903 llegó a Atuona uno de esos jueces volantes que el poder colonial enviaba por las islas de tanto en tanto, para resolver los casos judiciales pendientes. Maitre Horville, un aburrido magistrado que seguía los consejos y opiniones de Claverie, se ocupó ante todo del caso de los veintinueve indígenas de un pequeño poblado costero, en el valle de Hanaiapa, en la costa norte de la isla. Claverie y el obispo Martin los acusaban, amparados en una delación, de haberse emborrachado y fabricado alcohol clandestino, en violación de la norma que prohibía consumir bebidas alcohólicas a los nativos. Koke asumió la defensa de los acusados y anunció que los representaría ante el tribunal. Pero no pudo ejercitar su acción de defensor. El día de la audiencia, se presentó vestido como nativo marquesano, con sólo su pareo, el pecho desnudo y tatuado, y descalzo. Con aire desafiante, se sentó en el suelo, entre los acusados, con las piernas cruzadas a la manera indígena. Luego de un largo silencio, el juez Horville, que lo miraba echando ascuas, lo expulsó de la sala, acusándolo de faltar el respeto al tribunal. Que fuera a vestirse de europeo si quería asumir la defensa de los procesados. Pero, cuando Paul regresó, tres cuartos de hora después, con pantalón, camisa, corbata, chaqueta, zapatos y sombrero, el juez había dado ya su veredicto, condenando a los veintinueve maoríes a cinco días de prisión y cien francos de multa. El disgusto de Koke fue tan grande que, en la puerta del local donde se celebró el juicio -la oficina de Correos-, tuvo un vómito de sangre que le hizo perder el sentido por varios minutos.
Unos días después, el amigo Ky Dong vino, tarde en la noche, cuando Atuona dormía, a La Casa del Placer, con una información alarmante. No la conocía de manera directa, sino a través de su amigo común, el comerciante Émile Frébault, quien, a su vez, era compadre del gendarme Claverie, con el que compartían la pasión por las comilonas de tamara a, los alimentos cocidos bajo tierra con piedras calientes. El último día que salieron juntos de pesca, el gendarme, loco de felicidad, mostró a Frébault una comunicación de las autoridades de Tahití autorizándolo a «proceder cuanto antes contra el individuo Gauguin, hasta quebrado o aniquilado, pues sus ataques a la escuela obligatoria y el pago de impuestos, socavan el trabajo de la misión católica y subvierten a los indígenas a los que Francia se ha comprometido a proteger». Ky Dong tenía anotada esta frase, que leyó con voz calmosa, a la luz de un candil. Todo era suave y felino en el príncipe anamita; a Koke lo hacía pensar en gatos, panteras y leopardos. ¿Habría sido un terrorista este buen amigo? Parecía difícil que un hombre de maneras tan suaves y hablar tan fino pusiera bombas.
– ¿Qué pueden hacerme? -dijo, al fin, encogiendo los hombros.
– Muchas cosas, y todas muy graves -repuso Ky Dong, despacio y en voz tan baja que Paul adelantó la cabeza para oído-. Claverie te odia con toda su alma. Está feliz de haber recibido esa orden, que él mismo debe haber gestionado. Frébault también lo piensa así. Cuídate, Koke.
¿Cómo te hubieras podido cuidar, enfermo, sin influencia y sin recursos? Esperó, en el estado de sonambulismo idiota en que lo sumían cada día más el láudano y la enfermedad, el desarrollo de los acontecimientos, como si la persona contra la que se iba a desencadenar aquella intriga no fuera él sino su doble. Desde hacía algún tiempo, se sentía cada vez más descarnado, más ido y fantasmal. A los dos días le llegó una citación. Jean-Paul Claverie le había entablado un juicio por difamar a la autoridad, es decir, al propio gendarme, en la carta en la que anunciaba que no pagaría el impuesto para caminos, a fin de dar un ejemplo a los indígenas. Con una prisa sin precedentes en la historia de la justicia francesa, el juez Horville lo citaba a una audiencia el 31 de marzo, siempre en la oficina de Correos, donde se ventilaría la demanda. Koke dictó al pastor Paul Vernier una rápida solicitud pidiendo un plazo ampliatorio para preparar su defensa. Maztre Horville la rechazó. La audiencia del 31 de marzo de 1903, que tuvo lugar en privado, duró menos de una hora. Paul debió reconocer la autenticidad de aquella carta y los términos duros en que se refería al gendarme. Su alegato, desordenado, confuso, y sin mayor fundamento legal, terminó de manera brusca, cuando un espasmo en el vientre lo obligó a doblarse en dos y a callar. Esa misma tarde el juez Horville le leyó la sentencia: quinientos franco_ de multa y tres meses de prisión firme. Cuando Paul manifestó su decisión de apelar la condena, Horville, de manera despectiva y amenazante, le aseguró que él se encargaría personalmente de que el tribunal de Papeete resolviera la apelación en tiempo récord y le aumentara la multa y el tiempo de prisión.
– Tus días están contados, sabandija obscena -oyó murmurar a sus espaldas al gendarme Claverie, cuando, con dificultad, tropezando en el pescante, se encaramaba en su cochecito para volver a La Casa del Placer.
«Lo peor es que Claverie tiene razón», pensó. Sintió escalofríos imaginando lo que se venía. Como no estabas en condiciones de pagar la multa, la autoridad, es decir, el propio gendarme, tomaría posesión de todas tus pertenencias. Las pinturas y esculturas que aún albergaba La Casa del Placer serían incautadas y puestas a subasta por las autoridades coloniales, sin duda en Papeete, y malvendidas por centavos a gentes horribles. Entonces, con las pocas energías que le quedaban, Koke se empeñó en salvar lo que aún podía ser salvado. Pero las fuerzas no le dieron para hacer los paquetes, y, por intermedio de Tioka, pidió ayuda al pastor Vernier. El jefe de la misión protestante de Atuona fue, como siempre, un modelo de comprensión y amistad. Trajo cuerdas, cartones y papel de envolver y ayudó a preparar los paquetes con un lote de catorce cuadros y once dibujos para enviados a París, a Daniel de Monfreid, en el siguiente barco, previsto para zarpar de Hiva Oa dentro de pocas semanas, el 1 de mayo de 1903. El propio Paul Vernier, ayudado por Tioka y dos sobrinos de éste, se llevó los paquetes, de noche, cuando nadie podía verlos, a la misión protestante. El pastor prometió a Paul que él mismo se encargaría de trasladarlos al puerto, de hacer el despacho y de verificar que estuvieran bien instalados en las bodegas de la nave. No tenías la menor duda de que ese buen hombre cumpliría su promesa.
¿Por qué no enviaste a Daniel de Monfreid todos los cuadros, dibujos y esculturas de La Casa del Placer, Koke? Se lo preguntó muchas veces en los días siguientes. Tal vez, para no quedarte más solo de lo que estabas, en este tramo final. Pero, era estúpido creer que te iban a hacer compañía esas imágenes amontonadas en tu estudio en las que tus ojos apenas podían distinguir los colores y las líneas, ciertos bultos y manchas informes. Era absurdo que un pintor se quedara sin vista, instrumento esencial de su vocación y su trabajo. Qué manera de ensañarte con un pobre salvaje moribundo, mierda de Dios. ¿Habrías sido tan malvado en tus cincuenta y cinco años de vida para ser castigado así? Bueno, quizás sí, Paul. Mette lo creía, y así te lo dijo en la última carta que te escribió ¿hada uno, dos años? Un malvado con ella, un malvado con tus hijos, un malvado con tus amigos. ¿Lo fuiste, Koke? La mayoría de estos cuadros los habías pintado meses atrás, cuando tus ojos, aunque deteriorados, no eran tan inservibles como ahora. Los tenías bastante vivos en la memoria, con sus formas, matices y colores. ¿Cuál era tu preferido, Koke? Sin duda, La hermana de caridad Una monjita de la misión católica contrastaba su figura arrebujada en tocas, hábitos y velos, símbolo del terror al cuerpo, a la libertad, a la desnudez, al estado de Naturaleza, con ese mahu semi desnudo que exhibía ante el mundo, con perfecta soltura y convicción, su condición de ser libre y artificial de hombre-mujer, su sexo inventado, su imaginación sin orejeras. Un cuadro que mostraba la total incompatibilidad de dos culturas, de sus costumbres y religiones, la superioridad estética y moral del pueblo débil y avasallado y la inferioridad decadente y represora del pueblo fuerte y avasallador. Si en vez de Vaeoho te hubieras amancebado con un mahu lo más probable era que lo tuvieras todavía aquí contigo, cuidándote: era sabido que las mujeres más fieles y leales con sus maridos eran los mahus. N o fuiste un salvaje cabal, Koke. Eso te faltó: aparearse con un mahu. Se acordó de Jotefa, el leñador de Mataiea. Pero también tenías cariño a los óleos y dibujos dedicados a los caballitos salvajes que proliferaban en la isla de Hiva Oa, y que, a veces, súbitamente, se acercaban a Atuona y cruzaban el pueblo en manada, a galope tendido, asustados y hermosos, los ojos muy abiertos, llevándose de encuentro lo que se les ponía delante. Recordabas, sobre todo, uno de esos cuadros, en los que habías pintado a unos caballitos color rosado, como los arreboles del cielo, caracoleando alegres en la Bahía de los Traidores, entre marquesanos desnudos, uno de los cuales, encaramado sobre un caballo, lo montaba a pelo, a la vera del mar. ¿Qué dirían los exquisitos de París? Que pintar de rosado un caballo era una excentricidad demente. No podían sospechar que, en las Marquesas, la bola de fuego del sol antes de hundirse en el mar enrojecía los seres animados e inanimados, irisando por unos momentos milagrosos toda la faz de esta tierra.
A partir del 1 de mayo casi no tuvo fuerzas para levantarse de la cama. Permanecía en su estudio de los altos, sumido en una inactividad sin tiempo, notando apenas que las moscas ya no sólo se encariñaban con los vendajes de sus piernas; se paseaban por el resto de su cuerpo y por su cara sin que él se dignara espantadas. Como los ardores y el dolor de las piernas habían recrudecido, pidió a Ben Varney que le devolviera le jeringuilla de las inyecciones. Y, al pastor Vernier, que le suministrara morfina, con un argumento que éste no pudo refutar:
– ¿Qué sentido tiene, mi buen amigo, que sufra como un perro, como un despellejado vivo, si en cuestión de días o a lo más semanas voy a morir?
Se ponía la morfina él mismo, a tientas, sin tomarse el trabajo de desinfectar la aguja. El sopor adormecía sus músculos y sosegaba el dolor y los ardores, pero no su imaginación. Por el contrario, la encandilaba, la mantenía crepitando. Revivía, en imágenes, aquello que había escrito en sus abigarradas y fantasiosas memorias inconclusas, sobre la vida ideal del artista, el salvaje en su selva, y su entorno de fieras tiernas y feroces, como el tigre real de los bosques de Malasia y la cobra de la India. El artista y su hembra, dos fieras sensuales también, rodeados de deliciosas y embriagadoras pestilencias felinas, vivirían dedicados a crear y a gozar, aislados y orgullosos, lejos y desinteresados de la muchedumbre estúpida y cobarde de las ciudades. Lástima que los bosques de la Polinesia carecieran de fieras, de crótalos, que en ellos sólo proliferaran los mosquitos. A veces, se veía, no en las islas Marquesas, sino en Japón. Allí debías haber ido a buscar el Paraíso, Koke, en vez de venir a la mediocre Polinesia. Pues, en el refinado país del Sol Naciente todas las familias eran campesinas nueve meses al año y todas eran artistas los tres meses restantes. Pueblo privilegiado, el japonés. Entre ellos no se había producido esa trágica separación del artista y los otros, que precipitó la decadencia del arte occidental. Allí, en Japón, todos eran todo: campesinos y artistas a la vez. El arte no consistía en imitar a la Naturaleza, sino en dominar una técnica y crear mundos distintos del mundo real: nadie había hecho eso mejor que los grabadores japoneses.
– Caros amigos: hagan una colecta, cómprenme un kimono y envíenme a Japón -gritó, con todas sus fuerzas, al vacío que lo cercaba-. Que mis cenizas reposen entre los amarillos. ¡Es mi última voluntad, señores! Ese país me espera desde siempre. ¡Mi corazón es japonés!
Te reías, pero creías al pie de la letra todo lo que gritabas. En uno de los escasos momentos en que salía de la semiinconsciencia de la morfina, reconoció al pie de su cama al pastor Vernier y a Tioka, su hermano de nombre. Con voz imperiosa, insistió en que el jefe de la misión protestante aceptara, como recuerdo suyo, el ejemplar de la primera edición de L 'apres-midi d'un faune que le había regalado, en persona, el poeta Mallarmé. Paul Vernier se lo agradeció, aunque lo que ahora preocupaba al pastor era otra cosa:
– Los gatos salvajes, Koke. Se pasean por tu casa y se lo comen todo. Nos inquieta que, en el estado de inercia en que te deja la morfina, te puedan morder. Tioka te ofrece su casa. Allá, él y su familia te cuidarán.
Se negó. Los gatos salvajes de Hiva Oa eran tan buenos amigos suyos como los gallos salvajes y los caballos salvajes de la isla desde hacía mucho tiempo. No sólo venían en busca de provisiones para combatir el hambre; también, a hacerle compañía e interesarse por su salud. Por lo demás, los felinos eran demasiado inteligentes para comerse a un ser putrefacto cuya carne podía envenenarlos. Te alegró que tus palabras hicieran reírse al pastor Vernier y a Tioka.
Pero, unas horas o días después, ¿o acaso antes?, vio a Ben Varney (¿en qué momento había llegado el almacenero a La Casa del Placer?), sentado al pie de su cama. Lo miraba con tristeza y compasión, mientras contaba a los otros amigos:
– No me ha reconocido. Me confunde, me llama Mette Gad.
– Es su mujer, la que vive en un país escandinavo, tal vez Suecia -oyó ronronear a Ky Dong.
Se equivocaba, por supuesto, porque Mette Gad, en efecto tu mujer, no era sueca sino danesa, y, si estaba aún viva, viviría no en Estocolmo sino en Copenhague, haciendo traducciones y dando clases de francés. Quiso explicárselo al ex ballenero pero no debió salirle la voz, o habló tan bajo que ni siquiera lo oyeron. Seguían charlando entre ellos de ti, como si estuvieras inconsciente o muerto. No estabas ninguna de las dos cosas, pues los oías y los veías, aunque de una manera extraña, como si te separara de tus amigos de Atuona una cortina de agua. ¿Por que te habías acordado de Mette Gad? Hada tanto que no recibías noticias de ella, y tampoco tú le escribías. Ahí estaba su alta silueta, su perfil masculino, su miedo y frustración al descubrir que el joven con quien había contraído matrimonio no sería nunca un nuevo Gustave Arosa, un triunfador en la selva de los negocios, un opulento burgués, sino un artista de incierto destino, que, luego de rebajada a vivir como una proletaria, la despacharía con sus hijos a Copenhague, para que la mantuviera su familia mientras él se lanzaba a la bohemia. ¿Seguiría siendo la misma? ¿Se habría vuelto vieja, gorda, agria? Quiso preguntar a sus amigos si la Mette Gad de hada diez, quince años, tenía aún algo que ver con la de ahora. Pero descubrió que estaba solo. Tus amigos se habían marchado, Koke. Pronto oirías maullar a los gatos, detectarías las pisadas aéreas de los gallos, sus quiquiriquís vibrarían en tus tímpanos, como los relinchos de los caballitos marquesanos. Todos ellos retornaban siempre a La Casa del Placer apenas advertían que te habías quedado sin compañía. Verías merodear en torno sus siluetas grisáceas, los verías auscultar con sus largos bigotes los bordes de tu cama. Pero, contrariamente a lo que temía el amigo Vernier, esos micifuces no saltarían sobre ti, acaso por indiferencia, o por piedad, o ahuyentados por el hedor de tus piernas.
La imagen de Mette se mezclaba por momentos con la de Teha'amana, tu primera esposa maorí. Y de ésta, curiosamente, más que sus largos cabellos azulados, o sus hermosos y firmes pechos, o sus muslos relucientes de sudor, prevalecían en tu memoria, de manera obsesiva, los siete dedos de su pie deforme, el izquierdo -cinco normales y dos muy pequeñitos, unas ínfimas protuberancias-, que tú habías retratado devotamente en Te nave nave fenua (La hermosa tierra), un cuadro que ¿en manos de quién estaría ahora? Era sólo un 'buen cuadro, no una obra maestra. Lástima. Aún estabas vivo, Koke, por más que tus amigos, cuando asomaban junto a tu cama, parecían ponerlo en duda. Tu mente era una fragua, un vórtice incapaz de retener una idea, una imagen, un recuerdo, por un tiempo suficiente para entenderlos y gozados. No, todo lo que en ella despuntaba, desaparecía al instante, reemplazado por una nueva cascada de caras, pensamientos, figuras, que eran desplazados a su vez sin dar tiempo a tu conciencia de identificados. No tenías hambre, ni sed, ni ardor en las piernas, ni el tumulto en el pecho. Te embargaba la curiosa sensación de que tu cuerpo había desaparecido, carcomido, podrido por la enfermedad impronunciable, como una madera devorada por el comején panameño, que hacía desaparecer bosques enteros. Ahora, eras puro espíritu. Un ser inmaterial, Koke. Intangible al sufrimiento y a la corrupción, inmaculado como un arcángel.
Esa serenidad se vio alterada de pronto (¿cuándo, Koke?, ¿antes?, ¿después?) porque intentaste recordar si fue en Pont-Aven, en Le Pouldu, en Arles, en París o la Martinica, donde empezaste a planchar tus cuadros para que fueran más lisos y chatos, y a lavarlos para desgrasar d color y decrecer su brillo. Aquella técnica provocaba sonrisas a tus amigos y discípulos (¿cuáles, Paul? ¿Charles Laval? ¿Émile Bernard?) y por fin tuviste que darles la razón: no servía. Este fracaso te sumió en un profundo abatimiento. ¿Te sacó de esa nube lúgubre la morfina? ¿Habías alcanzado a coger la jeringuilla, a meter la aguja en d frasquito, a absorber unas gotas de líquido, a clavarte la aguja en la pierna, en el brazo, en el estómago o donde cayera, y a inyectarte? No lo sabías. Pero tenías la sensación de haber dormido largo rato, en una noche sin estrellas ni ruido, en absoluta paz. Ahora, parecía de día. Te sentías aliviado y tranquilo. «En ti, la fe es invencible, Koke», gritó, exaltándose. Pero nadie debió enterarse, pues tus palabras no tuvieron eco alguno. «Yo soy un lobo en el bosque, un lobo sin collar», gritó. Pero tampoco escuchaste tu voz, porque tu garganta no emitía ya sonidos, o porque te habías quedado sordo.
Tiempo después tuvo la seguridad de que alguno de sus amigos, sin duda el fiel, el leal Tioka Timote, su hermano de nombre, estaba allí, sentado a su vera. Quiso contarle muchas cosas. Quiso contarle que, siglos atrás, luego de huir de Arles y del Holandés Loco, el mismo día que llegó a París asistió a la ejecución pública del asesino Prado y que la imagen de esa cabeza que la guillotina cercenaba, en la lívida luz del amanecer, entre las risotadas de la muchedumbre, se le aparecía a veces en las pesadillas. Quiso contarle que, hacía doce años, en junio de 1891, al llegar a Tahití por primera vez, había visto morir al último de los reyes maoríes, el rey Pomare V, ese inmenso, elefantiásico monarca al que le había reventado el hígado, por fin, después de pasarse meses y años bebiendo día y noche un cóctel homicida de su invención, compuesto de ron, brandy, whisky y calvados, que hubiera aniquilado en pocas horas a cualquier ser normal. Y que, su entierro, seguido y llorado por millares de tahitianos venidos a Papeete de toda la isla y de las islas vecinas, había sido al mismo tiempo fastuoso y caricatural. Pero tuvo la impresión de que el incierto interlocutor al que se dirigía no podía escucharlo, o entenderlo, pues se inclinaba mucho hacia él, casi hasta rozarlo, como para poder captar algo de lo que decía o comprobar si todavía respiraba. No valía la pena tratar de hablar, gastar tanto esfuerzo en las palabras, si nadie te entendía, Paul. Tioka Timote, que era protestante y no bebía, hubiera condenado severamente las costumbres disolutas del rey Pomare V. ¿También condenaba las tuyas en silencio, Koke?
Después, sintió que transcurría un tiempo infinito sin saber quién era, ni qué lugar era éste. Pero aún lo atormentaba más no poder averiguar si era de día o de noche. Entonces oyó, con total claridad, la voz de Tioka:
– ¡Koke! ¡Koke! ¿Me oyes? ¿Estás ahí? Voy a llamar al pastor Vernier, ahora mismo.
Su vecino, habitualmente inmutable, hablaba con voz irreconocible.
– Creo que me desmayé, Tioka -dijo, y esta vez la voz salió de su garganta y su vecino la oyó.
Poco después, sintió a Tioka y Vernier subir a trancos la escalerilla y los vio entrar al estudio con caras alarmadas.
– ¿Cómo se siente, Paul? -preguntó el pastor, sentándose a su lado y palmeándolo en el hombro.
– Creo que me desmayé, una o dos veces -dijo él, moviéndose. Percibió que sus amigos asentían. Le sonreían de manera forzada. Lo ayudaron a enderezarse en la cama, le hicieron beber unos sorbos de agua. ¿Era de día o de noche, amigos? Pasado el mediodía. Pero no brillaba el sol. El cielo se había encapotado de nubes negruzcas y en cualquier momento rompería a llover. Los árboles y arbustos y las flores de Hiva Oa despedirían una fragancia embriagadora y el verde de las hojas y ramas sería intenso y líquido y el rojo de las buganvillas llamearía. Te sentías enormemente aliviado de que tus amigos oyeran lo que les decías y de poder oídos. Después de una eternidad, estabas conversando y percibías la belleza del mundo, Koke.
Les pidió, señalando, que le acercaran el cuadrito que lo acompañaba desde hacía tanto tiempo: ese paisaje de Bretaña cubierta por la nieve. Oyó que ellos se movían por el estudio; arrastraban un caballete, lo hacían chirriar, sin duda ajustando sus clavijas para que aquel níveo paisaje quedara frente a su cama, de manera que él pudiera vedo. No lo vio. Sólo distinguía unos bultos imprecisos, alguno de los cuales debía de ser la Bretaña aquella, sorprendida bajo una tormenta de copos blancos. Pero, aunque no lo viera, saber que aquel paisaje estaba allí lo reconfortó. Tenía escalofríos, como si nevara dentro de La Casa del Placer.
.-¿Ha leído usted Salambó, esa novela de Flaubert, pastor? -preguntó.
Vernier dijo que sí, aunque, añadió, no la recordaba muy bien. ¿Una historia pagana, de cartagineses y bárbaros mercenarios, no? Koke le aseguró que era hermosísima. Flaubert había descrito con colores flamígeros todo el vigor, la fuerza vital y la potencia creativa de un pueblo bárbaro. Y recitó la primera frase cuya musicalidad le encantaba: «C'étaiTa Mégara, faubourg de Carthage, dans les jardins d'Hamilcar». «El exotismo es vida ¿verdad, pastor?»
– Me alegra mucho ver que está mejor, Paul -oyó decir a Vernier, con dulzura-. Tengo que dar una clase a los niños de la escuela. ¿No le importa que me marche, por un par de horas? Volveré esta tarde, de todas maneras.
– Vaya, vaya, pastor, y no se preocupe. Ahora me encuentro bien.
Quiso hacerle una broma «‹Muriéndome, derrotaré a Claverie, pastor, pues no le pagaré la multa ni podrá meterme preso»), pero ya se había quedado solo. Un rato después, los gatos salvajes habían vuelto y merodeaban por el estudio. Pero también estaban allí los gallos salvajes. ¿Por qué no se comían los gatos a los gallos? ¿Habían vuelto de veras o era una alucinación, Koke? Porque, desde hacía algún tiempo, se había esfumado aquella frontera que, antes, separaba de manera tan estricta el sueño y la vida. Esto que estabas viviendo ahora es lo que siempre quisiste pintar, Paul.
En ese tiempo sin tiempo, estuvo repitiéndose, como uno de esos estribillos con que rezaban los budistas caros al buen Schuff:
Te jodí elaveríe Me morí Te jodí
Sí, lo jodiste: no pagarías la multa ni irías a la cárcel. Ganaste, Koke. Confusamente, le pareció que uno de esos criados ociosos que casi nunca comparecían ya en La Casa del Placer, acaso Kahui, se acercaba a olfateado ya tocado. Y lo oyó exclamar: «El popa a ha muerto», antes de desaparecer. Pero no debías estar muerto aún, porque seguías pensando. Estaba tranquilo, aunque apenado de no darse cuenta si era día o noche.
Por fin, oyó voces en el exterior: «¡Koke! ¡Koke! ¿Estás bien?». Tioka, sin la menor duda. Ni siquiera hizo el esfuerzo de intentar responderle, pues estaba seguro de que su garganta no emitiría sonido alguno. Adivinó que Tioka escalaba la escalerilla del estudio y el rumor de sus pies descalzos en la madera del piso. Muy cerca de su cara, vio la de su vecino, tan afligida, tan descompuesta, que sintió infinita compasión por el dolor que le causaba. Intentó decirle: «No te pongas triste, no estoy muerto, Tioka». Pero, por supuesto, no salió de tu boca ni una sílaba. Intentó mover la cabeza, una mano, un pie, y, por supuesto, no lo conseguiste. De manera muy borrosa, a través de sus pupilas entrecerradas, advirtió que su hermano de nombre había empezado a golpearle la cabeza, con fuerza, rugiendo cada vez que descargaba un golpe. «Gracias, amigo.» ¿Trataba de sacarte la muerte del cuerpo, según algún oscuro rito marquesano? «Es en vano, Tioka.» Hubieras querido llorar de lo conmovido que estabas, pero, por supuesto, no salió una sola lágrima de tus ojos resecos. Siempre de esa manera incierta, lenta, fantasmal en que todavía percibía el mundo, advirtió que Tioka, después de golpearle la cabeza y tironearle los cabellos para traerlo a la vida, desistía de su empeño. Ahora se había puesto a cantar, a ulular, con amarga dulzura, junto a su cama, a la vez que, sin moverse del sitio, se balanceaba sobre sus dos piernas, ejecutando, a la vez que cantaba, la danza con la que los maoríes de las Marquesas despedían a sus muertos. ¿Tú no eras un protestante, Tioka? Que, debajo del evangelismo que profesaba en apariencia su vecino, anidara siempre la religión de los ancestros, te causó alegría. No debías estar muerto aún, pues veías a Tioka velándote y despidiéndote, ¿verdad, Koke?
En ese tiempo sin tiempo que era el suyo ahora, guiados por el criado Kahui, entraron al estudio el obispo de Hiva Oa, monseñor Joseph Martin, y sus escoltas, dos de los religiosos de esa congregación bretona, los hermanos de Ploermel, que regentaban el colegio de varones de la misión católica. Tuvo el pálpito de que los dos hermanos se santiguaron al vedo, pero el obispo no. Monseñor Martin se inclinó y lo observó, largo rato, sin que la expresión que avinagraba su cara se atenuara un ápice con lo que veía.
– Qué pocilga es esto -lo oyó decir-. Y qué pestilencia. Debe de llevar muerto muchas horas. El cadáver hiede. Hay que enterrado cuanto antes, la podredumbre puede desencadenar una infección.
Él no estaba muerto aún. Pero ya no veía, porque alguno de los presentes le había cerrado los párpados o porque la muerte ya había comenzado, por sus ojos de pintor. Pero oía, sí, con bastante claridad lo que decían a su alrededor. Oyó a Tioka explicar al obispo que ese hedor no provenía de la muerte sino de las piernas infectadas de Koke, y que su fallecimiento era reciente, pues hacía menos de dos horas había estado conversando con él y con el pastor Paul Vernier. Poco o mucho después el jefe de la misión protestante entraba también al estudio. Fuiste consciente (¿o era la última fantasía, Koke?) de la frialdad con que se saludaron los enemigos encarnizados en lucha permanente por las almas de Atuona, y, aunque no sintió nada, supo que el pastor estaba tratando de hacerle la respiración. artificial. El obispo Martin lo reprendió con sarcasmo:
– Pero, qué hace usted, hombre de Dios. ¿No ve que está muerto? ¿Cree que va a resucitado?
– Es mi obligación intentado todo, para conservarle la vida -respondió Vernier.
Casi inmediatamente después la tensa, frenada hostilidad entre el obispo y el pastor estalló en abierta guerra verbal. Y, aunque cada vez más lejos, cada vez más débil (se te empezaba a morir también la conciencia, Koke), conseguía siempre oídos, pero apenas le interesaba lo que discutían. Y, sin embargo, era una disputa que, en otras circunstancias, te hubiera divertido muchísimo. El obispo, indignado, había ordenado a los hermanos de Ploermel que arrancaran del tabique esas inmundas imágenes obscenas, para quemadas. El pastor Vernier alegaba que aquellas fotos pornográficas, por más que constituyeran una ofensa al pudor y la moral, pertenecían a los bienes patrimoniales del difunto y la leyera la ley: nadie, ni siquiera la autoridad religiosa, podía disponer de ellas sin una previa sentencia judicial. Inesperadamente, la desagradable voz del gendarme Jean-Paul Claverie -¿en qué momento había entrado este odioso individuo a La Casa del Placer?- vino en ayuda del pastor:
– Me temo que así sea, Su Ilustrísima. Mi obligación es hacer un inventario de todas las pertenencias del difunto, incluso de esas asquerosidades de la pared. No puedo autorizar que usted las queme o se las lleve. Lo siento, Su Ilustrísima.
El obispo no dijo nada, pero esos ruidos debieron ser un bufido, un gruñido, una protesta de sus vísceras ofendidas, ante este obstáculo imprevisto. Casi sin transición, estalló una nueva disputa. Cuando el obispo comenzó a dictar instrucciones para el entierro, el pastor Vernier, con energía inusual dado su natural discreto y conciliador, se opuso a que el fallecido fuera enterrado en el cementerio católico de Hiva Oa. Alegaba que las relaciones de Paul Gauguin con la Iglesia católica estaban cortadas, eran inexistentes, incluso hostiles, desde hacía tiempo. El obispo, subiendo la voz hasta los gritos, respondía que el difunto, cierto, había sido un pecador notorio y una iniquidad social, pero católico de origen. Y, por tanto, sería enterrado en tierra consagrada, pesare a quien pesare, y no en el cementerio pagano. El griterío continuó, hasta que el gendarme Claverie intervino, diciendo que, como autoridad política y civil de la isla, a él le tocaba elegir. No lo haría de inmediato. Prefería que los ánimos se apaciguaran y sopesar con calma los pros y los contras de la situación. Lo decidiría en el curso de la noche.
A partir de allí, ya no vio ni oyó ni supo nada, porque te habías acabado de morir del todo, Koke. No supo ni vio que el obispo Joseph Martin se salía con la suya, en las dos controversias que lo enfrentaron a Vernier, junto al cadáver todavía caliente de Paul Gauguin, aunque los métodos de que se valió para ello no fueran los más apropiados según la legalidad ni la moral vigentes. Porque, aquella noche, cuando en La Casa del Placer sólo moraba el cadáver de Koke y, tal vez, algunos gallos y gatos salvajes intrusos, mandó robar las cuarenta' y cinco fotos pornográficas que adornaban el estudio, para quemadas en una pira inquisitorial, o, acaso, para conservarlas a ocultas, y probarse, de cuando en cuando, la firmeza de ánimo y su capacidad de resistencia a la tentación.
Tampoco vio ni oyó ni supo que, antes de que el gendarme Jean-Paul Claverie decidiera el lugar del entierro, el obispo Martin, al amanecer del 9 de mayo de 1903, envió, al mando de un curita de la misión católica, a cuatro cargadores indígenas, a meter el cadáver del difunto en un ataúd de tablas toscas suministrado por la propia misión, y a llevarlo deprisa, cuando los habitantes de Aruona empezaban a desperezarse en sus cabañas y a despedirse con bostezos del sueño, a la colina de Make Make, y enterrado a la carrera en una de las tumbas del cementerio católico, ganando así un punto -un cadáver o un alma en su pugna con el adversario protestante. De modo que, cuando el pastor Vernier, acompañado de Ky Dong, Ben Varney y Tioka Timote se presentó, a las siete de la mañana, en La Casa del Placer, para enterrar a Koke en el cementerio laico, se encontró con el estudio vacío y la noticia de que los restos de Koke reposaban ya bajo tierra en el lugar decidido por monseñor Martin.
No vio ni oyó ni supo que su único epitafio fue una carta del obispo de Hiva Oa a sus superiores, que, con el correr de los años, Koke ya famoso, alabado y estudiado y sus cuadros disputados por coleccionistas y museos en el mundo entero, todos sus biógrafos citarían como símbolo de lo injusta que es a veces la suerte con los artistas que sueñan con encontrar el Paraíso en este terrenal valle de lágrimas: «Lo único digno de anotarse últimamente en esta isla ha sido la muerte súbita de un individuo llamado Paul Gauguin, un artista reputado pero enemigo de Dios y de todo lo que es decente en esta tierra».