XVIII. El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902

– ¿Siempre quiso usted ser pintor, Paul? -preguntó, de pronto, el pastor Paul Vernier.

Habían bebido, comido la espléndida «tortilla babosa» del dueño de casa, y discutido sobre los problemas que, a juicio de Ben Varney y Ky Dong, le traerían a Paul sus desafíos a la autoridad con sus exhortaciones a los marquesanos a no pagar impuestos. Habían reído y fantaseado sobre el colerón que le daría al obispo Martin saber que Koke acababa de instalar, en su jardín, dos esculturas de madera que aludían a lo que más podía dolerle al purpurado: el monigote con cuernos, rezando, tenía la cara de monseñor y se titulaba Padre Lujuria, y la mujer, de grandes tetas y caderas que exhibía con obscenidad, Teresa, como la sirvienta, que, según vox populi en Atuona, era amante del obispo. Habían discutido sobre si el barco misterioso que cruzó frente a la isla, a la distancia, en medio de la lluvia y la niebla, era uno de esos balleneros americanos portadores de mala suerte, que tanto inquietaban a los nativos de Hiva Oa pues secuestraban gente de la isla para incorporarla a la fuerza a la tripulación. Pero, rindiéndose a los argumentos de Frébault y Ben Varney de que los balleneros ya no venían porque ya no había ballenas por aquí, habían decretado que el barco que divisaron no existía, que era un barco fantasma.

La súbita pregunta del pastor protestante de Atuona dejó a Paul desconcertado. Conversaban en el anegado jardín de La Casa del Placer. Felizmente, había dejado de llover. Las nubes, al abrirse hacía una hora, desnudaron un cielo de purísimo azul y el sol brilló muy fuerte. Había llovido diluvialmente toda la semana y este paréntesis de buen tiempo tenía a los cinco amigos de Paul-Ky Dong, Ben Varney, Émile Frébault, su vecino Tioka y el jefe de la misión protestante- muy contentos. Sólo el pastor Vernier no bebía alcohol. Los otros acariciaban en las manos vasos de ajenjo o de ron y tenían los ojos achispados.

– ¿Sintió la vocación de ser artista desde niño? -insistió Vernier-. Me interesa mucho el tema de las vocaciones. Religiosas o artísticas. Porque creo que hay en ambas mucho de común.

El pastor Vernier era un hombre enjuto e intemporal y hablaba con gran suavidad, acariciando las palabras. Tenía pasión por las almas y las flores; su jardín, extendido al pie de los dos hermosos tamarindos de la misión que Koke divisaba desde su estudio, era el mejor cuidado y el más fragante de Atuona. Se sonrosaba cada vez que Paul o los otros decían palabrotas o mencionaban el sexo. Miraba a Koke con verdadero interés, como si el asunto de la vocación de veras le importara.

– Bueno, a mí, el vicio este me atacó tardísimo -reflexionó Paul-. Hasta los treinta años no creo haber dibujado ni siquiera un monigote. Los artistas me parecían unos bohemios y unos maricones. Los despreciaba. Cuando dejé la marina, al fin de la guerra, no sabía qué hacer en la vida. Pero lo único que no se me pasaba por la cabeza era ser pintor.

Tus amigos se rieron, creyendo que hacías una de tus acostumbradas bromas. Pero era cierto, cierto, Paul. Aunque nadie lo entendiera, empezando por ti mismo. El gran misterio de tu vida, Koke. Lo habías sondeado mil veces, sin encontrar jamás una explicación. ¿Llevabas desde la cuna aquel gusanito en las entrañas? ¿Esperaba el momento, la circunstancia adecuada para manifestarse? Lo acababa de insinuar Ky Dong, que parecía escurrido en su pareo floreado:

– Es imposible que una vocación de pintor aparezca súbitamente en la vida de un hombre maduro, Pau!. Cuéntanos la verdad.

Ésa era la verdad, aunque tus amigos no te creyeran. En tu memoria no había rastro del menor interés por la pintura, ni por arte alguno, en los años que recorrías los mares del mundo en barcos de la marina mercante, ni después, cuando hacías el servicio militar en el ]éróme-Napoléon. Tampoco antes, en el internado de Orléans de monseñor Dupanloup. Tu memoria fallaba en estos últimos tiempos, pero de eso estabas seguro: ni de escolar ni de marino jamás pintaste un boceto, ni visitaste un museo, ni entraste a una galería de arte. Y, cuando te liberaron del servicio y fuiste a vivir a París donde tu tutor Gustave Arosa, tampoco prestaste mayor atención a las pinturas que colgaban en sus paredes; sólo mirabas con curiosidad las figurillas de barro cocido de los antiguos incas que tenía tu tutor, pero ¿por razones artísticas o porque te recordaban aquellos muñequitos de los mantos prehispánicos que te intrigaron tanto, de niño, en Lima, en la casa del tío abuelo don Pío Tristán?

– ¿Y qué hiciste, entonces, entre los veinte y los treinta? -le preguntó Ben. El ex ballenero y dueño del almacén de Atuona estaba congestionado y con los ojos medio desorbitados. Pero su voz no era aún la de un borracho.

– Era agente de Bolsa, financista, banquero -dijo Paul-. Y, aunque tampoco me lo crean, lo hacía bien. Si hubiera seguido en eso, tal vez sería millonario. Un gran burgués que fuma puros y mantiene dos o tres queridas. Perdón, pastor.

Lo festejaron. La risa del gigantesco Frébault, a quien Paul había bautizado Poseidón por su corpulencia y su pasión por el mar, parecía arrastrar piedras. Hasta el hierático Tioka, que se acariciaba la gran barba blanca como sometiendo a furnia filosófica todo lo que oía, se rió. No te imaginaban de hombre de negocios, a ti, siendo el salvaje que eras, Paul. No tenía nada de raro. Ahora, ni siquiera tú te lo creías, pese a haberlo vivido. Pero ¿eras tú aquel joven de veintitrés años, al que Gustave Arosa sugirió, en una charla muy seria, bebiendo cognac en su mansión de Passy, que se dedicara a los negocios en la Bolsa, donde se podían hacer fortunas, como había hecho él? Aceptaste la idea de buena gana y le quedaste reconocido -todavía no lo odiabas, todavía no querías saber que tu madre había sido la amante de ese ricachón- cuando te consiguió un puesto en la oficina de su socio, Paul Bertin, agente reputado de la Bolsa de París. Qué ibas a ser tú ese joven atildado, educado, tímido, que llegaba a la oficina con puntualidad enfermiza, y, sin distraerse un instante, se entregaba horas de horas, en cuerpo y alma, a empaparse de ese difícil oficio, conseguir clientes que confiaran a la agencia Bertin la inversión de sus rentas y patrimonio en la Bolsa de París. Quién que te hubiera frecuentado en estos últimos diez años podría concebir siquiera que, en 1872, 1873, 1874, fueras un empleado modelo, al que el propio patrón, Paul Bertin, tan seco y hosco, felicitaba a veces por su empeño, y por esa vida ordenada, que, a diferencia de la de tus colegas, evitaba la disipación de los cafés y bares donde todos ellos se precipitaban al cierre de las oficinas. Tú no. Tú, hombre formal, te ibas andando al cuartito alquilado de la rue La Bruyere, y, después de cenar frugalmente en un restaurante del vecindario, todavía te sentabas en tu mesita coja y gruñona a revisar papeles de la oficina.


– Parece mentira, Paul -exclamó el pastor Vernier, alzando la voz porque la apagaban lejanos truenos-. ¿Fue usted así, en su mocedad?

– Un asqueroso aprendiz de burgués, pastor. Yo tampoco me lo creo, ahora.

– ¿Y cómo ocurrió el cambio? -intervino el vozarrón de Frébault.

– Dirás el milagro -lo corrigió Ky Dong. El príncipe anamita miraba a Paul intrigado, con expresión cavilosa-. ¿Cómo fue?

– He pensado mucho en eso y creo que ahora tengo una respuesta clara -Paul retuvo en la boca, con delectación, un sorbito dulce y picante de ajenjo y chupó su pipa antes de continuar-. El corruptor, el que jodió mi carrera de burgués, fue el buen Schuff.

Hombros caídos, mirada perruna, andar cansino, un acento alsaciano que provocaba sonrisas: Claude- Émile Schuffenecker. El buen Schuff. Qué te ibas a imaginar, Paul, cuando ese hombre tímido, bondadoso, descuadrado y gordinflón entró a trabajar en la agencia Bertin -estaba mejor preparado que tú, había hecho estudios de comercio y esgrimía un diploma-, la influencia que tendría en tu vida. Ese colega amable, cordial, asustadizo, intimidado, te miraba con respeto y envidiaba tu personalidad fuerte y decidida. Te lo dijo, ruborizándose. Se hicieron muy amigos. Sólo después de algunas semanas descubrirías que ese colega inhibido y apocado alentaba, por debajo de su apariencia esmirriada, dos pasiones, que te fue revelando a medida que se trenzaba la amistad: el arte y las religiones orientales, principalmente el budismo, sobre el que Claude-Émile había leido muchísimo. ¿Seguiría interesado en alcanzar el nirvana? Pero fue la manera como Schuff hablaba de la pintura y los pintores lo que te sorprendió, intrigó, y, poco a poco, contagió. Para el buen Schuff, los artistas eran seres de otra especie, medio ángeles, medio demonios, distintos en esencia de los hombres comunes. Las obras de arte constituían una realidad aparte, más pura, más perfecta, más ordenada, que este mundo sórdido y vulgar. Entrar en la órbita del arte era acceder a otra vida, en la que no sólo el espíritu, también el cuerpo se enriquecía y gozaba a través de los sentidos.

– Me estaba corrompiendo y yo no me daba cuenta -les hizo un brindis Paul-. ¡Por el buen Schuffi. Me arrastraba a galerías, a museos, a talleres de artistas. Me hizo entrar al Louvre por primera vez, a verlo copiar a los clásicos. Y, un buen día, no sé cómo, no sé cuándo, en los ratos libres, a escondidas, me puse a dibujar. Así empezó. El vicio tardío este. Recuerdo la sensación de estar haciendo algo malo, como de niño, en Odéans, donde el tío Zizi, cuando me masturbaba o espiaba desnudarse a la criada. ¿Increíble, no? Un día, me hizo comprar un caballete. Otro, me enseñó la pintura al óleo. Nunca había tenido antes en mis manos un pincel. Me hizo preparar los colores, mezclarlos. ¡Me corrompió, les digo! Con su carita de mosca muerta, de yo no soy nadie, de yo no existo, el buen Schuff produjo un cataclismo en mi vida. Por culpa de ese alsaciano gordinflón estoy aquí, en este fin del mundo.

Pero ¿el episodio decisivo no habría sido más bien, en vez del buen Schuff, aquella visita a esa galería de la rue Vivienne donde se exhibía la Olympia , de Édouard Manet?

– Fue como ser alcanzado por un rayo, como ver una aparición -explicó Paul-. La Olympia de Édouard Manet. El cuadro más impresionante que había visto nunca. Pensé: «Pintar así es ser un centauro, un Dios». Pensé: «Tengo que ser un pintor yo también». Ya no me acuerdo muy bien. Pero fue algo así.

– ¿Un cuadro puede cambiar la vida de un hombre? -Ky Dong lo miraba con escepticismo.

Sobre sus cabezas había ahora de nuevo una trompetería infernal de rayos y truenos y el viento sacudía todos los árboles de Atuona con furia. Pero todavía no había regresado la lluvia. Una niebla espesa ocultaba otra vez el sol. Habían desaparecido las moles boscosas del Temetiu y el Feani. Los amigos callaron, hasta que un nuevo interludio de la tormenta permitió que se escucharan sus voces.

– A mí me la cambió, me la jodió -afirmó Paul, con brusca furia-. Me revolvió, me dio pesadillas. De pronto, ya no me sentí seguro de nada, ni del suelo que pisaba. ¿No han visto ustedes la foto de Olympia, ahí en mi estudio? Se la voy a mostrar.

Cruzó chapoteando el enfangado jardín y subió a los altos de La Casa del Placer. El viento sacudía la escalerilla exterior como si fuera a arrancada. La foto amarillenta y algo borrosa de Olympia presidía la serie de estampas y clichés de su vieja colección: Holbein, Durero, Rembrandt, Puvis de Chavannes, Degas, algunas estampas japonesas, la reproducción de un bajorrelieve del templo javanés de Borobudur. Al comenzar el aguacero, hacía siete días, había descolgado las fotos pornográficas y las tenía metidas bajo el colchón, para salvarlas de la lluvia, que había atravesado el bambú y mojado toda la estancia. Muchas de estas fotos, empapadas, ahora perderían del todo su ya desvaído color. La de Olympia era la más antigua. La habías buscado con avidez, luego de aquella exposición en la rue Vivienne, y nunca te habías separado de ella desde entonces.

Sus amigos la examinaron pasándosela de mano en mano, y, por supuesto, al descubrir el cuerpo desnudo, luminoso, de Victorine MeureT(Koke les contó que la había conocido y que la modelo no era ni sombra de su imagen, que Manet la había transfigurado) desafiando con su mirada de mujer libre y superior al mundo entero mientras su criada negra le acercaba un ramo de flores, el pastor Vernier enrojeció hasta las orejas. Temeroso sin duda de que ese desnudo fuera el comienzo de algo peor, alegó un pretexto para irse:

– En cualquier momento va a descargarse el cielo otra vez -dijo, señalando las formaciones amenazadoras de nubes oscuras que avanzaban sobre Atuona-. No quiero llegar a la misión nadando, tenemos servicio esta tarde. Aunque con esta tormenta, me temo, no vendrá nadie. N o debe quedar una planta en pie en mi jardín. Adiós a todos. Deliciosa la tortilla, Paul.

Partió, zangoloteando en el barro, y evitando mirar al pasar junto a ellos a los grotescos muñecones Padre Lujuria y Teresa. Tioka tenía clavada la vista en la foto, y, luego de un buen rato, siempre sobándose la barba nevada, preguntó, en su lento francés:

– ¿Una diosa? ¿Una puta? ¿Quién es ella, Koke? -Las dos cosas y muchas otras más -dijo Paul,

sin reír como sus compañeros-. Es lo extraordinario de esa imagen. Ser mil mujeres a la vez, en una sola. Para todos los apetitos, para todos los sueños. La única mujer que no me ha cansado nunca, amigos. Aunque, ahora, apenas consigo veda. Pero la llevo aquí, y aquí, y aquí.

Lo dijo a la vez que se tocaba la cabeza, el corazón y el falo. Sus amigos lo celebraron con nuevas risas.

Como lo había anunciado Vernier, el cielo siguió oscureciéndose muy deprisa. No se veía la colina del cementerio tampoco, pero se oía rugir al río Make Make, cargadísimo. Cuando arreció la lluvia, con las copas en las manos corrieron a refugiarse al taller de escultura, más seco que el resto de La Casa del Placer. Estaban calados. Se acurrucaron en la única banca y el despanzurrado sofá. Paulles llenó las copas de nuevo. Mientras lo hacía advirtió que el aguacero había destrozado los girasoles del jardín y sintió pena por ellos y por el Holandés Loco. Ky Dong se extrañó de no haber visto a Vaeoho en todo el día: ¿dónde andaba, con semejante temporal?

– Se ha ido donde su familia, al poblado de Hanaupe. Está embarazada y prefiere dar a luz allá. En realidad, se aprovecha de este pretexto para librarse de mí. No creo que vuelva. Está harta ya de todo esto y tal vez tenga razón.

Sus amigos se miraron, incómodos. Harta de ti y de tus llagas, Paul. Tu vahine no podía ocultar su desagrado y no necesitabas veda para darte cuenta. La cara se le descomponía cada vez que querías tocada. Bah, pobre muchacha. Estabas convertido en una asquerosidad, en una ruina viviente, Koke. Pero, en este momento, con el calor del ajenjo dentro del cuerpo y conversando con estos amigos, pese a la furia del cielo te querías sentir bien. Unos cuantos girasoles aplastados no te iban a joder la vida más de lo que ya la tenías, Koke.

– En los años que llevo aquí, nunca vi llover así -dijo Ky Dong, mostrando el cielo: las trombas de agua sacudían el techo de bambú y hojas de palmera trenzadas y parecían a punto de arrancado. Los relámpagos iluminaban el horizonte por segundos y luego todas las montañas de Hiva Oa que los rodeaban desaparecían, borradas por unas nubes negras y estruendosas. Ni siquiera se divisaba el almacén de Ben Varney que estaba tan cerca. El mar, él su espalda, parecía rabioso. ¿El fin del mundo, Koke?

– Yo tampoco he salido nunca de esta isla y jamás vi antes llover así -dijo Tioka-. Algo malo va a pasar.

– ¿Algo más malo que este diluvio? -se burló Ben Varney, con la lengua medio trabada. Y, volviéndose hacia Paul, reanudó la conversación-: ¿O sea que viste ese cuadro y lo echaste todo por la borda y te dedicaste a la pintura? Tú no eres un salvaje sino un loco, Paul.

Estaba muy cómico el almacenero, con sus pelos rojizos apelmazados cubriéndole la frente como un cerquillo. Se reía, divertido e incrédulo.

– Ojalá hubiera sido tan fácil -dijo Paul-. Yo estaba casado. Y muy en serio. Tenía un hogar muy burgués, una mujer que me llenaba de hijos. ¿Cómo echar todo por la borda, de la noche a la mañana? ¿Y las responsabilidades? ¿Y la moral? ¿Y el qué dirán? Yo creía en esas cosas, entonces.

– ¿Tú, casado? -se sorprendió Ky Dong-. ¿Con todas las de la ley, Koke?

Con todas las de la ley y mucho más. ¿Te habías enamorado tanto, Paul, de Mette Gad, esa joven danesa culta, espigada, vikinga de largos cabellos rubios venida a pasear a París, en aquel invierno de 1872? No lo recordabas, en absoluto. Pero, sin duda, sí, te habías enamorado de la Vikinga. Pues la habías invitado, cortejado, declarado tu amor y pedido formalmente en matrimonio, algo a lo que la horrible familia de Mette, burguesa, burguesísima, de Copenhague, después de dudado mucho y de hacer puntillosas averiguaciones sobre el pretendiente, por fin consintió. Fue una boda como se debe, en la alcaldía del barrio IX, y en la iglesia luterana de París, para satisfacer a esos remilgados escandinavos. Con champagne, orquesta, buen número de invitados y generosos regalos de tu tutor, Gustave Arosa, y de tu jefe, Paul Bertin. Y, luego de una corta luna de miel en Deauville, a ocupar el pisito de la Place Saint -Georges, donde colgaste el manto de los antiguos peruanos que te regalaron tu hermana María Fernanda y su novio colombiano, Juan Uribe. Hacías todo lo que convenía a un joven corredor de Bolsa con un brillante porvenir. Eso eras tú entonces, Paul. Trabajabas mucho, ganabas bien, en 1873 tuviste tres mil francos de prima -más que ninguno de tus colegas de la agencia Bertin-, y Mette, dichosa, decoraba la casa y ardía de impaciencia por empezar a parir. En 1874, cuando nació el primogénito y fue bautizado Emil (por su padrino, el buen Schuff, aunque sin la «e» final, en recuerdo de sus ancestros nórdicos), recibiste un nuevo bono de tres mil francos. Una pequeña fortuna, que la alegre Mette Gad se dispuso a dilapidar en compras y diversiones, sin sospechar que ya tenía el enemigo en casa. Su diligente y afectuoso marido, a escondidas garabateaba bocetos, y había empezado a tomar clases de dibujo y pintura junto a Schuff, en la Academia Colarossi. Cuando lo descubrió, ya no vivían en la Place Saint -Georges, sino en un barrio aún más elegante, el XVI, en un magnífico pisito de la rue de Chaillot que Paul se resignó a alquilar, dando gusto a los delirios de grandeza de Mette, aunque previniéndola de que era excesivo para sus Ingresos.

La Vikinga descubrió el vicio secreto por culpa de otro personaje decisivo en tu vida de aquellos años: Camille Pissarro. Nacido en una islita del Caribe, Saint Thomas, donde había apoyado una rebelión de esclavos que hizo de él un apestado, Camille se vino a Europa, y aquí proseguía, imperturbable, su carrera de artista de vanguardia, junto a sus amigos del grupo llamado impresionista, sin angustiarse lo más mínimo por los escasos compradores que tenían sus cuadros. Frecuentaba intelectuales anarquistas, como Kropotkin, quien lo visitaba, y se decía «un ácrata benigno, que no pone bombas». Paullo conoció donde su tutor, Gustave Arosa, que le había comprado un paisaje, y, desde entonces, se vieron a menudo. Le compró un cuadro, también. Por sus escasos ingresos, Pissarro no podía vivir en París. Tenía una casita en el campo, cerca de Pontoise, donde, patriarca bíblico dotado de la paciencia de Job, criaba a sus siete hijos, que lo adoraban, y soportaba a su mujer, Julie, ex sirvienta de carácter dominante. Lo maltrataba delante de sus amigos, reprochándole su ineptitud para ganar dinero. «Sólo pintas paisajes, que a nadie le gustan», lo reñía, delante de Paul y Mette, a quienes invitaban a pasar fines de semana en Pontoise. «Pinta más bien retratos, fiestas campestres, o desnudos, como Renoir o Degas. A ellos les va mejor que a ti, ¿no?»

U n domingo, mientras bebían una taza de chocolate, Camille Pissarro dejó caer, con un acento que parecía sincero, que Paul tenía «verdadero temple de artista», Mette Gad se sorprendió. ¿Qué era eso?

– ¿Es cierto lo que dijo Pissarro? -preguntó a su marido, cuando estuvieron de vuelta en París-. ¿Te interesa el arte a ti? Nunca me lo dijiste.

El azoro, la sensación de culpa, una viborita corriéndote de la cabeza a los pies, Paul. No, mi bella, un mero pasatiempo. Algo más sano y sensible que malgastar las noches en bares o cafés, jugando al dominó con los amigos. ¿No es cierto, Vikinga? Ella, con un mohín inquieto: sí, claro que sí. Intuición de mujer, Pau!. ¿Adivinaba que había entrado la disolución en su hogar, que esa intrusa acabaría destruyendo su matrimonio y sus anhelos de llegar a ser una burguesa rica y mundana en la Ciudad Luz?

Después de ese episodio, te sentiste curiosamente liberado, con derecho a exhibir tu flamante vicio ante tu mujer y tus amigos. ¿Por qué un exitoso agente de la Bolsa de París no tendría derecho a lucir ante el mundo esa afición artística que practicaba en sus ratos libres, como otros el billar y los caballos? En 1876, en un acto de audacia, pediste prestado a tu hermana María Fernanda y a su flamante marido, Juan Uribe, el cuadro que les regalaste por su boda, El bosquecillo de Viroflay, y lo presentaste al Salón. Entre millares de aspirantes, fue aceptado. El que más se alegró fue Camille Pissarro, que, desde entonces, presentándote como su discípulo, te llevó al café La Nouvelle Achenes, en Clichy, cuartel general de sus amigos. Los impresionistas acababan de hacer su segunda exposición colectiva. Mientras el imponente Degas, el malhumorado Monet y el jocundo Renoir conversaban con Pissarro -un tonel humano de blanca barba e irrompible buen humor-, tú permanecías en silencio, avergonzado ante esos artistas de ser nada más que un agente de Bolsa. Cuando, una noche, apareció en La Nouvelle Athenes Édouard Manet, el autor de Olympia, palideciste como si te fueras a desmayar. Abrumado por la emoción, apenas atinaste a balbucear un saludo. ¡Qué distinto eras entonces, Koke! ¡Qué lejos estabas aún de convertirte en lo que eras ahora! Mette no podía quejarse, pues seguías ganando buen dinero. En 1876 recibiste, además de tu sueldo, un bono de tres mil seiscientos francos, y, al año siguiente, cuando nació Aline, te mudaste de casa. El escultor Jules-Ernest Bouillotte alquiló un piso y un pequeño estudio en Vaugirard. Allí empezaste a modelar arcilla y tallar en mármol bajo la dirección del dueño de casa. La cabeza de Mette que esculpiste con tanto esfuerzo ¿era una pieza aceptable? N o lo recordabas.

– Debía ser difícil esa doble vida -observó Ky Dong-. Agente de Bolsa varias horas al día, y, en los huequecitos, la pintura y la escultura. Me recuerda mis épocas de conspirador, en Anam. De día, un circunspecto funcionario de la administración colonial. Y, de noche, la insurrección. ¿Cómo podías, Paul?

– No podía -dijo Paul-. Pero, qué iba a hacer. Era un burgués de principios. ¿Cómo mandar al diablo todo lo que llevaba a las espaldas, mujer, hijos, seguridad, buen nombre? Por fortuna, tenía la energía de un volcán. Cuatro horas de sueño me bastaban.

– Tengo que darte un consejo, ahora que estoy borracho -lo interrumpió Ben Varney, cambiando bruscamente de tema. Tenía ya la voz vacilante y sus ojos sobre todo revelaban que estaba ebrio-. Deja de pelearte con las autoridades de Atuona, porque te irá mal. Ellos son poderosos y, nosotros, no. No podremos ayudarte, Koke.

Paul se encogió de hombros y bebió un sorbito de ajenjo. Le costó esfuerzo apartarse de aquel hombre de treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro años, que había sido, allá en París, dividido entre sus obligaciones familiares y esa tardía pasión artística que se instaló en su vida con la voracidad de una solitaria. ¿De qué hablaba Varney? Ah, sí, de tu campaña a fin de que los maoríes no pagaran el «impuesto para caminos». Tus amigos también se alarmaron cuando explicaste a los nativos que, si vivían lejos de Atuona, no tenían obligación de llevar a sus hijos a la escuela. ¿Y qué te pasó? Nada.

La tormenta se había tragado el paisaje circundante. El mar vecino, los techos de Atuona, la cruz del cementerio en las faldas de la colina, habían desaparecido detrás de unas gasas blancas que se espesaban por segundos. Ya los tenían cercados. El vecino río Make Make, crecido, comenzaba a desbordarse, removiendo las piedras de su cauce. Paul pensó en los miles de pájaros, en los gatos salvajes y en los gallos cantores de Hiva Oa que estaba asesinando el temporal.

– Ya que Ben ha tocado el asunto, yo también me atrevo a aconsejarte -dijo Ky Dong, con mucho tacto-. Cuando, al comienzo del curso escolar, saliste a la Bahía de los Traidores a informar a los maoríes que traían a sus hijos donde los curas y monjas que no tenían obligación de hacerlo si vivían en localidades apartadas, te lo advertí: «Estás haciendo algo grave». Por tu culpa, el número de alumnos se ha reducido en las escuelas en una tercera parte, acaso más. El obispo y los curas no te lo van a perdonar. Pero, esto de los impuestos es todavía peor. No hagas más disparates, amigo.

Tioka salió de su severa inmovilidad y se rió, algo que hacía rara vez:

– Las familias maoríes que tenían que recorrer media isla para traer a sus hijos al colegio, están agradecidas de que les revelaras esa dispensa, Koke -murmuró, como festejando una picardía-. El obispo y el gendarme nos habían mentido.

– Es lo que hacen los curas y los policías, mentir -se rió Koke-. Mi maestro Camille Pissarro, que ahora me desprecia por vivir entre los primitivos, estaría encantado de oírme. Era ácrata. Odiaba las sotanas y los uniformes.

Un trueno prolongado, ronco y con gárgaras, impidió al príncipe anamita decir lo que pretendía. Ky Dong permaneció con la boca abierta, esperando que el cielo se calmara. Como no lo hacía, habló alto para hacerse oír en medio de la tormenta:

– Lo de los impuestos es mucho peor, Pau!. Ben tiene razón, cometes imprudencias -insistía, con su manera suave, felina, ronroneante-. Aconsejar a los indígenas que no paguen impuestos es motín, subversión.

– ¿Estás contra la subversión tú, condenado a la Isla del Diablo por querer segregar a Indochina de Francia? -lanzó una carcajada Pau!.

– No sólo lo digo yo -repuso el ex terrorista, muy serio-. Lo dicen muchos en el pueblo.

– Yo se lo he oído decir al nuevo gendarme, con esas mismas palabras -intervino Frébault, moviendo sus manazas-. Te tiene entre ojos, Koke.

– ¿Claverie, ese hijo de puta? Lástima que reemplazaran al simpático Charpillet por este energúmeno embrutecido -Paul hizo el simulacro de escupir-. ¿Saben desde cuándo me odia este gendarme? Desde que me encontró bañándome desnudo en el río, en Mataiea, al mes de llegar por primera vez a Tahid. El canalla me puso una multa. Lo peor no fue la multa, sino que hizo trizas mi sueño: Tahid no era, pues, el Paraíso terrenal. Había uniformados que impedían vivir a los seres humanos una vida libre.

– Estamos hablando en serio -intervino Ben Varney-. No es por fastidiarte ni entrometernos. Somos tus amigos, Paul. Puedes tener problemas. Lo de los colegios ya fue serio. Pero esto de los impuestos es peor.

– Mucho peor -repitió Ky Dong-. Si los nativos te hacen caso y dejan de pagar impuestos, irás a la cárcel por subversivo. Y quién sabe si tendrás la suerte que tuve yo. Llevas apenas un año aquí y ya te has hecho de enemigos. ¿No querrás terminar tus días en la Isla del Diablo, verdad?

– Tal vez allá, en la Guayana, esté lo que ando buscando por todas partes sin encontrarlo -fantaseó Paul, poniéndose grave-. Bebamos, amigos. N o nos preocupemos por el futuro. Además, todo indica allá arriba que acaba de empezar el fin del mundo en las Marquesas.

Los truenos y relámpagos habían retornado su estruendoso concierto y toda La Casa del Placer se estremecía y bailoteaba, como si las trombas de agua y las ráfagas de viento candente la fueran a descuajar y llevársela por los aires en cualquier momento. Las aguas del río vecino, desbordadas, comenzaban a anegar el jardín. Eran tus amigos, Paul. Se inquietaban por tu suerte. Decía la verdad: tú no eras nadie, apenas un aprendiz de salvaje sin dinero y sin fama, al que curas, jueces y gendarmes podían partirle el espinazo cuando quisieran. Te lo había advertido el gendarme Claverie, que era, también, juez y autoridad política de la isla de Hiva Oa: «Si sigue usted amotinando a los indígenas, le caerá encima todo el peso de la ley y sus pobres huesos no lo resistirán, queda advertido». Bien, gracias por la advertencia, Claverie. ¿Para qué te buscabas nuevos enredos y líos, Koke? ¿No era imbécil? Tal vez. Pero no era de justicia cobrar un «impuesto para caminos» a los miserables pobladores de una islita donde el Estado no había construido un metro de rutas, senderos o vías, y donde salir de Atuona era encararse por todos lados con un bosque abrupto y cerrado. Tú lo comprobaste en el viaje de pesadilla, yendo a mula hasta Hanaupe, para negociar tu matrimonio con Vaeoho. Por eso no podías moverte de aquí, Koke. Por eso no habías podido ir hasta el valle de Taaoa, a ver las ruinas con tikis de Upeke, algo que deseabas tanto. Menuda estafa ese impuesto. ¿Quién se embolsillaba el dinero que no se invertía aquí? Alguno o varios de esos parásitos repulsivos que ocupaban la administración colonial, en la Polinesia, o allá, en la metrópoli. ¡Jódanse! Tú seguirías aconsejando a los maoríes que se negaran a pagado. Dándoles el ejemplo, habías escrito a las autoridades exponiéndoles las razones por las que tú tampoco lo harías. ¡Bien hecho, Paul! Tu ex maestro ácrata, Camille Pissarro, aprobaría lo que haces. Y, allá, en el cielo o en el infierno, la agitadora con faldas, la abuela Flora, estaría aplaudiendo.

Camille Pissarro había leído algunos libros y folletos de Flora Tristán y hablaba de ella con tanto respeto que hizo que te interesaras por primera vez en una abuela materna de la que nada sabías. Tu madre jamás te habló de ella. ¿Le guardaba cierto rencor? Y con razón: nunca se ocupó de su hija Aline. La tuvo viviendo con nodrizas, mientras ella hacía la revolución. Pero apenas alcanzaste a leer algo de la abuela Flora. N o tenías tiempo para nada más que, de día, correr tras los clientes de la agencia e informarles sobre el estado de sus acciones, y, en todos los momentos libres -sobre todo los dichosos fines de semana, en Pontoise, donde los Pissarro-, pintar, pintar, con verdadera furia. En 1878 se abrió el Museo de Etnografía, en el Palacio de Trocadero. Lo recordabas muy bien, porque allí, por primera vez, observando las figuritas de cerámica de los antiguos peruanos -esos nombres misteriosos: mochicas, chimús-, tuviste por primera vez la adivinación de lo que años más tarde sería para ti un articulo de fe: esas culturas exóticas, primitivas, lucían una fuerza, una beligerancia espiritual que se había evaporado en el arte contemporáneo. Recordabas, sobre todo, una momia de más de mil años de antigüedad, de larga cabellera, dientes blanquísimos y huesos tiznados, procedente del valle del Urumbamba. ¿Por qué te hechizó esa calavera a la que llamabas Juanita, Paul? Muchas veces fuiste a contemplarla, y, una tarde, en un descuido del vigilante, la besaste.

Lo increíble, ¿no, Paul?, es que en esa época, en que la pintura te importaba ya más que nada, los patronos en el mundo de la Bolsa se disputaran tu persona, como un valor seguro. En 1879 aceptaste una propuesta para cambiar de empleo y en la nueva agencia lo hiciste tan bien que la prima, ese año, fue una fortuna: ¡treinta mil francos! Qué alegría para la Vikinga. Mette decidió, de inmediato, renovar el mobiliario y tapizar de nuevo la sala y el comedor. Ese año, por gestión de Camille Pissano, presentaste en la cuarta exposición impresionista un busto de mármol de tu hijo Emil. La escultura no tenía nada de espectacular, pero, desde entonces, todo el mundo -:-público y críticos- te consideró aparte del grupo. ¿Contento con esos progresos, Paul?

– No tenía tiempo para estar contento, con la frenética vida que llevaba -dijo Koke-. Pero estaba activo, eso sí. Gasté la parte de esa prima fabulosa a la que la Vikinga me dejó echar mano comprando cuadros de mis amigos. Mi casa se llenó de Degas, Monet, Pissarro y Cézanne. El día más emocionante de ese año se lo debo al maestro Degas: me propuso que cambiáramos un cuadro. ¡Me trataba como a su igual, imagínense!

Fue, también, el año en que nació Clovis, tu tercer hijo. En 1880 participaste en la quinta exposición impresionista con ocho cuadros. Y ese año, por primera vez, Édouard ManeT te hizo un elogio, de manera circular: «Sólo soy un amateur, que estudia el arte en las noches y los días de fiesta», dijiste, en La Nouvelle Athenes. «No», te rectificó Manet, con energía. «Son amateurs quienes pintan mal.» Quedaste aturdido y feliz. En 1881, el buen Schuff, que había invertido todo su patrimonio y ahorros en una oscura empresa que explotaba una nueva técnica para tratar el oro, comenzó a ganar mucho dinero; entonces, se casó con la bella y pobretona Louise Monn, que pensó hacer así un buen negocio. No se equivocó. El buen Schuff renunció a la Bolsa para dedicarse al arte. Mette se asustó: ¿no estarías tú soñando con una insensatez parecida, Paul? Las disputas conyugales pasaron a ser cotidianas: -¿Por qué me engañaste, ocultándome tu afición por la pintura?

– Porque me la ocultaba yo también, Mette.

En el pequeño taller alquilado al pintor Félix Jobbé Olival, robándole horas a la Bolsa, tallabas, labrabas y pintabas con obstinación. Las historias de Jobbé- Ouval sobre su tierra, Bretaña, y sobre los bretones, pueblo primitivo y tradicional, fiel a su pasado, que se resistía a la «industrialización cosmopolita», te abrieron el apetito. Entonces empezaste a soñar con huir de París, esa megalópolis, en pos de una tierra en la que el pasado estuviera aún presente y el arte no se hubiera apartado de la vida común. En ese mismo estudio pintaste cuadros de los que todavía te enorgullecías: Interior de pintor, rue Corail Estudio de desnudo, Suzanne cosiendo, que exhibiste en la exposición impresionista, y el mejor de todos: El pequeño soñador: un estudio. En 1881, cuando Mette daba a luz al cuarto niño, Jean-René, la galería Durand-Ruel te compró tres cuadros por mil quinientos francos, y un célebre escritor, Joris-Karl Huysmans, te dedicó un artículo elogioso. La vida te sonreía, Pau!.

– Sí, sí, y, lo mejor, habían comenzado a quebrar las industrias y los bancos -rugió, exaltado, tratando de hacerse oír entre los truenos-. Francia se iba a la bancarrota, amigos. Las Bolsas, una tras otra, cerraban también. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias por resolverme mi problema!

Sus amigos lo miraban sin entender. Les explicaste que esa catástrofe económica arruinaba a todos los franceses, salvo a ti. Para ti significaba la emancipación. La tragedia económica trajo como secuela una gran agitación política. Perseguían a los anarquistas y Kropotkin cayó preso. Camille Pissarro se escondió y hubo pánico en muchos hogares pobres y burgueses. Pero tú, Paul, totalmente indiferente a estos sucesos, seguías pintando, enloquecido de impaciencia. Cuando se cerró la Bolsa de Lyon, Mette tuvo una crisis de nervios y lloró como si se le hubiera muerto un ser querido. Cuando se cerró la de París, dejó de comer varios días; enflaqueció, se demacró. Tú estabas muy contento. Ese año, en la séptima exposición impresionista, expusiste once pinturas al óleo, un pastel y una escultura. Cuando tu jefe de la Agencia Financiera, en agosto de 1883, te llamó para decirte con voz trémula y expresión compungida que, dada la crítica situación, «no podía retenerte», hiciste algo que lo desorbitó de sorpresa: le besaste las manos. A la vez que, eufórico, le decías: «Gracias, patrono Usted acaba de hacer de mí un verdadero artista». Loco de felicidad, corriste a informar a Mette que, a partir de ahora, nunca volverías a pisar una oficina. Te dedicarías sólo a pintar. Muda, lívida, después de pestañear un buen rato, Mette rodó a tus pies, sin sentido.

– Para entonces, yo había cambiado mucho -añadió Paul, regocijado-. Bebía más que antes. Cognac en casa y ajenjo en La Nouvelle Athenes. Pasaba largos ratos solo, tocando el armonio, porque eso me estimulaba a pintar. Y empecé a vestirme a la manera bohemia, estrafalaria, para provocar a los burgueses. Tenía treinta y cinco años. Empezaba a vivir la verdadera vida, amigos.

De súbito, los truenos cesaron y la lluvia amainó algo. Las treinta cascadas que caían sobre Atuona los días de lluvia desde los montes Temetiu y Feani se habían multiplicado y el río Make Make se rebalsaba por sus dos orillas. Pronto una avenida de agua invadió el estudio y lo anegó. Señalando la neblina que los rodeaba, Ben Varney canturreó: «Es como navegar en un ballenero». En pocos minutos estuvieron sumergidos en el fangoso torrente hasta los tobillos. Empapados, se asomaron al exterior. Toda la zona estaba inundada y un nuevo río, recién aparecido, arrastrando ramas, troncos, hierbas, barro, latas, pasaba rumbo a la calle principal llevándose consigo el jardín de La Casa del Placer.

– ¿Saben ustedes qué es ese bulto, allá? -señaló Tioka unas manchas más densas que las nubes rastreras aposentadas sobre Atuona-. ¿Ese que se lleva el torrente hacia el mar? Mi casa. Espero que no se esté llevando también a mi vahine ya mis hijos.

Hablaba sin alterarse, con el tranquilo estoicismo de los marquesanos que había impresionado tanto a Koke desde su primer día en Hiva Da. Tioka les hizo un gesto de despedida y se alejó, con el agua hasta las rodillas. Las cortinas de lluvia y las nubes se lo tragaron en un dos por tres. A diferencia de él, Ky Dong, Poseidón Frébault y Ben Varney reaccionaron, por fin. El susto y la sorpresa les habían quitado en segundos el efecto del alcohol. ¿Qué harían? Lo mejor, apresurarse a ir a ver el estado de sus familias, y, tal vez, refugiarse en la colina del cementerio. En esta llanura estaban mucho más expuestos a las embestidas del huracán. Si, además, se venía un tsunami, adiós Atuona.

– Tienes que subir con nosotros, Paul -insistió Ky Dong-. Esta cabaña no resistirá. No es un temporal. Es un huracán, un ciclón. Estarás más seguro con nosotros allá arriba, en el cementerio.

– ¿Con mis piernas en este estado zambullirme en ese fango? -se rió él-. Si apenas puedo andar, amigos. Vayan, vayan ustedes. Me quedo aquí, esperando. ¡El fin del mundo es mi elemento, señores!

Los vio partir, encogidos, chapoteando, el agua en las rodillas, en dirección al sendero ahora desaparecido que se convertía en la espina dorsal de Atuona pasando esa empalizada de arbustos. ¿Llegarían sanos y salvos? Sí, tenían experiencia con estos percances del clima. ¿Y tú, Paul? Ky Dong había dicho la verdad; La Casa del Placer era una frágil construcción de bambú, hojas de palmera y vigas de madera que sólo de milagro había resistido hasta ahora el viento y el agua. Si esto duraba, sería descuajada y arrastrada, y tú con ella. ¿Era una manera de morir aceptable, ésta? Algo ridícula, tal vez. Pero, no era menos ridículo morir de pulmonía. O deshaciéndose a pocos por culpa de la enfermedad impronunciable. Como no había un solo rincón en La Casa del Placer que estuviera seco, a salvo de los manotazos del viento y la lluvia, fue, arrastrando los pies -las piernas le dolían mucho ahora-, a servirse otra copa de ajenjo. Cogió su armonio empapado y empezó a tocar, de manera mecánica. Había aprendido a dominar este difícil instrumento de muchacho, en los barcos, cuando servía en la marina mercante. Su música llenaba los vacíos del espíritu, lo sosegaba en las crisis de exasperación o abatimiento, y, cuando estaba enfrascado en un cuadro o una escultura -rara vez, ahora que tenía la vista tan mala-, le daba ánimos, ideas, algo de la antigua voluntad de alcanzar la escurridiza perfección. ¿Inesperado morir así, Paul? En una islita perdida, en medio del Pacífico. Las Marquesas, la región más apartada del mundo. Bueno, hacía tiempo que lo habías decidido: morir entre los salvajes, como un salvaje más. Pero, entonces, recordó a la vieja ciega que lo hizo sentirse un forastero.

Había aparecido algunas semanas atrás, apoyándose en un bastón, venida de ninguna parte, a la hora del crepúsculo, cuando Koke se asomaba al segundo piso a contemplar, esforzando su pobre vista, la islita desolada de Hanakee y la Bahía de los Traidores, a las que a esta hora el sol poniente teñía de rosado. La vieja ciega se metió al jardín, entre los ladridos del perro y los maullidos de los dos gatos, profiriendo unas exclamaciones en maorí que señalaron a Koke su presencia. Parecía un bulto, un ser informe más que una mujer. Iba envuelta en unos trapos probablemente recogidos en las basuras, remendados y parchados con cuerdas. Guiándose con el bastón -daba rápidos golpecitos a izquierda y derecha-, encontró el camino de la casa y, misteriosamente, el de Paul, que iba a su encuentro. Estuvieron frente a frente, en el taller de escultura, justamente donde Koke estaba ahora, muerto de frío, combatiendo el miedo con ajenjo. ¿Era ciega o fingía? Cuando la tuvo muy cerca divisó sus córneas blanqueadas. Sí, era ciega. Antes de que Paul abriera la boca, la mujer, sintiéndolo, levantó la mano y lo tocó en el pechó desnudo. Lo palpó con calma, los brazos, los hombros, el ombligo. Luego, abriendo su pareo, el vientre, y le cogió los testículos y el pene. Los sopesó, como sometiéndolos a un examen. Entonces, la cara se le avinagró y exclamó, asqueada: «Popa 11». Era una expresión que Koke conocía; los maoríes designaban así a los europeos. Sin decir nada más, sin esperar la comida o el regalo que había ido a buscar, la vieja ciega dio media vuelta, y, tanteando, se marchó. Eso eras tú para ellos: un extranjero de falo encapuchado. Habías fracasado en eso también, Koke.

Se despertó a la mañana siguiente, abrazado a su armonio. Se había quedado dormido sobre la mesa de los vasos y botellas, ahora regados por el suelo. Las aguas empezaban a retirarse del estudio, pero, alrededor de Koke, todo era desolación y estrago. Sin embargo, aunque en partes destechada y averiada, La Casa del Placer había resistido el huracán. Y, allí arriba, en un cielo azul pálido, un sol renaciente comenzaba a calentar la tierra.

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