XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903

– Lo que me sorprende más, en toda la historia de tu vida -dijo Ben Varney, mirando a Paul como si quisiera descifrado-, es que tu mujer te aguantara esa locura.

Paullo oía sólo a medias. Estaba tratando de medir los estragos que causó en Atuona el huracán. Antes, desde los altos del almacén de Ben Varney donde platicaban, sólo se veía la torrecilla de madera de la misión protestante. Pero los vientos devastadores habían descuajado algunos árboles, y desvestido y mutilado a muchos otros, de modo que ahora era posible divisar desde esta baranda toda la fachada de la iglesia y la pulcra casita del pastor Paul Vernier. También, los dos hermosos tamarindos que la flanqueaban, apenas dañados por el temporal. Mientras entreveía todo aquello, Paul imaginaba el sendero hacia la playa: habría quedado intransitable con todo el fango, las piedras y las ramas, hojas y troncos con que lo obstruyó el huracán. Pasaría buen tiempo antes de que lo limpiaran y pudieras reanudar tus paseos a la hora del crepúsculo hasta la Bahía de los Traidores, Koke. ¿Les habrían preparado aquella emboscada los pacíficos marquesanos a los tripulantes de aquel barco ballenero? ¿Los habrían matado y manducado?

– Que siguiera contigo pese al descalabro económico que significó para tu familia tu capricho de ser pintor, quiero decir -insistió el almacenero. Desde que había escuchado la historia, acosaba a Paul sin descanso para saber más detalles-. ¿Cómo pudo aguantarte?

– No me aguantó mucho, sólo un par de años -te resignaste a contestarle-. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? La Vikinga no tenía escapatoria. Apenas la tuvo, me dejó. Mejor dicho, se las arregló para que yo la dejara.

Conversaban en la terraza de Ben, en los altos del almacén. Adentro, se oía hablar en marquesano a la mujer de Varney con unos niños. En el cielo de Hiva Oa comenzaba el gran fuego de artificio -azul, rojo, rosado de todos los crepúsculos. El ciclón de diciembre pasado había hecho pocas víctimas en Atuona, pero sí muchos estragos: derribado cabañas, destechado locales, arrancado árboles y convertido la única calle del poblado en un lodazal agujereado y supurante de tierra agusanada. Pero la vivienda de madera del norteamericano, igual que La Casa del Placer, había resistido, con escasos daños ya restañados. El más perjudicado de los amigos fue Tioka, el vecino de Koke, al que la creciente del río Make Make le arrebató su cabaña entera. Pero su familia quedó indemne. Ahora, el recio anciano de barbas blancas y los suyos trabajaban sin descanso, construyéndose otra morada en el pedazo de terreno, que, dentro del suyo, le regaló Koke.

– Puede que yo no sepa mucho de arte -admitió el almacenero-. Bueno, la verdad, no sé nada de eso. Pero, reconoce que es algo difícil de entender, para una inteligencia normal. Gozar de una vida segura y próspera, y dejarlo todo, a los treinta y pico de años, para empezar una carrera de artista. ¡Teniendo mujer y cinco hijos! ¿No se debe llamar eso una locura?

– ¿Sabes una cosa, Ben? Si yo seguía en la Bolsa, hubiera terminado asesinando a Mette y a mis hijos, aunque, como al bandido Prado, me cortaran luego el pescuezo en la guillotina.

Ben Varney se rió. Pero no bromeabas, Koke. Cuando, en agosto de 1883, te quedaste sin empleo, habías llegado al límite. Dedicar buena parte del día a hacer algo que odiabas pues te impedía coger los pinceles -lo que ya te importaba más que nada en la vida-, te tenía al borde de un estallido que hubiera podido terminar -estabas seguro- en el suicidio o el crimen. Por eso te sentiste tan feliz cuando perdiste el empleo, a sabiendas de que empezar otra vida les exigiría a ti y sobre todo a Mette muchos sacrificios. Así fue. Las pruebas, Koke. Pruebas de un diosecillo desconfiado y cruel para verificar si tenías vocación de artista, y, más difícil aún, para saber si merecías tener talento. Veinte años después, aunque las hubieras aprobado todas, esa abusiva divinidad te seguía mandando pruebas. Ahora, la más infame: el deterioro de tus ojos. ¿Cómo podías pasar el examen de la semiceguera siendo un pintor? ¿Por qué ese ensañamiento contigo?

Poco después del último parto de Mette, en diciembre de 1883 -al benjamín, Paul Rallan, lo llamarían siempre Pala-, la familia Gauguin dejó París para instalarse en Rouen. Se te ocurrió que allí la vida sería más barata y que ganarías buen dinero vendiendo tus cuadros y retratando a los prósperos ruaneses. Las quimeras de siempre, Koke. No vendiste una tela ni te encargaron un solo retrato. Y, los ocho meses en ese pisito minúsculo del barrio medieval, oíste a Mette maldecir a diario su suerte, llorar e increparte por haberle ocultado tu vocación de artista que los arruinó. Pero, esas querellas domésticas te importaban un comino, Koke.

– Era libre y feliz, Ben -se rió Paul-. Pintaba paisajes normandos, barcos y pescadores en el puerto. Una soberana mierda de cuadros, por supuesto. Pero, tenía la certeza de que pronto sería un buen pintor. Estaba a la vuelta de la esquina. ¡Qué entusiasmo me corría por las venas, Ben!

– Yo que Mette, te hubiera envenenado -dijo el ex ballenero-. Pero, en fin, si hubieras sido un buen marido nunca habrías llegado a las Marquesas. ¿Sabes una cosa? Si alguien escribiera la vida de los que hemos terminado varados aquí, saldría una historia formidable. Fíjate, Ky Dong y tú, o yo mismo.

– La más original es tu historia, Ben -dijo Paul-. Mira que perder tu barco por una borrachera. ¿Es verdad eso? ¿Ocurrió así?

El norteamericano asintió, haciendo una mueca que arrugó su cara pecosa y colorada.

– La verdad es que mis compañeros me emborracharon para poder largarse sin mí -dijo, sin amargura, como si hablara de otro-. En el barco ballenero me tenían por un tipo algo jodido, creo. Como te tienen a ti acá. Nos parecemos, Koke. Será por eso que te aprecio tanto. A propósito, ¿cómo va tu lío con las autoridades?

– Que yo sepa, los juicios se han estancado -Paul escupió hacia las palmeras del contorno-. Tal vez, con el ciclón se les refundieron o deshicieron los expedientes. Ya no pueden hacerme daño. ¡ La Naturaleza defendió al arte contra curas y gendarmes! ¡El ciclón me absolvió, Ben!

En julio de 1884, Mette Gad se trepó a un barco en el puerto de Rouen que se la llevó a Dinamarca con tres de los niños, dejando a Paul en la capital normanda a cargo de Clovis y lean. En Copenhague, a la Vikinga le fue mejor.- Su familia le consiguió trabajo como profesora de francés. Y, entonces -los sueños, Koke, siempre los sueños-, decidiste trasladarte allí a fin de conquistar Dinamarca para el impresionismo.

– ¿Qué es el impresionismo? -quiso saber Ben. Tomaban brandy y el almacenero estaba ya achispado. Paul, en cambio, pese a haber bebido más que él, se encontraba perfectamente ecuánime. A su espalda, desde la colina de la misión católica el viento traía hasta ellos los himnos del coro del colegio de las monjas de San José de Cluny. Ensayaban siempre a esta hora. U nos himnos que ya no parecían religiosos, porque se habían impregnado de la alegría y el ritmo sensual de la vida marquesana.

– Un movimiento artístico del que, me imagino, ya no se acuerda nadie en París -se encogió de hombros Koke-. Y, ahora, Ben, el último brindis. Si se me hace de noche, con estos ojos no encontraré mi casa.

Ben Varney lo ayudó a bajar las escaleras, a cruzar el jardín cercado de alambres y a subir a su cochecito. Apenas lo sintió a bordo, el pony partió. Conocía el camino de memoria y avanzaba con prudencia en la medialuz del atardecer, esquivando los obstáculos. Felizmente, no tenías que guiado, Paul; no hubieras podido, en estas sombras tus ojos lastimados por la enfermedad impronunciable no distinguían los huecos ni baches del camino. Te sentías bien. Ciego y contento, Koke. Había una atmósfera tibia, bienhechora, una suave brisa aromada de sándalo. Aquélla había sido una prueba difícil para tu orgullo. Tener que vivir en 29 Frederiksbergalle, la casa de la madre de Mette, mantenido y humillado por tu suegra y por los tíos, hermanas y hermanos y hasta primos de tu mujer. Ninguno podía comprender, menos aceptar, que hubieras abandonado las finanzas y la vida burguesa para ser un bohemio, según ellos sinónimo de artista. Te exiliaron en la buhardilla, donde, dada tu apariencia pobretona y excéntrica -que tú, por supuesto, en aquellos días, como represalia contra tu familia política, exageraste colocándote en la cabeza un tocado de piel roja-, debías permanecer encerrado mientras Mette enseñaba francés a las jóvenes y a los jóvenes privilegiados de la sociedad danesa, pues había el riesgo de que, disgustadas ellas y ofendidos ellos con tu apariencia inconveniente, renunciaran a las clases. Las cosas no mejoraron cuando Mette, tú y los niños abandonaron la casa de tu suegra, para vivir -gracias a la venta de un cuadro de tu colección de impresionistas- en la casita de Norregada 51, un barrio sórdido de Copenhague, lo que dio a Mette nuevos argumentos para encolerizarse contra ti y apiadarse de su suerte.

También esa prueba de la humillación y la soledad en un país cuya lengua no hablabas, donde no tuviste un amigo ni un comprador para tus cuadros, la pasaste. Trabajando sin descanso y con furia: esquiado res en el helado Parque de Frederiksberge, los árboles del Parque del Este, tu primer autorretrato. Cerámicas, maderas, dibujos, incontables bocetos. Uno de los raros artistas daneses que se interesó en lo que hacías, Theodor Philipsen, fue a curiosear tus cuadros. Durante una hora, conversaron. De pronto, te oíste diciendo al danés que, para ti, las sensaciones eran más importantes que las razones. ¿De dónde sacaste semejante teoría? La inventabas a medida que la decías. La pintura debía ser expresión de la totalidad del ser humano: su inteligencia, su destreza artesanal, su cultura, pero también sus creencias, sus instintos, sus deseos y sus odios. «Como entre los primitivos.» Philipsen no prestó la menor importancia a lo que habías dicho; era amable y desvaído, como todos los nórdicos. Pero, tú, sí. Habías soltado,aquello sin premeditación; luego, reflexionado, descubrirías que esa fórmula resumía tu credo estético. Hasta hoy, Koke. Porque, detrás de las infinitas afirmaciones y negaciones sobre cuestiones artísticas que venías diciendo y escribiendo todos estos años, el núcleo inamovible seguía siendo el mismo: el arte occidental había decaído por segregarse de aquella totalidad de la existencia que se manifestaba en las culturas primitivas. En éstas el arte, inseparable de la religión, formaba parte de la vida cotidiana, como comer, adornarse, cantar y hacer el amor. Tú querías restablecer en tus cuadros esa interrumpida tradición.

Cuando llegó a La Casa del Placer, cuyos contornos, desde el ciclón de diciembre, habían dejado de ser boscosos y se habían vuelto un descampado de ralos arbolitos y troncos derribados, era ya noche. Uno de los rasgos de Hiva Oa: oscurecer en un instante, como un telón que cae y borra el escenario. Una agradable sorpresa. Ahí estaban Haapuani y su mujer Tohotama, sentados junto a las caricaturas del Padre Lujuria y Teresa, sobrevivientes del ciclón. Acababan de llegar de Tahuata, la isla de los pelirrojos, como Tohotama. ¿A qué se debía esta grata visita? Haapuani vaciló y cambió una larga mirada con su mujer, antes de responderle, sin alegría:

– Acepto tu propuesta. La necesidad me obliga, Koke.

Desde que lo conoció, a poco de llegar a Atuona, Paul había querido pintar a Haapuani. Su personalidad lo intrigaba. Había sido sacerdote de un poblado maorí, en Tahuata, antes de la llegada de los misioneros franceses. Nadie sabía a ciencia cierta si vivía ahora en Hiva Oa, en su isla de origen, o yendo y viniendo entre las dos. Desaparecía largas temporadas y al volver no decía palabra sobre sus andanzas. Los naturales de Hiva Oa le atribuían saberes y poderes tradicionales, por su antiguo oficio, que, según Ky Dong, seguía practicando en secreto, a ocultas del obispo Martin, del pastor Vernier y del gendarme Claverie. Koke lo admiraba por su audacia. Pues Haapuani, pese a sus años -debía ser cincuentón-, se presentaba a veces en La Casa del Placer vestido y adornado como un mahu, un hombre-mujer, algo que, aunque dejaba indiferentes a los maoríes, podía atraer sobre él las fulminaciones de las dos iglesias y de la autoridad civil si lo descubrían. Haapuani nunca objetó que la bella y musculosa Toho tama posara -lo hizo muchas veces-, pero jamás aceptó que Koke lo pintara. Cada vez que se lo propusiste, se enojaba. Lo había hecho cambiar de opinión el ciclón, que, sin causar daños en Hiva Oa, en Tahuata causó terribles males, destruyendo viviendas y granjas y dando muerte a decenas de personas, entre ellas varios parientes del antiguo hechicero. Haapuani te lo confesó: necesitaba dinero. A juzgar por su voz y su expresión, le había costado gran esfuerzo dar este paso.

¿Te permitirían pintado estos miserables ojos?

Sin pensado dos veces, Koke aceptó, entusiasmado. De inmediato, formalizaron el acuerdo, tras lo cual Paul adelantó a Haapuani algún dinero. Sentía tanta excitación con la perspectiva de pintar esa tela, que pasó buena parte de la noche desvelado, revolviéndose en su cama mientras oía maullar a los gatos salvajes y contemplaba, en un cielo encapotado de nubes, las apariciones de la luna. Haapuani sabía muchas más cosas de las que quería admitir. Koke lo había sondeado, cuando venía a acompañar a Tohotama, mientras ella posaba. Nunca aceptó revelarle nada sobre su pasado de sacerdote maorí. Siempre le negó que todavía se practicara el canibalismo en algunas islas apartadas del archipiélago. Pero a Koke, obsesionado con el tema, esas negativas no lo convencían. En cambio, consiguió algunas veces vencer la resistencia del hechicero a hablar sobre el arte de los tatuajes, que el obispo Martín y el pastor Vernier creían haber abolido. Pero estaba vivo aún en las aldeas y bosques perdidos de todas las Marquesas, preservando, en aquellas remotas soledades, sobre las pieles tostadas de los varones y las hembras maoríes, la antigua sabiduría, la fe y las tradiciones exorcizadas por los misioneros. En su único viaje al interior de Hiva Oa, hacia la aldea de Hanaupe, en el valle de Hekeani, para negociar la compra de Vaeoho, Koke lo comprobó: hombres y mujeres de la aldea lucían sus tatuajes sin la menor inquietud. Y había conversado, mediante un intérprete, con el tatuador del pueblo, un anciano risueño que le mostró la delicadeza y seguridad de artista con que imprimía sobre la piel humana aquellos dibujos simétricos y laberínticos. Haapuani, que, cada vez que Koke lo interrogaba sobre las creencias marquesanas, se erizaba como un gato, algunas veces se animaba a ilustrado acerca del significado de los tatuajes, y, un día, incluso, dibujando sobre un papel con la facilidad de un experto tatuador, le explicó la maraña de alusiones encerrada en ciertos diseños -los más antiguos, según él-, aquellos que servían para proteger a los guerreros en los combates, los que daban fuerza para resistir las acechanzas de los espíritus malignos, los que garantizaban la pureza del alma.

El hechicero se presentó a la mañana siguiente en La Casa del Placer, poco después de la salida del sol. Koke lo esperaba en el estudio. El cielo estaba limpio en la vecindad de Atuona, aunque en el horizonte marino, en dirección de la despoblada Isla de las Ovejas, había una acumulación de nubes oscuras y viborillas rojizas de relámpagos que presagiaban tormenta. Cuando colocó a Haapuani en la posición donde mejor podía darle la naciente luz, se le encogió el corazón. ¡Qué desgracia, Koke! Distinguías apenas algo más que un bulto, difuminado en los bordes, y manchas de distintas tonalidades y profundidad. En eso se habían convertido ahora para tus ojos los colores: borrones, nieblas. ¿No era vano intentarlo, Koke?

– No, maldita sea, no -murmuró, acercándose mucho al brujo, como si fuera a besarlo o morderlo-. Aunque me vuelva ciego del todo, o me mate la rabia, te pintaré, Haapuani.

– Lo mejor es conservar la calma, Koke -le aconsejó el maorí-. Ya que tanto quieres saber lo que piensan los marquesanos, ésa es nuestra creencia principal: no ponerse nunca rabioso, salvo frente al enemigo.

Tohotama, que estaba por alguna parte -no la habías sentido llegar-, soltó una risita, como si todo aquello fuera un juego. Mette tenía también esa irritante costumbre: banalizar los asuntos importantes haciendo una broma y lanzando una carcajada. Aunque nunca llegaron a hacerse amigos, el pintor danés Philipsen se portó bien contigo. Luego de aquella visita a la casa de Norregada 51 para ver tus cuadros, movió sus relaciones a fin de que una Sociedad de Amigos del Arte de Dinamarca auspiciara una exposición de tu pintura. Se inauguró el 1 de mayo de 1884, con asistencia escasa aunque distinguida. Caballeros y señoras, atentos y ceremoniosos, parecieron interesarse en tus cuadros y te interrogaron sobre ellos en relamido francés. Sin embargo, nadie compró una tela, no apareció una reseña favorable u hostil en la prensa de Copenhague y a los cinco días la exposición se cerró. Tú alardearías luego de que las autoridades, académicas y conservadoras, la habían mandado clausurar, escandalizadas por tus atrevimientos estéticos. Pero, no era así. En verdad, tu única exposición mientras viviste en Copenhague terminó tan pronto por falta de público y por su fracaso comercial.

Lo peor no fue tu frustración; fue lo indignada que quedó contigo la familia de Mette por aquel fiasco. ¡Cómo! Este bohemio estrafalario dejaba su posición y su trabajo respetable de financista en nombre del Arte ¡Y era esto lo que pintaba! La condesa Moltke hizo saber que si ese personaje de indumentaria grotesca y afeminada, imitador de los pieles rojas, permanecía en Copenhague ella dejaría de pagar el colegio a Emil, el hijo mayor de los Gauguin, obra caritativa que había asumido hacía seis meses. Y la Vikinga, pálida y lloriqueando, se atrevió a decirte que, si no partías, los jóvenes diplomáticos a los que enseñaba francés la habían amenazado con buscarse otro profesor. Y, entonces, ella y los niños se morirían de hambre. ¡Te echaron de Copenhague como un perro, Koke! No tuviste más remedio que volver a París, en una tercera de tren, llevándote al pequeño Clovis, de seis añitos, así aliviabas de una boca las penurias de Mette para alimentar al resto de la familia. La separación, aquel comienzo de junio de 1885, fue una obra maestra de hipocresía. Tú y ella simularon una separación momentánea, exigida por las circunstancias, diciéndose que, apenas las cosas mejoraran, volverían a reunirse. Sin embargo, en el fondo tú sabías de sobra, y acaso Mette también, que la separación sería larga, tal vez definitiva. ¿Cierto, Koke? Bueno, sólo hasta cierto punto. Porque, aunque en estos dieciocho años sólo se habían visto una vez y por pocos días -ella no dejó que la tocaras-, legalmente la Vikinga seguía siendo tu mujer. ¿Hacía cuántos meses ya que Mette no te escribía, Koke?

Llegó a París sin un centavo en el bolsillo, con un niño a cuestas, a alojarse donde el buen Schuff, en su departamento de la rue Boulard, desde cuyas ventanas divisabas las lápidas del cementerio de Montparnasse. Tenías treinta y siete años, Koke. ¿Comenzabas a ser un verdadero pintor? Todavía. Como en el piso no había espacio para trabajar, dibujabas y pintabas en las calles, de pie junto a un castaño del Luxemburgo, sentado en las bancas de los parques, a las orillas del Sena, en cuadernos y telas que te regalaba el amigo Schuff, quien, sin que lo advirtiera Louise, su mujer, te deslizaba a veces unos francos en el bolsillo para que a media jornada pudieras sentarte un rato en la terraza de _n café. ¿Fue en ese verano de 1885 que, algunas noches de desvelo, te asustaste, pensando que, a lo mejor, todo aquello que hacías era un monumental error, un disparate que lamentarías? No, el período de desesperación extrema vino después. En julio, gracias a la venta de otro cuadro de tu colección de impresionistas (quedaban muy pocos y todos en manos de Mette) partiste a Dieppe. Allí pasaba el verano una colonia de pintores conocidos tuyos, entre ellos Degas. Se reunían en una casa extraordinariamente vistosa y original, el Chalet du Bas-Fort-Blanc, del pintor Jacques-Émile Blanche. Fuiste a visitados, creyendo que esos compañeros te recibirían con los brazos abiertos; pero se hicieron negar y descubriste a Degas y Blanche espiándote detrás de los visillos, mientras el mayordomo te despedía. Desde entonces, ambos te esquivaron como a un ser impresentable. Lo eras, Koke. Merodeabas, solo como un hongo, por el puerto y los acantilados, con tu caballete, tus pinturas y tus cartulinas, pintando bañistas, playas arenosas, altos arrecifes. Los cuadros eran malos. Te sentías un perro sarnoso. Nada raro que Degas, Blanche y los otros pintores de Dieppe te evitaran: te vestías como pordiosero porque en eso te habías convertido.

Todavía no había llegado lo peor, Koke. Vino con el invierno, cuando retornaste a París, de nuevo sin dinero. Tu hermana María Fernanda te devolvió a Clovis, de quien se había hecho cargo a regañadientes mientras tú estabas en Dieppe. Los Schuffenecker ya no pudieron alojarte. Alquilaste un cuartito miserable en la rue Caíl, cerca de la Gare de l'Est, sin muebles. Conseguiste en un mercadillo de trastos viejos una camita para Clovis. Tú dormías en el suelo, temblando de frío bajo una simple manta. Sólo tenías ropa de verano y Mette no te envió nunca la de invierno que dejaste en Copenhague. Aquellos meses finales de 1885 y primeros de 1886 fueron helados, con frecuentes nevadas. Clovis contrajo una varicela y ni siquiera pudiste comprarle remedios; sobrevivió porque, sin duda, tenía tu misma sangre fuerte y un espíritu rebelde que se crecía ante la adversidad. Lo alimentabas con puñaditos de arroz y tú, muchos días, comiste apenas un mendrugo. Entonces -la desesperación, Koke- tuviste que dejar de pintar para que tú y el niño no desfallecieran. Cuando pensabas que, tal vez, la solución sería lanzarte desde uno de los puentes a las aguas heladas del Sena con el niño en brazos, encontraste trabajo: pegador de carteles publicitarios en las estaciones de París. ¡Albricias, Koke! Era un trabajo duro, a la intemperie, que te embadurnaba de engrudo de pies a cabeza, pero, en unas cuantas semanas, te permitió ahorrar lo suficiente para poner a Clovis en una modestísima pensión, en Antony, en las afueras de París.

¿Fue ese invierno, entre 1885 y 1886, el peor momento de tu vida, cuando estuviste a punto de rendirte? No. Era éste, pese a que tenías un techo bajo el cual dormir y -gracias a Daniel de Monfreid y al galerista Ambroise Vollard- un dinerillo que, aunque escaso, te permitía comer y beber. Porque nada, ni siquiera aquel horrible invierno de hacía dieciocho años, se comparaba a la impotencia que sentías cada jornada, tratando, poco menos que a tientas, de volcar en el lienzo los colores y las formas que te sugería la presencia de Haapuani. La presencia, porque casi todo lo que veías de él era una silueta sin rostro. Eso no te importaba tanto. Tenías en la memoria, muy nítida, la agraciada cara, pese a sus años, del marido de Tohotama, y, también, la idea de lo que debía ser el cuadro. Un bello hechicero que es, al mismo tiempo, un mahu. Un ser coqueto y distinguido, con florecillas entre sus lacios y largos cabellos femeninos, envuelto en una gran capa roja que llamea a sus espaldas, con una hoja en su mano derecha que delata sus conocimientos secretos del mundo vegetal,-filtros de amor, pociones curativas, venenos, cocimientos mágicos- y, detrás de él, como siempre en tus cuadros (¿por qué, Koke?), dos mujeres sumergidas en la floresta -reales o tal vez fantásticas, arrebujadas en unos misteriosos capotes masculinos de reminiscencia frailuna y medieval-, observándolo, fascinadas o asustadas por su conducta misteriosa y equívoca y por su insolente libertad. Habría un perro allí también, a los pies del brujo, de extraña osatura, venido acaso del averno maorí. Un gallo negro, un río de aguas blanquiazules, y un cielo de anochecer asomaría entre los árboles del bosque, al fondo. Lo veías muy bien en tu mente, pero, para trasladarlo sobre la tela, necesitabas consultar a cada momento al propio Haapuani, o a Tohotama, o a Tioka, que a veces venía a verte trabajar, sobre los colores, y las mezclas que hacías poco menos que por mera intuición, sin poder verificar los resultados. Ellos tenían buena voluntad, pero no las palabras ni el conocimiento para responder a tus preguntas. La idea de que sus informaciones inexactas estropearan tu tarea te torturaba. El trabajo iba lentísimo. ¿Avanzabas o retrocedías? Cómo saberlo. Cuando la impotencia te arrancaba un gemido, una crisis de llanto y blasfemias, Haapuani y Tohotama permanecían a tu lado, sin moverse, respetuosos, esperando que te calmaras y retornaras el pincel.

Entonces, Paul recordó que, en aquel invierno durísimo de hacía dieciocho años, cuando pegaba carteles en las estaciones de ferrocarril de París, el azar puso en sus manos un librito que encontró, olvidado o arrojado allí por su dueño, en una silla de un cafetín contiguo a la Gare de l'Est donde se sentaba a tomar un ajenjo al término de la jornada. Su autor era un turco, el artista, filósofo y teólogo Mani Velibi-Zumbul-Zadi, que, en ese ensayo, había trenzado sus tres vocaciones. El color, según él, expresaba algo más recóndito y subjetivo que el mundo natural. Era manifestación de la sensibilidad, las creencias y las fantasías humanas. En la valoración y el uso de los colores se volcaba la espiritualidad de una época, los ángeles y demonios de las personas. Por eso, los artistas auténticos no debían sentirse esclavizados por el mimetismo pictórico frente al mundo natural: bosque verde, cielo azul, mar gris, nube blanca. Su obligación era usar los colores de acuerdo a urgencias íntimas o al simple capricho personal: sol negro, luna solar, caballo azul, olas esmeraldas, nubes verdes. Mani Velibi-Zumbul-Zadi decía también -qué oportuna ahora esa enseñanza, Koke- que los artistas, para preservar su autenticidad, debían prescindir de modelos y pintar fiándose exclusivamente de su memoria. Así su arte materializaría mejor sus verdades secretas. Eso era lo que, obligado por tus ojos, estabas haciendo, Koke. ¿Sería El hechicero de Hiva Da el último cuadro que pintarías? La pregunta te daba arcadas de tristeza y rabia.

– Cuando termine este retrato no volveré a coger un pincel, Haapuani.

– ¿Quieres decir que, por pintarme, te voy a enterrar, Koke?

– En cierto modo, sí. Me vas a enterrar y yo, en

cambio, te voy a inmortalizar. Saldrás ganando, Haapuani.

– ¿Puedo preguntarte, Koke? -Tohotama había estado muda e inmóvil toda la mañana, tanto que Paul no advirtió su presencia-. ¿Por qué has puesto esa capa roja en los hombros de mi marido? Haapuani nunca se ha vestido así. Tampoco conozco a nadie de Hiva Oa o de Tahuata que lo haga.

– Pues eso es lo que yo veo en los hombros de tu marido, Tohotama-Koke se sintió animado al oír la voz honda y espesa de la muchacha, que se correspondía tan bien con su robusta anatomía y sus cabellos rojizos, sus pechos turgentes, sus grandes caderas y sus gruesos y lustrosos muslos, todas esas cosas bellas que ahora ya sólo podía recordar-. Veo toda la sangre que han vertido los maoríes a lo largo de su historia. Luchando entre sí, destrozándose por la comida y por la tierra, defendiéndose contra invasores de carne y hueso o demonios del otro mundo. En esa capa roja está toda la historia de tu pueblo, Tohotama.

– Yo sólo veo una capa roja que nunca nadie se ha puesto acá -insistió ella-. ¿Y las capuchas de ésas? ¿Son dos mujeres, Koke? ¿O son hombres? No pueden ser marquesanos. Nunca he visto en estas islas a una mujer o un hombre que se ponga eso en la cabeza.

Sintió deseos de acariciada, pero no lo intentó. Estirarías los brazos y tocarías el aire, pues ella te esquivaría con facilidad. Entonces, te invadiría una sensación de ridículo. Pero, haberla deseado, aunque fuera sólo un momento, te alegró, pues una de las consecuencias del avance sobre tu cuerpo de la enfermedad impronunciable era la falta de deseos. No estabas muerto del todo, Koke. Un poco más de paciencia y tesón, y terminarías este maldito cuadro.

Después de todo, tal vez era cierto aquello que, en el seminario de la Chapelle Saint-Mesmin, en tu infancia en Orléans, le gustaba repetir al obispo Dupanloup en sus clases de religión, cuando exaltaba a los héroes de la Cristiandad: era cayendo más bajo cuando el alma pecadora podía impulsarse más, para llegar más alto, como Roberto el Diablo, el malvado absoluto que terminó santo. Te había pasado a ti, luego de aquel invierno atroz de 1885-1886, en París, cuando sentiste que te hundías en el cieno. A partir de allí empezaste a ascender hacia la superficie, hacia el aire puro, poco a poco. El milagro tenía un nombre: Pont-Aven. Muchos pintores y aficionados al arte hablaban de Bretaña, por la belleza de su paisaje sin domesticar, su aislamiento y sus temporales románticos. Para ti, el atractivo de Bretaña combinaba dos razones, una ideal y otra práctica. En Pont-Aven, pueblecito perdido en el Finisterre bretón, encontrarías todavía una cultura arcaica, gentes que en vez de renunciar a su religión, a sus creencias y costumbres tradicionales, se aferraban a ellas con soberano desprecio por los esfuerzos del Estado y de París para integrarlos a la modernidad. De otro lado, allí podrías vivir con poco dinero. Aunque las cosas no salieran exactamente como lo esperabas, tu partida hacia Pont-Aven -trece horas de tren, por la ruta de Quimperlé- en aquel soleado julio de 1886 fue la decisión más acertada hasta entonces de toda tu vida.

Porque en Pont-Aven habías comenzado, ahora sí, a ser un pintor. Un gran pintor, Koke. Aunque ya lo hubieran olvidado los esnobs y frívolos, en el casquivano París. Recordaba muy bien su llegada, molido por el largo viaje, a la placita triangular de aquel pueblo pintoresco de carta postal, en medio de un ubérrimo valle flanqueado por colinas arboladas y coronado por un bosque dedicado al Amor, hasta el que venía, en el aire salado de las tardes, la noticia del mar. Allí estaban los alojamientos para los pudientes, esos norteamericanos e ingleses que llegaban hasta allí en busca de color local: el Hotel des Voyageurs y el Lion d'Or. No eran esos hoteles lo que tú buscabas, sino el modesto albergue de madame Gloanec, que, por insensata o por santa, acogía en su pensión a los artistas menesterosos y aceptaba -magnífica mujer- que, si no tenían dinero, le pagaran el cuarto y la comida con los cuadros que pintaban. ¡La mejor decisión de tu vida, Koke! A la semana de estar instalado en la pensión Gloanec, te vestías como un pescador bretón -zuecos, gorra, chaleco bordado, sacón azul- y te habías convertido, antes que por tu pintura, por tu talante arrollador, tu verba exuberante, tu ciclópea fe en ti mismo y, sin duda, también por tu edad, en el jefe de fila de la media docena de jóvenes artistas que se cobijaban allí gracias a la bondad o la idiotez de la maravillosa viuda Gloanec. Ya habías salido del abismo, Paul. Ahora, a pintar obras maestras.

Dos o tres días después, Tohotama volvió a interrumpir el trabajo de Koke con unas exclamaciones en maorí marquesano, que él no entendió, salvo la palabra mahu perdida entre las frases. En el mundo de sombras y contrastes de luz que era ahora el suyo, advirtió que, picado por la curiosidad, Haapuani abandonaba el lugar en que posaba para acercarse al cuadro a averiguar a qué se debía la excitación de Tohotama. Se debía a que, en vez de mostrado con un pareo en la cintura o desnudo, en la tela el hechicero exhibía, bajo la capa roja, un vestido ceñido como un guante a su esbelto cuerpo, una prenda muy corta que dejaba desnudas sus torneadas piernas de mujer. Haapuani observó la tela un buen rato sin decir nada. Luego, volvió a colocarse en la pose que Koke le había indicado.

– No me has dicho nada sobre tu retrato -comentó Paul, luego de retomar el minucioso, imposible trabajo-,. ¿Qué te ha parecido?

– Por todas partes ves mahus -evitó responderle el hechicero-. Donde los hay y también donde no los hay. No ves al mahu como algo natural, sino como un demonio. En eso te pareces a los misioneros, Koke.

¿Era cierto eso? Bueno, te había ocurrido algo curioso hacía un par de meses, cuando pintaste La hermana de caridad, ese cuadro para el que precisamente posó Tohotama. Al final, no fue un cuadro sobre la monja sino sobre el hombre-mujer que está frente a ella, algo de lo que apenas fuiste consciente mientras lo pintabas. ¿Por qué esta obsesión con el mahu?

– ¿Por qué no me dices qué te ha parecido tu retrato? -insistió Koke.

– De lo único que estoy seguro es que ese del cuadro no soy yo -repuso el maori.

– Ése es el Haapuani que llevas dentro -le replicó Koke-. El que ha tenido que esconderse dentro de ti para que no lo descubran los curas y los gendarmes. Aunque no me creas, te aseguro que el de la tela eres tú. No sólo tú. El verdadero marquesano, el que está desapareciendo, del que pronto no quedarán rastros. En el futuro, para averiguar cómo eran los maories, la gente consultará mis pinturas.

Tohotama se rió, con una risa franca, alegre y despreocupada que enriquecía la mañana, y Haapuani también se rió, pero sin ganas. Ese anochecer, cuando la pareja ya se había marchado y vino a conversar con él su vecino -pasaba un par de veces al día por La Casa del Placer para averiguar si Koke necesitaba alguna cosa- Tioka se quedó largo rato observando la tela. Para verla mejor, acercó una de las teas embreadas de la entrada. Paul no le hizo ninguna pregunta. Al cabo de un rato, su vecino, habitualmente parco de palabras, le dio su parecer:

– En muchos cuadros, has pintado a las mujeres de estas islas con músculos y cuerpos de hombres -afirmó, intrigado-. Pero, en éste, has hecho lo contrario: pintar a Haapuani como si fuera una mujer.

Si lo que Tioka decía era exacto, El hechicero de Hiva Da había salido más o menos como lo concebiste, pese a haberlo pintado casi todo el tiempo a ciegas, con pequeños intervalos en que la luminosidad del día, tu voluntarioso esfuerzo o el diosecillo compadecido, te aclaraban la visión y, por unos minutos, podías corregir detalles, acentuar o debilitar los colores. No sólo la vista te fallaba. También, el pulso. A veces el temblor de tu mano era tan fuerte que tenías que tumbarte un rato en la cama, hasta que tu cuerpo se serenaba y cesaban esos incontrolables movimientos de tus músculos. Sólo las obras maestras las habías pintado en ese estado de incandescencia, Koke. ¿Sería El hechicero de Hiva Da una obra maestra? Si tus ojos pudieran ver la tela de manera cabal, aunque fuese unos segundos, lo sabrías. Pero te quedarías siempre con la duda.

En la siguiente sesión, Tohotama le habló del cuadro. ¿Por qué andabas siempre tan interesado en los mahus, los hombres-mujer, Koke? Él le dio una explicación tonta -«son pintorescos, llamativos, exóticos, Tohotama»-,

pero la pregunta se quedó repicando en su memoria el resto del día. Y lo tuvo cavilando aquella noche, en su cama, después de haber comido un poco de fruta, cambiarse las vendas de las piernas y tomar para el dolor unas gotas de láudano disueltas en agua. ¿Por qué, Koke? Tal vez porque en el huidizo, semi-invisible, perseguido mahu, abominado como una aberración y un pecado por curas y pastores, sobrevivía el último rasgo indómito de ese salvaje maorí del que pronto, gracias a Europa, no quedaría ni una muestra. El primitivo marquesano sería tragado y digerido por la cultura cristiana y occidental. Esa cultura que tú habías defendido con tanto brío y tanta verba, y tantas exageraciones y calumnias allá en Tahití, en Les Guepes y en La Sourire , Koke. Tragado y digerido como lo había sido ya el tahitiano. Puesto en orden, en lo relativo a la religión, a la lengua, a la moral, y, por supuesto, al sexo. En un futuro muy próximo, las cosas serían tan claras para los marquesanos como lo eran para cualquier europeo, creyente y burgués. Había dos sexos y bastaba, para qué más. Bien diferenciados y separados por un abismo infranqueable: hombre y mujer, macho y hembra, verga y vagina. La ambigüedad, en el campo del amor y del deseo, era, como en el de la fe, una manifestación de barbarie y vicio, tan degradante para la civilización como la antropofagia. El hombre-mujer, la mujer-hombre, eran anormalidades a las que había que exorcizar, como hizo Dios Padre con Sodoma y Gomorra. ¡Pobres los pocos mahus que quedaban en estas islas! Los colonos y administradores coloniales hipócritas los buscaban para contratados de domésticos, por la buena fama que tenían como cocineros, lavanderos, niñeros o guardianes de los hogares. Pero, para no malquistarse con los religiosos, les prohibían adornarse y vestirse como féminas. Cuando, seguramente con mucha aprensión y miedo de ser descubiertos, se enredaban flores en la cabeza, se ponían brazaletes en las muñecas y ajorcas en los tobillos y se adornaban como muchachas, y osaban mostrarse así, de manera fugaz, los mahus no sospechaban que eran los estertores agónicos de una cultura. Esa manera sana, espontánea, libre, de los primitivos de aceptarse con todo lo que llevaban dentro -sus deseos y sus fantasías- tenía los días contados. El hechicero de Hiva Da era una lápida, Koke.

Pese a lo que te había dicho aquella vieja ciega maorí tocándote el pene encapuchado, tú estabas más cerca de ellos que de gentes como monseñor Martin o el gendarme Jean-Paul Claverie. O que de esos colonos embrutecidos por la ignorancia y la codicia a los que habías servido como mercenario, en Papeete. Porque a los salvajes tú los entendías. Los respetabas. Los envidiabas. En tanto que, a tus supuestos compatriotas, les tenías desprecio.

Por lo menos de eso sí estabas seguro, Koke. Tu pintura no era la de un europeo moderno y civilizado. Nadie se engañaría a ese respecto. Aunque lo intuías de manera incierta desde antes, fue en Bretaña, primero en Pont-Aven, luego en Le Pouldu, donde lo entendiste con certeza absoluta. El arte tenía que romper esa moldura estrecha, el horizonte pequeñito en que habían terminado por encarcelado los artistas y los críticos, los académicos y los coleccionistas de París: abrirse al mundo, mezclarse con las demás culturas, airearse con otros vientos, otros paisajes, otros valores, otras razas, otras creencias, otras formas de vida y de moral. Sólo así recobraría la pujanza que la existencia muelle, fácil, frívola y mercantil de los parisinos le habían sustraído. Tú lo habías hecho, saliendo al encuentro del mundo, yendo a buscar, a aprender, a embriagarte con aquello que Europa desconocía o negaba. Te había costado caro, pero ¿verdad que no te arrepentías, Koke?

No te arrepentías. Estabas orgulloso de haber llegado hasta aquí, aunque fuera en este estado. Pintar tenía un precio y lo pagaste. Cuando, luego de los meses de verano y otoño pasados en Pont-Aven, volviste a París para enfrentar el invierno, eras otra persona. Habías cambiado de piel y de espíritu; estabas eufórico, seguro de ti mismo, loco de alegría por haber descubierto por fin tu camino. Y ávido de barbaridades y de escándalo. Una de las primeras cosas que hiciste, en París, fue atacar a la bella Louise, la mujer del buen Schuff, con la que, hasta entonces, sólo te habías permitido coqueteos. Ahora, imbuido de ese nuevo talante revoltoso, temerario, iconoclasta, anárquico, aprovechaste la primera oportunidad en que ambos estuvieron solos -el buen Schuff dictaba en la academia sus clases de dibujo- para abalanzarte sobre Louise. ¿Se podía decir que abusaste de ella, Paul? Sería exagerado. La tentaste ¡corrompiste, cuando más. Porque Louise sólo se resistió al principio, más por guardar las formas que por convicción. Y nunca pareció arrepentirse luego de aquel desliz.

– Es usted un salvaje, Paul. ¿Cómo se atreve a ponerme las manos encima?

– Por lo que tú has dicho, mi bella. Porque soy un salvaje. Mi moral no es la de los burgueses. Ahora, mis instintos ordenan mis actos. Gracias a esta nueva filosofía seré un gran artista.

Una declaración de principios, Koke, que resultó profética. ¿Se habría enterado el buen Schuff de aquella traición? Si se enteró, fue capaz de perdonarte. Un ser superior ese alsaciano. Mucho mejor que tú, sin duda, para la moral civilizada. Y por eso, sin duda, el buen Schuff pintó siempre tan mal.

Al día siguiente, luego de unos últimos retoques, Koke pagó a Haapuani lo convenido. El cuadro estaba terminado. ¿Lo estaba? Esperabas que sí. En todo caso, ya no tenías fuerzas en el cuerpo ni en el ánimo para seguirlo trabajando.

Загрузка...