XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901

Cuando Paul convocó, en el ayuntamiento de Papeete, para el 23 de septiembre de 1900, un mitin del Partido Católico contra «la invasión de los chinos», muchas personas, entre ellas su amigo y vecino de Punaauia, el ex soldado Pierre Levergos y hasta Pau'ura, su mujer, concluyeron que el pintor excéntrico y escandaloso se había acabado de loquear. El almacenero de Punaauia, el chino Teng, le había quitado el saludo y rehusaba venderle nada hacía tiempo. Por lo demás, el propio Paul, en sus períodos de racionalidad y lucidez, reconocía que la enfermedad y los remedios le habían dañado la mente y que no era capaz ya, muchas veces, de controlar sus actos, que decidía por instinto o pálpito, como los niñitos o los viejos gagás. Cierto, ya no eras el de antes, Koke. Hacía meses, acaso años, desde que pintaste ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?) no habías terminado un solo cuadro. Cuando no estabas derribado por la enfermedad, el alcohol o las drogas, dedicabas todo tu tiempo a ese periodiquito mensual, humorístico y panfletario, Les Cueles (las avispas), órgano de los colonos del Partido Católico de François Cardella, en el que atacabas con ferocidad al gobernador Gustave Gallet, a los colonos protestantes acaudillados por tu antiguo amigo Auguste Goupil y a los comerciantes chinos, contra los que te encarnizabas acusándolos de ser la avanzadilla de una «invasión bárbara, peor que la de Atila» para reemplazar el dominio francés de la Polinesia por «la peste amarilla».

¿Qué locura era ésta? Ni Pierre Levergos ni sus otros amigos lo entendían. ¿Cómo había terminado Paul sirviendo de esa manera estridente, para no decir abyecta, los intereses del farmacéutico y propietario de la plantación cañera Atimaono, monsieur Cardella, y los otros colonos del Partido Católico cuya única razón para odiar al gobernador Galletera que éste quería limitar su prepotencia y sus abusos y obligados a actuar según las leyes y no como señores feudales? Resultaba absurdo e incomprensible porque, hasta hada unos meses y durante todos sus años en Tahití, Paul había sido un apestado para esos colonos a los que ahora servía, que entonces lo despreciaban por bohemio, por sus opiniones anárquicas ¡Y por intimar con esos nativos que poblaban sus cuadros! ¿Cómo entender que, en Les Guépes, esos maoríes, cuyas costumbres y antiguas creencias tanto alababa antes, lamentando que estuvieran siendo sustituidas por las occidentales, fueran ahora acusados por su antiguo valedor de ladrones y mil otras taras? Les Guépes en cada número reprochaba a los jueces su tolerancia hacia los aborígenes que perpetraban latrocinios contra las familias de colonos, y hacerse la vista gorda o dar sentencias tan leves que eran una burla a la justicia. Pau'ura recibía quejas a diario de los vecinos de Punaauia: «¿Es verdad que ahora Koke nos odia?». «¿Qué le hemos hecho?» Ella no sabía qué contestarles.

Este cambio se debía al dinero. Los colonos católicos te habían comprado, Koke. Antes andabas en friegas y apuros, haciendo esos angustiados viajes al Correo de Papeete a ver si tus amigos de París te habían enviado alguna remesa, y prestándote dinero de medio mundo para que tú, Pau'ura y Émile no murieran de hambre. Ahora, gracias a lo que te pagaba el Partido Católico por llenar esas cuatro hojitas de Les Guépes de caricaturas e invectivas, ya no tenías preocupaciones materiales. Habías vuelto a llenar tu casita de Punaauia de viandas y licores, y a organizar, cuando tu mala salud lo permitía, esas cenas dominicales terminadas en orgías que hasta a Pierre Levergos, ex soldado que creía haberlo visto todo, sonrojaban. Sí, la necesidad material y la gradual desintegración de tus sesos por culpa de tu maldita enfermedad yesos malditos remedios explicaban tu increíble cambio de un año a esta parte. ¿Era así, Koke? ¿O era otra manera de suicidarte, más lenta pero más efectiva que la tentativa anterior?

El mitin del 23 de septiembre de 1900 fue todavía peor de lo que Pierre Levergos temía. Asistió sin ganas, para no decepcionar a Paul, a quien tenía simpatía, tal vez compasión, sabiendo que pasaría un mal rato. Pierre, que se jactaba de ser más francés que cualquiera (lo había mostrado portando el uniforme y las armas por Francia), no apoyaba la guerra declarada por el corso Cardella y otros colonos ricachones a los comerciantes chinos de Tahití, en nombre del patriotismo y de la pureza de la raza. ¿Quién se iba a tragar ese embuste? Pierre Levergos sabía, como todo el mundo en Tahiti-nui, que el odio a los chinos era porque éstos habían roto el monopolio de la importación de productos de consumo local. Sus tiendas vendían más barato que los almacenes de Cardella y demás colonos. Paul era el único que parecía creerse al pie de la letra que los chinos arraigados en Tahití hacía dos generaciones constituían una amenaza para Francia, que el imperialismo amarillo quería arrebatarle sus posiciones en el Pacífico, ¡Y que el sueño de todo amarillo era estuprar a una mujer blanca!

Esas y peores barbaridades le oyó decir Pierre Levergos a Paul en el mitin del ayuntamiento de Papeete, al que asistieron medio centenar de colonos católicos. Varios de éstos, firmemente alineados detrás de François Cardella en su lucha contra el gobernador Gallet, mostraron cierta incomodidad en algunos pasajes del discurso racista y chovinista de Paul, como cuando, en tonos dramáticos y gesticulando, afirmó, hablando de los chinos de las islas: «Esta mancha amarilla en la bandera francesa me enrojece de vergüenza».

Luego de que los asistentes desfilaron por la tribuna para felicitar al orador, Paul y Pierre Levergos fueron a tomar una copa a uno de los barcitos del puerto, antes de regresar a Punaauia. Koke estaba muy pálido, extenuado. Debieron caminar muy despacio, Paul apoyándose en el bastón cuya empuñadura ya no era un falo erecto sino una tahitiana desnuda. Cojeaba más que de costumbre y parecía que en cualquier momento se iba a desplomar de fatiga. Al llegar a Las islas, se dejó caer en una mesa de la terraza sombreada por un amplio parasol, y pidió ajenjo. ¡Cuánto había envejecido desde que Pierre Levergos lo conoció, a su retorno de París, en septiembre de 1895! En esos cinco años, a Paulle habían caído diez o más. No era ya el apuesto forzudo de ayer, sino un viejo medio encorvado, en cuyos cabellos abundaban las canas. En su rostro, surcado por arrugas y una barba grisácea, centellaba una amargura beligerante. Hasta la nariz parecía habérsele quebrado y retorcido más, como un decrépito sarmiento. De tanto en tanto hacía unas muecas que podían ser de dolor o de exasperación. Las manos le temblaban, como a los borrachos consuetudinarios.

Pierre Levergos temía que Paullo interrogara sobre su discurso, pero tuvo suerte, pues, ni mientras estuvieron en el puerto, ni más tarde, en el viaje de retorno a Punaauia, ni aquella noche, mientras comían al aire libre, viendo a Pau'ura jugar con el pequeño Émile, se refirió Paul una sola vez a ese tema obsesivo de sus últimos tiempos: la política. Para nada. Habló sin cesar de religión. Vaya, Koke, nunca dejarías de desconcertar a la gente. Ahora, ante el asombrado Pierre, decía que, a su muerte, la humanidad lo recordaría como pintor y reformador religioso.

– Eso es lo que soy -afirmó, muy seguro-. Cuando se publique un ensayo que acabo de terminar, lo entenderás, Pierre. En El espíritu moderno y el catolicismo pongo en su sitio a los católicos, en nombre del verdadero Cristianismo.

Pierre Levergos pestañeaba sin cesar. Vaya diablos. ¿Era éste el mismo Paul que en Les Guepes pedía que se echara de los colegios de las islas a los maestros protestantes y se los reemplazara por misioneros católicos? Ahora, había escrito un ensayo ajustándole las clavijas al catolicismo. No había duda: se le había achicharrado el cerebro y su mano derecha ya no sabía lo que hacía la izquierda. Él continuaba con su tema: tarde o temprano, la humanidad comprendería que le sauvage péruvien había sido un artista místico, y que el cuadro más religioso de los tiempos modernos era La visión después del sermón que él pintó allá en Pont-Aven, un pueblecito del Finisterre bretón, a finales del verano de 1888. Esa tela resucitó en el arte moderno la inquietud espiritual y religiosa estancada desde su esplendor en la Edad Media.

Después, ya Pierre Levergos no entendió una palabra del monólogo de Koke (había tomado mucho alcohol y tenía la lengua algo trabada) en el que aparecían personas, cosas, lugares, sucesos, que no le decían nada. Vendrían de recuerdos que, por alguna razón, esta noche tranquila de Punaauia, sin luna, sin calor y sin insectos, actualizaba su conciencia.

– ¿Estamos en 1900, no es verdad? -Paul dio a su vecino una palmadita en la rodilla-. Te hablo del verano de 1888. Doce años atrás, apenas. Un granito de arena en la trayectoria de Cronos. Pero, sí, es como si hubieran pasado siglos desde entonces.

Es lo que te decía ese cuerpo maltratado, enfermo, cansado y lleno de rabia que arrastrabas por la vida, a tus cincuenta y dos años. Qué distinto de aquel otro, robusto, dispuesto, de tus cuarenta, cuando, pese a las privaciones y contratiempos debidos a la falta de dinero que te asediaban desde que dejaste los negocios por la pintura, exudabas un optimismo invencible, sobre tu vocación y tu talento, sobre la belleza de la vida y la religión del arte, una convicción que arrollaba todos los obstáculos. ¿No idealizabas el pasado, Paul? Aquel verano de 1888, en tu segunda estancia en Pont-Aven, no andabas tan entero. No tu cuerpo, en todo caso, aunque tal vez tu espíritu sí. El cuerpo aún sufría las secuelas de la malaria y las fiebres contraídas en Panamá, pese a que hacía ya diez meses de tu retorno a Francia, en noviembre de 1887. Lo cierto era que pintaste La visión después del sermón en medio de una atroz disentería, soportando esos ramalazos de dolor que la bilis, amasada en el estómago, te hacía padecer, antes de salir luego por el ano, escoltada por pedos estruendosos que eran el hazmerreír de toda la pensión Gloanec. ¡Cuánta vergüenza sentías temiendo que la joven, la bella, la pura, la inmaterial Madeleine Bernard escuchara esas incontenibles sartas de pedos, herencia de aquellas fiebres palúdicas (¿acaso los primeros síntomas de la enfermedad impronunciable, Paul?) atrapadas durante la malhadada aventura de Panamá y la Martinica!

Ahora, mientras su lengua, convertida en una inobediente fierecilla, trataba de explicárselo al buen Pierre Levergos, que dormitaba en su silla, ya no sentías el menor enojo contra Émile Bernard. Pese a que éste, desde la ruptura de 1891, andaba diciendo por calles y plazas que habías querido regatearle el haber sido el primero en desarrollar las ideas de un «arte sintético». Como si a ti te interesara el papel de fundador de escuelas de las que probablemente ya nadie se acordaba. Más te dolieron otras cosas que decía el apuesto, delicado, fino muchacho, veinte años menor que tú, hermano de la bella Madeleine, que, con sus frescos dieciocho años, se presentó un día en la pensión Gloanec y te dijo, balbuceando: «Me envía a conocerlo desde Concarneau su amigo Schuffenecker. Dice que es usted la única persona en el mundo que puede ayudarme a ser un artista de verdad». Ahora, aseguraba que le habías plagiado la composición, las ideas y las cofias de las bretonas estáticas de La visión después del sermón, que él habría concebido antes en su cuadro Las bretonas en la pradera.

– Estupideces, mi querido Pierre -afirmó, golpeando la mesa-. De esas bretonas en la pradera sólo me acuerdo del título. ¿Qué le pasó al mejor de mis discípulos para, de pronto, llenarse de envidia y comenzar a odiarme?

Le había ocurrido algo muy humano, Paul: comprender que La visión después del sermón era una obra maestra. Fue demasiado fuerte para él. En venganza, se puso a odiar a quien tanto había querido y admirado. ¡Pobre Émile! ¿Qué sería de él? Aunque, reflexionando, tal vez no fuera inexacto lo que decía. Sin Bernard acaso no hubieras pintado nunca, aquel verano de 1888, en tu cuartito estrecho de esa pensión Gloanec atiborrada de pintores amigos que te consideraban su mentor -Bernard, Laval, Chamaillard, Meyer de Haan-, aquel cuadro que describía un milagro, o acaso sólo una visión. Un grupo de piadosas bretonas, luego de escuchar el sermón dominical de un tonsurado párroco de perfil parecido al tuyo y replegado en un extremo del cuadro, concentradas en la oración, en estado de arrobo, veían frente a ellas, o tal vez sólo imaginaban, aquel inquietante episodio del Génesis: la lucha de Jacobo con el ángel, reconstituida en una pradera bretona cortada en dos por un manzano y de un imposible color bermellón. El verdadero milagro de aquel cuadro, Paul, no era la aparición de los personajes bíblicos en la realidad o en la mente de esas humildes campesinas. Eran los colores insolentes, atrevidamente antinaturalistas, el bermellón de la tierra, el verde botella de la ropa de Jacob, el azul ultramarino del ángel, el negro de Prusia de los atuendos femeninos y los blancos con visajes rosas, verdes o azules de la gran hilera de cofias y collarines que se anteponían entre el espectador, el manzano y la pareja que luchaba. Lo milagroso era la ingravidez que imperaba en el interior del cuadro, ese espacio en el que el árbol, la vaca y las fervientes mujeres parecían levitar al conjuro de su fe. El milagro era haber conseguido en aquella tela acabar con el prosaico realismo creando una realidad nueva, en la que lo objetivo y lo subjetivo, lo real y lo sobrenatural, se confundían, indivisibles. ¡Bien hecho, Paul! ¡Tu primera obra maestra, Koke!

Esa fe católica tú no la entendías entonces. La habías perdido, si la tuviste alguna vez. No fuiste a Bretaña en busca del catolicismo preservado por la terca antimodernidad y el pasadismo del pueblo bretón, que, en aquellos años, resistía silenciosa, firmemente, los empeños de la Tercera República contra el dericalismo, para imponer en Francia una secularización radical. Fuiste, como explicaste al buen Schuff, en busca del salvajismo y primitivismo que te parecían propicios para que el gran arte floreciera. La Bretaña rural te sedujo desde el primer momento, por ser rústica, supersticiosa, aferrada a sus ritos y costumbres ancestrales, una tierra que alegremente daba la espalda a los esfuerzos modernizado res del gobierno y respondía a la secularización multiplicando las procesiones, repletando las iglesias, celebrando apariciones de la Virgen por doquier. Todo ello te encantó. Para mimetizarse con el medio, te pusiste a usar el chaleco bordado bretón y unos zuecos de madera que tú mismo tallaste y decoraste. Asistías a los «perdones», ceremonias particularmente concurridas en Pont-Aven en que los fieles, muchos de rodillas, daban la vuelta a la iglesia pidiendo perdón por sus pecados; visitabas todos los calvarios de la región, empezando por el más venerado, el de Nizon, y peregrinabas a la pequeña capilla de Tremaló, con su antiquísimo Cristo de madera policromada que te inspiraría otro cuadro religioso: el Cristo amarillo.

Sí, todos los materiales para la pintura antinaturalista que soñabas hacer, estaban dispersos en esa Bretaña donde, como pontificabas ante el buen Schuff, «cuando mis zuecos de madera resuenan en este suelo de granito, oigo el tono sordo, mate y poderoso que trato de conseguir en mis pinturas». No lo hubieras conseguido sin Bernard y su hermana Madeleine. Sin ellos, nunca hubieras empezado a sentir que te impregnabas también, poco a poco, sin darte cuenta al principio, de esa fe que a ellos les era connatural, ni más ni menos que sus facciones delicadas, su apostura física y la gracia con que se movían y hablaban. Los dos hermanos vivían la religión las veinticuatro horas del día. Émile había recorrido toda Bretaña y Normandía a pie, visitando iglesias, conventos, adoratorios, monasterios y lugares de culto y de piedad, en pos de huellas de esa Edad Media a la que tenía como período supremo de la civilización humana por su identificación con Dios y por la presencia de la religión en todas las actividades públicas y privadas. Bernard no era un beato, era un creyente, espécimen raro para ti, que, luego de burlarte del joven por su ardiente pasión religiosa, comenzaste, insensiblemente, a dejarte contagiar por la intensidad con que Émile vivía la fe cristiana.

Un verano inolvidable, ¿no es cierto, Paul? «Lo fue», exclamó, dando otro puñetazo en la mesa. Pau'ura se había metido en la cabaña con el niño en brazos y ambos dormirían ya, plácidamente, enredados con el gato. Pierre Levergos dormitaba, encogido en su silla, lanzando a veces un ronquido. La noche estaba oscura cuando se sentaron a comer, pero el viento se había llevado las nubes, y ahora la luz de una media luna iluminaba el contorno. Mientras fumabas tu pipa, podías ver el collar de girasoles dorados que rodeaba la cabaña. Te habían asegurado que los girasoles europeos no se aclimataban en la humedad tropical de Tahití. Pero tú, terco, pediste las semillas a Daniel de Monfreid, y con Pau'ura las plantaste, regaste y cuidaste con amor. Y ahí estaban ahora, vivos, enhiestos, luminosos, exóticos. U nos girasoles menos deslumbrantes que aquellos de Provenza que pintaba con tanto ahínco el Holandés Loco; pero te hacían compañía y, ¿por qué razón, Paul?, te daban cierto sosiego espiritual. A Pau'ura en cambio esas flores exóticas le causaban risa.

Aquel verano de 1888, en el pequeño pueblecito bretón bañado por el Aven, te pasaron cosas extraordinarias. Habías entendido la fe católica, leído Los miserables de Victor Hugo, pintado una obra maestra, La visión después del sermón, te habías enamorado púdicamente de esa Virgen María encarnada que era Madeleine Bernard, y encariñado con su hermano Émile. Ese verano, en el que, a través de su arrolladora correspondencia, el Holandés Loco te urgía a que fueras de una vez a vivir a Arles con él. Ese verano en el que, por culpa de Panamá -mosca en la olla de leche-, habías cagado sin cesar y reventado millares de cuescos.

¿Qué fue lo más importante de todo aquello? Los miserables, Koke. La novela de Victor Hugo la habían leído todos los pintores que convivían contigo en la pensión de la viuda Marie-Jeanne Gloanec (hasta ella la había leído), Charles Laval, Meyer de Haan, Émile Bernard, Ernest de Chamaillard. Todos la elogiaban. Tú te resistías a sumergirte en esa voluminosa historia que conmovía a toda Francia, de las porteras a los duques, de las modistillas a los intelectuales, de los artistas a los banqueros. Pero te rendiste a las solicitaciones de Madeleine, cuando te confesó que ese libro «había estremecido su alma» y la había tenido con «los ojos húmedos todo el tiempo de la lectura». A ti no te hizo llorar la aventura de Jean Valjean, pero sí te conmovió, más que todos los libros que habías leído hasta entonces. Tanto que, cuando, a solicitud del Holandés Loco y como anticipo de la próxima cohabitación de ambos en Arles, intercambiaron sus respectivos retratos, te pintaste metamorfoseado en el héroe de la novela, Jean Valjean, el antiguo penado convertido en santo por la infinita piedad del obispo monseñor Bienvenu, que lo gana para el bien el día que le entrega los candelabros que aquél había querido robarle. La novela te deslumbró, inquietó, alarmó, desconcertó. ¿Existía una limpieza moral así, capaz de sobrevivir a la mugre humana, una generosidad y un desprendimiento parecidos en este mundo vil? La dulce Madeleine, en los atardeceres sin lluvia, cuando era posible sentarse a esperar la noche en la terraza de la pensión Gloanec, tenía un nombre para eso: la gracia. Pero, si era la mano vivificante de Dios la que, a través del obispo Bienvenu, y luego de Jean Valjean, hacía triunfar el bien sobre ese mal que, al final de la novela, se llevaba empozado en el alma al fondo del Sena el implacable Javert, ¿cuál era el mérito del animal humano?

En el autorretrato que enviaste al Holandés Loco personificando a Jean Valjean pintaste al artista incomprendido, condenado al exilio social por la ceguera, el materialismo y el filisteísmo de sus conciudadanos. Pero, acaso en ese autorretrato habías comenzado ya a pintar aquello que sólo se haría realidad cabal meses más tarde, en La visión después del sermón: el paso de lo histórico a lo trascendente, de lo material a lo espiritual, de lo humano a lo divino. ¿Recordabas las felicitaciones y elogios de tus amigos de Pont-Aven cuando el cuadro estuvo terminado? ¿Y las palabras de la bella Madeleine: «Esta obra suya me acompañará hasta el fin de mis días, monsieur Gauguin»?

¿Se habría acordado la espiritual Madeleine, en El Cairo, cuando moría de tuberculosis, un año después del pobre Charles Laval, de La visión después del sermón? Claro que no. Se habría olvidado por completo de ti, del cuadro y probablemente hasta de aquel verano de 1888 en Pont-Aven. Nunca creíste que volverías a enamorarte de nadie, después de Mette Gad, Paul. Es verdad, ya entonces vivían separados, ella en Copenhague con sus cinco hijos, y tú en Pont-Aven, y lo único que quedaba del matrimonio era un papel y una correspondencia desvaída. Pero, pese a ello, y pese a sospechar que tú y Mette jamás volverían a formar una familia, un hogar común, nunca te habías sentido sentimentalmente libre. Hasta ahora, Koke. En 1888 ya habías llegado a la conclusión de que el amor, a la manera occidental, era un estorbo, que, para un artista, el amor debía tener el exclusivo contenido físico y sensual que tenía para los primitivos, no afectar los sentimientos, el alma. Por eso, cuando cedías a la tentación de la carne y hacías el amor -con prostitutas, sobre todo- tenías la sensación de un acto higiénico, una diversión sin mañana. La llegada de Madeleine con su hermano Émile a la pensión Gloanec de Pont-Aven, en aquel verano de hacía doce años, te devolvió esa emoción que atolondraba, que enmudecía y azoraba, ante ese rostro juvenil de tez tan blanca, tan tersa, de esa mirada azul líquida, de ese cuerpecillo tan armonioso, tan frágil, que irradiaba inocencia, santidad, cuando entraba al comedor, salía a la terraza, o tomaba el fresco a la vera del Aven, distraída, viendo zarpar los barcos de los pescadores, y tú la espiabas, oculto entre los árboles.

Nunca le dijiste una palabra de amor, ni le hiciste la menor insinuación. ¿Porque era demasiado jovencita, porque le doblabas la edad? Por una extraña autocensura moral, más bien. La premonición de que enamorándola ensuciarías su integridad, su hermosura espiritual. Por eso, disimulaste, posando de hermano mayor, que aconseja, desde la experiencia, a la niña que da sus primeros pasos en el mundo adulto. No todos habían reprimido los sentimientos que inspiraba la belleza glauca de Madeleineo Charles Laval, por ejemplo. ¿La había enamorado ya aquel tibio verano de 1888, recitándole versos de amor, mientras tú, en tu cuartito, dabas forma y color a La visión después del sermón? ¿Vivieron una hermosa pasión Charles y Madeleine? Ojalá. Triste que murieran tan jóvenes, a un año de distancia, y, ella, en esa tierra exótica de Egipto, tan lejos de la suya. Como morirás tú, Paul.

Esas experiencias, Los miserables, el amor puro a Madeleine, las discusiones con sus amigos pintores en los que el tema religioso aparecía con frecuencia -igual que Émile Bernard, el holandés Jacob Meyer de Haan, judío convertido al catolicismo, vivía obsesionado con la mística-, fueron decisivas para que pintaras La visión después del sermón. Al terminarlo, estuviste varias noches desvelado, escribiendo, a la luz del minúsculo quinqué del dormitorio, cartas a los amigos. Les decías que por fin habías alcanzado aquella simplicidad rústica y supersticiosa de las gentes comunes, que no distinguían bien, en sus vidas sencillas y en sus creencias antiguas, la realidad del sueño, la verdad de la fantasía, la observación de la visión. A Schuff, al Holandés Loco, les aseguraste que La visión después del sermón dinamitaba el realismo, inaugurando una época en la que el arte, en vez de imitar al mundo natural, se abstraería de la vida inmediata mediante el sueño y, de este modo, seguiría el ejemplo del Divino Maestro, haciendo lo que él hizo: crear. Ésa era la obligación del artista: crear, no imitar. En adelante, los artistas, liberados de ataduras serviles, podrían osarlo todo en su empeño de crear mundos distintos al real.

¿A qué manos habría ido a parar La visión después del sermón? En la subasta en el Hotel Drouot el domingo 22 de febrero de 1891 para reunir fondos que te permitieran tu primera venida a Tahití, La visión después del sermón fue el cuadro por el que se pagó más, cerca de novecientos francos. ¿En qué comedor burgués parisino languidecería ahora? Tú querías para La visión después del sermón un entorno religioso, y ofreciste regalárselo a la iglesia de Pont-Aven. El párroco lo rechazó, alegando que esos colores -¿dónde había en Bretaña una tierra color sangre?- conspiraban contra el recato debido a los lugares de culto. Y también lo rechazó, aún más enojado, el párroco de Nizon, alegando que un cuadro así causaría incredulidad y escándalo en los feligreses.

Cuánto habían cambiado para ti las cosas, Paul, en estos doce años, desde que escribías al buen Schuff: «Resueltos los problemas del coito y la higiene, y pudiendo concentrarme en el trabajo con total independencia, mi vida está resuelta». Nunca estuvo resuelta, Paul. Tampoco ahora, aunque, debido a tus artículos, dibujos y caricaturas en Les Guepes, se hubiera acabado la angustia de no saber si al día siguiente podrías comer. Ahora, gracias a François Cardella y a sus compinches del Partido Católico podías comer y beber con una regularidad que no habías conocido en todos los años de Tahití. Con mucha frecuencia, el poderoso Cardella te invitaba a su imponente mansión de dos pisos, con terrazas de barandas labradas y un anchísimo jardín protegido por una verja de madera, de la rue Bréa y a las tertulias políticas en su farmacia de la rue de Rivoli. ¿Estabas contento? No. Estabas amargo y harto. ¿Porque hacía más de un año que no pintabas ni una simple acuarela ni tallabas un minúsculo tupapau? Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué sentido tenía seguir pintando? Ahora sabías que todas las obras dignas de durar formaban parte de tu historia pasada. ¿Coger los pinceles para producir testimonios de tu decadencia y tu ruina? Mierda, no.

Preferible volcar todo lo que quedaba en ti de creatividad y de beligerancia, en Les Guépes, atacando a los funcionarios enviados desde París, a los protestantes y a los chinos que tantos dolores de cabeza daban al corso Cardella y sus amigos. ¿Tenías, a veces, remordimientos por haberte convertido en un mercenario al servicio de gentes que antes te despreciaban y a las que considerabas despreciables? No. Habías decidido hacía muchos años que para ser un artista era indispensable sacudirse toda clase de prejuicios burgueses, y los remordimientos eran uno de esos lastres. ¿Se arrepentía el tigre de las dentelladas al gamo con que se alimenta? ¿La cobra, al hipnotizar y tragarse vivo a un pajarillo, tiene escrúpulos? Ni siquiera cuando, en uno de los primeros números de Les Guepes, en abril o mayo de 1899, lanzaste con bombos y platillos la delirante especie, tomada de una invención de Pierre Loti, en Le mariage de Loti, la novela que entusiasmó tanto al Holandés Loco, que los chinos habían traído la lepra a Tahití, tuviste un solo remordimiento por propagar esa calumnia.

– Una buena puta hace bien su trabajo, mi querido Pierre -deliró, sin fuerzas para levantarse-. Yo soy una buena puta, atrévete a negarlo.

Le respondió un ronquido profundo de Pierre Levergos. De nuevo las nubes habían cubierto la luna y se hallaban en una oscuridad intermitente, interrumpida por brillos de luciérnagas.

La abuela Flora no hubiera aprobado lo que hacías, Paul. Por supuesto que no. Esa loca marisabidilla hubiera estado del lado de la justicia y no de Frans;ois Cardella, el principal productor de ron de la Polinesia. ¿Cuál era la justicia en esta isla de porquería que se asemejaba cada vez menos al mundo de los antiguos maoríes y cada vez más a la putrefacta Francia? La abuela Flora hubiera tratado de averiguar dónde estaba la justicia, entrometiendo su naricita en ese dédalo de querellas, intrigas, intereses sórdidos disfrazados de altruismo, para dar un veredicto fulminante. ¡Por eso habías muerto con sólo cuarenta y un años, abuela! Él, en cambio, que se cagaba en la justicia, había vivido ya cincuenta y tres, doce más que la abuela Flora. No durarías mucho más, Paul. Bah, para lo que de veras importaba, la belleza y el arte, tu biografía estaba terminada.

Cuando, al amanecer del día siguiente, lo despertó un chaparrón que le caló los huesos, seguía en la misma silla, a la intemperie, con una fuerte tortícolis por la postura de su cabeza. Pierre Levergos había partido en algún momento de la noche. Dejó que la lluvia lo despertara del todo y se arrastró al interior de la cabaña, a tumbarse en su cama y dormir hasta el mediodía. Pau'ura y el niño habían salido.

Desde que había dejado de pintar, ya no madrugaba como antes. Retozaba hasta muy entrada la mañana y luego iba a tomar el carro público a Papeete, donde permanecía hasta la noche, preparando el próximo número de Les Cueles. La revista era mensual y constaba de cuatro páginas, pero como todo lo que aparecía en ella salía de sus manos -artículos, caricaturas, dibujos, versitos festivos, burlas y chismes, chascarrillos- cada número le significaba mucho trabajo. Además, llevaba los materiales a la imprenta, corregía los colores, las pruebas, la impresión, y comprobaba que la revista llegara a los suscriptores y lugares públicos. Todo aquello lo divertía y se entregaba a ese trabajo con entusiasmo. Pero lo aburrían las constantes reuniones con François Cardella y sus amigos del Partido Católico, que costeaban la revista y le pagaban. Estaban siempre fastidiándolo con consejos que eran órdenes disimuladas. Y se permitían hacerle reproches, por excederse en las críticas a Galleto por no haber sido lo bastante virulento. A veces, los escuchaba resignado, pensando en otra cosa. Otras, perdía la paciencia, echaba interjecciones, y en dos ocasiones les ofreció la renuncia. No se la aceptaron. Con quién iban a reemplazarlo estos chuscos que apenas eran capaces de garabatear una carta.

Así hubiera continuado su vida quién sabe hasta cuándo, si, a comienzos de 1901, sus males físicos, que habían amainado por un buen tiempo, no se hubieran abatido de nuevo sobre él, con más saña que antaño. Un anochecer de enero de ese primer año del nuevo siglo, en la casa de François Cardella de la rue Bréa, cuando su anfitrión le acercaba una taza de café con un chorro de brandy, el corazón de Paul enloqueció. Palpitaba deprisa, desbocado, y su pecho subía y bajaba como un fuelle. Apenas podía respirar. Toda la semana fue víctima de ataques de taquicardia, de estertores, y, por último, un vómito de sangre lo obligó a ir al Hospital Vaiami.

– ¿Y, ahora, doctor Lagrange, resulta que también tengo problemas cardíacos? -ironizó ante el médico que lo examinaba.

El galeno dijo que no con la cabeza. No era una enfermedad nueva, mi amigo. Era la de siempre, que proseguía su marcha inexorable. Ahora, como había hecho ya con su piel, su sangre y su cabeza, comenzaba a demolerle el corazón. Entre enero y marzo de 1901 debió internarse tres veces, siempre por varios días, la última por dos semanas. En el Vaiami lo trataban bien, pues la mayoría de los médicos, empezando por el doctor Lagrange que ahora dirigía el hospital, apoyaba a Cardella en su campaña contra las autoridades enviadas desde la metrópoli. Incluso, le facilitaron un tablero para preparar desde su lecho los números de Les Cueles.

Pero, estas estancias obligatorias en el hospital tuvieron un efecto inesperado. Reflexionó mucho y, de pronto, en un largo desvelo, llegó a esta conclusión: estabas harto de lo que hacías, y de las gentes para quienes lo hacías. No querías morirte trabajando para unos mentecatos. Era lastimoso haber llegado a esto, tú, que viniste a Tahití huyendo del dinero, y, como soñabas con el Holandés Loco allá en Arles cuando se llevaban todavía bien, anhelando construir aquí un pequeño Edén de libertad, de belleza, de creación y de goce, sin las servidumbres de la civilización europea del dinero. ¡ La Casa del Placer la llamaba Vincent! Qué extraño y caprichoso era el destino, Koke.

¿ Ya no te acordabas, Paul? Todo empezó año y medio atrás, después de tu frustrado intento de suicidio, cuando pintabas ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿adónde vamos?, la última de tus obras maestras. Empezaron a desaparecer cosas de la cabaña -¿desaparecían o fantaseabas que desaparecían?- y en tu cabeza tomó forma la certeza de que los ladrones eran los nativos de Punaauia. Pau' tira decía que no, que soñabas. Pero el mecanismo delirante se puso en marcha, imparable. Te empeñaste en que el tribunal de Papeete enjuiciara a los ladrones; y como los jueces, razonablemente, se negaron a abrir un proceso sobre acusaciones tan endebles, escribiste cartas públicas, durísimas, llenas de fuego y de hiel, acusando a la administración colonial de coludirse con los nativos contra los franceses. Así nació Le Sourire (Journal méchant), cuyo veneno divertía a los colonos. Lo compraban, encantados, y te mandaban esquelas de felicitación. Entonces, el propio Cardella vino a visitarte y te ofreció el oro y el moro para que dirigieras Les Guepes. Todo fue sobre ruedas, casi sin que te dieras cuenta. Durante dieciocho meses habías comido y bebido, provocado un pequeño terremoto en la isla con tus diatribas, y te habías distraído y olvidado en ese vértigo de que eras un pintor. ¿Estabas contento con tu suerte? No. ¿Ibas a continuar trabajando para Cardella? De ninguna manera.

¿Qué harías, entonces? Salir cuanto antes de esta maldita isla de Tahití a la que Europa ya había podrido, acabando con todo lo que la hacía, antes, salvaje y respirable. ¿Adónde llevarías tus huesos cansados y tu cuerpo enfermo, Paul? A las Marquesas, naturalmente. Allá, un pueblo maorí todavía libre, indómito, conservaba intacta su cultura, sus costumbres, el arte de los tatuajes, y, en el fondo de los bosques, lejos de la vigilancia occidental, practicaba el canibalismo sagrado. Sería un baño lustral, Koke. En ese nuevo ambiente, fresco y virgen, la enfermedad impronunciable se detendría. Era posible que allá volvieras a empuñar los pinceles, Paul.

Le bastó tornar la decisión para que las cosas comenzaran a organizarse de modo favorable. Acababan de darle de alta en el Hospital Vaiami, cuando, como una bomba, llegó la noticia de que París había removido de su cargo al gobernador Gustave Gallet. Los colonos para los que trabajabas quedaron tan felices con la noticia, que no te costó trabajo convencerlos de que, luego de este triunfo, ya no tenía sentido seguir sacando el periódico. Te despidieron con una buena gratificación.

Pocos días después, cuando, en uno de esos estados febriles que precedían siempre sus grandes cambios de vida, hada averiguaciones sobre barcos entre Tahití y las islas Marquesas, Pierre Levergos vino a decide que Axel Nordman, un caballero sueco recién avecindado en Tahití, quería comprarle su cabaña de Punaauia. La había visto, al pasar, y se prendó de ella. Paul cerró el negocio en cuarenta y ocho horas, con lo que reunió dinero para su pasaje, el flete de sus pocas pertenencias, e incluso para regalar una pequeña cantidad a Pau'ura y el pequeño Émile. La muchacha se negó terminantemente a acompañado a las Marquesas. ¿Qué iba a hacer allí, tan lejos de su familia? Ése era un mundo muy remoto y peligroso. Koke se moriría en cualquier momento ¿y qué harían ella y el niño? Prefería regresar donde su familia.

No te importó mucho. La verdad, Pau'ura y Émile hubieran sido un estorbo para empezar esta nueva existencia. En cambio, te irritó que Pierre Levergos se negara a acompañarte. Le ofreciste llevarlo de cocinero y compartir con él todo lo que tenías. Tu vecino fue categórico: ni por todo el oro del mundo se movería de aquí. Jamás cometería la locura de seguirte en esa descabellada decisión. Entonces, Paullo llamó aburguesado, cobarde, mediocre y desleal.

Pierre Levergos quedó un buen rato pensativo, sin responder a tus insultos, masticando una brizna de hierba con esa boca a la que faltaba la mitad de los dientes. Estaban sentados a la intemperie, junto al gran árbol de mango que les daba sombra. Por fin, sin alzar la voz, con aire tranquilo, deletreando las palabras, te habló así:

– Andas diciendo por todas partes que te vas a las Marquesas porque allá conseguirás modelos menos caras, porque allá hay tierras vírgenes y una cultura menos decadente. Yo creo que les mientes. Y te mientes también a ti, Paul. Te vas de Tahití por las ronchas de tus piernas. Aquí, ya ninguna mujer quiere acostarse contigo, por lo mal que huelen. Es por eso que Pau'ura no quiere acompañarte. Piensas que, en las Marquesas, como son más pobres que aquí, te podrás comprar niñas por un puñadito de dulces. Otro sueño tuyo que se convertirá en pesadilla, vecino, ya verás.

Nadie lo fue a despedir al puerto de Papeete el 10 de septiembre de 1901, cuando subió a La Croix du Sud, que partía hacia Hiva Oa. Llevaba consigo su armonio, su colección de estampas pornográficas, su baúl de recuerdos, su autorretrato como Cristo en el Gólgota y una pequeña pintura de Bretaña bajo la nieve. Pese a las insistencias del nuevo propietario de su casa de Punaauia de que se llevara todo, dejó allí algunos rollos de pintura y una docena de tallas de madera de sus inventados tupapaus. Según se lo comunicaría el señor Axel Nordman por carta, unos meses más tarde el nuevo propietario de su cabaña echó al mar todos esos monigotes porque asustaban a su hijito pequeño.

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