Contemplando aquellas inmensas instalaciones, Rodrigo comenzó a comprender que el Temple despertara envidias y ganara enemigos por momentos. Jean tenía razón, allí donde los Pobres Caballeros de Cristo ponían el pie, florecían los campos y se erigían iglesias y monasterios. Todo estaba impecablemente limpio y el suelo de juncos era renovado cada dos días. Los sirvientes barrían y arrojaban hierbas aromáticas, deparando al recién llegado una sensación de pulcritud y bienestar que contrastaba con la suciedad de los suelos de tierra de la mayoría de las casas, incluso las de los más nobles. Allí se cuidaba hasta el más mínimo detalle.
Arriaga dejó sus pertenencias sobre su catre de la hospedería y dio un paseo buscando a Toribio y a Giovanno. Los encontró poco antes de la cena y charlaron durante un rato. Estaban tan impresionados como él. Según le contaron, las caballerizas eran inmensas y albergaban multitud de bestias de los templarios de uno y otro confín, que paraban en el Temple de París a reponer fuerzas, a pedir instrucciones o a depositar el oro que venía ya a espuertas de las encomiendas de todo el Occidente cristiano. Después de advertir a Toribio de que no hiciera ninguna de sus escapadas nocturnas, le encomendó a Giovanno la tarea de vigilar a aquella suerte de sátiro que tenía por amigo y les dio permiso para tomarse el día siguiente libre y hacer lo que quisieran. Les dijo que hicieran otro tanto con el bueno de Tomás.
Cuando quiso darse cuenta, era la hora de la cena, de manera que acudió al inmenso refectorio en el que se daban cita templarios de todos los países, así como los que habitaban el Temple de París. Una vez más, el ambiente fue ascético durante el yantar. Un capellán leía un fragmento del Libro de los Salmos y nadie hablaba. Les sirvieron una menestra de verduras, vino aguado y una manzana. Acudió a completas y pudo charlar en el dormitorio con algunos compañeros antes de acostarse. Aquella orden era ya como un estado. La flota empezaba a ser la mejor de Occidente y, según decían sus confreres, las arcas de la Grande Tour estaban llenas a rebosar. Allí había hombres que venían de San Juan de Acre, de Gaza y de las encomiendas fronterizas con el moro de los reinos de Castilla y Aragón. Había caballeros escoceses, irlandeses, italianos y teutones. Todos unidos por un gran ideal.
Arriaga durmió como un niño hasta maitines, luego volvió de la oración y permaneció en una especie de duermevela hasta vísperas que, no obstante, le permitió descansar un poco. Después del amanecer acudió a las cocinas y tomó una rebanada de pan con manteca, algo de queso y vino caliente con canela. Salió del Temple a pie con la idea de estirar las piernas y pasear por los escenarios en los que transcurrió su juventud.
Notó que la gente lo miraba con respeto y se sentía orgulloso de lucir el manto blanco del Temple. Se había hecho coser una pequeña cruz roja en la capa, junto al hombro, a la manera en que ya comenzaban a hacer muchos Milites Christi. A pesar de que en la orden todo lo relacionado con la vestimenta -anchura, largo del faldón y pulcritud- era llevado a rajatabla, nadie había puesto inconvenientes a que los caballeros se cosieran dicho símbolo a la manera de los primeros cruzados.
Fue caminando sin prisa, parándose en los tenderetes y entrando en las tiendas a curiosear aquí y allá. Los comerciantes le pedían que regateara con ellos, que hiciera una oferta cada vez que se paraba a mirar un objeto, pero él no se atrevió a comprar nada. «Un templario no puede tener posesión terrenal alguna», pensó para sí.
Se llegó a la calle de la Vanierie, donde residía su profesor de latín y griego, un cura joven muy instruido al que todos llamaban el Canes domini porque, según decían las malas lenguas, había pertenecido a la orden de los dominicos, de donde fue expulsado por ser ¡demasiado duro! Sin duda era una de esas exageraciones que los estudiantes inventan sobre sus maestros para hacerlos más risibles. Se llevó una desilusión cuando le dijeron que el dómine Godard había muerto de peste hacía cinco años. No localizó tampoco a su profesor de álgebra y aritmética, un italiano llamado fray Ruggero, así que decidió hacer una visita al viejo Moisés Ben Gurión, su profesor de hebreo, un hombre que ya era anciano cuando él era un niño. Todos bromeaban diciendo que conocía el Libro Sagrado a la perfección porque él mismo había vivido los hechos que en él se narraban.
Llegó a la esquina de la Rue de Saint-Nicolas con la Rue Judas, a la amplia casa de su antiguo maestro, que vivía extramuros, en el barrio de Saint Pol, y llamó a la puerta. Abrió una doncella enteramente vestida de negro y Arriaga le preguntó por el bueno de Moisés. Ella lo miró de una manera que le resultó un tanto extraña, como poniendo mala cara, pero le hizo pasar a un pequeño salón tapizado con una mullida y bella alfombra de indudable origen oriental. Esperó de pie y al momento el viejo Moisés hizo su entrada en el cuarto. Rodrigo sonrió al ver que estaba prácticamente igual que cuando le conoció.
Era un hombre alto, de complexión más bien fuerte y siempre vestía una túnica o sayo negro que cerraba por delante con multitud de botones. Llevaba el pelo y la barba largos y blancos como la nieve. Tenía los ojos azules y utilizaba siempre un pequeño bonete de fieltro negro.
– Shalom, rabí -dijo Rodrigo inclinando la cabeza cortésmente.
El anciano contestó de manera cortante y con cara de pocos amigos.
– ¿Qué os trae por aquí? No creo que mi casa pueda interesar a un templario.
– Pero, Moisés, ¿no me conocéis? Soy yo, Rodrigo, ¡Rodrigo de Arriaga!
– ¿Rodrigo? -contestó el anciano esbozando una leve sonrisa.
– Sí, ¿no me recordáis?
El rabí puso cara de hacer memoria.
– Pues claro, pero… -repuso el anciano tornando más serio su rostro-. ¿Qué hacéis vestido así?
– He ingresado en el Temple -contestó el aragonés muy orgulloso-. He venido a París a un recado y he decidido hacer una visita a mi viejo maestro. ¿No os alegráis de verme?
– Sí, sí, desde luego… -dijo el anciano cambiando un poco su actitud al ver en el templario a aquel crío desvalido que llegó a París tras la muerte de su madre-. Pero ¿qué clase de anfitrión soy? ¿Habéis comido? ¡Qué tontería, seguro que no! Seguidme, Melisenda nos servirá.
A Arriaga, después de tantas jornadas de vida conventual, la comida en casa de Moisés Ben Gurión le pareció un banquete celestial. La joven sirvienta, Melisenda, había preparado un delicioso cabritillo asado con salsa de nueces que se deshacía en la boca. Brindaron con un buen vino de Burdeos y rememoraron los viejos tiempos. Hablaron a ratos en hebreo, lo que hizo que Rodrigo comprobara que su dominio de dicha lengua era cosa del pasado. Moisés le recriminó por ello. Se pusieron al día. El rabí le contó que su esposa había fallecido hacía cinco años y que había dejado de enseñar para dedicarse a sus estudios de la Torá y, principalmente, a la Cábala. Arriaga le contó su historia; su ascenso como espía y hombre de confianza del Batallador; la muerte de Aurora y su caída en desgracia. Le mintió sobre sus motivos para ingresar en el Temple. La inicial desconfianza del anciano al verlo convertido en templario desapareció en el transcurso de la comida. Pasaron a su gabinete, donde se sentaron en dos cómodos butacones y tomaron frutos secos con un vino dulce que a Arriaga le pareció extraordinario.
– ¿Qué tenéis contra los templarios, maestro? -preguntó Rodrigo de sopetón.
– No habéis perdido aquella costumbre que teníais de preguntar lo primero que os viene a la cabeza.
– Pues sí, la había perdido, pero al estar aquí, con vos, me temo que he experimentado una vuelta a la infancia.
– Ese tipo de preguntas, las que hacíais, son las que más incomodan a un maestro, pero viniendo de vos, recuerdo que no me importunaban. Me agradaba vuestra curiosidad, Rodrigo.
– Y vos sabíais eludir una respuesta incómoda con un circunloquio, dando un rodeo. Como habéis hecho ahora.
El viejo judío se miró el pie. Vestía una especie de cómodos zapatos de gamuza de color negro.
– No es fácil hablar de esto. Y menos con un templario.
– Soy yo, maestro. Rodrigo.
– Hace ya bastante tiempo… debió de ser por el año treinta más o menos… creo que aún estudiabais aquí por aquel entonces.
– No, maestro. Por aquel entonces yo ya no residía aquí.
– Bueno… pues fue algo raro. Recuerdo que se habló mucho de ello. Unos caballeros que venían de Tierra Santa habían fundado una especie de orden, ya sabéis, al estilo de la del Hospital.
– Eran los templarios.
– Sí, en efecto. El mismo rey de Francia los recibió con muchos honores y se dedicaron a reclutar gente para la Guerra de Dios, Bellum Dei, decían. En aquel momento, aquello era algo nuevo… todo lo que suena a vuestra cruzada provoca un cierto temor en nuestro pueblo. Como ya sabréis, el paso de los primeros ejércitos de cruzados por Europa Central supuso muchas muertes en las comunidades judías de la zona; sobre todo el de aquellos locos que siguieron a ese maldito Pedro el Ermitaño.
– Lo sé, rabí, y lo lamento.
– Bien, el caso es que estos caballeros del Temple que acababan de llegar fueron muy favorecidos por la monarquía y por las casas más nobles del reino de Francia. No en vano, algunos de ellos provenían de las familias más granadas de la nobleza.
– Ciertamente.
– Pues bueno, todo eran prédicas, historias de grandes gestas militares, de lo abnegado de la vida de los caballeros cristianos luchando en Tierra Santa. Ya sabéis cómo agradan al vulgo ese tipo de historias. Había predicadores en cada esquina, anacoretas salidos de sus cuevas, monjes cistercienses… todos hablaban maravillas de aquella nueva milicia de monjes guerreros. Ese ambiente causaba cierto nerviosismo en nuestra comunidad. Ya sabéis lo que ocurre: uno de esos predicadores locos tiene un acceso ante la multitud y dice de pronto «¡A por los asesinos de Cristo!», y se produce una masacre. En fin, que, de pronto, en aquel momento, se produjo un hecho algo extraño.
– ¿Sí?
– Yo estaba fuera, de viaje. Tuve suerte quizá.
– Pero… ¿qué ocurrió?
– Desaparecieron varios hermanos.
– ¿Judíos?
– Sabios.
– ¿Sabios?
– Sí, estudiosos de las leyes y de nuestros escritos. Todos el mismo día.
– ¿Y qué tiene eso que ver con el Temple?
Moisés hizo una larga pausa.
– Mirad, Rodrigo, ¿qué tiempo lleváis en la orden?
– Como miembro de pleno derecho, tres; no, cuatro días.
– Bien, pues aún estáis a tiempo de abandonar ese negocio. No es lo que parece.
– ¿Por qué decís eso?
– Uno de aquellos sabios desaparecidos era mi hermano, David.
– Vaya, maestro, lo siento.
– En una sola noche siete judíos, siete eruditos, desaparecieron, algunos sin dejar rastro; en dos de los casos, el de mi hermano y el del maestro Ariel, unos desconocidos entraron en sus casas y los arrancaron de sus camas.
– ¿Identificasteis a esos desconocidos?
– Iban embozados.
– ¿Y? ¿Vestían como templarios?
– No, iban de negro, con grandes capuchas y tapados con sus capas. Pero eran gente de armas, seguro.
– Luego… ¿de dónde sacáis que eran templarios?
Moisés se levantó y escarbó en una pequeña arca que había sobre su mesa, siempre llena de papeles y viejos pergaminos enrollados. Sacó algo.
– Mi sobrino Samuel, al ver que esos encapuchados se llevaban a su padre, intentó frenarlos. Le dieron un golpe con la guarda de una espada y al caer arrancó a uno de los asaltantes este broche de su capa. Mirad.
Rodrigo examinó el prendedor con atención. Lo había visto antes: representaba a dos caballeros a lomos de un único caballo. Alrededor del broche de sección circular una leyenda rezaba Milites Christi.
Arriaga no sabía qué decir.
– Pero… ¿no hicisteis nada? ¿No denunciasteis los hechos?
– Rodrigo, somos judíos…
– Ya, claro.
– Cuando indagamos e identificamos el broche como templario fuimos a hablar con el mismísimo Gran Maestre de Francia. Nos echó como si fuéramos perros. Las autoridades no quisieron saber nada de aquello.
– Cualquiera pudo usar un broche así, quizá para inculpar a la orden.
– Hicimos pesquisas de manera discreta, pero efectiva. El dinero todo lo mueve. Fue el Temple, seguro.
– Pero ¿para qué iba el Temple a secuestrar a unos sabios judíos?
– Los necesitarían para algo. Hablamos de especialistas en textos judaicos, textos sagrados…
– No tiene sentido, rabí.
– Nunca más se supo.
Entonces Rodrigo recordó las palabras de Silvio de Agrigento: él era útil por saber hebreo; algo similar le había dicho Jean de Rossal. Sí, el Temple necesitaba gente que hablara el idioma de los judíos. Por eso habían secuestrado a los sabios, sin duda. Recordó a Silvio de Agrigento de nuevo, quien pensaba que los templarios habían encontrado algo en los sótanos de las caballerizas del antiguo Templo de Salomón, y ese algo había pertenecido a los judíos… de modo que debían de necesitar traductores. No podía creer que algo así fuera cierto, era una locura. No pudo evitar que su mente acudiera a su ceremonia de iniciación: le habían hecho negar a Cristo. ¿Y la extraña reunión en el sótano de Jean y los otro cuatro freires? Canturreaban en hebreo. Algo raro había, sin duda.
Después de asegurar a Moisés que intentaría averiguar lo que pudiera ambos amigos se despidieron amigablemente. Arriaga tenía que repasar su hebreo. Debía ponerse al día.
Aquella noche no pudo pegar ojo. Su mente volvía una y otra vez a la casa de Moisés Ben Gurión y al caso de los sabios desaparecidos diez años antes.
Silvio de Agrigento y su señor, el reverendísimo Lucca Garesi, pensaban que los templarios habían descubierto algo de valor en las ruinas del Templo. Ese algo les permitía chantajear al mismísimo Papa para conseguir enormes privilegios para la orden. Nueve caballeros fundaron el Temple para proteger a los peregrinos y los caminos de Tierra Santa, pero durante nueve años no permitieron el ingreso de nuevos adeptos. ¿Cómo iban a proteger así a nadie? Eran muy pocos. Ése era un punto fuerte de la teoría de Silvio de Agrigento. Según él, habían permanecido semiocultos durante ese período de tiempo excavando en los sótanos de las caballerizas. De pronto, Hugues de Payns y otros cuatro caballeros volvieron a Occidente y entonces, sí, se dedicaron a obtener apoyos y a reclutar a nuevos caballeros. ¿Por qué? Habían contado con el apoyo total del ya mítico Bernardo de Claraval. Tenía que saber más sobre él. Justo por aquellos días se había producido la desaparición de los judíos. ¿Por qué?
Pensó en las características del secuestro. Hombres embozados, de negro. Si eran templarios se habían tomado molestias en no perpetrar la acción vestidos con sus mantos; iban de oscuro, ocultos… ¿Para qué iba a llevar uno de ellos un broche de la orden que pudiera permitir su identificación? No tenía lógica alguna.
Estaba claro que había sido un golpe de alguien que pretendía cargar las culpas a la orden, aunque en aquella época el Temple no era tan conocido. Hugues de Payns y otros cuatro caballeros recorrían Europa reclutando caballeros; la orden no era nada entonces, estaba en sus comienzos. En aquel momento ¿quién iba a reconocer un símbolo templario?
Mucha gente odiaba a los judíos, por lo que podría haber sido cualquiera. Éstos eran buenos prestamistas y Rodrigo sabía de buena tinta que muchas de las razias contra los miembros del pueblo elegido se habían producido para acabar de un plumazo con las deudas que muchos cristianos viejos habían contraído con ellos.
Por otra parte, siguió pensando como Silvio de Agrigento.
Dos papas habían favorecido ostensiblemente al Temple. ¿Les habían chantajeado? No. Rotundamente. Roma necesitaba a la orden. Eso era obvio.
Sin embargo, ¿por qué iba alguien a secuestrar a siete sabios judíos? Siete especialistas en la Torá. ¿Por qué?
Pensó en su ceremonia de iniciación. Pensó en la negación a Cristo. Se sentía mal por ello, aunque Jean tenía siempre una explicación lógica para todo.
Recordó el grito de alguien al final de la ceremonia: «¡Ha resucitado!».
Sonó la campana. Maitines.
30 de agosto del Año
de Nuestro Señor de 1140
A la atención de su Paternidad, Silvio de Agrigento,
de su servidor Giovanno de Trieste
Su Paternidad; le escribo estas líneas algo preocupado porque me temo que nuestro hombre se ha identificado en demasía con el Temple y ha olvidado por completo la misión que nos trajo aquí. Esta mañana, tras informarme de la ubicación del más próximo y mejor burdel de la zona, convencí a Toribio de que se acercara al mismo asegurándole que contaba con mi total complicidad.
Enseguida me dispuse a seguir a Rodrigo que, tras salir de las excelentes instalaciones del Temple -este tema merecería una carta por sí solo- deambuló por París buscando a sus maestros de juventud. Sólo encontró a un tal Moisés Ben Gurión, en cuya casa comió. Me quedé apostado toda la tarde enfrente, y después de que Arriaga volviera al Temple, salió la sirvienta a hacer unas compras. No me costó acercarme a ella, la moza es algo corta de entendederas y con un par de monedas y unas cuantas chanzas me enteré de lo que habían hablado. Y hay noticias.
Al parecer, cuando Hugues de Payns vino a Europa a reclutar adeptos tras nueve años de excavaciones en el Templo de Salomón, ocurrió algo raro: desaparecieron siete sabios judíos, ¡especialistas en textos sagrados! ¿Os dais cuenta? Creo que estamos en la buena pista, de hecho, he tenido la sensación de que me seguían. Debemos ser cautos.
Me temo que las lealtades de nuestro hombre han quedado claras, así que, para asegurarnos, sólo cabe esperar qué él mismo os escriba al respecto. Veremos.
Vuestro servidor en Cristo,
Giovanno de Trieste
Rodrigo acudió al despacho de Gavin de Flour en cuanto leyó la esquela que le había traído un armiguero. El secretario del Gran Maestre de Francia parecía ocupado, pues se hallaba rodeado de multitud de pergaminos.
– Ah, Rodrigo, pasad, pasad. Tomad asiento.
El nuevo templario se sentó y esperó a que su interlocutor terminara de ojear una vitela. Entonces, el preboste tomó un pergamino en blanco y garabateó unas letras. Hizo sonar una campanilla y de inmediato apareció un templario increíblemente joven.
– Que se envíe esto ahora mismo -dijo el secretario, para mirar después a Rodrigo y decirle-: Bien, bien. El Gran Maestre de Francia ha decidido algo: la familia del joven Saint Claire reclama que lo llevemos de vuelta a casa. Mi señor ha resuelto que sería prudente hacerlo, no sólo porque piensa que sería bueno para la recuperación del joven, sino porque no nos interesa enemistarnos con familia tan preeminente. Tenéis que ir a Chevreuse. El inmediato superior de Robert debe darle permiso, así que acudid donde Jean y entregadle esta carta mía. Esperaremos también la autorización, que debe llegar desde Tierra Santa, del Gran Maestre de la orden. No sabemos qué opinará al respecto. Éste es asunto de altos vuelos. Partís de inmediato.
– ¿Podría antes visitar a Robert en la Grande Tour?
– Claro, no hay problema, pero daos prisa. Por cierto, se me olvidaba, tenéis que llevar una cosa a la encomienda.
– ¿De qué se trata?
– No os atañe, Arriaga -respondió Gavin de Flour-. Pasad por la capilla, os lo entregarán.
Rodrigo se encaminó hacia la Grande Tour y, mostrando un salvoconducto que a tal efecto le habían expedido los ayudantes del secretario, pudo entrar en aquella imponente construcción. Entró por la pequeña puerta de la fachada principal y, tras atravesar un angosto pasillo guiado por un sargento, subió unas estrechas escaleras de caracol que ascendían por una de las torres de sección circular.
Había guardias por todas partes, no en vano se decía que allí se guardaba el tesoro del Temple, que según se empezaba a rumorear era considerable.
Llegaron a una recia puerta en la cuarta altura. Un sargento que hacía guardia junto a ella le franqueó el paso y se encontró con Robert Saint Claire leyendo un breviario sentado a una pequeña mesa junto a la ventana que, como todas las del donjon, estaba asegurada con una reja de hierro.
– ¡Rodrigo! -exclamó el joven Saint Claire al ver entrar a su compañero.
Ambos se abrazaron.
– ¿Os tratan bien?
– Sí, de maravilla -dijo Robert.
– ¿Y cómo os encontráis?¿Mejor?
El otro ladeó la cabeza.
– No me dejan ni usar un simple cuchillo para comer. Temen que me mate.
– Hacen bien -dijo Rodrigo-. Volvéis a casa.
– ¡¿Cómo?!
– Parece que vuestra familia os ha reclamado. No me explico cómo les han hecho caso. Faltan un par de gestiones y en unas semanas estaréis de vuelta al hogar. El Gran Maestre tiene que pronunciarse desde Jerusalén.
– La mía, no en vano, es una de las familias.
– ¿Las familias? ¿Qué familias?
– Ya sabéis, las familias, los fundadores… el Proyecto.
En ese momento, cuando Rodrigo iba a preguntar por ello, se abrió la puerta y entraron dos sirvientes con las viandas para el preso. Permanecieron allí mientras comía, junto con el sargento que custodiaba al reo. Rodrigo temió por la salud mental de su amigo, pues enseguida el joven comenzó a decir tonterías; cosas sobre nuevos mundos con pájaros de colores y donde la plata se recogía del suelo. Los dos jóvenes criados se miraron sonriendo. Luego el joven Saint Claire comenzó a hablar de su amada y llegó a sollozar, aunque siguió comiendo con apetito. Parecía algo desequilibrado y murmuraba incoherencias.
Rodrigo no pudo hacer más porque, en cuanto el preso acabó de comer, el sargento le indicó que la visita había terminado, pues iban a venir los barberos a sangrar al enfermo. Además, tenía prisa. ¿Qué sería eso del Proyecto?