El Baphomet

No lograron salir hasta la hora sexta, pues tuvieron que esperar a que les entregaran un cofre que habían de llevar a la encomienda. A Rodrigo le extrañó un poco que no fueran armigueros ni sargentos los encargados de empaquetar el misterioso objeto. Cuando entró en la sacristía de la capilla para hacerse cargo del envío se encontró a tres caballeros templarios que guardaban un saco de tela en un cofre de tamaño mediano, que cerraron con un fuerte candado. Llevaban pañuelos en la boca que se quitaron al cerrar el labrado baúl.

– ¿Arriaga? -preguntó uno de ellos.

Rodrigo asintió, tendiéndole una esquela que le habían proporcionado para identificarse.

– Todo vuestro, cuidadlo -dijo un milanés, el más espigado de los tres templarios-. Il Baphometti es algo muy valioso.

Rodrigo llamó a Toribio y a Giovanno para que cargaran el cofre en una mula. ¿Cómo lo habían llamado? Supuso que sería algún objeto de culto de la capilla para incorporar a la iglesia de la encomienda, algún icono o candelabro, quizás una valiosa cruz.

Entonces se llevó otra sorpresa. Justo en la puerta de acceso al recinto le aguardaban nueve templarios que habían de acompañarlo. Según le dijeron, pertenecían a una encomienda situada en Rhedae, cerca de los Pirineos, y les habían ordenado custodiarlo hasta Chevreuse porque debían seguir el mismo camino que él. Le extrañó tanta escolta.

El viaje se le hizo corto. No en vano aquellas tierras en verano eran de una belleza extraordinaria. El atardecer, la profusión de arroyuelos y los frondosos bosques le hacían sentirse bien, como si se hallara de vuelta en su casa del valle de Estós sin más preocupación que sus tierras o su ganado, lejos de conspiraciones y miserias de la raza humana.

Había oscurecido ya y apenas si quedaba una hora de camino cuando junto a un pequeño arroyuelo escucharon gritos. Al parecer, unos salteadores estaban golpeando a alguien, así que todos los caballeros picaron espuelas y corrieron hacia la pequeña hondonada. Allí se encontraron con cuatro bandidos que forzaban a una joven ante los gritos de la madre de ésta. Una carreta tirada por bueyes quedaba a la derecha, junto al cuerpo de un hombre sin vida, descerebrado. Al ver tamaña hueste, aquellos desvergonzados trataron de huir, pero los diez caballeros dieron cuenta de ellos. Toribio y los escuderos contemplaron la escena desde lo alto del camino, y Giovanno se quedó atrás, junto a las muías de carga. Al verse solo, aprovechó la oportunidad y, con la única ayuda de la luz de la luna y un afilado estilete, logró abrir el candado del cofre. Rápidamente alzó el saco, que pesaba muy poco, y desató el lazo que lo cerraba. Sacó lo que había en su interior y lo alzó para verlo a la luz de la luna. Un grito de horror hizo que Toribio y Tomás se volvieran.

– Pero ¿estás loco? ¿Qué haces? -exclamó Toribio encaminando su montura hacia el sargento papal-. ¿No ves que se acercan?

Giovanno volvió a guardar el objeto en la bolsa y cerró el candado.

– ¿Qué hay ahí dentro? -preguntó Toribio.

– Algo horrible -dijo Giovanno-. Era…

– ¡Nos vamos! -ordenó Arriaga, que volvía del río.

Aclaró a sus sirvientes que dos de los salteadores habían muerto y otros dos habían logrado escapar en la espesura del bosque.

Las dos mujeres lloraban. Era noche cerrada ya y se escuchaban los aullidos de los lobos. Las dolientes no querían dejar al muerto allí, pero lograron convencerlas. Giovanno y Toribio, junto a tres de los templarios de Rhedae, tuvieron que quedarse a vigilar el carro con los bueyes y los cuerpos del asaltado y los dos bandidos, mientras que los demás siguieron camino.

Subieron a las afligidas mujeres a un caballo y Tomás tuvo que caminar hasta Chevreuse. Los lugareños deberían volver donde la emboscada y recuperar el cuerpo del fallecido. Los cadáveres de los dos bandidos serían abandonados a las bestias para que los despedazaran. Se lo merecían.


Rodrigo llegó agotado a la encomienda pero, una vez más, apenas si pudo pegar ojo. Cuando Toribio y Giovanno arribaron al castillo era cerca de maitines. Se acostaron a descansar. Al amanecer, Arriaga sintió que alguien le zarandeaba. Era Tomás.

– Rápido, señor. Es Giovanno.

Medio dormido, siguió al armiguero al dormitorio de los sargentos, donde se encontró con que todos rodeaban al sargento papal. Toribio intentaba auxiliarle mientras el otro luchaba por respirar. Giovanno intentaba decir algo, pero se asfixiaba; tenía los ojos fuera de las órbitas y se llevaba las manos a la garganta. Rodrigo le tomó el pulso. El doliente decía algo medio ahogado, en susurros.

Jean, que acababa de llegar, mandó a avisar al médico del pueblo y acercó el oído a la boca del enfermo.

– La cabez… -acertó a entender que decía en un susurro cargado de muerte. Al instante su testa cayó hacia atrás y quedó inmóvil con los ojos fijos en el techo. Estaba muerto. Todos los sargentos quedaron paralizados. Toribio no sabía qué hacer ni qué decir. Entonces Rodrigo se acercó al muerto y olió su aliento: tenía la lengua morada, lo mismo que el rostro. Giovanno de Trieste estaba exánime.


A la tarde siguiente Giovanno fue enterrado a la manera templaría. Igual que hacían los monjes del Císter, fue colocado boca abajo en una tabla. Su hábito marrón oscuro fue clavado a la misma y lo devolvieron a la tierra sin ataúd, con la máxima austeridad posible. Polvo eres y en polvo te convertirás. Memento mori. [9]

Otra coincidencia más entre la Orden del Císter y el Temple; los monjes blancos y los caballeros de manto blanco. San Bernardo una vez más. Rodrigo pensó que tenía que hacer averiguaciones al respecto. Aquello comenzaba a oler mal, pues Giovanno de Trieste había muerto de manera extraña. El médico del pueblo, que llegó tarde, había dicho que la causa de la muerte era un cólico miserere, pero Toribio, en un aparte antes del entierro, le había susurrado con cara de pánico que «aquella cosa lo había matado».

Como Jean les había eximido de obligaciones y oficios al suponer que se hallaban afectados, Rodrigo decidió dar un paseo con Toribio y Tomás, quienes eran presa de un nerviosismo evidente. Al poco, se llegaron donde la taberna y, tras sentarse a una mesa, pidieron una jarra de vino. La joven y bella Beatrice y su padre, Luis, dijeron que invitaba la casa y se deshicieron en loas para con su salvador. No en vano gracias a Rodrigo la turba no les había destrozado el negocio. Cuando la chica dejó la jarra y los vasos, Toribio espetó:

– Rodrigo, debemos salir de aquí lo antes posible. El demonio acecha en ese castillo. Los siguientes seremos nosotros. Esa cosa lo ha matado.

– ¿Qué cosa? -preguntó el templario.

El joven Tomás miró a Rodrigo y murmuró con los ojos muy abiertos por el pasmo:

– Esa cosa que trajimos. Cuando bajamos al río durante el ataque de los bandoleros, él se quedó atrás y abrió el cofre. Dio un grito horrible y entonces lo vi. Tenía algo en la mano, esa «cosa»…

– ¿Qué era?

– No lo sé, estaba a oscuras y a más de treinta pasos. Le insté a que la guardara, que nos iban a descubrir. Más tarde me dijo que aquello era algo horrible, pero no pudimos hablar porque en ningún momento nos quedamos a solas: los tres templarios de Rhedae nos acompañaban. Yo no le di mucha importancia, pero él estaba asustado. Tuvo pesadillas en su catre hasta que al alba… ¡Esa cosa lo mató! Debemos irnos de aquí ahora que estamos a tiempo. Silvio de Agrigento tenía razón: este negocio nos supera. Hay algo demoníaco en este asunto, lo sé.

Rodrigo miró a sus sirvientes y dijo:

– No hay ninguna cosa rara, Toribio. En efecto, es cierto que este negocio se pone turbio, pero no hay nada sobrenatural en la muerte de Giovanno. -Los dos lo miraron con cara de asombro, así que continuó-: Nuestro amigo murió envenenado.

– ¡¿Cómo?! -exclamó Tomás.

– Su pulso era muy agitado, tenía la lengua azul, el rostro de color púrpura y, para colmo, el aliento le olía a almendras amargas. Creedme, sé de venenos porque los utilicé muchas veces en mi época de espía. Giovanno de Trieste fue envenenado con una mezcla de digital y cianuro.

Se hizo un silencio, y al poco el joven Tomás tomó la palabra.

– Pero, mi señor… ¿no es el cianuro un veneno de efecto rápido?

– En efecto, lo es.

– Entonces… -continuó el joven-, ¿cuándo lo envenenaron?

– Sí, eso -repuso Toribio-, porque los cuatro comimos lo mismo en el camino. Recordad que compartimos el mismo trozo de cecina, el mismo queso y el mismo pan. ¡Si hasta yo bebí agua de su pellejo!

– Sí, reconozco que ése es un punto débil en mi teoría… ¿Bebió algo al llegar?

– No -contestó Toribio-. Y no me separé de él ni un instante.

– Sigo pensando que fue envenenado -dijo Arriaga.

– Lo mató esa cosa horrible -repitió su sirviente.

– Sí -apostilló Tomás.

– Debemos averiguar lo que contenía ese saco -dijo Rodrigo pensando en voz alta-. Me da la sensación de que este juego se complica.

Al rato, tras dejar unas monedas en la mesa, los tres se levantaron para abandonar la taberna. Fue en aquel momento cuando pensó en el cura del pueblo. Ahora que empezaba a sospechar que había algo raro en los manejos del Temple, necesitaría toda la información posible, y aquel sacerdote se había manifestado muy en contra de la encomienda de Chevreuse.

Seguro que se hacía eco de todos los rumores que circularan sobre la orden, por descabellados que fueran. Volvió sobre sus pasos y preguntó a Beatrice, que ya recogía la mesa que habían ocupado.

– Perdonad, el cura… ¿tiene casa en la sacristía o vive en…?

– El cura murió anteayer -repuso ella.

– ¡¿Qué decís?! -exclamó Rodrigo mirando a sus amigos.

– Sí, se partió el cuello junto al río. Debió de resbalar y chocó con una roca. Le gustaba pescar.

No podía creerlo. Jean había manifestado estar harto de aquel cura apenas unos días antes y ahora estaba muerto. Algo comenzaba a oler mal en torno a aquella historia. ¿Habrían sido capaces sus confreres de eliminar a aquel hombre? ¿Y Giovanno? Tenía que hacer algo.

– Beatrice -preguntó Arriaga-, ¿recordáis a aquel hombre que vino a verme? ¿Aquel con el que me reuní arriba, en uno de vuestros cuartos?

– Claro.

– Me dijo que se hospedaría cerca de aquí. ¿Os dijo cómo podría localizarle?

– Sí.

– ¿Cómo?

La joven no parecía muy comunicativa al respecto. Sin duda, el de Agrigento le había pagado bien, pero era evidente que ella se sentía en deuda con el templario. Se sorprendió mirándola a los ojos y pidiéndoselo por favor. Era hermosa.

– Puedo hacerle llegar una nota -contestó ella esbozando una sonrisa.

– De acuerdo -contestó él.


– Adelante -dijo Silvio de Agrigento.

Una figura embozada entró en el cuarto y se quitó la capa. La luz de una vela iluminaba de manera muy tenue la habitación de la posada en la que se entrevistaran más de dos meses atrás. Comenzaba a refrescar, pues corrían los primeros días de septiembre.

– ¿Cómo habéis salido de la encomienda?

– Por el mismo lugar por el que solía hacerlo Toribio en sus correrías nocturnas. Hay una pequeña puerta en el primer sótano, junto al almacén, que da a la cara norte. Tengo que volver antes de maitines, así que no dispongo de demasiado tiempo -respondió Arriaga mientras se sentaba.

– ¿Queréis un trago de vino? -preguntó el de Agrigento, recordando de nuevo su primera entrevista con Arriaga, cuando de pocas lo mató.

– Sí, vendrá bien.

El cura sirvió un buen vaso y el otro bebió a pequeños sorbos.

– ¿Y bien? -preguntó el secretario del cardenal Garesi.

– Giovanno murió hace diez días.

– Lo sé, leí vuestra nota. He venido lo antes posible.

– Murió en extrañas circunstancias. Yo creo que fue envenenado, pero Tomás y Toribio piensan que fue por la contemplación de un objeto que trajimos de París.

– ¿Qué objeto?

– No lo sabemos ni lo hemos podido averiguar. Creo que se llama algo así como Il Bapho… meti… No sé. Mirad, dómine, no he sido todo lo honrado que debiera con vos. Comencé esta misión con un propósito, pero no fui sincero con Giovanno y no le di la información que obtuve; no era gran cosa, pero…

– Lo sé.

– ¿Qué?

– Sí, Giovanno me mantenía al tanto. Me contó lo del joven Saint Claire, lo de su traslado a París… sé lo de la reunión de esos cinco en la cripta.

– Pero si yo no se lo dije…

– Toribio se lo contó y el bueno de Giovanno me hizo un informe.

– Vaya, ese bocazas no cambiará. Supongo que Tomás también os mantiene al día.

– No, Rodrigo, no. Tomás es un crío, un sirviente.

– Está asustado.

– Me imagino. Éste es un negocio difícil, os lo dije. ¿Comenzáis a creer en mi versión? -preguntó Silvio de Agrigento.

– Al menos creo que he visto demasiadas cosas raras. ¿Qué más sabéis?

– Giovanno me contó lo de vuestra entrevista con Moisés Ben Gurión. Sabemos lo de la desaparición de los siete sabios.

– ¡Vaya!

– ¿Y aún negaréis que el Temple no es trigo limpio?

– No lo sé dómine, no lo sé. Confieso que me había encontrado bien por primera vez en muchos años, que me importaba un bledo este negocio. Creía que vos y vuestro amo estabais un tanto obsesionados con vuestras intrigas palaciegas y habíais perdido el sentido, pero no sé, ¿cómo queda ahora nuestro trato? Os he fallado.

– No temáis, Silvio de Agrigento cumple su palabra. Mirad, si creéis que el Temple está limpio, proseguid con vuestra vida de monje guerrero; pero si os queda un atisbo de duda, sólo uno, deberéis cumplir la misión, se lo debéis a Giovanno.

– ¿Y Aurora?

– Cuando recibí vuestra nota cursé la orden. Ya ha sido exhumada y se le han dado los últimos sacramentos. Se bautizó a la criatura. Bueno, a los restos que quedaban en el féretro. Está enterrada en las posesiones de su padre, en el cementerio familiar. Descansa en paz, Rodrigo.

Arriaga se sintió en paz consigo mismo y se arrodilló para besar las manos de Silvio de Agrigento. No esperaba aquello, la verdad. Una gran sensación de serenidad lo invadió de pronto. Toda la pena, toda la culpa que había sentido y que le oprimía el corazón durante aquellos años fue liberada. Sintió una enorme tristeza por su amada, pues estaba muerta, pero algún día se reuniría con ella. Había ido al cielo. Ya no penaría más por estar enterrada en suelo no consagrado.

– ¡Gracias, gracias! -dijo entre sollozos.

– Levantaos, hombre de Dios. Fue una orden de mi amo, dadle las gracias a él.

Un largo silencio se estableció entre los dos. Rodrigo Arriaga parecía confundido, entre triste y alegre. Sollozaba y reía a ratos.

– Bien -dijo el cura-. Ahora sois libre. Aunque no habéis cumplido la misión nosotros os hemos pagado como si lo hubierais hecho. ¿Qué vais a hacer?

Rodrigo permaneció callado por un momento. Miraba con aire hipnótico al brasero que caldeaba la habitación.

– Pues cumplir con la tarea que me encomendasteis. Os lo debo. A vos y a Giovanno.

– Lo sabía. Nunca me equivoco al elegir a un colaborador -contestó el diácono con cara de satisfacción. Era obvio que su señor, Lucca Garesi, había acertado exhumando a la joven. Ahora Arriaga se sentía en deuda con ellos.

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