– Mirad, esto es lo que haremos… -dijo Arriaga con los ojos fijos en el chisporroteante fuego en el que se asaba una liebre. Habían acampado al aire libre, en un claro en mitad de un hayedo, lejos de miradas indiscretas-. Tendréis que ir a Benás, en el Pirineo. Os firmaré poderes plenipotenciarios para que podáis vender mis posesiones. Id primero a hablar con mis guardas, Matías y Eufrasia, son gente del pueblo y se encargarán de todo. Decidles que vendan a buen precio pero que sea rápido. Que se queden con la décima parte del beneficio. Una vez hecho esto, iréis al valle de Bujaruelo. Es un lugar perdido en el Pirineo, hacia el oeste, Matías os guiará. Tiempo ha compré allí un casa, en un paraje hermoso y lejos del hombre. Es un lugar excelente para esconderse porque el valle comunica con el reino de Francia y, dado el caso, se puede escapar hacia uno u otro lado de los Pirineos. La casa es apenas una cabaña de leñadores, pero Matías se ha encargado de que esté siempre habitable y con reservas de leña como para aguantar dos inviernos. Bien, una vez allí esperadme. Cambiad de nombre, aunque en aquel paraje no os toparéis más que con águilas, rebecos o marmotas. Hay mucha caza y viene el buen tiempo. El río queda cerca de la vivienda. No tendremos problemas: entre la venta de mis tierras, el oro que me dio el de Agrigento y la bolsa de monedas que cobré por el supuesto asesinato de Robert, no pasaremos penurias. No habléis con nadie y cubrid el camino hasta allí rápidamente. Hemos matado a un cardenal de Roma, nuestra vida no vale nada. Los templarios nos buscarán también; seguro que saben de la existencia del libro, que debe quedar a buen recaudo. Escondedlo en lugar seguro, puede ser nuestra salvación en caso de que nos capturen. Mañana al alba partimos.
– ¿Y vos, a dónde iréis?
– Tengo un negocio…
Toribio interrumpió a su señor.
– Ese negocio… ¿trabaja en una posada?
– Quizá.
Tomás habló:
– No deberíais ir a Chevreuse, es peligroso.
– He sido espía, ¿recordáis? Quiero que Beatrice venga conmigo.
Debía de ser pasada medianoche cuando se abrió la puerta de la cocina y un mendigo entró sacudiéndose el frío del cuerpo. Vestía apenas unos andrajos de color gris y una larga cicatriz surcaba su cara semicubierta por una capucha.
– ¿Quién sois vos? -dijo el desconocido a un tipo que vestía un delantal de carnicero y que se empeñaba, hacha en mano, en descuartizar un gorrino que yacía sobre la enorme mesa de roble.
– Yo, el cocinero de esta casa… ¿y vos? No queremos mendigos aquí.
El recién llegado lanzó un sueldo de oro sobre los restos de carne sanguinolenta y contestó:
– Sois nuevo, ¿no?
El tipo grandullón asintió.
– Bien, pues avisad a Beatrice. Decidle que está aquí quien ella sabe.
– Ah -repuso el cocinero de enormes bigotes-. Os esperaba, ella me habló de esto. Seguidme a un lugar más discreto.
Subieron al primer piso, donde las habitaciones, a través de la escalera. La posada permanecía a oscuras, en silencio.
– Me llamo Osvaldo -dijo el grandullón abriendo la puerta y encendiendo un candil con su palmatoria. El cuarto se iluminó débilmente-. Esperad aquí, mi amo también quería hablar con vos. Ahí tenéis una jarra con vino.
Rodrigo se quedó a solas, se sirvió un vaso que apuró de un trago y se sentó en una silla. Entonces reparó en que se hallaba en la estancia en la que se consumó la desgracia del joven Saint Claire. Recordó al burgués despanzurrado sobre la cama, la sangre y a Robert llorando acurrucado en un rincón.
Se tumbó en el lecho. Estaba exhausto.
Al rato pensó que había pasado mucho tiempo. ¿Por qué no venían Beatrice y su padre, Luis? Tardaban demasiado. ¿Quién era aquel tipo? Comenzó a sentirse mareado.
Una luz comenzó a encenderse en su antaño entrenada mente de espía. Decididamente había perdido facultades.
Escuchó pasos y ruido de armas en la escalera. Eran varios. Abrió los postigos para saltar por la ventana y vio las antorchas. Había más de quince sargentos esperándolo y tres templarios a caballo. Veía doble y le fallaban las piernas. Aquel fideputa lo había drogado. Temió por la suerte de Beatrice y su padre.
– Vaya, vaya. Excelente disfraz, Rodrigo -dijo Jean de Rossal-. Me alegro de ver que estáis de vuelta.
Arriaga se giró y vio a su viejo amigo con los brazos en jarras. ¿Cuántos hombres habían irrumpido en la habitación? Diez, quizá doce. No pudo llegar a desenvainar entre aquel gentío. Sintió que decenas de manos lo retenían. Vio la guarda de una espada venir hacia sus ojos. Sintió el golpe seco en el puente de la nariz.
Nada más.
Rodrigo despertó en uno de los calabozos del Château de la Madeleine. No había demasiada luz. Sintió unas intensas ganas de orinar pero al intentar levantarse comprobó que le habían encadenado al muro de piedra. Se ladeó un poco y orinó hacia su derecha. Cuanto antes eliminara aquel maldito veneno antes recuperaría sus facultades. Aún le pesaban los miembros y sentía la cabeza como embotada. Tenía sed. A su lado había una pequeña jarra de arcilla con agua. La tomó con ambas manos haciendo sonar los grilletes. Despedía un olor fétido. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?
La tiró. Se moría de sed pero sabía que si bebía el contenido de la jarra le haría enfermar. Sólo le faltaba debilitarse más. Debía conservar todas sus fuerzas para aguantar lo que sin duda le esperaba. Era el procedimiento a seguir. Su vida no valía nada ya. Pensó en Beatrice, seguro que estaba muerta por su culpa; el padre de ella también. Al menos Tomás y Toribio estaban a salvo. Quizás algún día la cristiandad sabría de la conspiración gracias al libro que había recopilado el zagal. No podía respirar por la nariz y sentía un inmenso dolor bajo los ojos. Se palpó con cuidado y lanzó un alarido por la lacerante punzada que sintió. Tenía toda la zona inflamada: aquellos hijos de puta le habían roto la nariz.
La puerta de acceso al pasillo de las celdas se abrió y se oyeron pasos. Una figura vestida de blanco se plantó ante la enorme reja. Era Jean de Rossal. Un sargento que hacía las veces de carcelero abrió la celda y el comendador entró en ella.
– Dejadnos a solas -dijo con el tono del que está acostumbrado a mandar.
Jean esperó a que saliera su subordinado y tendiendo un pellejo a Arriaga dijo:
– Bebed.
El preso dudó.
– No contiene más que agua y algo de jugo de corteza de sauce para que os calme el dolor. ¡Bebed! Os hará bien.
Rodrigo tomó el odre y bebió ansiosamente.
– Me habéis hundido con vuestra traición -dijo el comendador.
– ¿Cómo? -repuso Rodrigo.
– Sí, yo avalé vuestra entrada en la orden, yo os apoyé para que os tuvieran en cuenta, para que fuerais ascendiendo… Esto me va a costar caro.
– Vaya, no os diré que lo siento, pero no me gustaría que os ejecutaran por ello.
– No temáis, no llega la cosa a tanto. Mi futuro era brillante, iba a llegar muy muy lejos y de momento me quitan de en medio enviándome a un lugar remoto.
– ¿A Tierra Santa?
– Ojalá -dijo Jean riendo con amargura.
– ¿A las tierras de más allá del mar?
Jean asintió:
– Sí, la orden quiere crear allí un emplazamiento permanente, obtener oro y plata durante todo el año. Hay un nuevo barco en La Rochelle…
– Lo vi.
– Pues parto en él en unos días. Me habéis hundido, Rodrigo. ¿Por qué lo hicisteis? Yo os quería.
Arriaga se quedó perplejo. ¿Había oído bien?
– Siempre os amé Rodrigo, desde nuestros tiempos de estudiantes. Vos hicisteis despertar en mí este instinto contra natura que me ha acompañado toda la vida.
– ¿Y Beatrice? ¿Dónde está? -preguntó Arriaga cambiando de tema. No le agradaba lo que acababa de oír.
De Rossal hizo un gesto inequívoco de fastidio.
– Vos la matasteis, claro -inquirió Rodrigo.
– Yo no fui. No me creáis tan mezquino. Yo sabía que volveríais a por ella. Nos hicimos con la posada y se les ejecutó por traidores. Al padre y a la hija. Pero a la chica la mató alguien… conocido.
– ¿Quién?
– ¿Y qué importa? ¿Os vais a vengar? Vuestro destino ha sido sellado. Sois hombre muerto. ¿Qué necesidad había de todo esto, Rodrigo? ¿Por qué? ¿Fue por dinero?
– Vinieron a reclutarme a mi casa del Pirineo. Aurora, mi amada, yacía en tierra no consagrada por suicida. La exhumaron y le otorgaron los últimos sacramentos.
Jean de Rossal soltó una carcajada sonora y amarga.
– Todo por una muerta. Vais a tener un fin horrible, amigo. Están furiosos con vos. Vienen de camino, creo que os quieren ver sufrir de veras. ¿Sabéis lo que habéis hecho al matar a Silvio de Agrigento? El Papa está harto de este asunto y ha nombrado sustituto a un hombre de hierro, el cardenal Augusto de Enzo, un antiguo dominico que nos perseguirá sin tregua.
– Me alegro.
– Todos mis superiores están furiosos. Silvio de Agrigento era un tipo manejable, sobre todo ambicioso, se podía negociar con él. La cosa se nos ha complicado. Me habéis arruinado la vida, Rodrigo, pero sé que os harán pagar por ello. Querrán saber del paradero del segundo libro.
– ¿Cómo sabéis eso?
– Lo sabemos todo.
– No sé dónde está. Si muero llegará a manos que hagan un buen uso de él.
Jean volvió a reír.
– No seáis idiota, Rodrigo.
– ¿Desde cuándo sabéis que estaba al servicio de Silvio de Agrigento?
– Fuimos tontos. Vuestro pasado como espía debía habernos hecho sospechar, pero yo estaba obcecado y convencí a los demás. Lo supimos en Escocia. Mi padre me escribió, dice que hubo una reunión en el Templo. ¿Acaso creéis que gente tan importante se reúne sin centinelas, sin escolta? Cuando se dio por terminada la misma salisteis por el túnel y uno de los vigías os vio. Se hizo evidente que erais el espía de Lucca Garesi. Por entonces, De Montbard os había encargado el trabajito de Robert Saint Claire, así que decidieron esperar a que cumplierais con vuestra palabra y matarais a aquel loco. Una vez completado el trabajo os eliminarían. No quisieron hacerlo allí porque hubieran despertado las sospechas de los Saint Claire.
– Decidieron esperarme en La Rochelle y hacerlo allí.
– Exacto. Pero desaparecisteis.
– Ya.
– Debo decir que sois bueno, vuestros predecesores apenas duraron unas semanas. Los descubrimos enseguida y pagaron por ello, creedme. Pero vos… hubierais servido bien a la causa.
– No me agrada vuestro proyecto. Sois unos locos.
– No tenéis ni idea.
– Sé más de lo que pensáis.
– ¿Sí?
– Sí, sólo me queda una duda…
– ¿Cuál?
– ¿Por qué os creéis descendientes de los nazareos?
Jean quedó pensativo por un instante. Parecía sorprendido. Entonces dijo:
– Total, sois hombre muerto. Os lo explicaré. Como ya sabéis, en el antiguo Israel había una casta que se encargaba del Templo: los sacerdotes. Eran todos de familia real, de la estirpe davídica, y no se mezclaban con los descendientes de las otras tribus; había que mantener la semilla pura. Para ello, los niños y niñas que iban a servir en el Templo eran educados allí. Cuando una niña alcanzaba la edad fértil, era fecundada por uno de los sacerdotes que eran considerados hombres santos, ángeles. Así ocurrió con una joven de trece años, María, que recibió la semilla de un sacerdote llamado Gabriel…
– ¡El arcángel Gabriel!
– Y fue dada en matrimonio a un hombre ya anciano para que el niño creciera fuera del Templo hasta la edad de doce años, según la costumbre. Cuando los vástagos cumplían esa edad eran devueltos al Templo y allí eran instruidos por los otros sacerdotes. María tuvo otros cuatro hijos más.
– ¿Estáis negando que Nuestra Señora concibió del Espíritu Santo?
– ¿Queréis conocer la historia o no?
Rodrigo guardó silencio.
– Jesús volvió a los doce años, vivió en el Templo y alcanzó bastante influencia. Pertenecía a los nazareos y alcanzó el grado máximo de iluminación.
– Era un resucitado.
– Exacto, era un hombre santo, de Dios y de la ley, había seguido los ritos necesarios para vencer su lado humano y las tentaciones del mundo, un iluminado que resucitó y vestía de blanco. Eran tiempos de convulsión, las revueltas contra Roma eran continuas. Los judíos estaban convencidos de que vencerían al enemigo, no en vano eran el Pueblo Elegido. Como ya había ocurrido en el pasado, por muy mal que se pusieran las cosas, Dios vendría en su ayuda y terminaría arrasando las legiones del Imperio. Jesús era de linaje sagrado, se perfilaba como el Mesías, el futuro rey de Israel que habría de llegar según la profecía. Los romanos lo ejecutaron. Le sucedió su hermano, Santiago, de mayor predicamento entre los judíos. Fue entonces cuando se produjo la revuelta y Jerusalén fue arrasada. Santiago murió y algunos de los nazareos (no te olvides que hablamos de miembros de las élites, familias que dominaban Israel, con riquezas y recursos) decidieron que había que sobrevivir. Varias familias muy, muy ricas, ocultaron el tesoro del Templo, el legado y la sabiduría de su pueblo, bajo los subterráneos que habían sido excavados durante siglos. Se registró el lugar en que quedaba oculta cada vasija, cada pergamino y todo quedó anotado…
– En el Manuscrito de Cobre.
– Vaya, habéis avanzado de veras… Pues sí, en el Manuscrito de Cobre, que fue repartido entre dichas familias. Cada una de ellas conservó un fragmento para que ninguna pudiera hacerse con el tesoro completo del pueblo de Israel. Dichas familias huyeron a tiempo y emigraron a Occidente. Hicieron un juramento para restablecer la gloria del Templo de Yahvé y se perdieron, desperdigándose entre las naciones de Europa. Juraron pasar desapercibidos, asumir las religiones de los pueblos que les acogieran para no llamar la atención con una sola condición: que fueran religiones monoteístas. Pasaron las generaciones y el legado fue de padres a hijos. Así fue como me enteré yo. A la edad de veintiún años, mi padre me llamó y me contó esta historia. Recibí un anillo de oro que representa una de las columnas del Templo, Jaquín. Y así fueron pasando los años. Casi mil. Mil largos años. Un milenio. Cada familia conservó su fragmento del Manuscrito de Cobre como pudo. En algunos casos el resto correspondiente sufría deterioros por el paso del tiempo, y entonces las familias pasaban el texto a pergamino. Pero nunca, nunca, ninguna de ellas permitió que se perdiera esa valiosa información.
– Y dichas familias se mantuvieron en contacto.
– De manera muy discreta, sí. Entonces llegó el momento: los turcos conquistaron Jerusalén. El papa Urbano no había destacado por ser ni mucho menos un hombre brillante y no iba a pasar a la posteridad por su perspicacia. No fue difícil convencerle de que había que decretar la cruzada. Las familias se agruparon entonces en una organización secreta…
– El Priorato de Sión.
– Bien, Rodrigo, bien… Las familias ya tenían un candidato para reinar en Jerusalén: nada menos que un descendiente de Cristo, Godofredo de Bouillón.
– ¿De Cristo decís?
– No olvidéis que os he dicho que las familias eran todas de origen judío, miembros de la aristocracia y la estirpe real hebrea. La mujer de Cristo a la que vosotros conocéis como María Magdalena, pero que aparece también en los evangelios como María de Betania, la hermana de Lázaro, llegó a costas francesas acompañada por José de Arimatea. Desembarcaron cerca de Marsella y ella llevaba en su seno la semilla de Jesús, un descendiente de la estirpe davídica, de la realeza judía. Los descendientes de Cristo se emparentaron con la nobleza local y crearon una nueva dinastía, los merovingios: los monarcas ungidos. Roma los traicionó y fueron derrocados por los capetos, pero los descendientes de los merovingios, sobre todo varias jóvenes en edad de casarse, entroncaron con los verdugos, nada menos que la estirpe de Carlomagno. Así la Sangre Real llegó hasta nuestros días. Godofredo de Bouillón era un descendiente de los merovingios, un ungido. Vendió todas sus posesiones y se encaminó a la cruzada. El suyo era un viaje sin retorno; o victoria o muerte, no había vuelta atrás. Las familias habían acordado que sería el nuevo Rey de Jerusalén. Afortunadamente, todo salió bien. Se ganó la Ciudad Santa y las familias que lo habían apoyado reclamaron el pago acordado. Querían excavar bajo el Templo, había llegado el momento de juntar los fragmentos del Manuscrito de Cobre que había que traducir y hacerse con los tesoros. Godofredo no quiso saber nada del asunto. Las familias lo habían colocado donde estaba y así lo pagaba. Bloqueó el proyecto e hizo partícipe de todo al papa Urbano.
– Ambos murieron entonces, claro.
– Al momento. Las familias se encargaron de ello. Ninguno pudo disfrutar realmente del logro alcanzado. A Godofredo lo sustituyó Balduino, mucho más razonable. Él sí que nos dio permiso para excavar y entonces el Priorato decidió crear la Orden del Temple como tapadera. En aquel momento el más poderoso miembro de las familias era Hugues de Champagne, más rico que el Rey de Francia. Él fue quien sostuvo el proyecto en los primeros años. Lo demás, es una historia conocida por vos.
– ¿Y qué hallaron los nueve caballeros en el Templo? ¿Tesoros?
– Algunos, pero los más valiosos no eran el oro, los candelabros…
– ¿Las Tablas?
– En efecto, las Tablas de la Ley. En ellas está escrita la ecuación que regula este mundo. Son una fuente de saber eterno. No todo ha sido descifrado, pero tiempo al tiempo. Son un auténtico jeroglífico. La Cábala es la clave para desentrañar su código. De ella surgió nuestro conocimiento físico de este mundo, que es redondo… ¡redondo, Rodrigo! Puedes navegar hacia el este y aparecer meses después por el oeste. Conocemos continentes que los demás ni han soñado, vías de navegación, corrientes favorables… Todo, ¡lo sabemos todo! Sabemos cómo construir un templo para concentrar en él las fuerzas telúricas, conocemos los ritos esotéricos del antiguo Egipto, la Cábala, la gnosis, la vía a la iluminación… y apenas hemos traducido una décima parte de lo que había allí.
– ¿Y el Arca?
– Nada. Fue llevada a Roma como la Menorah y suponemos que los visigodos la fundieron para forjar coronas y joyas. Pero lo importante eran las Tablas, que quedaron ocultas bajo el santasanctórum.
– Vaya.
– Y hay algo más, el plato fuerte, una nadería, pero a fin de cuentas la baza a nuestro favor que desniveló la balanza: en las galerías del Templo, entre los documentos hallados, se encuentran las pruebas de toda la historia que os he contado sobre Jesús: partidas de nacimiento de Cristo y sus hermanos, su acta de matrimonio, los documentos que demuestran que era un nazareo, un candidato a la corona, la fecha de su defunción… todo. Aquella información nos resultó más valiosa que el oro, mucho más. Nos sirvió para extorsionar a dos papas. No se atreven a meterse con nosotros.
– Entonces las sospechas de Lucca Garesi eran fundadas.
– Totalmente.
– Una conspiración de varios siglos.
– Exacto.
– De mil años… Mil años.
En aquel momento se abrió el portón que daba acceso a las celdas y entró el sargento de nuevo. Abrió la reja y se acercó a Jean para decirle algo al oído. Éste sonrió.
– Vaya, Rodrigo, buenas noticias. Al parecer los daños que vais a causar no van a ser tan cuantiosos como parecía en un principio. Ahora debo irme: os espera una sorpresa.
Arriaga se quedó solo. Fue entonces cuando se dio cuenta de todo. Quizá fue debido a que su destino había sido sellado, a la cercanía de una muerte inevitable y horrible, pero por primera vez reparó en el calado de la investigación que había llevado a cabo. No se trataba de un negocio entre nobles en el que se jugaba el dominio del mundo, no. Era algo más profundo, mucho más. ¿Sería verdad todo lo que Jean de Rossal le había contado sobre Cristo? Ahora entendía por qué no creían en la divinidad de Cristo, por qué negaban a Jesús en el rito de iniciación al Temple. Si aquello era verdad, todo lo que le habían enseñado desde pequeño se desvanecía en el aire, como un sueño. No era una persona excesivamente religiosa pero le reconfortaba la idea de poder reunirse en el cielo con Aurora.
Aurora.
También pensó en la joven Beatrice: había muerto por su culpa. Y en su padre, Luis. Pobre hombre.
¿Sería todo un gran bulo? Jean aseguraba tener pruebas de ello, pero ¿y si se trataba de una burda mentira urdida por las familias? Quizás estaban equivocados. Aunque una cosa era cierta, estaban en poder del Manuscrito de Cobre y al parecer habían localizado los tesoros bajo el Templo. ¿Serían sólo una banda de locos o estarían en lo cierto? El comendador dijo que sólo habían descifrado la décima parte de los documentos encontrados bajo el templo. ¡La décima parte! Y sólo con eso eran más ricos de lo que jamás podría ser cualquier Estado europeo. No quiso pensar en el poder que podrían adquirir las familias si algún día se hacían con todos los saberes del Templo, si traducían todos los documentos hallados.
No quería morir. Al menos no hasta que pudiera orientarse, saber si aquello en lo que había creído era verdad. Sintió miedo de verdad por primera vez en mucho tiempo. Miedo a la muerte, al dolor, a la tortura. Le odiaban.
Intentó buscar algún resquicio, alguna fisura en el discurso de Jean, necesitaba hallar un punto débil que al menos le proporcionara una buena baza.
Ellos lo sabían todo, hasta se habían enterado de que Tomás había hecho una copia de su libro de notas. Era obvio que sabían que uno de los volúmenes había quedado en casa de Silvio de Agrigento y buscaban el otro. Era una prueba de todo lo ocurrido. Debía de ser vital para ellos localizarlo.
Siguió pensando, necesitaba hallar algo que él supiera y ellos ignoraran pero no dio con ello. Se quedó dormido.
La luz del sol que entraba por un ventanuco lo despertó a la mañana siguiente. El carcelero vino y le dio unas gachas casi imposibles de tragar aunque tenía hambre.
Cuando terminó de comer dejó la escudilla en el suelo y la observó con la mirada perdida. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la celda. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?
Entonces reparó en un pequeño detalle. A veces una simple tontería te salva o te cuesta la vida. En el oficio de espía una palabra a destiempo, una frase, un simple gesto, te pueden descubrir. Por eso era siempre tan minucioso repasando los hechos. Y había dado con un detalle que, aunque nimio, no debía ser despreciado: Jean, al igual que su padre y André de Montbard, creían que él había matado a Robert Saint Claire. Sólo él sabía que no había sido así. ¿Le serviría de algo?
En ese momento se abrió el portón y oyó ruido de pasos. Dos guardias cruzaron frente a la reja llevando a una suerte de guiñapo en volandas. Reconoció el jubón granate de Tomás.
– ¡Dios! -exclamó desesperado.
El joven debía de estar inconsciente porque no respondió a las llamadas de Rodrigo cuando los carceleros los dejaron a solas. Gritó y gritó para que su amigo le oyera desde su celda, y al final pudo oír:
– ¿Rodrigo?
– Sí, soy yo.
– ¿Estáis herido?
– Me duele todo el cuerpo, me dieron una paliza.
– ¿Puedes acercarte a la reja de tu celda? Yo estoy encadenado al muro.
– Yo también.
– Tomás… ¿y Toribio?
Silencio.
– ¿Tomás?
Escuchó un sollozo, quizá una queja.
– Nos estaban esperando. Cuando llegamos a vuestras tierras y entramos en vuestra casa no vimos nada. Fuimos a la de Matías y Eufrasia. Los habían degollado en la cama. Intentamos salir de allí pero surgieron cuatro esbirros de no sé dónde. Era una pelea desigual. Tres fueron a por Toribio y uno me atacó a mí. Hice lo que pude pero no soy bueno con la espada y me desarmó. Toribio peleó como un bravo, vi caer a uno de ellos pero los otros dos lo ensartaron al unísono. Estaba muerto antes de llegar al suelo. Se pusieron furiosos por lo de su compañero. Eran templarios disfrazados de campesinos. Me tiraron al suelo y me patearon hasta que me desmayé.
– Lo siento, Tomás.
– Fue culpa mía -dijo el crío, que comenzó a sollozar.
Quedaron de nuevo en silencio. Rodrigo le oía respirar con dificultad. Seguro que tendría rota alguna costilla.
– Y ahora ¿qué? ¿Van a matarnos, Rodrigo?
– Me temo que sí, hijo.
– No quiero morir… soy joven… ¡ni siquiera sé lo que es estar con una mujer!
– ¡Tranquilo, hijo, sé fuerte!
Otro largo silencio.
– ¿Nos torturarán?
Rodrigo no quería contestar. Entonces pensó algo:
– Mira, hijo, hay una posibilidad para ti. Podemos negociar con ellos para que no te hagan daño… déjame a mí.
– ¿Cómo?
– ¿Dónde escondiste el libro?
– Está en lugar seguro.
– Bien hecho, pero ellos lo quieren, lo necesitan. ¿Dónde está?
– No os lo diré. Si lo sabéis os torturarán y si se lo damos, nos matarán.
– Me torturarán igualmente, pero si me dices dónde está podré negociar y salvarte la vida. Me quieren a mí, ¿entiendes?
El joven comenzó a toser.
– ¡Tomás! ¡Tomás! ¿Me oyes?
Nada.
Pensó que debía de haberse desmayado. Rodrigo se sintió morir. ¿Qué iba a hacer? Muchas veces había pensado en la posibilidad de caer en manos del enemigo y ser torturado, era algo natural en su oficio, pero ahora, ante la inminencia del más atroz de los sufrimientos, se sintió desfallecer. Quizá él podría aguantar pero… ¿y Tomás?
Era entrada la noche cuando Jean llegó acompañado por dos tipos de aspecto fiero.
«Ya están aquí», pensó Arriaga.
Jean entró solo en la celda.
– El libro -dijo.
Rodrigo suspiró, no podía decirle que Tomás no había querido contarle dónde estaba la copia que faltaba.
– No sé dónde está, Jean, de veras.
– Voy a disfrutar con esto, ciertamente…
Salió de la celda y fueron donde Tomás. Vio que traían un brasero. El crío lloraba, suplicaba. Entonces comenzó a oír el sonido de los golpes sordos sobre el cuerpo adolescente de Tomás y sus gritos de dolor.
– Dadme el hierro -ordenó Jean.
El inconfundible siseo y el olor de la carne quemada coincidieron con el aullido del crío. Luego vino otro, y otro.
– ¡Díselo, Tomás! ¡Díselo! -gritó Rodrigo.
Sólo se escuchaban los alaridos del joven hasta que Arriaga tuvo que taparse los oídos para no oír. Cuando los torturadores se fueron intentó hacer razonar a Tomás, pero éste no contestaba. Debía de estar inconsciente.
Volvieron por la noche. Rodrigo perdió la noción del tiempo, que pasaba muy lentamente. Le hubiera gustado estar en el lugar de Tomás: era una víctima inocente y Jean sabía que hacía mucho más daño a Arriaga torturando al joven. De vez en cuando se asomaba y le preguntaba por el paradero del libro. No quiso escuchar las súplicas de Arriaga, no lo creyó cuando le repitió llorando que él no lo sabía, que dejaran al chico, que hablaría con él. Sabía que llegaba un momento en que un torturado perdía el control sobre su propia mente, un punto sin retorno en el que sólo se murmuran incoherencias. Era de madrugada cuando Jean entró en su celda. Llevaba el hábito manchado de sangre.
– Ha muerto -dijo sonriendo.
– Hijo de puta.
– Me voy a dormir, estoy cansado. Mañana os toca a vos. Disfrutaré de veras. Sois más fuerte que ese chiquillo. Me duraréis más.
– ¿Cómo habéis podido hacerlo?
– La culpa es vuestra. Vos lo metisteis en este negocio.
– Yo no, fue su amo, Silvio de Agrigento. Era su criado. Ahora sé por qué la gente del valle de Chevreuse os odia tanto.
Jean alzó las cejas como si le diera igual.
– Os mataré por esto, lo juro -dijo Rodrigo.
– Dejaos de bravatas. Estoy cansado. Ah, y haced memoria sobre el paradero del libro de notas de Tomás.