La Rochelle

Rodrigo llegó en unos minutos al lugar que marcaba la esquela que se le había entregado. Después de atravesar una estrecha vereda embarrada que atravesaba el bosque llegó a un claro, donde se encontró atados los caballos de Jacques de Rossal y André de Montbard.

Los dos hombres permanecían a la espera. Uno de ellos, sentado en un tronco, se entretenía haciendo dibujos con una fina rama en el barro. El otro miraba hacia el bosque como si pudiera ver a través de los árboles.

Se notaba que eran hombres acostumbrados a la vida a la intemperie del soldado. Arriaga había visto huellas de al menos cinco monturas, así que supuso que habría tres hombres de armas escondidos en el bosque.

– Os esperábamos, Rodrigo -dijo De Montbard.

El padre de Jean de Rossal no levantó la cabeza de sus dibujos.

Rodrigo desmontó.

– ¿Queríais verme?

– Anoche tuvimos una reunión informal para decidir el futuro de Robert Saint Claire. La situación no es buena. Debéis actuar y rápido.

– ¿Cómo?

Jacques de Rossal habló sin levantar la vista del suelo.

– Lo que mi buen amigo André os quiere decir es que debéis acabar con ese pobre demente hoy mismo. Os espera un barco en Dun Eideann, os llevará como dijimos a La Rochelle y de allí partiréis a Tierra Santa. Os quitaréis de en medio una buena temporada y os podréis dedicar al estudio del hebreo. Lo necesitaréis.

– Pero Robert es un templario…

– ¡Robert Saint Claire está muerto! -repuso indignado André de Montbard-. Murió ahorcado en Chevreuse. No podemos permitirnos el lujo de que Roma se entere de que aún vive.

Hubo un silencio.

– Mirad, Rodrigo -dijo De Rossal-, os honra la lealtad que mostráis hacia el joven Saint Claire. Le salvasteis la vida en ese oscuro incidente tabernario, le trasladasteis con discreción a París e incluso llegasteis a interceder por él nada menos que ante el mismísimo Bernardo.

– Y con éxito -apuntó De Montbard.

– En efecto. Llegasteis a convencerle -siguió Jacques-. Pero esto se nos va de las manos. Los Saint Claire perdieron influencia en el proyecto años ha, son prescindibles; el hijo de Hugues de Payns, Theobald, es ajeno a estos negocios… juzgamos como muy valiosa vuestra lealtad, pero Robert Saint Claire es como un forúnculo, un absceso que debe ser extirpado cuanto antes. De no ser así, puede acabar con todo el cuerpo.

– De acuerdo -contestó Arriaga-. Se hará como decís.

– Sea. Esta misma noche os esperan en el puerto. Daos prisa.

Cuando Rodrigo subió a su montura, De Montbard le dijo:

– Y recordad, es mejor que parezca una muerte natural. El joven está enfermo.


En el trayecto de vuelta al castillo, Rodrigo intentó tomar una decisión. No tenía tiempo, no podía hablar con Silvio de Agrigento para obtener alguna instrucción al respecto. ¿Qué iba a hacer?

Estaba cansado. La misión ya no le parecía excitante. Había recorrido un largo camino desde que el de Agrigento lo extorsionara en sus tierras del Pirineo. Aurora descansaba en paz; la criatura que albergaba en su seno, también. Había hallado algo de paz con Beatrice, en la que pensaba a menudo. Sabía más o menos lo que estaba ocurriendo: había identificado a las familias implicadas en el proyecto. ¿Qué más le daba todo aquello?

Sabía que se creían de alguna manera herederos de los nazareos. Sólo le faltaba averiguar más sobre dicha secta judía para ir cuadrándolo todo. También sabía que los sabios judíos habían sido llevados a La Rochelle. Allí podría averiguar el paradero del hermano de Moisés Ben Gurión. Quizá podría darle alguna alegría a su viejo maestro, el anciano Moisés, antes de que muriera. Sabía que aquellos siete desgraciados habían contribuido de alguna manera con sus traducciones a que los templarios expoliaran la herencia de su pueblo. Quizá secretos, las Tablas de la Ley, la ecuación cósmica, las leyes que rigen el mundo… quizá grandes riquezas escondidas bajo el Templo. Quizás ambas cosas.

No estaba tan lejos de resolverlo todo, pero no quería matar a Robert Saint Claire. Por otra parte le parecía evidente que el joven demente estaba enfermo; quizás era cuestión de tiempo. Él no haría otra cosa que acelerar lo inevitable. Estaba decidido a marcharse, a desaparecer, a ver por última vez a Silvio de Agrigento y contarle todo lo que sabía.

No obstante, si eliminaba a Robert se abría ante él la posibilidad de ir a La Rochelle, de viajar a Tierra Santa, de poder investigar bajo el Templo, de resolver el enigma… pero no quería matar al joven Saint Claire.

Entonces le ocurrió algo que le recordó su pasado. A veces se sentía asqueado de su trabajo como soldado y espía, sentía ganas de abandonar aquel negocio cuando le encargaban algún asunto que no le agradaba, pero entonces, misteriosamente y pese a que era su deseo negarse, dar la vuelta e irse a sus tierras, se veía a sí mismo cumpliendo con la misión: matando a ancianos, a mujeres, a padres, a madres… Estaba en su naturaleza, había sido entrenado para ello y era como si su mente no pudiera negarse a obedecer una orden. Eso le ocurrió al llegar a Rosslyn tras su reunión con De Montbard y De Rossal. En lugar de acudir a su aposento, hacer el petate, subir a un caballo y desaparecer, se vio a sí mismo como en un sueño, buscando un frasquito en su saco, yendo al encuentro de Lorena y diciéndole que antes de partir quería visitar a su buen amigo Robert.

– Dice el ama que ha pasado una noche muy mala -apuntó ella-. Quizá duerma. Va a peor.

– Aun así me gustaría verlo. -Era otra vez el despiadado asesino del pasado.

Subieron al aposento del demente y cuando entraron lo encontraron sentado en su cama. Estaba morado y aullaba como un perro, se asfixiaba.

– Rápido -dijo Rodrigo-. Dile a las criadas que traigan mi saco de medicinas, que hiervan agua. Tengo algo de eucalipto y un buen estimulante. ¡Rápido o se asfixia!

Mientras la joven salía de la habitación, Rodrigo se giró y fue hacia el enfermo. Había caído hacia atrás en la cama. Su tórax no se movía. Le tomó el pulso. No logró hacerle reaccionar. Robert Saint Claire estaba muerto. Tiró el frasco del maldito veneno al fuego. No lo iba a necesitar. Un golpe de suerte.

Aquella misma tarde partió de Rosslyn. No esperó al entierro, pues argumentó que la orden había dispuesto que partiera de inmediato hacia Tierra Santa. Los Saint Claire lo despidieron a la puerta del castillo agradeciéndole vivamente lo mucho que había hecho por el pobre Robert. Se sintió culpable. Vio lágrimas en los ojos de Lorena.

Antes de llegar a la aldea se encontró con uno de los hombres de André de Montbard. Éste le entregó una nota y una bolsa repleta de monedas de oro. Leyó atentamente la esquela:


Buen trabajo, Rodrigo, recibid nuestra más cordial felicitación. Os aguardan en La Rochelle y en Tierra Santa os espera una sorpresa que os alegrará después de este mal trago. Nos consta que ha sido duro para vos, pero vuestra fidelidad al proyecto ha quedado absolutamente demostrada. Ahora se os abre un camino con el que muchos sólo podrían soñar.

Aquí tenéis una pequeña gratificación. Olvidad la regla, os lo merecéis. Ya sólo responderéis ante nosotros.

Buen viaje.


PD.- Mi hermano Jacques de Rossal no hace más que preguntarse cómo habéis podido eliminar al estorbo sin que se notara el envenenamiento. ¡Hasta los Saint Claire creen que ha sido una muerte natural!

Destruid esta nota.


– Gracias -dijo Rodrigo al enviado, rompiendo el pequeño fragmento de pergamino. No merecía aclarar que Robert Saint Claire había muerto a causa de su enfermedad. Le había favorecido la suerte y debía aprovecharlo. Se sintió aliviado y, por un momento, a punto estuvo de parar y formular una oración de gracias pero… ¿a quién? Recordó el desgraciado destino de Robert Saint Claire y se apenó por ello.


Llegó al puerto cuando era bien entrada la noche. Allí lo esperaba una embarcación de tamaño medio, una galera. No era la misma que les trajo a Escocia, pues ésta se llamaba La Esperanza. En cuanto subió a bordo pudo acceder a un pequeño camarote en la popa, con una cama agradable donde se quedó dormido al instante.


A la mañana siguiente despertó y desayunó algo de vino y queso que le llevaron a su camarote. Salió a respirar el aire a cubierta. Hacía frío. Caminó hacia proa agarrándose a todo aquello que podía. No se sentía tan mareado como en su travesía anterior, pues el tiempo era mucho mejor. Permaneció un rato sobre el mascarón de proa, contemplando con aire hipnotizado cómo la nave rompía el oscuro espejo de las aguas frías del norte. Entonces oyó pasos y, al girarse, se encontró a un viejo conocido que se afanaba atando un cabo a no se sabe dónde.

– ¡Hombre! ¡Alonso Contreras! -dijo el templario.

El marinero castellano miró a Arriaga como si fuera el mismísimo diablo y murmuró:

– Perdonad, señor, yo ya me iba.

– No, esperad. Quiero deciros una cosa. En nuestro viaje anterior tuvimos un mal encuentro, quiero que sepáis que lo hice porque vuestras habladurías de marineros podían poner en peligro a mi amigo. Estaba enfermo. Era mi deber llevarlo a casa sano y salvo. Ahora él está muerto, espero que descanse en paz. Deseo haceros saber que, por mi parte, está todo olvidado y que me gustaría que comprendierais por qué os tuve que tratar con dureza.

– Está olvidado -dijo el marino de larga melena negra.

– Bien, me alegro. Aun así debéis de pensar que era él quien causaba el mal tiempo.

– Son cosas de marineros, mi señor, la gente de tierra adentro no lo puede entender.

– Supongo que cada uno conoce su oficio y que a vuestra manera tendréis razón. Tomad, por las molestias y el asunto de la daga en la bodega.

El marino quedó sorprendido al ver el sueldo de oro que le tendía Arriaga.

– Vaya, gracias, señor.

– ¿Vivís en La Rochelle?

– Desde hace quince años.

– ¿Y tenéis algún descanso en vuestra jornada?

– ¿Yo? Ahora, al mediodía.

– Bien, Alonso, os espero en mi camarote, tengo que hablar con vos. Que no os vean entrar en él. Es por un negocio delicado.

Se quedó contemplando el mar durante un rato, a la diestra las costas de Inglaterra, a la derecha el horizonte tras el que se encontraba la convulsa Francia. ¿Qué le esperaba en Tierra Santa? ¿Estaría allí oculto el tesoro del Temple?

Entonces lo vio claro. Rosslyn.

¿Para qué habían de construir las familias una réplica en menor tamaño sino para ocultar el tesoro del Templo de Salomón? Era evidente, obvio.

No obstante, aquel lugar estaba vacío. Sólo aquel Baphomet presidía el lugar dándole un aire siniestro, maldito. Quizá habían mantenido oculto el tesoro en otro sitio para trasladarlo a Rosslyn. Ése era el lugar idóneo, al norte, en Escocia, lejos de la civilización, en tierra de paganos. Entonces recordó una alusión de Jean de Rossal en Chevreuse acerca de la locura de Robert. «No ha podido ocurrir en peor momento», había dicho.

Perdido en estos y otros pensamientos, llegó el mediodía. Bajó al camarote y ordenó que le trajeran vino. Al rato, tocaron a la puerta y entró Alonso Contreras.

– Sentaos -dijo Arriaga, acostumbrado a mandar a tipos como el marino.

Sirvió un par de vasos de vino y brindó con su invitado. La pequeña mesa a la que se hallaban sentados se bamboleaba mecida por el movimiento rítmico del barco. La madera crujía. Rodrigo comenzó:

– Tengo que hablar con vos de un asunto… delicado.

– Decid.

– Vivís en La Rochelle y trabajáis como marino para el Temple desde hace años.

– Así es.

– Dicen que es un puerto muy fortificado.

– En poco tiempo lo comprobaréis con vuestros propios ojos.

– ¿Para qué quiere mi orden un puerto así en pleno Atlántico? Sus negocios están en el Mediterráneo.

Silencio. Leyó el miedo en los ojos del marino. El hombre de mar se levantó.

– Perdonadme, señor, pero si no se os ofrece otra cosa, yo…

– Esperad -dijo el templario. Sacó cinco sueldos de su bolsa y los puso sobre la mesa-. Ahí hay unos buenos dineros que asegurarán que vuestra familia no pase penurias durante mucho tiempo.

El marino miró hacia la mesa. Las monedas de oro brillaban sobre ella.

– Me juego la vida, señor. Además, ¿cómo sé que esto no es una trampa? Me la podríais tener jurada por lo del viaje anterior. Si tomo esas monedas, mi vida no vale un triste maravedí.

– Mi amigo murió en su lecho y eso está olvidado. Sois el único marinero que conozco y soy un hombre de palabra. Os juro que esto no es una trampa. Quiero saber, ¡necesito saber! Mirad las monedas, miradlas bien porque contaré hasta cinco y si no aceptáis el trato olvidad la oportunidad que habéis dejado pasar para siempre. Uno… dos… tres…

– Qué más da -repuso Contreras tomando asiento y cogiendo las monedas-. Si en el fondo, en La Rochelle, todo el mundo lo sabe aunque callan por sus vidas… La orden es despiadada con los que se van de la lengua.

– Bien, no os arrepentiréis. El puerto, hablad.

– Sí, sí… el puerto -dijo el hombre de mar sirviéndose otro vaso de vino que se atizó de un trago-. El puerto. Está situado lejos del Mediterráneo, y es evidente que eso no tiene sentido. Además, queda lejos de la ruta de la lana que, como sabréis, va desde Londres, Inglaterra, a los Países Bajos. Ése es el único movimiento comercial que da beneficios aquí en el norte, en el Atlántico.

– ¿Entonces?

– Las tierras más allá del mar.

– ¿Otremer?

– No, no. No me refiero a las posesiones del Temple en Tierra Santa, no. No me refiero a ese mar, hablo del océano, del Atlántico.

– ¿Hay tierras más allá?

El marino asintió.

– ¿No se acaba el mundo navegando hacia el oeste?

Contreras negó con la cabeza.

– Pero… esas tierras… ¿las habéis visto?

– No.

– ¿Y cómo sabéis que existen?

– Lo sé.

– ¿No serán cuentos de marinos?

– No, todo el mundo en La Rochelle lo sabe.

– Pero es imposible, ¿qué tierras?

– Ricas. El oro allí crece como el trigo, y la plata… ¡la plata! Sabed que ahora se paga mejor que el mismísimo oro. La ruta del oro del Sudán hace que sea menos escaso que la plata y ésta ha aumentado su valor. Eso es lo que vuestros hermanos templarios traen a espuertas desde aquellas tierras: plata.

Rodrigo se atusó el largo pelo y ladeó la cabeza de un lado a otro.

– Pero… ¿cómo se va a esas tierras?

– Hay cartas de navegación que marcan el camino y las corrientes adecuadas que hay que seguir para llegar. Y la vuelta también, claro.

– ¿Y conocéis a alguien que haya estado allí, que pueda confirmarme esta historia?

– Ése es el problema. Mi compadre Philipp era el padrino de mi hijo Agustín, el segundo. Él estuvo allí.

– ¿Podéis presentarme a ese hombre?

– Está muerto. Todos están muertos. Mirad, hará unos diez años, los templarios armaron un nuevo tipo de buque en el astillero de La Rochelle; mucho más grande que una galera, con más calado, capaz de surcar aguas más profundas, más bravas y con mayor autonomía. Una galera tiene dos palos; pues bien, este tipo de barco tiene cuatro: los dos de popa con velamen triangular, como las galeras; los dos de proa mucho más altos y con varias velas inmensas, cuadradas. Todo auguraba que era una embarcación diseñada para realizar trayectos largos, así que pensábamos que irían a Tierra Santa. No nos extrañó que construyeran un barco de este tipo, pues aunque yo no había visto nunca ninguno sabía de su existencia; además, la orden tiene la mejor flota del mundo conocido. En fin, que lo llamaron La Madeleine y lo botaron una mañana de abril. Recluta-ron a una buena tripulación, pagaban bien pero no se sabía el destino. Un buen día partieron. No se supo nada de ellos en seis meses. Mi compadre iba en ese barco. A la vuelta regresaron con veinte marineros de los treinta y cinco que habían partido, y de los diez templarios que salieron de puerto sólo volvieron siete; uno de ellos, tuerto. Algo debió de pasarles. Algunos decían que habían encontrado una ruta hacia las Indias, ya sabéis, para comerciar con las especias. Pero no… Nadie contaba nada del viaje. La orden paga bien, pero es un patrón que exige discreción y en La Rochelle lo sabemos por experiencia. El caso es que uno de los marinos, el timonel, un tal Eric, se fue de la lengua al segundo día de la llegada. Le gustaba mucho el vino y en una taberna largó que había estado en unas tierras nuevas, que se habían enfrentado a unos salvajes con taparrabos y que los habían derrotado, que aquellos pobres paganos tenían oro y plata como para cubrir el mundo y que los habían tenido que torturar para que los llevaran a los yacimientos ocultos de donde los extraían. Al parecer, aquellas tierras eran maravillosas. Pasaron otros dos meses costeando y explorando, durante los cuales hallaron más y más plata y oro. Todo el mundo en la taberna lo tomó a risa. Poco a poco, los marinos fueron mostrando a sus familias extraños objetos: hachas, cuchillos, coronas con plumas, todos de aspecto tosco y primitivo. También tenía algunos adornos de oro y pequeñas tallas de lo que parecían dioses paganos.

»Eric apareció muerto en su casa, colgado. Otros dos marinos se esfumaron sin dejar rastro. En ese momento los más listos vendieron sus cosas y se fueron de aquí con sus familias. Esos salvaron la vida, sin duda. Debían de ser cuatro o cinco. Ni que decir tiene que los demás callaron como tumbas. Pese a ello, hubo un goteo lento pero inflexible de muertes. Uno se tiró por el acantilado, a otro lo apuñalaron de noche en un callejón, alguno murió con la cabeza aplastada por su caballo… En fin, un mal asunto.

– ¿Y vuestro compadre?

– Su casa ardió con él, su mujer y sus tres hijos dentro.

– Vaya, lo siento.

– En menos de dos años no quedaba en La Rochelle superviviente alguno de aquel viaje.

– Excepto los templarios que volvieron de él.

– Y el judío.

– ¿El judío?

– Sí. Mi compadre me contó que los templarios llevaron a un judío, un sabio que siempre vestía de negro. Lo sacaron de la Tour de Saint-Nicolas para realizar el viaje. Iba encerrado en un camarote y le hacían salir sólo para interpretar no sé qué documentos que un senescal de la orden guardaba bajo llave en un cofre.

– Sería una carta de navegación.

– Eso pensaron los marinos.

– Y debía de estar escrita en hebreo, en hebreo antiguo… ¿Sabéis algo de los siete sabios?

– ¿Cómo?

– Sí, hace unos años que la orden secuestró en París a siete de los sabios más destacados de la comunidad judía. Sé que los trajeron a La Rochelle.

– Sí, eso tiene lógica, casa con lo del judío que llevaron al viaje.

– ¿Os dijo vuestro amigo su nombre?

– Ni idea. Pero tengo un conocido que trabaja de carcelero en la Torre. Podríamos preguntarle si sabe algo.

– Sería de gran ayuda para mí.

– Lo haremos al llegar.

– Por cierto, si murieron todos los marinos ¿cómo han seguido trayendo la plata?

– Fletaron otro barco inmenso como La Madeleine, La Petit Marie. En cuanto llega el buen tiempo parten hacia la puesta de sol.

– ¿Y cuánto tardan en volver?

– Mes y medio o cosa así. Entre abril y octubre hacen unos tres viajes; tres viajes con dos barcos inmensos de amplias bodegas. Los descargan por la noche, pero todos sabemos que los arcones de plata bajan de los barcos bien repletos. Además, están construyendo un tercer navío, éste más grande aún. Quieren tenerlo listo en un par de semanas.

– ¿Y las tripulaciones no se han ido de la lengua?

– No han vuelto a cometer el error de enrolar a gente de fuera de la orden. En esos barcos sólo viajan caballeros, sargentos y armigueros. Al llegar octubre, se los llevan tierra adentro, supongo que a sus encomiendas. Así evitan que puedan cometer alguna indiscreción.

– Por eso la orden es tan rica.

– Por eso, señor, por eso.

– Bien. En cuanto lleguemos, me llevaréis a entrevistarme con el carcelero. No tengo mucho tiempo, un barco me espera para llevarme a Palestina.

– ¿Cómo? -repuso sorprendido el marinero.

– Sí, me espera una nave en el puerto de La Rochelle.

Contreras negó con la cabeza. Rodrigo lo comprendió todo. ¡Qué ingenuo había sido! El marino aclaró:

– Nunca salen naves con destino a Tierra Santa desde allí, sería absurdo. Es mucho más rápido llegar por tierra hasta el Mediterráneo, hasta Marsella por ejemplo, y partir desde aquel puerto. Y menos peligroso. Bordear Finisterre no es asunto sencillo: son aguas difíciles, hay muchos naufragios. ¿Por qué realizar una travesía tan larga y peligrosa pudiendo acortar el viaje?

Rodrigo, tras pensar un momento dijo:

– Llamad al capitán y decidle que quiero verlo urgentemente. Tengo que desembarcar antes de llegar a La Rochelle; me esperan para matarme. Por cierto, ¿hay alguna manera de enlentecer el avance de la galera una vez baje yo? En cuanto el barco llegue a puerto y vean que no voy dentro, empezarán a buscarme y necesito un par de días. Contad con cinco sueldos más si lo conseguís.

– Puede hacerse, sí, si después de que lleguéis a tierra el timón se rompe, por ejemplo; el mar nos alejará de nuestra ruta y para repararlo necesitaremos un día al menos. ¿Os viene bien?

– Perfecto, y ahora dadme las señas de vuestro amigo el carcelero.


Cuando Alonso Contreras lo dejó a solas, Rodrigo pudo reflexionar sobre lo desentrenado que estaba como espía. ¿Cómo no había reparado en ello antes?

Iban a matarlo. Era tan obvio…

Cuando se encarga un asesinato a un sicario al que no se conoce demasiado no se corren riesgos y se lo elimina tras realizar el trabajo. Así no queda rastro alguno. Aquellos dos conspiradores, André de Montbard y Jacques de Rossal, no habían dudado un instante a la hora de matar a Robert Saint Claire, el hijo de un amigo al que conocían desde niño. ¿Cómo iban a dejar que Rodrigo campara por ahí a sus anchas? Ellos creían que él había acabado con Robert y por eso iban a quitarlo de en medio. Por eso le habían dado el oro y por eso le habían colocado delante un cebo sabroso: viajar a Palestina. Sabían de sobra que desde su ingreso en la orden había manifestado su deseo de ir a servir en Tierra Santa. Era seguro que sus asesinos lo esperaban en La Rochelle. No habían podido matarlo en Rosslyn, pues eso hubiera llamado mucho la atención. Los Saint Claire hubieran sospechado. Nada más llegar a puerto pretendían conducirlo a alguna casa de la orden y Rodrigo Arriaga sería historia.

Tenía que hablar con el carcelero. Sabía por qué habían potenciado el puerto de La Rochelle, sabía que se creían herederos de los nazareos y sabía de dónde venía su inmensa riqueza.

Sólo le faltaba ampliar un poco su información con lo que Tomás averiguara en Clairvaux y podría contárselo a Silvio de Agrigento para que Roma actuara de inmediato. Debía ser cauto. Estaba en territorio enemigo.

– ¿Qué se os ofrece? -dijo el capitán cuando hubo entrado en el camarote.

– En cuanto nos acerquemos a La Rochelle, me avisaréis. Debo desembarcar antes de llegar a puerto. Buscad dónde hacerlo con facilidad.

– Pero… eso es un poco extraño…

Rodrigo miró al capitán como estudiándolo, entonces dijo:

– Mirad, cumplo una misión secreta. No os puedo decir más, pues la orden os eliminaría. Mis órdenes vienen nada menos que de André de Montbard y Jacques de Rossal, dos de los fundadores. No puedo desembarcar en lugar tan concurrido como La Rochelle, pues voy de incógnito, pero allá cada uno con las consecuencias de sus actos si cometéis el error de no obedecer y me hacéis llegar a puerto para que todo el mundo me vea, estropeando mi cometido. Ateneos a las consecuencias. Arriaga vio el miedo en los ojos del marino:

– Se hará como decís -dijo el capitán antes de salir del camarote.

Entonces, al quedarse solo de nuevo, Rodrigo reparó en otra posibilidad que hizo que un escalofrío recorriera su espalda. ¿Y si habían descubierto que era un espía de Roma? En cualquier caso debía actuar rápidamente.

¿Habría recibido Silvio de Agrigento su carta? ¿Le esperaría en La Rochelle como él le había pedido?


El capitán pudo entenderse con unos pescadores, quienes, a cambio de una moneda de oro, llevaron a Rodrigo a tierra. Dejó sus ropas de templario en el camarote -quiso pensar que para siempre- y se cubrió con el manto negro para mostrar lo menos posible el rostro. Cuando llevaba caminando un buen rato a paso vivo se volvió y vio cómo la galera se alejaba aguas adentro. Contreras había cumplido su parte del trato. Tenía que darse prisa.

Llegó a La Rochelle a media tarde. No le resultó difícil hallar acomodo en una posada junto al puerto. Desde su cuarto se observaban las fenomenales defensas de aquel abrigo natural. El acceso a la dársena estaba guardado por dos torres: la de Saint-Nicolas, una imponente construcción de tres alturas, y la Tour de la Chaine, de menos envergadura. Entre ambas había tendida una enorme cadena que sólo se bajaba al paso de los barcos que tenían permiso para entrar en el puerto.

Le llamó la atención la existencia de una tercera torre que permanecía unida a la de la Chaine por un lienzo de muralla, la Tour de la Lanterne, llamada así porque cumplía las funciones de faro para orientar a los navegantes que surcaban aquellas costas. Desde allí veía las dos enormes naves que el Temple había construido para surcar el misterioso y oscuro océano. Había una tercera, más grande, en el dique seco.

Cuando salió a la calle reparó en que aquella era una villa templaría, no sólo por el elevado número de caballeros, sargentos y armigueros que deambulaban por las calles, sino porque también se veía a sacerdotes de la orden, hermanos legos, cooperadores y compañeros del santo deber; carpinteros, constructores y artesanos que servían a la orden desempeñando sus respectivos oficios. Acudió a la Torre de Saint-Nicolas y preguntó por Eugène, el carcelero al que conocía Contreras. Le dijeron que trabajaba por la noche, así que, tras preguntar dónde vivía, decidió hacer tiempo porque supuso que estaría durmiendo hasta la hora en que empezaba su turno. Pasó por todas las tabernas y posadas preguntando por Silvio de Agrigento, pero a nadie le sonaba su descripción. Estaba claro que no se había presentado en La Rochelle. ¿Habría recibido su carta?

En cualquier caso no iba a quedarse allí esperando. Después de cenar un buen palomino asado y algo de queso, salió hacia la casa del carcelero, una mísera vivienda en el barrio de los marineros, extramuros, apenas una chabola. Le abrió una mujer gruesa algo enfadada por los gritos de la chiquillería que albergaba aquella vivienda. Rodrigo preguntó por el hombre de la casa y enseguida apareció un tipo de uniforme limpiándose la boca con el dorso de la manga derecha.

– ¿Eugène? Soy amigo de Alonso Contreras, él me envía. Quiero hablar con vos.

– ¿Quién sois?

– Eso es lo de menos.

– Perdonadme, pero salía de casa ahora mismo, estoy de guardia esta noche.

– Lo sé -dijo Rodrigo-. ¿Os puedo acompañar hasta la torre?

El hombre dio un paso atrás, desconfiado. Alzó sus puños y dijo:

– Estos amigos me dicen que no.

Rodrigo abrió la mano y mostró una moneda de oro.

– Pues a mí ésta me dice que sí.

– ¿Qué queréis?

– Sólo hablar mientras camináis hasta la prisión. Os daré esta moneda y, si vuestras respuestas son útiles, si os veo locuaz, al final del camino os daré otras dos. ¿Qué opináis?

– Que se hace tarde. Andando -contestó el otro tomando la moneda y echando a caminar-. ¿Qué queréis saber?

– El asunto es sencillo. ¿Cuánto tiempo lleváis haciendo de guardia en la Torre?

– Once años, quizá doce.

– Fantástico. Entonces el asunto es sencillo. Siete sabios judíos desaparecieron de sus casas de París. Sé que los trajeron aquí y sé que uno de ellos fue sacado de la torre para viajar en una de las naves que cruzan el Atlántico.

– Sí, el bueno de Moisés. Era el más joven.

– Entonces, ¿los encerraron en la Torre?

– Es el lugar más seguro en muchas leguas a la redonda.

– Y… ¿viven?

Eugène se paró y le miró a la cara.

– Me temo que no -dijo-. Dos murieron nada más llegar. Al parecer los querían para traducir no sé qué papelajos antiguos y se resistían. Los torturaron a los siete. Los dos mayores murieron, eran débiles.

– ¿Y los otros cinco?

– Vivir en una celda fría y húmeda debilita la salud de cualquiera. Uno se ahorcó en su calabozo. Los demás fueron muriendo. Hace frío aquí. El último en dejarnos fue el mismo Moisés, hará ahora cosa de un año.

– Vaya.

¿Eran familia vuestra?

– No, no soy judío. Cumplo un encargo.

– Pues ya lo sabéis.

– ¿Y qué querían sonsacarles? ¿Estabais presente en los interrogatorios?

– Es mi trabajo. No querían sonsacarles nada, querían que trabajaran para la orden.

– Y lo hicieron…

– Vaya que si lo hicieron, no he visto a ningún hombre aguantar más de un día el potro, la dama de hierro o las brasas… o muere uno o cede. Es así.

¿Os suena el nombre de David Ben Gurión?

– Sí, claro, murió hará cuatro, quizá cinco años. Pulmonía.

Rodrigo lo sintió por su maestro.

Llegaron a la explanada que daba acceso al puerto.

– Tomad, os lo habéis ganado -dijo Rodrigo dándole las dos monedas prometidas y perdiéndose en las sombras sin decir adiós.

Entró a la posada y se tumbó en su catre. Durmió mal, entre pesadillas, y despertó al alba. Desayunó, pagó la cuenta y preguntó por unas buenas caballerizas. Acudió a unas cuadras a las afueras, compró un buen caballo trotón, fuerte y de color bermejo, y salió a toda prisa de La Rochelle. El barco de Contreras estaría a punto de llegar.

No sabía hacia dónde dirigirse. Toribio y Tomás podían estar aún en Clairvaux o hallarse de vuelta. Les había dicho que se dirigieran a La Rochelle. ¿Y si se cruzaban en el camino? Por otra parte debía ver lo antes posible a Silvio de Agrigento.

Decidió arriesgarse y acudir al encuentro de sus amigos. Además, le sería útil disponer de la información sobre los nazareos antes de ir al encuentro del secretario de Garesi. En la primera posada que halló escribió una nota para su viejo maestro de París, Moisés Ben Gurión, y durmió lo imprescindible. Se había propuesto dejar recado a sus amigos en todas las hospederías del camino por si se cruzaban siguiendo senderos distintos. La Rochelle era un avispero y a esas horas ya debían de estar buscándolo. No quería que Tomás y Toribio se metieran en la boca del lobo.

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