Clairvaux

Rodrigo supo que partía hacia Clairvaux unos días más tarde, justo después del servicio de la hora tercia, así que en cuanto pudo se apresuró a escribir una misiva a Silvio de Agrigento en la que le relataba los últimos acontecimientos. Tras la cena durmió bien hasta maitines y después de los rezos y de la atención debida a su caballo esperó a que todos volvieran a dormir. Entonces bajó a la posada. Beatrice no lo esperaba, por que abrió la puerta medio dormida y sonrió al verlo. Rodrigo pudo leer la decepción en sus ojos cuando le dijo que partía de manera inminente hacia Clairvaux para recibir lecciones de hebreo. Sintió una gran satisfacción al ver que la moza parecía algo contrariada, aunque le explicó que, en principio, sería sólo por un mes. Él le entregó la carta y ella le dijo:

– Pasad.

Él la siguió pensando que iban a la cocina a tomar algo de vino o un poco de cerveza, pero ella lo tomó de la mano y lo guió escaleras arriba. Todo ocurrió de manera natural, como si estuviera así escrito desde siempre. El cabello de ella olía a lavanda y jadeaba. No recordaba la última vez que había estado con una mujer ni quería recordarlo. Beatrice era ardiente. No era moza. Rodrigo se dejó llevar. Sintió que una gran energía se liberaba durante el clímax, como si hubiera estado reprimiendo algo grande durante mucho tiempo. Quedaron abrazados, dormidos. Volvieron a hacer el amor al amanecer.

Entonces, como el que sale de un sueño, como el que ha perdido la cabeza, Rodrigo saltó del lecho sobresaltado. ¡Había perdido el oficio de laudes! Se despidió de ella apresuradamente y corrió camino arriba. Cuando llegó se cruzó con Jean, que lo miró con aire despectivo. El intentó inventar una excusa sobre la marcha. Había cometido una falta grave y sería castigado por ello. Entonces, sorprendentemente, De Rossal le espetó:

– Desde aquí percibo en vos el olor a zorra barata. Id donde las cuadras. Vuestros amigos os esperan para partir. Aprovechad el tiempo en Clairvaux.

Arriaga se preguntó si había notado un destello de celos en la mirada de Jean. Se despidió con un lacónico «hasta pronto» e hizo lo que se le decía. Toribio y Tomás le dieron algo de queso y pan que comió sobre el caballo en cuanto salieron del pueblo. ¿No iba a sancionarlo Jean por su ausencia? Los dos sirvientes le contaron que De Rossal había dicho que estaba haciendo un recado para él. El comendador le había cubierto ante el resto del capítulo. Sintió alivio. Tendría que volver a ganarse a su amigo Jean de Rossal a la vuelta. Había cometido un error. Pensó en los inmensos y tersos senos de Beatrice.

– Vos, Toribio, borrad esa estúpida sonrisa de vuestra cara -comentó Arriaga enfadado.

– Todos caemos en lo mismo mi señor. Las mujeres… las mujeres.

Plures crapula quam gladius [12] -sentenció el joven Tomás.

– No conocéis hembra, ¿verdad, joven? -preguntó Toribio- Pues tendremos que arreglarlo.

Y dicho esto los tres amigos se adentraron en el bello sendero que cruzaba el bosque hacia el sur.


3 de noviembre del Año

de Nuestro Señor de 1140


A la atención de su Paternidad, Silvio de Agrigento,

de parte de Rodrigo Arriaga


Estimado hermano en Cristo:

Os escribo estas líneas apresuradamente antes de partir hacia Clairvaux acompañado por Tomás y mi buen Toribio. Jean me ha avisado casi de improviso que se había aceptado su sugerencia de enviarme a tomar clases de hebreo para que refresque mis conocimientos de dicha lengua. Al parecer, en Clairvaux los cistercienses cuentan con un grupo de aventajados hombres de letras de origen judío que me instruirán. Sólo dispongo de un mes, según se me ha dicho, pero espero que el contacto con dichos maestros pueda proporcionarnos alguna pista sobre los siete sabios desaparecidos en París hace diez años. No me extrañaría que incluso alguno de ellos permanezca retenido en la abadía o en sus inmediaciones. ¿Qué querrían traducir mis hermanos del Temple? Sigue siendo un misterio.

Por otra parte, tengo noticias sobre el joven Robert Saint Claire: permanece recluido en la Grande Tour del Temple de París y, según me cuenta Jean, esto es motivo de graves discrepancias con la familia del joven, que no hace falta que os diga es altamente influyente. Parece que los Saint Claire sostienen que Robert se recuperaría más fácilmente en sus dominios, en la casona familiar de Rosslyn, en la lejana Escocia, pero según dice Jean la inestabilidad mental de que hace gala el joven templario no hace aconsejable su liberación. Incluso el Gran Maestre, Roberto de Craon, ha dispuesto que no se le libere bajo ningún concepto.

Según creo, la reclusión no le ha venido bien, y al parecer las incoherencias que continuamente farfulla ponen en peligro hasta su vida. No sé qué es o qué sabe este joven, pero a la orden parecen preocuparle sus futuras indiscreciones en el exterior. Jean sostiene que la postura de la familia no es lógica, pues debían haberlo ajusticiado y le perdonaron la vida por ser quien es. En fin, que espero poder ver al joven a mi vuelta y sonsacarle.

Y ahora, el plato fuerte de esta misiva: sabemos cómo y de qué murió nuestro compañero y vuestro servidor Giovanno de Trieste.

Debo confesar que por momentos llegué a temer que nos encontráramos ante una suerte de poder sobrenatural, algo maligno y poderoso que nos superaba. Esto es lo que pensaban los muy ignorantes Tomás y Toribio, pero yo me mantuve firme -más de cara a ellos que a mí mismo- y demostré que tenía razón.

Debo recordar a vuesa merced que no sabíamos dónde podían esconder el misterioso objeto -fuera lo que fuese- por lo que tras hacer un minucioso inventario de las dependencias de la encomienda llegamos a la conclusión de que debía estar oculto en la cripta situada junto a las mazmorras, donde Jean y los otros cinco celebraron aquella extraña reunión secreta. Nos pusimos manos a la obra de inmediato para conseguir una réplica de la llave que sólo tiene Jean de Rossal y que siempre lleva colgada al cinto. Corrí un gran riesgo, pues tuve que acercarme a su camastro de noche, cuando todos dormían profundamente, e imprimir una copia de la llave en cera que de inmediato di a Tomás. Éste la llevó a un herrero del pueblo, que nos hizo una copia idéntica a la original y con ella nos dispusimos a desvelar este extraordinario misterio. Hace dos noches, antes de maitines, cuando el sueño de todos se hace más pesado y profundo, nos vimos a la entrada de las escaleras que bajan al sub-sótano; nada menos que tres figuras embozadas que no eran otras que la mía, la de Toribio y el fiel Tomás. Debo decir sin temor a faltar a la verdad que ambos temblaban de miedo. Unas horas antes de completas, y con la excusa de que iba a echar un vistazo a la mazmorra, donde sólo pena ya un prisionero, estuve hablando durante un rato con el sargento de guardia. Mientras hablaba con él, el bueno de Tomás se encargó de añadir al botijo del agua una buena dosis de polvo de adormidera. Por si vuestra merced no lo sabe, es una especie de amapola que se cultiva más allá de Tierra Santa y que provoca un sueño dulce y profundo en el paciente. Siempre llevo conmigo el pequeño saquito de hierbas medicinales que el mismísimo Jean me autorizó a ocultar como un detalle especial con su amigo recién llegado, pese a ir en contra de la regla. Supongo que pensó que mis habilidades al respecto podrían serle útiles algún día. En fin, el hecho es que este movimiento previo nos aseguró que, al bajar de madrugada, el centinela de la mazmorra dormía como un niño. Presas del más absoluto temor abrimos la recia puerta con la llave e, iluminados tan sólo con una débil palmatoria, nos encontramos con una sala de aspecto circular, no muy ancha y con una bancada esculpida en la pared a lo largo de todo su perímetro. El techo era bajo, tanto que agobiaba. Aquello no era, obviamente, un almacén, como se me había dicho. Parecía más bien una sala capitular de reducido tamaño, mínima. Del extremo opuesto a la recia puerta de entrada salía un túnel que nos aprestamos a inspeccionar. Yo iba delante, con la luz, y el castañeteo de los dientes de Tomás me hacía sentirme invadido por un miedo que no experimentaba desde mis tiempos de soldado. El túnel era estrecho y bajo, y la humedad rezumaba sin dejar respirar apenas. Al doblar una esquina me di de bruces con una extraña figura esculpida en la piedra; de pronto, de la oscuridad, surgió una cara frente a mí, una especie de rostro barbudo de aspecto maligno que me hizo soltar un grito y perder la candela, que cayó al suelo apagándose para siempre. En aquel tramo la cercanía del río era manifiesta, pues el agua nos llegaba a los tobillos. Quedamos a oscuras. Palpé la pared y en cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad pude reparar en que los tabiques de piedra se hallaban, en aquella zona, enteramente labrados de imágenes que al tacto se me antojaban horripilantes y demoníacas.

– ¡Vámonos de aquí, mi señor, vámonos! -rogaba Tomás entre susurros.

– ¡Silencio! -ordenó Toribio en aquel instante.

Un extraño canto, una letanía lenta y repetitiva, llegaba desde el fondo de aquel túnel. Me armé de valor y dije:

– Vamos.

Así, avanzamos agarrados los unos a los otros, tropezando como ciegos e indefensos ante el mal que acechaba. Un tenue resplandor nos guiaba al fondo, así que, callados como muertos, continuamos caminando.

Llegamos al fin del túnel y hallamos una escalera de piedra. El canto siniestro de aquellos hombres sonaba más cercano. ¡Cantaban en hebreo! Una melodía sorda, grave y repetitiva. Reconocí sus palabras. Eran del Libro de los Salmos, de David. Comencé a traducir:

– Bendeciré… a Jehová en todo tiempo… Su alabanza será… será… siempre en mi boca…

– Pero, entonces… ¿son judíos? -preguntó Tomás.

Toribio y yo chistamos para que el joven callara y nos asomamos a un saliente de las escaleras. Vimos una cripta que estaba, sin duda, situada bajo la iglesia del pueblo. Allí, rodeando una mesa de piedra redonda, había cuatro personajes encapuchados que vestían amplios hábitos blancos. Sabía quiénes eran, pues los identifiqué en su reunión anterior, si bien esta vez faltaba el joven Saint Claire. Cantaban el salmo una y otra vez, y aquello ponía los pelos de punta. En el centro de la mesa estaba el cofre que contenía el misterioso objeto.

¿Qué era aquello que había matado a Giovanno? Debo confesar a Su Paternidad que sentí miedo de veras. Entonces, por una vez, dudé. Temí por mí mismo y por mis sirvientes.

– Tapaos los ojos -dije.

– ¿Qué? -respondieron ellos al unísono.

– ¡Vamos! -repuse enérgicamente.

Los encapuchados se inclinaban como adorando aquel objeto que, oculto en el cofre, amenazaba nuestras vidas. ¿Podría aquella cosa matar a alguien con su sola contemplación? ¿Era eso lo que había ocurrido con Giovanno? Recordé el único objeto que conocía con poder para matar a un hombre con su simple visionado: el Arca de la Alianza. De inmediato deseché ese pensamiento, pues el cofre era demasiado pequeño como para contenerla.

– Si me ocurre algo sacadme de aquí a rastras -dije en un susurro.

El chasquido de la cerradura indicó que los templarios iban a sacar aquel objeto, así que Toribio y Tomás agacharon la cabeza y yo me giré hacia el lugar donde los cuatro caballeros se habían quitado las capuchas. Uno de ellos, Beltrán, sacó unos pañuelos húmedos de un cubo y de inmediato se los ataron a la boca. Así, embozados, abrieron la tapa del cofre, que chirrió sobre sus propias bisagras. Comenzaba a entender aquello. Recordé que los caballeros que lo habían empaquetado en el Temple de París también estaban embozados.

Con mucho cuidado y portando guantes sacaron el saco de arpillera del cofre. Entonces Jean se puso en medio. Me cortaba la visión y sólo pude intuir lo que hacían. Supe que sacaban esa «cosa» y que la limpiaban con paños húmedos que habían vuelto a sacar del cubo.

– ¡Lo sabía, lo sabía! -dije por lo bajo.

– ¿Sabíais qué? -dijo Toribio, que permanecía con la cabeza agachada y los ojos cerrados.

Los templarios se aplicaron durante un buen rato a la tarea de frotar aquello con los paños. Seguía oculto a mis ojos. Sabía que Giovanno había muerto envenenado, así que ya no temía verlo; es más, ardía en deseos de contemplar aquel objeto. Entonces, justo cuando Jean se iba a hacer un lado, el tonto de Tomás hizo un ruido haciendo rodar un canto. Tuve que tirarme al suelo de golpe. Los templarios interrumpieron su quehacer.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo una voz.

Miaaauuuu… -farfulló Toribio, haciendo gala de las habilidades adquiridas en sus correrías nocturnas. Debo reconocer que no conozco a nadie que imite mejor el canto del grillo, el ulular del mochuelo, los aullidos de los perros o el maullido de un gato.

– Es un gato -dijo Jean-. Tranquilos.

– Voy a ver -comentó otra voz, lo que me puso los pelos de punta.

Empujé a aquellos dos idiotas que tenía por compañeros y volvimos semiagachados por el túnel que nos había llevado a aquel tétrico lugar.

Cuando respiré el aire puro y fresco de la noche, me maldije por no haber podido contemplar el objeto. ¿Qué sería aquello?

Antes de despedirme les insistí en que debían estar tranquilos. Giovanno había muerto envenenado.

– ¿Cómo? -preguntó Toribio.

– Sí. Yo tenía razón. Ese objeto, sea lo que sea, ha sido cubierto con una capa de polvo, quizás obtenido a partir de serrín y cubierto con algo de resina para que las partículas del veneno sean respiradas por el infortunado. Cianuro y digital; eso es lo que lleva ese polvo. Por eso los caballeros se cubrieron la boca con trapos húmedos que ataban a su nuca, para no respirarlo. Y por eso limpiaban el objeto con trapos humedecidos, para quitarle los residuos de veneno. Como el veneno queda apelmazado entre las pequeñas partículas de serrín y la resina hace que tarde más en liberarse, por eso Giovanno tardó unas horas en morir. Es ingenioso: si alguien roba o contempla el objeto sin permiso, muere envenenado en pocas horas al respirar ese polvo mortífero.

– Vaya -exclamó algo liberado el joven Tomás.

– Ya no tenemos que temer intervenciones diabólicas. El mal en este mundo es cosa del hombre -sentencié antes de irnos a dormir.

Cuando me eché en mi catre respiré aliviado. Ya veis, vuestro fiel sargento Giovanno de Trieste no murió por la contemplación de algo maligno, sino por el polvo venenoso que lo impregnaba.

No hemos vuelto a tener ocasión de contemplar esa «cosa», pues de inmediato me dijeron que partíamos hacia Clairvaux.

Espero aclarar algo allí. Os enviaré una misiva en cuanto pueda.


Vuestro hermano en Cristo,

Rodrigo Arriaga



Rodrigo y la compaña llegaron a Clairvaux siguiendo el curso del río Aube. El cauce discurría por un estrecho valle que separaba dos montañas que iban desapareciendo poco a poco al acercarse a la abadía. Justo cuando el valle empezaba a ensancharse, uno se topaba con el muro que protegía los inmensos huertos del monasterio. El cansado espía comprobó maravillado que los cistercienses habían logrado hacer de aquel lugar un remanso de paz y un enclave próspero, repleto de huertos y campos de frutales. Cuando Bernardo de Claraval se hizo cargo de la donación que le hiciera Hugues de Champagne, aquel valle, remoto y aislado, era un refugio de ladrones. De inmediato lo llamó el Valle de la Luz, Clairvaux, y tanto él como sus monjes se pusieron manos a la obra. Su trabajo había dado fruto de veras.

Conforme atravesaron la puerta de acceso al huerto que les franqueó un novicio que los esperaba, se dieron de bruces con un panorama edificante. Aquellos dedicados monjes habían dividido el curso del río en dos: hacia la izquierda, un ancho canal de cristalinas aguas se adentraba en las tierras del monasterio; hacia la derecha, el río seguía su curso natural. El novicio tomó a duras penas la brida del caballo de Rodrigo y los guio por aquellas inmensas instalaciones. Según avanzaban contemplaron desde sus monturas que aquellos laboriosos frailes habían ido dividiendo el canal en pequeñas acequias que delimitaban espacios regulares, casi todos de sección rectangular. Por esos pequeños canales discurría el agua con viveza, irrigando la tierra donde se cultivaban verduras y hortalizas y proporcionando el lugar ideal para el desove y la cría de inmensas truchas y carpas que habrían de completar la estoica dieta de los cistercienses.

Tras aquellos huertos regados profusamente por numerosos canales que se entrecruzaban, se advertían otros dedicados enteramente al cultivo de árboles frutales. Había multitud de variedades: manzanos, cerezos, ciruelos y perales, todo cuidado ron mimo por los hacendosos frailes.

El complejo de edificios que delimitaban el monasterio era impresionante. Había cuadras, talleres e incluso un magnífico molino que aprovechaba las aguas que ya habían sido utilizadas y volvían al río Aube, extramuros. Para ello, los confreres de Bernardo habían excavado una poza en una especie de curva que hacía el canal, provocando un salto de agua que daba fuerza suficiente para mover las inmensas muelas que habían de triturar el trigo. Había bodegas y tenerías para los curtidores. Aquello era, en verdad, como una pequeña urbe.

Al llegar a la hospedería los recibió el cirellero que, obviamente, los esperaba.

Pax et bonum -dijo.

Ellos contestaron lo mismo al unísono.

Los tres descabalgaron y mientras Tomás acompañaba a dos novicios para acomodar las monturas en los establos, Toribio y Rodrigo acompañaron al hermano cirellero, Paulus, a un inmenso dormitorio para huéspedes. Según les dijo el fraile, era idéntico al que poseían, justo al otro lado del claustro, los monjes que habitaban el cenobio. Ambas estancias estaban situadas en la primera altura del edificio, aunque a la distancia necesaria para que los visitantes no importunaran la tranquila vida de los monjes. Pudieron descansar hasta vísperas en sus incómodos catres, hora en que se encontraron con Tomás en el exterior de la abadía. No asistieron al oficio. Charlaron un rato con el crío y luego acudieron a la cena en el refectorio de visitantes, que estaba separado del de los monjes por un consultorio, la despensa y la cocina. La cena fue frugal y el ambiente severo. Rodrigo vio que al fondo de la mesa comían cuatro hombres entrados en años, de rostro serio y luengas barbas, que llevaban bonete al estilo de los maestros judíos. Había frailes de otras órdenes que sin duda habían acudido allí a traducir o copiar algún ejemplar de la bien nutrida biblioteca y peregrinos de distintas nacionalidades. Cuando tocaron a completas, acudieron a la iglesia atravesando el sólido y hermoso claustro. La abadía y su entorno eran de indudable belleza, pero no se podía decir que Bernardo hubiera caído en el error de decorarla con los lujos que tanto criticó a Cluny. La capilla era grande. Al fondo estaba el coro para visitantes y el resto del personal laico. Justo delante del altar mayor se situaba el coro de los monjes, que llegaban al mismo por una escalera llamada de maitines y que comunicaba la iglesia directamente con su dormitorio. La iglesia tenía planta de cruz latina y, aunque amplia, resultaba austera, reflejando el carácter duro y ascético de aquella orden que surgió como una escisión de la de Cluny, cuyas costumbres, según Esteban Harding, se habían relajado un tanto.

El oficio fue corto. Junto al capellán, Rodrigo identificó a un hombre alto, delgado, que rondaba la cincuentena. Su pelo rubio y barba rojiza le daban un cierto aire juvenil. Era Bernardo de Claraval. Poseía un cierto halo de paz que exhalaba en todos y cada uno de sus movimientos. Era un tipo fibroso, acostumbrado al ayuno y al ejercicio vigoroso de la vida de monje: ora et labora. Al acabar el rezo, fueron a dormir. No se levantaron para asistir a maitines. Al salir el sol fueron al oficio de laudes y al refectorio, a desayunar. Un monje joven fue a buscar a Rodrigo al comedor, y Toribio quedó libre para pasear por aquellas tierras a su antojo. El novicio condujo a Rodrigo por el claustro hasta el scriptorium, donde trabajaban afanosamente una docena de monjes cistercienses y algunos invitados a los que había visto en el comedor, todos ellos religiosos de otras órdenes. Los judíos trabajaban al fondo, embebidos en sus propios volúmenes y documentos.

– Esperad aquí -dijo el joven cisterciense.

Al momento volvió acompañado por un hombre de aspecto docto que debía de rondar los sesenta años.

– Éste es Isaías Guior, vuestro maestro en Clairvaux -repuso el joven.

– Shalom -dijo Rodrigo.

– Shalom -contestó el otro-. ¿Tuvisteis buen viaje?

– Sí, bueno y tranquilo.

– Me alegro.

– Vaya, qué casualidad, Guior, «valle de la luz» en hebreo, como Clairvaux en francés…

– En efecto -contestó el maestro-. Caprichos del destino. -Cambió de tema y preguntó-: ¿Descansasteis bien?

– Sí, sí, he dormido como un niño.

– Entonces comenzaremos las lecciones de inmediato. Fray Bernardo en persona me ha pedido que me esmere con vos.

– ¿Podré conocerle? -dijo Rodrigo al novicio.

– Os recibirá en su despacho antes de la comida -contestó el joven monje.

– Muy bien -dijo Rodrigo-. ¿Estudiaremos aquí, en el scriptorium?

– No -repuso el judío de luenga barba-. Lo haremos en nuestra habitación, junto a la tenería. El olor es algo fuerte pero tendremos la tranquilidad necesaria. Tomaréis lecciones todas las mañanas, desde laudes hasta la hora tercia. El resto del día lo dedicaréis al estudio personal y a vuestro entrenamiento militar, si os place.

– Perfecto.

– Bien, pues seguidme entonces. Gracias, Pierre -dijo el rabí despidiendo al monje.

Salieron al claustro, donde el ir y venir de monjes portando pergaminos y volúmenes en dirección a la biblioteca sorprendió a Rodrigo. Maravillado ante aquel panorama, siguió a su mentor. Era más menudo que Moisés Ben Gurión aunque parecían cortados por el mismo patrón: vestían de manera similar, muy rigurosa, de negro y sin artificios, y sus modales eran serios, sin chanzas ni sonrisas innecesarias.

Salieron del enorme edificio y se encaminaron hacia las habitaciones que tenían los maestros judíos cerca de las tenerías. Rodrigo reparó en que pese a utilizarlos como sabios de renombre, los cistercienses habían dispuesto a los judíos unos aposentos junto a la zona que peor olía en el recinto de Clairvaux. Un monje y tres novicios se afanaban en apalear algunas pieles, metidos hasta los tobillos en pozas de arcilla con agua de distintos colores. No parecía importarles el frío.

Enseguida llegaron al cuarto de Isaías. Era amplio y desde el mismo se divisaba el molino. Una puerta daba acceso a una habitación de tamaño superior, una suerte de estudio donde sobre una inmensa mesa descansaban cientos de añosos pergaminos. Olía a polvo y a madera vieja. Unas vetustas estanterías tapizaban la estancia, albergando libracos y viejos documentos.

– No solemos trabajar aquí durante el día; lo hacemos en el scriptorium. Hay libros que los monjes no quieren que saquemos. Por la noche, estudiamos aquí.

– ¿Cuántos sois, rabí?

– Seis.

Rodrigo pensó en los siete sabios desaparecidos de París.

– ¿Y venís de…?

– Yo soy de Lyon, y mis otros hermanos del resto de Francia.

– ¿Alguno proviene de París?

– No, ninguno. ¿Por qué?

– Por si conocía a alguno de ellos -mintió.

Alguien llamó a la puerta. Isaías abrió y apareció otro novicio.

– El recado de escribir -dijo el judío-. Sentaos, Rodrigo.

Cuando el monje los dejó a solas el maestro quitó de en medio algunos papeles y se sentó junto a su nuevo alumno. De inmediato comenzó la lección. Rodrigo comprobó algo azorado que su hebreo escrito había empeorado bastante con el paso de los años. Una cosa era chapurrear, hablar con algún hijo de Sión e intercambiar cuatro frases corteses, pero escribir una lengua de signos distintos a la propia que no había utilizado en tanto tiempo…

Isaías era un maestro exigente. Desde el primer momento demostró a su alumno que no era amigo de perder el tiempo. Rodrigo comprendió que aquello no beneficiaba a sus propósitos, pues se había planteado sonsacar al viejo judío entre ejercicio y ejercicio y éste no parecía proclive a la conversación vana o a las familiaridades excesivas. De hecho, el alumno se ganó una buena reprimenda sólo por haber escrito mal la letra s, la equivalente a nuestra en la frase «el caballo es bueno».

El rabí insistía en que la caligrafía había de ser perfecta.

– ¿Veis? Así, sí… -dijo tras escribir.

En cambio, no pareció desagradarle el desparpajo de su nuevo alumno al hablar en la lengua de su pueblo; aunque otra cosa era escribir y sobre todo, leer bien el hebreo. Algo debían de haberle dicho al viejo judío sobre cómo instruir al discípulo, pues en lugar de centrarse en frases coloquiales parecía más interesado en que Rodrigo fuera capaz de leer y, sobre todo, traducir, acepciones y caracteres más típicos del hebreo antiguo. ¿Por qué?

A Rodrigo se le antojaba difícil llegar a intimar con aquel hombre severo; además, ¿qué iba a saber aquella rata de biblioteca de lo ocurrido diez años atrás a siete sabios judíos de París?

Según había dicho, ninguno de sus compañeros provenía de la capital del reino; luego quizá debía buscar en otra parte. No le quedaba más remedio que aplicarse al máximo, tanto para agradar a los gerifaltes de la orden como para hacerse con la confianza de su nuevo maestro. Cuando salió de la estancia situada sobre la tenería portaba multitud de pergaminos, tinta y pluma. Tuvo que pasar toda la tarde trabajando y parte de la noche ejercitando su caligrafía: aquel rabí le había puesto trabajo como para una semana. Y él quería agradarle.


A mediodía pudo conocer a Bernardo de Claraval, que resultó ser un hombre tremendamente educado. Su humilde habitáculo no era sino una extensión de su ascética personalidad. Recibió a Arriaga con amabilidad, con una amplia sonrisa. Era ya un hombre maduro pero su figura, delgada y fibrosa, le proporcionaba cierta agilidad de movimientos que lo hacían parecer más joven. Se notaba que era de buena cuna.

– Vaya, vaya -dijo, indicando a Rodrigo que tomara asiento frente a él-. Aquí tenemos a una de las más esperanzadoras incorporaciones al Temple de los últimos tiempos.

– Favor que me hacéis -dijo humildemente el templario aragonés.

– No seáis modesto, hermano. El proyecto requiere de manos y mentes privilegiadas.

¿Había dicho «el proyecto»?

– Sí -dijo Rodrigo como si supiera de qué le estaba hablando.

– No sólo necesitamos guerreros, buenos comerciantes y sabios, también requerimos buenos traductores y gente de confianza; ya sabéis, buenos oídos, caballeros que hablen idiomas, que escuchen lo que se dice en la corte del rey de Francia, en Roma o en los zocos de Jerusalén.

– Espías.

– Exacto. Pero vayamos a conversar fuera: hace un buen día hoy, Rodrigo.

Salieron al exterior y el templario anduvo entre los frutales con aquel prohombre de la Iglesia, que se paraba aquí y allá pura observar las hojas de un ciruelo o arrancar una mala hierba junto a las lechugas. Parecía familiarizado con el trabajo en la huerta, pese que era un auténtico intelectual.

– ¿En qué nivel os encontráis? -preguntó el abate.

Parecía creer que Rodrigo sabía más de lo que en realidad conocía. Primero le había hablado del «proyecto» y ahora le preguntaba en qué «nivel» se hallaba. Recordó su conversación con Jean, cuando éste le contó algo sobre «la iluminación» y un largo camino. Era obvio que Bernardo de Claraval pensaba que estaba al corriente de aquel asunto, fuera lo que fuese. Decidió fingir que sabía de qué hablaban.

– Estoy al principio del camino, padre -dijo.

– No sois, pues, un iniciado.

– No -contestó-. Pero con esfuerzo espero serlo.

¿Había dicho un «iniciado»? Aquello se ponía interesante.

– Bien, Rodrigo, bien. Vuestro maestro está haciendo un buen trabajo; lo primero, la humildad. ¿Quién os guía?

– Jean de Rossal.

– El hijo de mi buen amigo, sé que sirve bien al Temple y a la causa.

«¿Qué causa?», pensó Rodrigo. Bernardo, sin dejar de caminar, añadió:

– La gnosis es un camino duro, incierto a veces, pero merece la pena.

– Sí, Su Paternidad, lo es. Pero algún día habremos cambiado este mundo -se atrevió a decir dando un palo de ciego.

– Es verdad, hijo, es verdad. Pero el proyecto ha de ir cumpliendo poco a poco sus objetivos. Tiene sus pasos. Más vale ir despacio, sé que no lo veré concluido, pero…

– No digáis eso.

– Hay que ser realistas -dijo Bernardo de Claraval, mirando a Arriaga profundamente con sus hermosos ojos azules. ¿Podría leer aquel hombre su mente? Parecía que más que caminar, levitara. Era seguro que el abad tenía una gran y profunda vida espiritual. Estaba en otro plano, en otro nivel. Sintió miedo-. No temáis. El camino es largo y azaroso. Vuestro miedo os obceca, Rodrigo, pero confiad en vuestro maestro. Por cierto, habéis yacido con hembra no hace mucho, ¿verdad? Se nota. -Aquel comentario dejó helado al templario-. No temáis, mirad en vuestro corazón y arrepentíos. Los placeres del cuerpo distraen al alma de su camino a la luz. La iluminación es la única salida de este mundo. A propósito, ¿qué tal anda el joven Saint Claire?

Aquel cambio de tema alivió a Arriaga, que se sentía escrutado en lo más profundo de su ser.

– Me temo que mal -contestó-. Ha perdido un poco la cabeza.

– Vaya, es una pena. Algo había oído. Dicen que hace alusiones a nuestro negocio y eso no le importa a nadie, ¿verdad? -Rodrigo asintió-. Puede descubrirnos. Me temo muy mucho que o vuelve en sí o se plantearán eliminarlo.

¿Era cierto lo que había oído? Aquel padre de la Iglesia estaba hablando con absoluta naturalidad de la eliminación del joven. Temió por su amigo Robert; tendría que ayudarle de alguna manera. El abad continuó:

– El hecho de que sea de tan buena estirpe, nada menos que los Saint Claire, dificulta las cosas. No en vano su familia es de las que inició el proyecto, pero este pobre demente puede ponerlo todo en peligro. Rezaré para que vuelva en sí. Si no, me temo que habrá problemas con los Saint Claire, y no pequeños.

Los dos hombres se sentaron en una bancada de piedra frente al inmenso estanque. El abad comenzó a tirar migas de pan que arrancaba de un chusco que había sacado de su hábito. Inmensas carpas y truchas saltaban mostrándose lustrosas.

– Su Paternidad… -empezó a decir Rodrigo.

– ¿Sí? -El asceta lo animó a hablar con una gran sonrisa de aire inocente.

– Sobre mi amigo Robert… quizá sería suficiente con alejarlo del centro de todo, de París… creo que sería injusto que le hicieran daño. Es inofensivo, os lo juro. Lo ideal sería llevarlo a las tierras de sus mayores, a Escocia. Allí estará alejado de los asuntos que no le conciernen…

– Sí, es cierto, en aquellas tierras dejadas de la mano de Dios no haría daño; total, sólo podrían escucharle cuatro labriegos analfabetos.

– Exacto. Además, estaría bajo el cuidado de su familia, de sir Henry. Él no permitiría que su hijo hiciera nada inadecuado para la orden. Ha servido bien al proyecto.

Bernardo de Claraval lo miró como sorprendido. Parecía pensativo.

– Ahora entiendo por qué dicen que sois hombre valioso. Quizá sea lo mejor; no me agrada la violencia: nos aleja del camino. Escribiré al Gran Maestre a Jerusalén.

Rodrigo respiró aliviado.

Un novicio llegó al estanque y comentó algo al oído a Bernardo. Éste dijo con cara de fastidio:

– Me reclaman obligaciones más mundanas, hermano. Os dejo. Nos veremos. ¡Ah!, y aprovechad las lecciones.

Rodrigo vio alejarse a los dos monjes por el camino de tierra bajo las hayas. Le había salvado la vida al joven Saint Claire, eso era seguro.

Tanta vuelta, tanto rodeo y había obtenido más información del mismísimo Bernardo de Claraval en unos minutos que en varios meses de pesquisas aquí y allá. «Así son los grandes hombres -pensó-. No conocen los pequeños detalles y su autocomplacencia les impide ver más allá: se confían en exceso.»

Le había confirmado que había un «proyecto», que había grandes familias en él, que había un camino hacia algo llamado la «gnosis», el conocimiento. Aquello había de ser herético, sin duda. «La iluminación», había dicho. Le había preguntado si era un iniciado. Iniciado… ¿en qué? Allí había gato encerrado. Eran una organización, quizás un nuevo culto religioso, y querían cambiar el mundo, como el propio Bernardo había reconocido. Tenía que escribir a Silvio de Agrigento: aquel maldito cura tenía razón desde el principio.

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