In albis [7]

Un día entero es mucho tiempo a solas. De rodillas, casi a oscuras, excepto por la tenue luz de una vela en la pequeña capilla de la encomienda y ante la figura de una Virgen Negra, Rodrigo tuvo la oportunidad de hacerse una idea de su nueva situación.

Iba a entrar en el Temple. Se sentía ilusionado, como un niño. La vida en la encomienda, la rutina, la oración, el entrenamiento… todo formaba parte de un ritmo pausado de vida, algo duro, con falta de sueño y frugalidad en las comidas, sí, pero una rutina a fin de cuentas que le proporcionaba una agradable sensación de seguridad. No pensaba en Aurora. Estaba haciendo lo posible por sacarla del infierno. Si cumplía con éxito la misión -e iba camino de ello, pues nada hacía sospechar que Silvio de Agrigento estuviera en lo cierto- sería exhumada, se le darían los últimos sacramentos y moraría en la Gloria para siempre, en tierra sagrada. Él, por su parte, expiaría sus culpas, las penas de su vida anterior de espía, de hombre de armas y de asesino, luchando con el Temple en Tierra Santa. A su manera, y por primera vez en mucho tiempo, se sentía feliz. Oyó desde la capilla la llegada de muchas monturas, y supuso que otros caballeros de encomiendas cercanas acudirían a su iniciación. Todo se había precipitado tras los acontecimientos de la posada. Robert Saint Claire había echado a perder un brillante futuro en la orden. De algún modo, lo había envidiado: era un joven de buena familia que ya ingresaba en la misma con las mejores recomendaciones, y cuyo futuro era, a ciencia cierta, ocupar un lugar principal en el Temple. Intentó desechar esos sentimientos oscuros. Debía presentarse al rito de la manera más pura, sin mácula. Era cierto que el Temple había comenzado siendo un proyecto de un grupo de amigos de lo más granado de la nobleza europea, pero ahora había alcanzado proporciones de verdadero estado y su empresa no tenía parangón: mantener Tierra Santa en manos cristianas. El propio Arriaga había peregrinado a Palestina con su fiel Toribio y sabía de las dificultades que entrañaba un viaje de aquellas características. Gracias a las órdenes del Temple y del Hospital, muchos peregrinos podían viajar con escolta por aquellas desoladas tierras en manos de los infieles. Pensó en Jean y en Robert. El primero, hijo de uno de los nueve míticos fundadores de la orden; el segundo, emparentado con el venerado y ya fallecido Rugues de Payns. Eran lo mejor de lo mejor: jóvenes, nobles, valientes y entregados al ideal del Temple. Jean había dicho a Rodrigo que necesitaba una mano derecha en la encomienda y, de momento, no podía contar con Robert; por eso había decidido que ingresara en la orden cuanto antes. Además, De Rossal necesitaba que Arriaga llevara a Saint Claire hasta París. Luego verían.

Después de una noche en vela y todo el día de ayuno la mente alcanzaba una suerte de iluminación, un grado sumo de perspicacia que hacía ver las cosas muy claras. Aquel era un ideal maravilloso al que servir. Sólo una suerte de sombra le hacía sentir algo de temor, como un velo de preocupación: la reunión en el sótano de aquellos cinco hermanos y sus cantos, al parecer, en hebreo.

Volvió a caer la noche y dos compañeros vinieron a por él. Un inmenso tonel abierto y lleno de agua caliente lo esperaba en el dormitorio. Dos armigueros lo ayudaron a tomar el baño ritual de purificación. El agua olía a esencias exóticas venidas de tierras lejanas. Tras el baño le pusieron una túnica blanca y le cubrieron el rostro con un suave velo semitransparente de gasa. Era noche cerrada, aunque hacía horas ya que había perdido la noción del tiempo y se sentía como mareado. Las rodillas le dolían y la espalda también. Iba descalzo. Rodrigo y los dos caballeros subieron a la sala capitular siguiendo la tenue luz de una palmatoria.

La falta de sueño, el ayuno y el cansancio físico le infundían una extraña sensación de irrealidad, como si estuviera soñando.

Entraron en el amplio salón, donde esperaban más de treinta caballeros. En el centro de la estancia había un círculo formado por pequeñas velas; el resto quedaba a oscuras. Jean se adelantó y le dijo a Arriaga que le guiaría en el proceso y que si tenía alguna duda sobre algún aspecto de la ceremonia podía preguntarle sin ningún problema. Dos caballeros se adelantaron para apadrinarlo: Gustavo, el Eslavo, y Beltrán, al que los armigueros y sargentos llamaban socarronamente el Sodomita. Roger, el parisino, lo miraba con odio desde la semipenumbra en que se hallaba el resto de los caballeros.

Un tipo inmenso, de cráneo rapado y espesa barba negra, dio un paso al frente. El ambiente era sobrecogedor. ¿Comenzaría en aquel momento alguna extraña y herética ceremonia de iniciación? ¿Qué le esperaba? No conocía todos los detalles del rito.

– Éste es el hermano Joseph, es el maestre provincial y representa al Gran Maestre en esta ceremonia -aclaró amablemente Jean.

Rodrigo inclinó la cabeza con respeto. El otro hizo lo propio.

El iniciado quedó solo en medio del círculo de velas y el hermano Joseph dijo con voz potente y cavernosa:

– ¿Buscáis la compañía de la orden del Temple y deseáis participar en sus obras espirituales y temporales?

– Sí, es mi deseo -contestó Arriaga, reparando en las espesas y negras cejas del maestre provincial.

– Buscáis lo que es grandioso pero no conocéis los duros preceptos que se observan en la orden. Nos contempláis con hermosos hábitos, con gallardas monturas, perfectamente equipados, pero no podéis conocer la vida austera de la orden, pues si deseáis vivir a este lado del mar, seréis llevado a ultramar y viceversa; si deseáis dormir tendréis que levantaros, y caminar hambriento si habéis deseado comer. ¿Aguantaréis todo esto por el honor de Dios y la salvación de vuestra alma?

Rodrigo contestó afirmativamente. El otro continuó:

– Queremos saber si creéis en la fe cristiana, si estáis de acuerdo con la Iglesia de Roma, si os habéis comprometido con otra orden o estáis vinculado por matrimonio. ¿Sois caballero nacido de matrimonio legítimo? ¿Estáis excomulgado por vuestra falta o por otra razón? ¿Habéis prometido algo o hecho algún regalo a un hermano de la orden para ser recibido? ¿No estáis afectado por alguna enfermedad oculta que pueda imposibilitar vuestro servicio en la casa o vuestra participación en el combate? ¿No estáis cargado de deudas?

Rodrigo habló en voz alta:

– Sí, creo en la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, estoy de acuerdo con la Iglesia de Roma; soy hombre libre; soy noble caballero, nacido de matrimonio legítimo; no estoy excomulgado; no he realizado regalo a hermano alguno para ingresar; no padezco enfermedad o dolencia que me impida el combate y no tengo deudas.

– Jurad.

– Lo juro.

Entonces, los dos hermanos que apadrinaban a Rodrigo lo acompañaron escaleras abajo, al patio de la encomienda. Hacía fresco. Lo dejaron allí solo y volvieron a subir. El novicio sabía que acudían a preguntar si alguien tenía algún impedimento para que el nuevo hermano ingresara en la orden. No fue así porque volvieron al poco.

Le preguntaron si insistía en su intención de ingresar en la orden y él contestó de nuevo que sí. Volvieron al capítulo y entonces Arriaga, sin el velo en la cabeza, se arrodilló en medio del círculo de luz y dijo:

– Señor, he venido ante vos y ante los hermanos que están con vos para solicitar mi ingreso en la orden.

Entonces le hicieron jurar sobre un extraño libro de color oscuro. Pensó que serían las Sagradas Escrituras.

El hermano Joseph habló:

– Debéis jurar y prometer a Dios y a la Virgen que obedeceréis siempre al Maestre del Temple; que guardaréis la castidad, los buenos usos y las buenas costumbres de la orden; que viviréis sin propiedad, que sólo guardaréis lo que os sea dado por vuestro superior; que haréis todo lo que podáis para conservar el Reino de Jerusalén y para conquistar lo que todavía no ha sido obtenido; que jamás iréis por vuestra voluntad a los lugares donde se mata, saquea o deshereda a los cristianos injustamente; y que si se os confían bienes del Temple, los guardaréis bien. Y no abandonaréis la orden, para mejor o peor, sin el consentimiento de vuestros superiores.

– Lo juro -repitió.

En ese momento ocurrió algo extraño. Uno de los caballeros más jóvenes se acercó con un crucifijo en las manos. El maestre provincial dijo algo que lo dejó horrorizado.

– ¿Rechazáis a este falso profeta?

Rodrigo se puso pálido, con los ojos y la boca abiertos. No sabía cómo reaccionar.

– ¿Lo rechazáis? ¿Negáis a este falso Mesías?

Así que Silvio de Agrigento tenía razón: aquellos monjes soldado eran una secta de herejes.

– No temáis, Rodrigo -dijo Jean con tono conciliador-. Esta parte de la ceremonia demuestra nuestra humildad. Pedro negó a Cristo hasta tres veces y nosotros hacemos otro tanto para demostrar que no somos más que él.

Al neófito le pareció razonable. Así que, aun sintiendo algún que otro remordimiento, negó a Cristo tres veces como hiciera el primer Papa.

Joseph sentenció:

– Os recibimos, a vosotros, a vuestro padre y a vuestra madre y a dos o tres de vuestros amigos que deseen participar en la obra espiritual de la orden, del principio al fin.

Los dos padrinos le colocaron el manto blanco de la orden y todos rompieron a cantar el Ecce quam bonum. Rodrigo seguía de rodillas. El hermano Joseph le tomó de las manos y le hizo alzarse. Entonces le dio el ósculo de bienvenida, un beso en la boca.

Todos los caballeros presentes hicieron lo mismo, pasando junto al nuevo hermano y besándole en los labios a modo de bienvenida. No supo muy bien quién, porque estaba aturdido, pero escuchó a alguien alzar la voz diciendo:

– ¡Ha resucitado!

Entonces, en una parte de la ceremonia que se le hizo un poco larga, el maestre provincial hizo un resumen de los setenta y dos puntos de la regla, que por otra parte, todos conocían. Al final, terminó diciendo:

– Marchad, Dios os protegerá. Rodrigo Arriaga se sentía feliz.


A los dos días del ingreso de Rodrigo en la orden, partieron hacia París. Una vez más tuvieron que salir de madrugada. A pesar de ello, Robert y Arriaga llevaban puestos sendos yelmos para evitar que alguien pudiera identificar a Saint Claire. Los acompañaban Toribio y Giovanno como sargentos. Tomás, escudero de Rodrigo y un joven llamado Luciano, armiguero de Saint Claire, cerraban la comitiva. Habían atado al demente a la montura con cierto disimulo para evitar que pudiera hacer de las suyas, pues seguía mostrándose deprimido y taciturno y Jean de Rossal temía por su vida.

Los lugareños habían mordido el anzuelo y, al parecer, excepto algún que otro desconfiado, creían que Robert Saint Claire había sido ahorcado en la encomienda.

«¡Qué ingenuos! -Pensó para sí Rodrigo-. Los nobles nunca pagan por sus delitos.» París estaba sólo a media jornada, aunque el viaje se le hizo eterno. Estaba deseando dejar al preso en manos de sus superiores y no cargar con la responsabilidad de trasladar a un demente como aquel, que podía dar con todo al traste en cualquier momento.

Llegaron a la capital de Francia a primera hora de la tarde. Cruzaron la urbe de sur a norte. Era como él la recordaba. Toribio, Giovanno y Tomás lo miraban todo con la boca abierta. Habían entrado por el sur pasando junto a la abadía de Sainte Genevieve. Llegaron por la Grand Rue hasta le Petit Pont, giraron a la derecha para pasar junto a Sant Michel y cruzaron el Grand Pont hasta llegar al otro lado del río. Traspasaron la muralla por la puerta que llamaban del Temple. A su izquierda, al norte, quedaba la abadía de Saint Martin, pero ellos se encaminaron hacia las enormes dependencias del Temple de París, que parecía una pequeña ciudad. A la puerta de entrada, que estaba ligeramente acodada para su mejor defensa, se accedía pasando por un pequeño puente levadizo. Justo a la izquierda quedaba la prisión, a la que sin duda iría a parar Saint Claire. Un sargento que los esperaba los guió junto a las Charniers para, doblando a la derecha, pasar entre la capilla y el hospital, junto a una inmensa torre que llamaban del César. Todos estaban impresionados por la magnificencia de aquel complejo y por el enorme trasiego de hombres armados que iban de aquí para allá, todos muy ocupados, como si una suerte de ente superior guiara sus destinos y dominara sus voluntades con un único fin común. Pasaron junto a la iglesia y el cementerio para darse de bruces con la Grande Tour, el inmenso donjon templario que había de guardar el tesoro más valioso del país, las riquezas de la orden. Era una construcción impresionante, de cinco pisos de altura, con una enorme torre de sección cuadrangular en el centro, cubierta por un tejado cónico de pizarra, agudo y coronado por el beauséant del Temple. La torre central estaba rodeada por otras cuatro de sección circular que acababan en punta como la anterior. Dos torres más finas, también circulares, cerraban el conjunto por la fachada principal. A Rodrigo le llamó la atención que las puertas de acceso a aquella mole fueran tan pequeñas, lo que la hacía más difícil de tomar demostrando el innegable carácter militar de aquella mastodóntica construcción. El sargento esperó un poco a que los recién llegados contemplaran el orgullo del Temple, pues debía de estar sin duda acostumbrado a hacerlo con todos los visitantes; entonces los encaminó a la residencia del Gran Maestre de Francia.

Descabalgaron y se encontraron con un individuo de porte aristocrático que los esperaba. Tenía el pelo muy corto, canoso y debía de rozar la cincuentena. Era delgado y de aspecto ascético. Se identificó como Gavin de Flour e indicó a dos sargentos que le acompañaban que llevaran a Saint Claire a la Grande Tour. Allí permanecería recluido. El otro sargento había de acompañar a Toribio, Giovanno y a los dos armigueros a dejar las monturas en los establos y a buscarles alojamiento. Rodrigo debía acompañar a aquel preeminente templario que se identificó como el secretario del Gran Maestre de Francia. Pasaron al claustro de la residencia, un bello jardín a la sombra de unos inmensos castaños. Una mesa con un ligero refrigerio los esperaba. Hacía calor.

– Tengo un encargo para vos, Rodrigo -dijo tendiéndole un vaso de agua fría con azahar.

– Decidme.

– El joven Saint Claire ha de permanecer en la Grande Tour. Estará vigilado en todo momento. Se han cursado misivas a Escocia, a su familia, y al Gran Maestre en Tierra Santa. Esperaremos instrucciones. Mientras tanto, debéis permanecer aquí.

– ¿Y qué haré?

– Aparte de asistir a los oficios, lo que os plazca. Os habéis ganado un descanso. Vuestros informes son excelentes. Mi gran amigo Jean de Rossal dice que os habéis comportado como un héroe. Al parecer, sois un tipo valioso.

– Pero, aparte de los oficios…

– ¿Sí?

– Me gustaría poder entrenarme.

– No esperaba menos. Todas las mañanas podréis hacerlo. En el patio, tras la iglesia, siempre que os plazca.

– Un soldado no debe dejar nunca de practicar.

– No os falta razón, Rodrigo. Se os ve hombre cabal.

– ¿Qué pasará con Robert?

– No lo sabemos, pero no debéis temer por su destino. Al parecer actuó en defensa propia. Esperemos instrucciones. Y ahora probad uno de estos pastelillos de almendra. Debéis reponeros.

– Sí, actuó en defensa propia, de eso no hay duda, pero…

– Se ha vuelto loco -dijo el otro.

Rodrigo ladeó la cabeza y el preboste de la orden añadió:

– No temáis, aquí se sabe todo. Haremos lo mejor, para vuestro joven amigo y para la orden.

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