Rodrigo los vio venir. Apenas le quedaba una jornada para llegar a Clairvaux cuando los vio aparecer en el horizonte, justo en mitad del camino, trotando a ritmo lento y charlando animadamente el uno con el otro. No les veía la cara, pero sus gestos, su porte y su manera de montar eran del todo inconfundibles. Puso el caballo al galope y gritó al viento:
– ¡Toribio! ¡Tomás!
Ellos bajaron de sus monturas y Rodrigo hizo otro tanto. Los tres amigos se fundieron en un abrazo.
– ¡Menos mal que os encuentro! Tuve que salir de La Rochelle por piernas.
– ¿Y eso? -preguntó Toribio.
– Es una larga historia, tenemos que hablar. ¿Hay alguna posada por aquí en la que echar unas jarras? Estoy hambriento.
– A no más de dos leguas -dijo Tomás.
– Vayamos, entonces. ¿Habéis averiguado algo sobre los nazareos?
– Poca cosa.
– Bueno, cada cosa a su tiempo. Se os ve bien, bribones.
Rodrigo aprovechó el camino a la taberna para poner al día a sus compañeros: habló de la reunión en el sótano; insinuó lo suyo con Lorena Saint Claire, a lo que Toribio respondió con una sonora carcajada; les contó el encargo que le hicieran De Montbard y De Rossal, la muerte de Robert Saint Claire, su viaje a La Rochelle y sus pesquisas sobre los siete sabios muertos. Se sorprendieron mucho cuando les contó que los templarios habían hallado un nuevo continente repleto de oro y plata.
Al llegar a la posada, una amplia casa encalada con tejado rojo, dejaron los caballos al cuidado de un mozo y entraron a comer algo. Se sentaron a una mesa de roble situada al fondo y entrechocaron las jarras que les sirvió una moza pelirroja de buen ver.
– Mirad, como vuestra Lorena -dijo Toribio.
– Menos chanzas. ¿Y el asunto de los nazareos?
Tomás comenzó a hablar:
– Nos hospedamos en casa de la sobrina del compañero de Guior. Aquí Toribio se encargó de ello. A través de la moza hicimos llegar un mensaje al maestro y le rogamos discreción suma, pues oficialmente no estábamos allí. Un compañero suyo, un tal…
– ¡Zacarías! -exclamó Toribio.
– Eso. Otro rabí, Zacarías, se encargó del asunto. Sabía más sobre el tema que Guior y buscó algo en la biblioteca de la abadía… Lo tengo aquí, en mi libro… -El joven comenzó a hojear sus notas-. El judaísmo no era antaño como ahora; ahora hay sinagogas aquí y allá y son los rabinos los que se encargan del ministerio. Antes de la diáspora, el judaísmo estaba muy estructurado, al menos en Israel. Había una casta que se encargaba del culto, los sacerdotes, que recogían tributos y animales para realizar los sacrificios en el Templo. Ellos eran el nexo directo con Dios.
– Los nazareos… -inquirió Rodrigo.
– Sí, los nazareos. Voy a ello -dijo el joven-. Eran una secta judía. Se supone que tenían en su poder ciertos conocimientos esotéricos derivados de la Cábala y del antiguo Egipto, pues no olvidemos que el Evangelio dice que los padres de Cristo huyeron a Egipto, donde residieron un tiempo. Parece haber una relación con el Mesías. Bien, esos nazareos eran personas consagradas enteramente al Templo y practicaban alguna suerte de ritos iniciáticos, de manera que cuando un adepto superaba cierto camino de ascesis, de acceso a la gnosis, se llevaba a cabo una ceremonia y alcanzaba un nivel más alto: era un iluminado, como si hubiera vuelto a nacer. Había resucitado.
– Por eso alguien gritó algo así en mi iniciación.
– Quizá. El caso es que una vez alcanzado este nuevo estatus, el resucitado vestía de blanco.
– Como los templarios y el Císter.
– Y como los esenios -dijo Tomás.
– ¿Los esenios? -preguntó Arriaga.
– Sí. Recordad: eran unas comunidades de ascetas que se alejaban de las ciudades y vivían en cuevas dedicados al ayuno y la oración. Hay quien dice que eran nazareos que ya habían alcanzado la iluminación y por ello se alejaban del mundo. El caso es que estos nazareos pertenecían a la casta sacerdotal, cuyo origen era real, todos los sacerdotes del templo eran de estirpe davídica, lo que significa que descendían de una misma rama: la de la tribu de David. ¿Me seguís?
– Sí.
– Jesús era de estirpe real. Era, por tanto, un miembro de esta casta sacerdotal, o, al menos, eso afirma el amigo de Guior, Zacarías. También lo era el Bautista y aquí entramos en terreno escabroso…
– ¿Qué ocurre?
– Hablamos de blasfemia, mi señor.
– ¿Más graves que las que he escuchado en los últimos diez meses? Seguid.
– Bien, Zacarías afirma que Cristo era un nazareo de la estirpe sacerdotal que controlaba el Templo. Dice que alcanzó el rango de iniciado y que era la cabeza visible de dicha secta, por eso vestía de blanco y por eso se podía decir de él que había resucitado. Cuando san Pablo llegó a Jerusalén se incorporó al culto de dicha iglesia pero no entendió nada. No olvidéis que nada tiene que ver con la Iglesia de Roma que conocemos ahora, pues se trataba de un grupo de hebreos siempre dentro del judaísmo más dogmático. Jesús murió crucificado por los romanos, un castigo que se aplicaba a los rebeldes políticos. A Jesús le pusieron el cartel de REY DE LOS JUDÍOS en la cruz porque era de estirpe real y podía reclamar el trono de Israel. En aquella época los zelotes, unos rebeldes políticos relacionados con los esenios y con los nazareos, comenzaban a atacar a Roma; el clima de rebelión era palpable. Zacarías llega incluso a dudar que Jesús pudiera pertenecer a los zelotes, lo explicaría su crucifixión. Tras la muerte de Cristo lo sustituyó su hermano Santiago.
– ¿Su hermano?
– Dejadme hablar. Enseguida surgieron tensiones con san Pablo, que no estaba de acuerdo con la línea que llevaba la, llamémosla, nueva Iglesia de Jerusalén… San Pablo salió a predicar por los países cercanos, Grecia por ejemplo, y fue llevando el mensaje a los gentiles. Ojo: no olvidéis que los nazareos, la Iglesia de Jerusalén, no eran un culto aparte del judaísmo, eran el judaísmo más dogmático, más ortodoxo, el del Templo, al que se añadían ciertos conocimientos esotéricos… Pablo iba por ahí predicando que Jesús era un Dios, que había resucitado. Para Santiago y los nazareos el único Dios era Yahvé y no se planteaban la predicación a los gentiles ni abandonar el judaísmo. De hecho, y siempre según nuestro amigo el rabí Zacarías, Santiago llegó a alcanzar mayor influencia como líder de su comunidad que su hermano fallecido. Entonces ocurrió la catástrofe. Las continuas rebeliones provocaron que Roma arrasara Israel. Como ya sabemos, Jerusalén fue borrada del mapa. Algunos valientes se escondieron en los subterráneos del Templo, entre ellos los nazareos, claro. La supervivencia fue difícil. De hecho, intentaron hacer un túnel para escapar, pero la dureza de la roca, la falta de alimento, de hombres, de materiales, los hizo desistir.
»Santiago, el cabeza visible de los nazareos, decidió llevar a cabo una treta vestido con una túnica blanca y con un manto morado (os recuerdo que es un color destinado a la realeza). Se apareció una noche a los guardias haciéndose pasar por un fantasma. Llegó a cundir el pánico, pero finalmente lo detuvieron y llevaron a las autoridades romanas. Fue ejecutado. Los pocos supervivientes murieron de hambre, se mataron entre ellos o fueron capturados o asesinados. Se supone que lograron esconder los tesoros y los secretos más valiosos del Templo. Recordad el Manuscrito de Cobre, que recogía al parecer la ubicación de todos los tesoros escondidos. Los romanos actuaron con brazo de hierro. Arrasaron la ciudad, el Templo, todo… Se estima que murieron más de un millón trescientos mil judíos. El culto de los nazareos quedó extinguido, prácticamente todo el pueblo judío fue aniquilado, la incipiente Iglesia de Jerusalén fue borrada del mapa y reconstruida por un no iniciado que había sobrevivido en el exterior…
– San Pablo.
– San Pablo. Él hizo llegar el mensaje a un público grecorromano. Él elevó a Cristo a la categoría de Dios, un hombre que había resucitado, y terminó convirtiendo aquel legado en una nueva religión que se alejó del judaísmo.
»Por otra parte, dicha religión ya no fue lo mismo, no había Templo, no había sacerdotes, no había Israel… ¿Cómo sobrevivió? En los libros, los escritos, la Torah, los rabinos, los sabios… ellos fueron los encargados de guiar al Pueblo Elegido en la diáspora hacia un culto que ya no era el de antes.
– ¿Y Zacarías afirma que Jesús tuvo hermanos? -preguntó Rodrigo.
– Él dice que esta casta sacerdotal se mantenía pura, que no se mezclaban con el resto de los judíos y afirma que Jesús tuvo cuatro hermanos, sí.
– Y estos templarios, o mejor dicho, las familias, es evidente que se creen herederos de alguna manera de aquellos nazareos, ¿no? -argumentó Rodrigo.
– Eso parece.
– Pero… ¿por qué?
– Ni idea.
– Debemos hablar con vuestro amo, con Silvio de Agrigento. Nosotros no podemos averiguar más. Demasiado hemos avanzado. Hemos probado que hay una conspiración que pretende abolir la Iglesia y sustituirla por un nuevo culto, que se creen descendientes de aquellos nazareos, que no creen en la divinidad de Jesús, que han expoliado el Templo de Salomón, que traen plata a espuertas de allende los mares y que están en posesión de saberes que no conocemos. Nosotros hemos hecho nuestro trabajo. Entregaremos el libro, Tomás, vos volveréis a lo vuestro y Toribio y yo desapareceremos. ¿Dónde creéis que podemos encontrar al secretario del cardenal Garesi, hijo?
– Por esta época, espero que cerca de Ostia, en su residencia de invierno.
Los dos alabarderos cruzaron las picas ante los tres recién llegados y un sargento que vestía el colorido uniforme de la guardia papal se apresuró a preguntarles qué querían. Mientras Rodrigo y Tomás parlamentaban con el soldado, Toribio echó un vistazo al bello panorama que se divisaba desde la colina. Era un día frío para aquellos lares pero muy soleado.
– Esperad un momento -dijo el sargento adentrándose en la finca a través de un camino de tierra jalonado por altos cipreses.
La residencia de invierno de su Ilustrísima, el cardenal Lucca Garesi, gozaba de una privilegiada vista de Ostia, a un paso, como quien dice, de Roma. Estaba rodeada de amplios y cuidados jardines con estatuas de corte clásico. Hubiera podido pasar perfectamente por la vivienda de un patricio de la época gloriosa del Imperio romano. Al momento volvió el sargento.
– El secretario de su Ilustrísima dice que no os conoce. Volved por donde habéis venido.
– ¿Cómo? -repuso indignado el joven Tomás-. ¿Nos hemos jugado la vida por mi señor y ahora se niega a recibirnos? Es mi amo, yo vivía aquí. ¿Sois nuevo?
– Dejadme a mí, Tomás -contestó Rodrigo-. Mirad, hemos cumplido una misión para Silvio de Agrigento que podríamos calificar de delicada. No sé cómo dice que no nos conoce; él y yo sabemos que sí. Estuvo en mi casa y me hizo un encargo, lo he cumplido y exijo verle para que él decida qué hacer a continuación.
El sargento negó ladeando la cabeza a ambos lados.
– ¡Pues no nos iremos de aquí sin verle! -gritó Tomás.
– ¡Eso! -añadió Toribio.
El sargento hizo una seña a uno de los guardias, que fue a buscar refuerzos.
– No nos iremos. Esperaremos aquí toda la noche si es preciso -repuso Rodrigo muy convencido. La verdad era que aquello comenzaba a darle mala espina. ¿Por qué iba Silvio de Agrigento a negar que les conocía?
Llegaron tres hombres de armas más que pretendieron empujarles para que despejaran la puerta de acceso a los bellos jardines del cardenal Garesi. Al instante, y con la velocidad de un rayo, Rodrigo desenvainó y puso la punta de su acero en la nuez del sargento. Toribio y Tomás le cubrieron los flancos. Los otros cinco, espada en mano, los rodearon.
– Si vos o alguno de vuestros hombres hace un solo movimiento, caeréis el primero. Sólo queremos ver al secretario de su Ilustrísima. Será un momento y nos iremos. Estoy cansado de este negocio y quiero volver a casa a cuidar de mis vacas, pero antes debo hablar con Silvio de Agrigento. El futuro de la Iglesia corre peligro y él debe saberlo todo. Sólo hago mi trabajo.
Entonces oyeron voces y vieron a un hombre menudo que salía tras la fuente situada al fondo del camino de tierra. Vestía una sobria sotana de color negro y corría con los brazos en alto.
– ¡Por el amor de Dios! ¡Quietos, quietos! -gritaba alarmado.
Los guardias dieron un paso atrás. El sargento permanecía con las manos en alto amenazado por la espada de Arriaga en el gaznate.
– ¡Dejad pasad a estos señores! Arrigo, Pietro, haceos cargo de las monturas de estos viajeros -dijo batiendo dos palmadas que hicieron aparecer en escena a sendos criados.
Rodrigo envainó el hierro y el sargento le lanzó una mirada de odio que era toda una promesa. Caminaron acompañados por aquel tipo menudo que dijo llamarse Ambrosio Rosellini. Entraron en la lujosa casa con suelo y estatuas de mármol y los llevó a una sala amplia con espléndido suelo de madera. En el centro de la misma había una butaca, por lo que parecía una suerte de sala de audiencias. Los dejó a solas.
Al momento apareció Silvio de Agrigento acompañado por dos guardias. Vestía una túnica de terciopelo azul claro ceñida por un fajín de raso. Tomó asiento y saludó con la cabeza a los recién llegados.
– ¿Qué significa esto, jodido dómine? -dijo Arriaga.
Los dos guardias dieron un paso al frente, pero de Agrigento los frenó diciendo:
– ¡No! ¡Quietos! No pasa nada.
Volvieron a apostarse a su lado como dos perros fieles. Arriaga reparó en que el cura vestía unos muy costosos mocasines de piel, azules como su saya.
– Comprendo que estéis algo enfadados -comenzó Silvio de Agrigento-. Ambrosio no os conocía y por eso os negó la entrada; además, no os esperábamos, de haberlo sabido…
– Os envié una carta para que vinierais a La Rochelle.
– No pude, estaba ocupado.
– Yo también lo estaba, jugándome la vida por vos y vuestra Iglesia. Y mis dos amigos también.
– Lo siento, Rodrigo, pero me fue imposible acudir. Causas de fuerza mayor -Se hizo un largo silencio-. ¿Y bien? ¿Qué habéis averiguado? -preguntó Silvio de Agrigento.
Rodrigo comenzó a hablar:
– Teníais razón desde un principio. Existe una conspiración. Hugues de Champagne creó el mito de Bernardo de Claraval. De Champagne creó el Temple junto a su vasallo Hugues de Payns. Luego Bernardo, que ya había adquirido prestigio, dio una regla al Temple y lo apoyó sin condiciones. Desde mucho tiempo antes, en la abadía de Clairvaux se estaban traduciendo textos hebraicos. Hugues de Payns y su amo, Hugues de Champagne, fueron varias veces a Tierra Santa, buscando algo. Excavaron bajo las ruinas de la mezquita de Al-Aqsa durante nueve largos años sin admitir más adeptos y encontraron algo valioso. Volvieron a Europa y comenzaron, ahora sí, a reclutar a nuevos caballeros. Entonces desaparecieron siete sabios judíos de París. Ahora sé que fueron llevados a La Rochelle y obligados a traducir textos antiguos, no sé cuáles, quizá las Tablas de la Ley u otros pergaminos que no conocemos. Descubrieron rutas marítimas que llevan más allá del Atlántico, a tierras de donde traen oro y, sobre todo, plata a espuertas. Por eso son tan ricos, por eso florecen sus encomiendas, por eso tienen una buena flota para comerciar y enriquecerse más, por eso actúan como banqueros y su tesoro crece y crece… por la plata que traen de continuo. Hablamos de un grupo de familias europeas que se creen de alguna manera descendientes de una casta sacerdotal del Templo de los judíos, de una secta que se hacían llamar los nazareos que aunaron viejas enseñanzas egipcias y de la Cábala y que practicaban ritos esotéricos que nos son desconocidos. Cuando un adepto alcanzaba la gnosis, se decía que era un iluminado, un resucitado: Jesús lo era. Curiosamente estos conspiradores no piensan que Cristo fuera Dios. No sé muy bien cómo se enteraron de todo esto, de la ubicación exacta del tesoro bajo el Templo. Eso debía de estar registrado en el Manuscrito de Cobre, pero… ¿cómo se hicieron con él estas familias? El caso es que tienen, en efecto, un «proyecto»: quieren derribar el poder de la Iglesia de Roma y establecer un nuevo orden, un nuevo credo que aúne a los ya conocidos: judaismo, islamismo, cristianismo… Los cátaros están con ellos. He conocido a algunos iluminados, Bernardo de Claraval, Jacques de Rossal, André de Montbard… Son varias las familias implicadas en el asunto: la casa de Champagne, la de Saint Omer, Fontaine, De Rossal, Saint Claire, Montdidier e incluso la estirpe de los reyes de Jerusalén como Godofredo de Bouillón y el mismo Balduino. Todos se conocían y todos están en el asunto.
»Han construido una réplica del Templo de Salomón en Rosslyn, bajo la iglesia familiar. Supongo que pensaban guardar allí el tesoro, pero algo alteró sus planes: Robert Saint Claire lo echó todo a perder al volverse loco. Hubo un pequeño cisma en su cerrada organización, que de hecho aún podría ser utilizado por la Iglesia para darles el zarpazo definitivo. Están divididos, dudan. Desconozco dónde esconden ahora el tesoro, que quizá no sea de índole material; la Menorah, el Arca, el oro, las riquezas… Quizá sean manuscritos, las Tablas de la Ley, la ley cósmica que rige el mundo, el saber absoluto… No lo sé, quizás algún secreto inconfesable sobre la vida de Cristo. Sólo sé que les hace poderosos y que lo serán más. Les ha permitido descubrir nuevas tierras que les enriquecen con plata y oro. Deben de tener cientos y cientos de textos por traducir, por eso necesitan a gente que lea hebreo antiguo. Aún estáis a tiempo de detenerlos. Puede que dentro de unos años sea tarde, no sabemos a qué grandes secretos pueden terminar accediendo. Por eso crearon el Temple, una milicia, un brazo armado que los proteja y les permita imponer su credo llegado el momento. Roma no tiene ejército y ellos lo saben, depende de la ayuda del rey de Francia, del emperador del Sacrosanto Imperio Romano Germánico… pero ellos sí tienen un ejército, bien entrenado, bien formado, con la mejor flota de Occidente; son ricos, todos les deben dinero. Llegado el día se impondrán y no son trigo limpio, creedme, no dudan en eliminarse unos a otros, en matar a quien sea si eso favorece al proyecto. Dijeron haber matado ya a dos espías del cardenal Garesi y sabían que había otro infiltrado. Dijeron tener gente dentro de Roma que trabaja para ellos. Debéis actuar o será tarde.
– No tenemos pruebas -sentenció Silvio de Agrigento.
– Yo los he visto. Adoran una cabeza de dos caras, el Baphomet, niegan a Cristo, son herejes. Sólo tenéis que detenerlos y darles tormento y lo contarán todo.
– No es tan fácil: hablamos de gente muy poderosa. Gracias a ellos mantenemos las posesiones de Tierra Santa. No se les puede detener, al menos de momento.
– Pero ¿no comprendéis que conforme pasa el tiempo van siendo más y más poderosos?
– Sí, pero insisto, no es el momento. Además, ¿está corrupta toda la orden del Temple?
– No, sin duda no. La mayoría de los templarios no saben nada de esto. Son verdaderos guerreros de Dios, pero las familias controlan en secreto la orden, es un instrumento en sus manos. Se hacen llamar El Priorato de Sión.
– Razón de más para no intervenir. Ahora mismo no podemos.
Rodrigo Arriaga se lo pensó durante un momento.
– Quiero ver al cardenal Garesi -dijo muy convencido.
– El cardenal Garesi murió hace dos semanas -contestó Silvio de Agrigento.
Los tres amigos se quedaron de piedra.
– ¡¿Cómo?!
– Apoplejía.
– Lo envenenaron ellos, seguro. Sabían que Lucca Garesi estaba tras el proyecto -apostilló Tomás.
Silvio de Agrigento calló.
– ¿No lo negáis? -dijo Arriaga.
– No digo que sí ni que no… Mi señor era un hombre de edad avanzada pero fuerte como un roble. No estamos aquí para juzgar los designios de la Providencia. Su Santidad tuvo a bien nombrarme sucesor de mi fallecido amo.
– O sea que vos sois ahora el hombre fuerte, controláis la red de información de Roma.
– Asombroso, ¿verdad? Debo reconocer que es algo que no me disgusta.
– ¡Acabáramos! Ellos lo eliminaron. Estaban de acuerdo con vos.
– ¡Cuidado con lo que decís! -El cardenal miró a su guardaespaldas y dijo-: ¡Fuera! ¡Y estos dos también! -Señaló a Toribio y Tomás.
Tras unos momentos y una vez se cerraron las puertas retomó la palabra. Estaban a solas Arriaga y él, como al principio del negocio.
– Ay, ay, mi fiel Tomás, se ha hecho todo un hombre en estos meses. ¿Os ha sido de ayuda?
– Sí, y recopiló todo lo que averiguamos en un libro. -Al instante se arrepintió de haber dicho eso.
– Bien, bien… esa insinuación que habéis hecho antes sobre mi implicación en la muerte de mi señor os podría costar cara, muy cara. Pero sabed sottovoce que sí, le envenenaron. No tengo duda al respecto, aunque no se pudo demostrar. Acudí en ese preciso momento a Su Santidad y quise que actuara con contundencia, pero ellos se me habían adelantado. ¡Me habían propuesto como sucesor! Tan sólo a cambio de una cosa…
– Vuestro silencio.
– Digamos que llegamos a un acuerdo: no nos haríamos daño mutuamente. No olvidéis que el Papa debe su báculo a Bernardo de Claraval. Hoy por hoy son intocables. Decidí tomar lo que se me daba de momento y…
– Mirar hacia otro lado.
– Si queréis decirlo así…
– Acabarán con la Iglesia.
– ¡No seáis ingenuo, Arriaga! Nada ni nadie ha podido con la Iglesia de Roma en mil años, y cuatro condes con delirios de grandeza tampoco podrán. Además, al Papa le interesa que el Temple siga en Tierra Santa. Es vital. Los estados musulmanes se están reorganizando y no será fácil mantener aquellas tierras en manos cristianas.
– Os habéis vendido.
– No más que vos. Un espía, un asesino a sueldo, que, por cierto, queda en una difícil situación.
– ¿Qué queréis decir?
– Que vos y vuestros amigos estáis en posesión de una información que no beneficia a nadie. Ni a las familias ni a Roma.
Entonces el nuevo amo de los espías de la Iglesia de Roma tocó una campana y se abrieron las puertas. Tras ellas aparecieron Tomás y Toribio, maniatados y escoltados por los cuatro guardias. Otros dos surgieron tras una cortina y se volvieron a colocar junto a Silvio de Agrigento.
– Y ahora, traed el libro del muchacho.
Los guardias hicieron lo que se les decía.
– Y vos, Arriaga, entregaos.
Rodrigo desenvainó la espada.
– No hagáis ninguna tontería -dijo un sargento.
Antes de que pudieran reaccionar, el espía lanzó la daga con la zurda, a la vez que saltó sobre los guardias lanzando dos mandobles tras los que ambos rodaron por el suelo.
Silvio de Agrigento miró con asombro la daga clavada en su pecho que sangraba de manera alarmante. Entonces, Toribio embistió contra los dos piqueros que tenía más cerca y Tomás corrió hacia Rodrigo, que había tomado un hacha de un escudo en la pared. Paró un envite del sargento con la espada y le clavó el filo de la hachuela en la cerviz. Al ver rodar inerte al sargento, los otros piqueros recularon. Rodrigo cortó las ataduras de Toribio, que tomó la espada del sargento.
– No quiero más muertes -dijo Rodrigo-. Si os apartáis nadie lo sabrá. Dejadnos salir y nos iremos.
Los otros cuatro se miraron.
Cuando Rodrigo y Toribio cargaron, dos de los alabarderos les dieron la espalda y huyeron. Uno cayó atravesado por la espada del criado de Arriaga y el otro tropezó con una mesa y rodó estrepitosamente por el suelo.
– ¡Ahora! -dijo Arriaga encaminándose hacia la ventana lateral del edificio. Antes de salir fue cuando Silvio de Agrigento recuperó su daga.
– Os maldigo -murmuró el nuevo cardenal vomitando sangre.
Los tres amigos salieron al jardín, atravesaron corriendo el estanque y llegaron donde estaban los caballos. Salieron al galope de allí.
– ¿Lleváis el otro libro en las alforjas, Tomás?
El joven asintió.