Concilium

Rodrigo estaba en un apuro. Le iban a pedir que eliminara a Robert, sin duda. Era cuestión de horas, quizá de días. Si no eliminaba al joven Saint Claire caería en desgracia; si lo hacía, en cambio, iría a Jerusalén y podría averiguar el secreto del Temple, de las familias, del proyecto.

Aquellos dos hombres fundadores del Temple le habían reconocido abiertamente que la orden era una tapadera, un brazo armado de una organización formada por unas pocas familias europeas que pretendían cambiar el orden establecido y sustituir a la Iglesia por una suerte de culto universal que aunara todas las grandes religiones. Pero ¿por qué? ¿Qué sabían? ¿Qué habían averiguado? ¿Qué extraños arcanos del Templo de Salomón habían logrado desvelar?

Nunca había sido demasiado religioso, pero aquello comenzaba a darle miedo. Había avanzado mucho, sin duda, pero aún le quedaba un largo camino y estaba cansado. Por otra parte, si eliminaba a Robert se abría ante él un futuro lleno de posibilidades, la gnosis. ¿Qué sería tal cosa? De Montbard, De Rossal y Bernardo de Claraval eran iluminados que caminaban por el mundo como levitando, como si estuvieran en poder de grandes secretos que los acercaban a Dios. ¿Qué tenían que ver con los nazareos? ¿Era Jesús uno de ellos? ¿Qué sabían sobre la vida del Salvador que asustaba a los papas de Roma? ¿Qué era ese Baphomet? ¿De dónde salían las riquezas de la orden? ¿Por qué secuestraron a los sabios judíos? ¿Por qué los llevaron a La Rochelle? ¿Por qué construir un puerto tan grande lejos de las grandes rutas que llevaban a Tierra Santa?

No Je agradaba aquella gente. Eran muy espirituales, sí, pero no dudaban en planear eliminarse unos a otros si aquello beneficiaba al proyecto. ¿Y esa iba a ser la nueva religión que dominara el mundo? No lo veía claro.

¿Cómo iba a salir de aquel atolladero?

Podía hablar con Henry Saint Claire, pero De Rossal y André de Montbard no deberían saber que los había traicionado.

Estaba confuso. Le hubiera gustado abandonar aquella historia, recoger a Beatrice y perderse con ella en sus tierras de los Pirineos. Tener hijos, envejecer.

¿Qué iba a hacer? Estaba metido en un avispero, pero en el fondo le picaba la curiosidad.


La gran celebración por el retorno de Robert Saint Claire se desarrolló en dos escenarios. Uno, el salón de la casa principal donde se dieron cita unos cincuenta invitados entre los asistentes de las familias, amigos de la nobleza local, curas, algún obispo y varios hidalgos escoceses. El otro, el patio en el que los lugareños, todos vasallos de Henry Saint Claire, bailaron, bebieron y comieron alrededor de una enorme hoguera a la salud de su joven amo. Sonaban las gaitas en el exterior.

En el Salón Grande, como lo llamaban en Rosslyn, se sirvieron multitud de platos que iban desde el estofado de liebre con setas hasta las mollejas de ternera en rebozo; se pudo degustar también un buen solomillo de cerdo a la mermelada de arándanos, rabo de toro, buñuelos de alcachofa, cordero a la miel, jabalí en salsa de almendras y otros alimentos que denotaban una procedencia más exótica debido a los viajes de los templarios, como palomas moriscas en escabeche y filetones a la Gran Maestre.

Rodrigo observó que De Rossal, André de Montbard, Henry Saint Claire y los dos perfectos comían igual de frugalmente que durante el almuerzo.

A los postres, Robert Saint Claire fue bajado de una silla que portaban dos criados. Estaba mucho peor físicamente. Rodrigo llegó a la conclusión de que las sangrías habían terminado por debilitar su cuerpo y quizá la humedad de la Grande Tour de París le había emponzoñado los pulmones, pues respiraba y tosía como un tuberculoso. Todos acudieron a saludar al hijo pródigo. Rodrigo se tranquilizó un tanto cuando vio que Robert lo reconocía.

– Vaya, mi salvador -dijo, alegrándose al verle.

Arriaga notó al darle la mano que estaba demasiado caliente, y que su respiración era agitada; era evidente que tenía fiebre. Entonces el pobre demente dijo:

– ¿Sabes, Rodrigo, que la Virgen María me visita en mi cuarto y que no era mocita cuando se casó con san José?

Estaba peor que nunca. Aquella mente se había ido para siempre. Se hizo a un lado y dejó que otros invitados se acercaran a presentar sus respetos al joven Saint Claire. Menuda blasfemia había soltado, desvariaba. Vio a Lorena y se acercó a ella.

– Vuestro hermano tiene fiebre, debería ir a la cama.

– ¿Acaso sois médico? -dijo ella retadoramente, apurando el vino de su vaso.

Él se giró y dio por terminada la conversación.

– ¡Esperad! -exclamó ella-. Vayamos afuera.

Se cubrieron con prendas de abrigo y salieron al patio, donde el vulgo bailaba al son de la música. Se apoyaron sobre unos toneles, en el rincón que había junto a la inmensa torre redonda.

– Perdonad, Rodrigo. No os merecéis que os hable así.

– No importa.

– Sí.

– ¿Cómo? -preguntó él.

– Que sí, que está enfermo. Esta mañana ha venido a verlo el médico de la familia. Cree que tiene una infección en la sangre, reúma lo ha llamado, por el frío que debió de pasar en aquel maldito calabozo…

Rodrigo lamentó haberle dado tanta adormidera al reo durante su traslado. Quizá lo había debilitado aún más.

– ¿Le ha recetado algo el médico?

Ella ladeó la cabeza:

– Vahos con eucalipto y corteza de sauce. Dice que es un joven fuerte y que en verano mejorará. Es evidente que este clima no le beneficia. Habrá que trasladarlo a un lugar más cálido y seco.

– Pero, Lorena, me temo que eso va a ser imposible.

– Lo sé -dijo ella-. Ellos y su maldito proyecto.

Alguien tomó a la joven por el brazo y cuando Rodrigo se giró notó que los llevaban en volandas en medio del gentío donde todos bailaban. La música sonaba en su cabeza y el vino surtía efecto. Comprobó que muchos de los nobles se hallaban danzando junto a la hoguera, a su lado. Lorena parecía divertirse, lejos de las penas que la asolaban un instante antes. Estaba bella. Aquellos bárbaros danzaban dando palmas, haciendo flotar sus faldas de cuadros al viento y saltando como posesos sobre las ascuas, al ritmo del sonido de las gaitas. La música transportó a Rodrigo a un lugar ancestral, verde y tranquilo, como en otra vida. No quiso pensar cuántos capítulos de la regla violaba. Se dejó llevar.


Era casi medianoche cuando Tomás le dio un golpe en el brazo discretamente. Rodrigo recordó el plan y salió inadvertidamente de entre el gentío. Los nobles habían salido del Salón Grande y se habían mezclado con la plebe, que cantaba y bailaba al son de la música de dos bardos y varios gaiteros. Se habían encendido dos inmensas hogueras más, así que, pese al frío, se estaba bien en el patio.

Tomás y Rodrigo salieron del recinto del castillo sin llamar la atención. El muchacho llevaba una bolsa de piel de vaca colgada en bandolera con todo lo necesario. Tomaron el camino a la capilla tras asegurarse de que nadie los seguía. La sombra de la pequeña iglesia se distinguía sobre el cielo pleno de estrellas, arriba, en la loma. Desde allí se oía el jolgorio, la música, las risas; se entreveía el titileo de los fuegos entre las ramas de los árboles del bosque.

Abrieron la puerta de la pequeña capilla y entraron.

Era un recinto de escasas dimensiones con apenas cuatro hileras de bancos y una talla de gran tamaño de una virgen negra presidiendo el altar. Rodrigo encendió un candil y caminaron despacio, con calma, examinando el suelo y las paredes en detalle. El único lugar en que podía ubicarse un posible pasadizo era bajo una lápida que había tras el altar. Era de pequeño tamaño, y, al parecer, contenía los restos de un neonato de la familia Saint Claire muerto a los pocos días de vida, treinta años antes.

– Tiene que ser aquí, Tomás, no hay otro sitio.

El joven sacó una palanca de hierro de la bolsa y Rodrigo metió su daga en el escaso espacio que quedaba entre la lápida de mármol y las recias losas de piedra. Logró separarlas un poco para que Tomás insertara la palanca. Hicieron fuerza y lograron levantarla lo suficiente para acceder a la supuesta tumba. Corrieron la lápida a un lado. No pesaba demasiado.

Se asomaron al interior del pequeño mausoleo iluminándose con la tenue luz del candil y comprobaron que no había restos de caja mortuoria, ni huesos, ni nada que se le pareciera. Unas escaleras empinadas bajaban en la oscuridad.

– Lo sabía. Los pañuelos -dijo Rodrigo.

Tomás sacó dos pañuelos húmedos de la bolsa y se embozaron con ellos. No querían correr la misma suerte que Giovanno de Trieste. Era posible que si Jacques de Rossal había traído un Baphomet en el cofre, éste estuviera allí abajo.

Llegaron al final de las escaleras y se encontraron con una recia puerta.

– Las antorchas.

Tomás sacó dos antorchas de la bolsa. Tras encender la primera apagaron el candil. Rodrigo, rememorando sus tiempos de espía, introdujo un pequeño hierro fino y flexible y jugueteó con la cerradura hasta que la hizo girar. Entonces empujó la puerta, que se abrió con un chirrido agudo y estridente que les heló el alma. Delante de ellos se extendía la oscuridad de una amplia sala en la que, al fondo, se adivinaba una especie de pequeño habitáculo donde brillaba el tenue reflejo de una vela.

– Vaya, esto encoge el alma -dijo Arriaga alargando el brazo para que su antorcha iluminara el camino-. No te separes de mí, hijo.

Llevaba la daga en la mano.

Comprobó que se hallaban en una amplia sala rectangular, cuyo techo era bastante alto para ser una estancia subterránea. Justo delante de ellos había dos gruesas columnas. Detrás de cada una de ellas surgía una hilera de pilastras de menor diámetro que llegaban hasta el fondo de la sala.

Rodrigo se entretuvo en echar un vistazo a la de la derecha. Estaba formada por cuatro cilindros, dos de ellos labrados profusamente con motivos vegetales y caracteres hebraicos. Pensó que el que la había tallado desconocía dicho idioma, pues no pudo leer ni una sola palabra.

– Esto… -dijo Tomás.

Rodrigo se giró y vio al muchacho examinando la otra columna. Era más bella que la anterior y los motivos vegetales formaban cuatro cordones que rodeaban la columna en espiral, dándole un aspecto demasiado recargado.

– Esto me suena… -siguió diciendo el criado-. Sujetad mi antorcha.

Mientras Arriaga sujetaba las dos teas, Tomás escarbó en su bolsa y sacó su libro apresuradamente. Pasó las páginas con determinación y exclamó:

– ¡En efecto! ¡Aquí están!

Dieron un paso atrás y contemplaron las dos columnas. Luego miraron una ilustración del libro de notas que Tomás había ido completando.

– Boaz y Jaquín, las dos columnas del Templo de Salomón. -leyó el joven.

– Vaya -dijo Rodrigo con la boca abierta.

Tomás comenzó a avanzar por la amplia sala, entre la balaustrada de columnas, mientras miraba el libro y Rodrigo lo seguía iluminando el camino con las dos antorchas.

– Y todo esto es… todo esto es… una réplica a escala del mismísimo Templo de Salomón. Mirad.

Echaron un vistazo al plano de la sección del Templo que Tomás había copiado en Clairvaux y comprobaron que todo coincidía.

– Entonces -comentó Rodrigo-, ese habitáculo del fondo es…

– El santasanctórum, el lugar donde se guardaba el Arca de la Alianza.

– Guarda tu libro, Tomás, y por nada del mundo te quites el paño de la boca.

Se acercaron caminando con aprensión hacia el único habitáculo que había al fondo de la amplia sala. No tenía puerta y se adivinaba una especie de mesa o altar con algo depositado en el centro.

Rodrigo se acercó apenas unos pasos y adelantó la antorcha.

– ¡Es horrible! -exclamó.

Ante ellos había un busto de un hombre barbado, de aspecto siniestro y ojos saltones. Entraron en la pequeña habitación y rodearon la macabra escultura.

– ¡Mirad, por este lado tiene cara de mujer! -exclamó Tomás, asombrado.

– Es cierto, ¿qué querrá decir esto?

Examinaron la tétrica figura durante un rato sin decir palabra.

En la base del lado femenino de la figura había tres letras.

– Mira, Tomás. Y, H, V…

– Yahvé.

– Estos tipos están locos. ¿Para qué construir una réplica del Templo en estas tierras perdidas?

– ¿Para guardar sus tesoros?

– Pero esto… esto está vacío.

– Sí, eso es cierto.

– Sea como fuere, Lorena me dijo que pronto empezarían las reuniones, los cánticos y las túnicas blancas. Se creen descendientes de los nazareos. Debemos aprender más sobre dicha secta pero ¿cómo? ¿Cómo?

– Clairvaux. Guior. Quizás él pueda ayudarnos.

– Sí, debes ir allí cuanto antes, mañana si es preciso. Diré que tienes que ver a tu madre enferma y…

– Descubrirán que he estado allí.

– No si no revelas tu identidad. Intenta hablar en secreto con Isaías Guior o, mejor, hospédate cerca y hazle llegar una esquela. Él o sus compañeros sabrán ayudarnos. Necesitamos pruebas. Sabemos que esta gente trama hacerse con el poder que ostenta la Iglesia, se creen herederos de una verdadera fe que aunará los tres grandes credos. Son herejes…

– Y luego… ¿dónde nos encontraremos?

– Os haré llegar un mensaje como sea. Sigamos mirando.

Dieron la vuelta y salieron de la estancia. Detrás de la misma quedaba un hueco entre ella y el inmenso muro de contención del fondo. De allí, partía un túnel que descendía hacia la más negra oscuridad.

– Esta pared representa el muro oeste del templo -dijo Tomás.

– Y ese túnel debe de conducir al castillo. Veamos.

Sacaron más telas que impregnaron en brea y enrollaron en torno a las antorchas, que revivieron. Comenzaron a descender por el túnel, cuya pendiente era acusada. Se escuchaba el goteo constante del agua que rezumaba desde el bosque situado justo encima de ellos. Las paredes aparecían labradas con caras barbudas y figuras que asemejaban un extraño vía crucis. El camino se les hizo eterno. Rodrigo seguía llevando la daga en la mano y Tomás miraba hacia atrás, hacia la oscuridad del túnel, del que temía que saliera algún horrible monstruo que los devorara. Después de una cerrada curva, el túnel terminaba bruscamente.

– No puede ser, debe de haber alguna salida aquí -dijo Rodrigo tanteando las húmedas piedras.

De pronto se oyó un chasquido, el muro giró, les deslumbró una luz cegadora y gritaron al verse frente a un individuo al que no se le distinguía el rostro.

Rodrigo le puso la daga en el cuello y el otro gritó:

– ¡Piedad para un buen cristiano!

– Casi nos matas del susto, Toribio -dijo Rodrigo Arriaga quitándose el pañuelo de la boca.

– ¡Señor! ¡Parecíais salteadores!

El bueno de Tomás dio un paso adelante. Se leía el miedo en sus ojos.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Arriaga.

– En la despensa, bajo el Salón Grande, en el pabellón de la familia.

– ¿Y cómo has encontrado el pasadizo?

Toribio se hizo a un lado y contemplaron a una moza bien entrada en carnes que roncaba despatarrada sobre unos sacos de harina. Junto a ella había una jarra de vino y dos vasos.

– Ella me lo dijo. Queda semioculto detrás de este botellero y se abre con esta pequeña palanca -argumentó Toribio señalando a la cocinera con la cabeza-. Y no creáis, que me ha costado folgarla tres veces seguidas; no es de las que queda satisfecha con un revolcón.

– Ay, Toribio, Toribio… -dijo Rodrigo, que reparó de inmediato en que habían dejado la lápida de la ermita abierta-. Tenemos que volver a cerrar la entrada en la cripta o descubrirán que hemos entrado en el Templo.

– ¿El Templo? -dijo Toribio.

– Ya hablaremos. Mañana partes con Tomás a Clairvaux, necesitaremos que contactéis con Guior a través de la sobrina de su amigo. La del cobertizo.

Toribio esbozó una sonrisa socarrona

– Huuummm… -murmuró.

– ¿Y tenemos que volver allí arriba, mi señor? -preguntó el joven Tomás asustado.

– No, hijo, no. Cerrad el pasadizo. Yo lo haré.

Quedó dentro del túnel y el muro se cerró tras él. Entonces sintió que el miedo lo invadía. Cuando volvía, en la primera curva, reparó en una bifurcación del túnel que no había visto antes. Se adentró en ella y comprobó que apenas si tenía más de veinte pasos. Era una galería ciega. En los laterales del estrecho túnel aparecían excavados en la roca unos nichos, diez o doce; varios ocupados por esqueletos que vestían túnicas blancas. Pensó que podría ocultarse allí a la noche siguiente. Volvió sobre sus pasos y caminó lo más rápido que pudo. Pasó por el Templo como una exhalación, cerró la puerta de madera, apagó la antorcha, encendió el candil y subió las escaleras de vuelta a la ermita. Una vez allí cerró la losa y salió aliviado al frío de la noche.

Entonces oyó una voz.

– ¿Qué hacéis aquí?

Se giró y vio la figura de Lorena, que se perfilaba en la oscuridad.

– Buscaba un poco de tranquilidad. Quería orar.

Ella se le acercó mucho, demasiado.

– ¿Habéis pecado, Rodrigo? -Había cierto retintín en sus palabras.

– Pues sí, un templario debe mantenerse lejos de las cosas mundanas.

– ¿Qué cosas mundanas hay aquí arriba, en la ermita?

– Vine huyendo de mi pecado.

– ¿De vuestro pecado?

Estaba en un apuro. No le interesaba que ella pudiera contar que lo había visto allí a aquellas horas de la noche. Lo descubrirían. Tenía que arriesgarse.

– Sí, he pecado de pensamiento. Con vos, desde que os vi por primera vez. -La atrajo hacia sí, tomándola por el talle, y la besó. Sintió cómo la joven se estremecía. La agarró por las posaderas y le besó el cuello. Notó que jadeaba y envolvió sus senos con las manos; eran pequeños y duros.

– Venid -dijo ella.

Fueron a un cobertizo que había detrás de la pequeña iglesia.


Tomás y Toribio partieron al día siguiente. Al tratarse de dos sirvientes nadie le dio mayor importancia. Justo cuando Rodrigo salió a despedirlos al camino se dio de bruces con dos caballeros de mediana edad que llegaban acompañados por gente de armas. Eran los representantes de las familias Saint Omer y Jointville, sin duda.

Cuando volvió al patio del castillo y antes de adentrarse en el pabellón de invitados comprobó que Henry Saint Claire, Jacques de Rossal y André de Montbard recibían a los recién llegados con abrazos y parabienes. Le pareció escuchar algo así como «esta noche hablaremos con calma en la reunión, ahora bebamos un poco de vino».

Subió a su aposento para poner en orden sus ideas, tenía que hacer llegar una esquela a Silvio de Agrigento. Le iban a pedir que eliminara a Robert Saint Claire y luego querrían que partiera hacia Tierra Santa para alejarlo de allí. No le desagradaba pasar por el puerto templario de La Rochelle, así podría averiguar algo sobre el paradero de los siete sabios, pero la idea de eliminar al pobre demente de Robert le hacía sentirse muy angustiado.

Al entrar a su cuarto se sintió reconfortado por el calor del brasero. Entonces sintió una presencia tras de sí, en la penumbra que quedaba junto a la puerta entreabierta. Se volvió alarmado y vio a Lorena Saint Claire.

– Os esperaba -dijo ella-. Ahora tenemos el cuarto para nosotros dos solos.

Dicho esto, dejó caer el vestido que llevaba. Estaba desnuda.

Era una mujer de belleza extraordinaria, de tez pálida y pecosa. Tenía los senos pequeños y el vello de su sexo rojizo. Era una noble, no había duda, su piel no había sido curtida por el sol como la de Beatrice.

Ella se le acercó y se fundieron en uno solo. Aquello se le estaba yendo de las manos, pensó el templario.

– No he dejado de pensar en vos desde anoche -dijo ella.


Después de comer, Arriaga salió a dar un paseo para relajarse. Se había sentido algo tenso durante el almuerzo en la Sala Grande, pues Lorena no paraba de lanzarle miradas maliciosas que afortunadamente no llamaron la atención de los demás. El era un templario y por tanto debía mantenerse célibe. Además, Henry Saint Claire le había abierto las puertas de su casa y él había respondido a aquella hospitalidad deshonrándole al yacer con su única hija. Al menos le quedaba el consuelo de que ella parecía versada en las artes amatorias.

¿Qué pensarían Jacques de Rossal y André de Montbard si le descubrían? Parecían dos ascetas. No lo entenderían.

Intentó poner en orden sus ideas para enviar un mensaje a Silvio de Agrigento. Tenían que verse lo antes posible, pero… ¿dónde? En La Rochelle. Le habían dicho que allí había un barco que lo llevaría a Palestina. Si lograba solucionar el problema que se le planteaba con Robert Saint Claire -ya vería cómo- tendría que marchar hacia el puerto templario. Allí, antes de partir, podría reunirse con el de Agrigento y con Tomás y Toribio.

Una vez hubiera contado lo que sabía al secretario de Lucca Garesi, éste tendría que decidir. Él, por su parte, se encontraba cansado, harto de aquel negocio. Quizás era debido a que no le agradaba la idea de asesinar al joven Saint Claire. Creía haberle salvado la vida tras su conversación con Bernardo de Claraval pero, al parecer, la rama más dura de las familias apostaba por una solución más expeditiva.

Pensaba haber acabado con la parte más desagradable de su trabajo como espía: la muerte, la daga, los venenos… aquello formaba parte del pasado. Cuando era más joven no se lo planteaba siquiera. Actuaba como se le ordenaba y no reparaba en ello ni un solo momento. Había sido entrenado para hacerlo, era un soldado. Unos eran duchos manejando el arco, otros cargaban a caballo en las batallas, había zapadores que excavaban túneles a fuer de derribar los muros más sólidos de las fortalezas, y él, por su parte, fingía ser lo que no era, obtenía información, sobornaba y en caso necesario… mataba.

No sabía muy bien por qué pensaba en Beatrice y en terminar con aquella misión, volver a Chevreuse y llevarla consigo; vender sus tierras junto a los Pirineos y perderse en una granja lejos de Roma y las familias. Cultivar la tierra y tener hijos; vivir en paz.

Lorena era una mujer excitante, culta y de origen noble, pero había algo en ella que le hacía desconfiar. Se sentía culpable por haber yacido con ella, allí, en la casa de sus mayores. Ella se había vuelto a manifestar muy cansada de todo aquel asunto del proyecto y las familias. Le había descubierto otra cara: la de las mujeres de aquellos confabuladores, sus familias, que habían sido abandonadas cuando la misión lo requería. La prima de Lorena, Elizabeth, la madre de Theobald, había sido entregada en matrimonio a Hugues de Payns a la edad de trece años. Así sellaron su extraordinaria amistad Henry Saint Claire y el fundador del Temple, quienes habían luchado juntos en la cruzada. Hugues de Payns había dejado a su esposa adolescente y a su hijo recién nacido por ingresar en la orden que acababa de fundar. ¿Merecía la pena? Gracias a Henry Saint Claire su sobrina no se vio obligada a ingresar en un convento. Lorena había visto marchitarse a su prima mayor por culpa del proyecto.

Rodrigo, aprovechando las confidencias que suelen hacerse los amantes, preguntó a Lorena por su padre. Henry Saint Claire no había ingresado en la orden. Ella le dijo que su progenitor era uno de los más firmes defensores del proyecto, pero que nunca se había planteado por ello renunciar a su esposa, a sus hijos y a sus tierras. Quizá por esa razón se había sentido culpable y había inducido a su hijo menor, Robert, a ingresar en el Temple; era la contribución de los Saint Claire al brazo armado de las familias. Y así se lo pagaban ahora. Ella le dijo que con seguridad iban a tratar de matar a su hermano. Rodrigo se sintió culpable. No podía decirle que él era el encargado de hacerlo. Cuando volvió al castillo, Arriaga vio más monturas. Habían llegado nuevos invitados; aquella reunión era importante. Subió a su habitación, pues no le quedaba tiempo, tenía que escribir la esquela para Silvio de Agrigento, bajar al pueblo y dársela a Owen.


Lorena fue a visitarlo tras la cena e hicieron el amor. Era agradable compartir el lecho con una mujer, abrazados, desnudos bajo la manta y al calor del brasero del cuarto mientras en el exterior la nieve hacía su aparición. A punto estuvo de quedarse dormido. En cuanto sintió que la respiración de la joven se hacía rítmica y pausada se deslizó fuera del lecho y se vistió con las ropas que había preparado: calzas oscuras, jubón negro y manto del mismo color. Se pintó el rostro de oscuro con un tizón que había tomado de la inmensa chimenea y salió del cuarto evitando hacer ruido.

La moza de Toribio le abrió la puerta del pabellón principal de Rosslyn y bajaron al sótano. Abrieron la falsa puerta tras el botellero y Arriaga encendió la tenue llama de un pequeño candil.

– Espero que tengamos suerte y se reúnan esta noche.

– Id con cuidado -dijo ella.

– En cuanto cerréis el muro, salid de aquí. Es seguro que entrarán por esta puerta, no creo que usen la de la ermita con lo que está cayendo.

– Así lo haré -dijo la cocinera.

El muro se cerró tras Rodrigo y se le apagó la llama. Sintió miedo. Iba embozado, por si hubiera algún tipo de polvo venenoso en el Baphomet del Templo. Esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y con una yesca pudo volver a encender la llama. Se sintió aliviado. En lugar de avanzar por la galería principal -la que conducía a la réplica del Templo- se internó por el túnel que se abría a la derecha. Pasó santiguándose junto a los nichos ocupados por esqueletos y se introdujo en uno que estaba vacío. Allí, tumbado, volvió a sentir que aquel negocio lo superaba. Sopló el candil y se hizo la oscuridad. Se arrebujó bajo el manto. Hacía un frío atroz y la humedad calaba los huesos.

Debieron de pasar horas. La estancia allí resultaba insoportable, el tiempo no pasaba y tan sólo se percibía el goteo del agua que rezumaba o el correteo de alguna que otra rata sobre el pavimento de piedra. De pronto, cuando ya debía de haber avanzado la madrugada, oyó un ruido inconfundible -el muro de piedra- y una débil y momentánea luz se reflejó en el muro que tenía enfrente. Voces. Eran ellos. Escuchó atentamente los pasos y contempló con aprensión cómo el resplandor de las velas que portaban se reflejaba en las piedras oscuras de las paredes del túnel. Por un momento sintió que lo invadía el pánico otra vez, al sopesar la posibilidad de que entraran donde los nichos; pero no, continuaron túnel arriba, hacia el Templo.

Dejó pasar un rato en silencio y esperó a que la oscuridad fuera completa. Entonces se levantó y caminó palpando las paredes del muro. Cuando llegó a la bifurcación, siguió hacia arriba.

Un lúgubre cántico, grave y de voces masculinas, llegaba resonando en las gruesas paredes de piedra. No entendía lo que decían, pero parecía hebreo. Se fue acercando. La claridad se hacía mayor por momentos. Llegó al fin del túnel, justo tras el santasanctórum, donde se situaba la pared que equivalía al muro oeste del Templo de Salomón. Aprovechando que estaba situado en la penumbra y que iba vestido enteramente de negro, decidió asomarse un poco. Habían colocado unos bancos en la sala, entre las columnas, formando un cuadrado. En el centro había una mesa con el horrible Baphomet. Los allí reunidos, excepto los dos perfectos cátaros, vestían inmensos mantos blancos con enormes capuchas que cubrían sus cabezas.

Comenzaron a entonar otro cántico monótono, repetitivo, en una lengua que él no entendía, primitiva y gutural. Fueron pasando uno a uno delante de la talla y, reverenciándola, la besaron. Aquello debía de ser más que suficiente para que los detuvieran a todos y confesaran su herejía ante el verdugo. Uno de los encapuchados parecía dirigir la ceremonia. Todos llevaban el inmenso anillo de oro con la columna a modo de sello. Cuando el último de ellos besó al Baphomet, tras un gesto del mandamás, cesaron los cánticos.

– Estimados hermanos -dijo con voz recia y solemne André de Montbard-. Nos hemos reunido aquí para tomar decisiones importantes, esperemos que Yahvé nos ilumine para poder recuperar el camino perdido y restaurar la gloria de su Templo.

– ¡Así sea! -exclamaron todos al unísono.

Se quitaron las capuchas. André de Montbard prosiguió.

– Debemos tratar con ecuanimidad la cuestión del joven Saint Claire, que en verdad sirvió bien al proyecto hasta que se desvió del camino por culpa de una mujer, cuyo despecho lo llevó a la locura. No todas las familias están aquí presentes y debo destacar que las que no han podido asistir han delegado su voto en mí. Doy la palabra a su padre, mi buen amigo Henry Saint Claire.

Rodrigo se echó hacia atrás y se escondió tras el muro, pues pese a que estando en la oscuridad no podían verle, se sentía indefenso, al descubierto.

– Queridos amigos, André, Jaques, Pierre de Jointville, Sigfridus Saint Omer. Queridos perfectos Francisco y Dimas. Queridos Theobald, Arnold… Quiero defender aquí la vida de mi hijo, Robert, pues como bien ha dicho André, sirvió bien a la orden y al proyecto. Era un joven de brillante futuro que había de ser mi legado a nuestro sueño, pero quiso la mala fortuna que tras unos desgraciados sucesos cayera en las garras de la demencia.

– Aclarad que esos desgraciados sucesos los provocó él folgando a una moza y matando a un paisano -interrumpió André de Montbard.

Henry Saint Claire lo miró con odio.

– ¿Y qué? -espetó Arnold Saint Claire-. Mi hermano no ha hecho sino lo que otros muchos.

– Sí, pero se volvió loco -dijo uno de los perfectos-. Y amenaza con desvelarlo todo. ¿Podría vuestra orden proteger a nuestra gente en caso de que Roma viniera al Languedoc a quemarnos en sus hogueras? Recordad que somos gente pacífica y que no tenemos ejército.

– Eso no sucederá -dijo el representante de la casa de Jointville-. Roma no se atrevería…

– No minusvaloréis a la Iglesia de Roma, Pierre -comentó André de Montbard-. Ha sobrevivido más de mil años y no es por casualidad. Sabed que nuestro hombre del papado nos ha hecho saber que el cardenal Garesi ha logrado infiltrar a un nuevo espía en la orden.

– ¡Esa rata! -dijo Theobald de Payns.

Hubo un murmullo general de desaprobación mientras Rodrigo sintió que lo habían descubierto.

– ¿Y qué más da? -repuso Henry Saint Claire-. Lo descubriremos igual que hicimos con los otros y correrá la suerte que merece.

– No -dijo De Montbard alzando la mano-. Según hemos sabido, Garesi se jactó de que esta vez había colocado a uno de sus perros cerca de la cabeza de la orden. Debemos ser más cautos que nunca. Por lo menos hasta que descubramos quién es. -Rodrigo respiró aliviado-. Es evidente que, en esta situación y sintiéndolo en el alma, Robert debe ser sacrificado. Sus delirios pueden descubrirnos.

– Aquí, lejos de todo el mundo, no puede escucharle nadie -contestó Henry Saint Claire.

– ¿No habéis oído lo que ha dicho André? Roma anda cerca. Podría llegar a oídos de sus espías. ¿Y si deciden detenernos a todos? ¿Aguantaríais la tortura? No estamos en condiciones aún de enfrentarnos a ellos. El proyecto discurre según lo planeado, pero aún es pronto, todavía somos demasiado débiles. Cuando esto se inició sabíamos que muchos de nosotros no veríamos culminada la Obra de Dios, pero de momento no estamos en condiciones de imponernos -dijo Jacques de Rossal.

– Es mi hijo, Jacques -repuso Saint Claire.

– Todos hemos sacrificado algo -espetó André de Montbard.

– ¡Maldición, yo comencé todo esto con Hugues de Payns!

– ¡Y nosotros somos fundadores! -gritó André de Montbard-. Me legitima la casa de Fontaine, mi sobrino Bernardo… Yo coloqué a Godofredo de Bouillon en el trono de Jerusalén y luego a Balduino. ¡Merezco un respeto!

Jacques de Rossal tomó entonces la palabra:

– Amigo Henry, ¿acaso olvidáis que vuestro hijo está oficialmente muerto? ¿Sabéis lo que ocurriría si Roma supiera que está vivo? Su sola existencia nos pone a todos en peligro. Además, recordad por ejemplo el caso de Godofredo de Bouillon, todo un rey que pertenecía a las familias, al proyecto, y fue sacrificado, borrado de un plumazo por convertirse en un obstáculo.

– Ojalá viviera mi buen amigo Hugues de Payns -dijo Saint Claire-. El os pondría a todos en su sitio.

Se hizo un silencio.

– ¿Y qué opina su heredero, Theobald? -preguntó alguien.

– Estoy con los Saint Claire -dijo el hijo del fundador del Temple.

– Y yo -dijo Pierre de Jointville.

– Bien, votemos -propuso De Montbard.

Otro silencio.

Debieron de alzar las manos porque André de Montbard hizo el recuento:

– Tomad nota, Jacques. Votos a favor de la vida de Robert Saint Claire: su familia, Theobald de Payns y los Jointville. Ahora, votos en contra: yo mismo, vos, Jacques de Rossal, los hermanos cátaros, la casa de Saint Omer, la de Montdidier y las de Fontaine y Champagne, cuyo voto delegan en mí.

– La decisión está clara -concluyó De Rossal.

– ¡No! -interrumpió Henry Saint Claire-. Exijo la reunión del capítulo extraordinario del Priorato a la mayor brevedad posible.

– No sabéis lo que hacéis, Henry.

– Sí lo sé, sí. A mí no me achantan vuestras amenazas y estoy en mi derecho.

– Hasta ahora nadie había osado enfrentarse a la mayoría.

– La mayoría sois la casa de Fontaine, con vos y vuestro Bernardo, y la casa de Champagne.

– ¿Y os parece poco?

– Exijo la reunión del Priorato de Sión.

Se hizo un silencio.

– Sea -dijo André de Montbard-. Declaro cerrada esta sesión de consultas. Esto no quedará así.

Rodrigo escuchó crujir los bancos. Se levantaban. Volvió por el túnel a toda prisa.

Загрузка...