Trahit sua quemque voluptas [6]

Las siguientes jornadas no fueron agradables para Rodrigo. La misteriosa reunión nocturna que había presenciado junto a Toribio hacía sospechar al novicio que Silvio de Agrigento podía tener razón. ¿Habría algo oscuro en todo aquello? No quiso decírselo a Toribio pero aquel murmullo que habían escuchado le había sonado a una de las lenguas que aprendiera de joven: el hebreo.

Silvio de Agrigento le había dicho que uno de los motivos que los había llevado a elegirlo para aquella misión era que de joven había estudiado la lengua de los judíos.

¿Qué podían estar haciendo unos templarios cantando en hebreo? No se le ocurría una respuesta lógica. ¿Qué hacían aquellos cinco caballeros en el subterráneo y a aquellas horas de la noche? Fuera lo que fuese no debía de ser algo bueno, porque era obvio que se ocultaban. ¿Qué asuntos se trataban allí que no podían ser vistos en las reuniones del capítulo de la encomienda?

Todo aquello dejó en Rodrigo una mala sensación que, para colmo, terminó con unos sucesos que tuvieron lugar una tarde de finales de julio. Robert y él salieron a recoger con unos peones el diezmo correspondiente a la vendimia de las tierras de una conocida familia del pueblo, los Regard. Aprovechando el tedioso proceso del pesaje de la parte que correspondía a la orden, Robert se ausentó para verse con su moza, Clara. Corría la hora sexta y hacía un calor horrible para aquellos lares. Un buen rato después de que se hubiese ausentado Robert, Amaga oyó gritos. Estaba tumbado en un ribazo y casi se había quedado dormido, así que se levantó y acudió al camino principal que cruzaba el pueblo. Vio a tres jóvenes con horquillas y hoces que caminaban hacia la posada. ¿Qué ocurría?

Montó en su caballo y se dirigió hacia allí al trote. Vio de reojo que Toribio y Giovanno le seguían caminando a paso vivo. Al llegar a la posada divisó a más de cuarenta personas aporreando la puerta que estaba cerrada. Al fondo, junto a la entrada de las caballerizas, vio a la moza de Robert, Clara. Llevaba un camisón por única vestimenta y tenía el rostro y las manos manchados de sangre. Alguien la había cubierto con una manta y dos mujeres la consolaban.

– ¡Asesino! ¡Asesino! -gritaba la joven fuera de sí.

Los envites de aquellos campesinos fueron creciendo y los goznes de la puerta cedieron. Apareció tras ella Luis, el posadero, el padre de la bella Beatrice, un hombre de pelo canoso y largo y cuerpo orondo. Éste decía:

– ¡No! ¡No!

– ¡A por ese maldito templario! -gritó alguien haciendo entender a Rodrigo que aquella turba estaba allí para linchar a Robert. A pesar de que no llevaba cota de malla bajo la sobreveste y que no disponía de yelmo ni más arma que su espada, Arriaga embistió a los lugareños con su enorme caballo despejando al instante la puerta.

Alguien comenzó a tirar piedras, descabalgó y entró en la posada. Luis el posadero atravesó un banco en la puerta, atrancándola. Pese a ello, quedó entreabierta.

– ¿Qué pasa aquí? -acertó a decir Rodrigo esquivando una piedra que casi le rozó la sien.

– ¡Ay, señor Rodrigo! ¡Una desgracia! ¡Una desgracia! ¡En mi casa!

El aspirante a templario observó a Beatrice, que miraba asustada desde la cocina, y le dijo:

– Sal por atrás y vete donde la encomienda, avisa de que vengan a auxiliarnos, ¡rápido!

Mientras la chica se daba la vuelta, un inmenso estruendo hizo que Rodrigo se girase y comprobase que habían derribado la puerta y la bancada que la atrancaba. Espada en mano, se dirigió hacia allí y se encontró con un tipo enorme, barbudo, al que le parecía conocer de algo. Éste intentó golpearle con una tranca pero él, más ágil y entrenado, se agachó y le golpeó en la entrepierna con la guarda de su espada. Cayó como un peso muerto. Luego entraron dos paisanos en tromba. Arriaga frenó con la toledana una horquilla que quedó a apenas tres dedos de su cara, y entonces sacó el cuchillo del cinto con la zurda y largó un zarpazo que hirió en la cara al segundo campesino, que iba armado con un hacha. El pobre posadero lanzó un taburete e hizo retroceder a los nuevos agresores que intentaban entrar en su local. Rodrigo se deshizo del agresor de la horquilla partiendo el mango de ésta de un certero mandoble, y aquél huyó despavorido hacia la cocina.

Entonces se oyeron gritos fuera y aparecieron Toribio y Giovanno en la puerta, con las espadas desenvainadas.

– ¡Loado sea Dios! -exclamó Rodrigo-. Esperad ahí y mantenedlos a raya. Beatrice ha ido por refuerzos.

Dicho esto, corrió escaleras arriba y se encaminó al cuarto donde Robert solía verse con su amada. El panorama era desolador. Un lugareño de mediana edad y bien entrado en carnes yacía despanzurrado boca arriba en el lecho. Todo estaba cubierto de sangre. Unos sollozos y una suerte de letanía incomprensible le hicieron asomarse al borde de la cama. Suspiró al ver que Robert estaba vivo. Parecía ido. Tenía las manos en la cara y estaba cubierto enteramente de sangre. En el suelo había un hacha; sin duda, del campesino. Dos pasos más allá estaba la espada de Saint Claire, cubierta de sangre hasta la empuñadura.

– Pero… -acertó a decir el aragonés- Robert, ¿qué has hecho?

El joven levantó la cabeza mirándolo como un loco, se incorporó y corrió hacia la ventana para lanzarse por ella. Rodrigo logró sujetarlo con fuerza, pero Robert comenzó a golpearse la cabeza contra las paredes. Entonces creyó escuchar el pesado trote de los caballos de guerra. ¡Los refuerzos!

Afortunadamente, Giovanno, Toribio y Luis, el posadero, entraron en la habitación y lo ayudaron a sujetar a aquel loco que quería quitarse la vida.



Era ya de madrugada cuando lograron sacar a Robert Saint Claire de la posada de Luis. Los campesinos se dispersaron a la llegada de los caballeros, aunque quedaron pequeños grupos aquí y allá que hacían peligroso sacar al joven templario de la posada. La gente del pueblo parecía molesta, harta; aquello no cuadraba con la idílica imagen que Jean había proporcionado de las relaciones de los templarios con sus siervos del pueblo de Chevreuse. Fue después de maitines, más cerca de vísperas quizá, cuando la ausencia de paisanos hizo prudente el traslado de Robert al Château. Jean dio la orden. Iba escoltado por el comendador, Rodrigo y otros tres caballeros. Tuvieron que atar al joven de pies y manos para evitar que se hiciera daño a sí mismo. No parecía soportar el rechazo de su amada, que lo había maldecido por matar a su padre. Éste, al parecer, había sido informado por algún desalmado de que un templario se veía con su hija en la posada, y el hombre acudió armado con un hacha para vengar su honra. Saint Claire había sido entrenado para matar. No es buen negocio atacar a un hombre de armas; Rodrigo lo sabía por propia experiencia: reaccionan primero y piensan después. El joven templario había reaccionado de manera instintiva, como le habían enseñado, y antes de que hubiera podido darse cuenta, el padre de su moza yacía despanzurrado en el tálamo donde momentos antes se amaba con la mujer que le había hecho perder la razón.

Ella reaccionó mal: salió a la calle presa del pánico y gritó a los cuatro vientos que un maldito templario había asesinado a su padre. Le echó a todo el pueblo encima. Robert no lo podía soportar. Quería morir. Lo dejaron atado al lecho en un cuarto de la sólida y redonda torre que quedaba al noreste. Aun así, Jean ordenó que dos sargentos vigilaran a aquel desgraciado, no fuera que lograra liberarse de las ataduras y saltar al vacío. El comendador eximió a Rodrigo de acudir a los oficios y le ordenó que durmiera todo lo que su cuerpo le pidiera; no en vano había estado sometido a una situación de extrema tensión. Según le dijo Jean, se había comportado como un auténtico héroe, un verdadero templario, al arriesgar su vida para salvar a Robert.



Cuando Arriaga despertó comprobó que la luz del sol entraba por una de las amplias ventanas del dormitorio. Era tarde. Se acercaba la hora tercia, así que tras colocarse la sobreveste y calzarse las botas acudió a la cocina, donde le dieron algo de queso y vino aguado para desayunar. Además, como ya había trascendido lo ocurrido en el pueblo, el cocinero le cortó un par de tajadas de buen tocino, que con el pan recién hecho le supieron a gloria. Aquello era gula, pero estaba cansado y se lo merecía. Cuando salió al patio de armas se encontró a Jean, que venía de ver al cautivo, y éste le hizo una seña para que le siguiera a la muralla norte. Allí, mirando sus dominios desde las alturas, el comendador le hizo situarse junto a él.

– Esto es precioso, ¿verdad?

Rodrigo asintió.

– ¿Cómo os encontráis después de los sucesos de ayer?

– No sé, cansado, confuso quizá.

– Deberíais haberme contado lo de Robert.

– No lo creí así. Soy un recién llegado. No quise meterme en asuntos que no fueran de mi incumbencia.

– Lo que hace un hermano es de la incumbencia de todo el capítulo y más si se trata de algo como esto -repuso el comendador con cara de pocos amigos-. Os pidió colaboración, ¿no?

– Sí.

– Loco insensato -dijo Jean refiriéndose al joven Saint Claire-. Lo ha estropeado todo. Tenía un futuro brillante en la orden. Viene de una familia de mucho peso. Su padre y Hugues de Payns eran…

– Íntimos. Lo sé.

– Lo ha echado todo a perder, ya veis, por un simple revolcón.

– Está enamorado.

– ¡No puedo creer lo que oigo! Será idiota. ¿No podía haberse limitado a folgar con la moza como hace vuestro Toribio y tantos otros?

– El otro día dijisteis que esa conducta era muy grave.

– ¡El otro día no había un muerto por medio! Los votos son sólo eso: ¡votos! ¡Obediencia! ¡Castidad! ¡Pobreza! Todos los votos se pueden romper; no se debe, pero a veces ocurre. Somos humanos. La Iglesia está llena de curas, frailes y monjas que incumplen a veces sus votos. No está bien, Rodrigo, pero es un pecado como otro cualquiera. Si uno se arrepiente, si hay propósito de enmienda y se acude de inmediato a confesar la falta, Nuestro Señor nos perdona. El pecado queda lavado y ¡hala, a vivir! ¡Pero, no! ¡Este idiota se ha enamorado! ¡Un futuro preboste de la orden, quizás un Gran Maestre, enamorado de una plebeya! ¿Qué le digo yo ahora a su padre?

Rodrigo quedó algo impresionado por la flexibilidad que mostraba De Rossal con respecto a las faltas de la carne. ¿Sabría lo del caballero Beltrán y el armiguero? Seguro que sí. Jean leyó el pensamiento a su amigo.

– No os asustéis. Está en la naturaleza del ser humano. Somos pecadores. Podemos controlarnos unos a otros; podemos estar sometidos a la más dura de las autodisciplinas, pero, a veces, los hermanos pecan. No es condescendencia, Rodrigo. Si no existiera la confesión y el perdón de los pecados no habría caballeros templarios, ni frailes, ni curas, ni cardenales. Esto es así. Siempre ha sido así y siempre lo será. Debemos perdonar como hizo Nuestro Señor con sus propios enemigos.

– Pero…

– ¿Sí?

– He visto a la gente del pueblo algo soliviantada, como si nos odiaran… Ayer se sublevaron.

– Sí, Rodrigo, ahora lo sabéis. La gente, en el fondo, nos odia.

– ¿Cómo?

– Como lo oís. Y si vais a ser uno de nosotros debéis acostumbraros. La obra de Dios no es un camino fácil. Ese hombre, el campesino al que Robert abrió en canal…

– ¿Sí?

– Alguien le contó que nuestro amigo jodía con su hija.

– ¿Y?

– Fue el cura del pueblo.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Yo sé todo lo que ocurre en el valle de Chevreuse, Rodrigo -dijo el comendador mirando a Arriaga con dureza. El espía sintió un escalofrío-. Ese cura nos odia.

– Pero ¿por qué? ¿Acaso no defendemos más que nadie los derechos de la Iglesia?

– No seáis ingenuo, Rodrigo. ¿Conoces la bula Omni Datura Optimi?

– Por supuesto.

– El Papa nos otorgó privilegios, digamos que… sin precedentes. Sólo respondemos ante el capítulo general de nuestra orden y, si acaso, ante el mismísimo Pontífice, quien nos permitió cobrar el diezmo en nuestras encomiendas. ¿Me seguís?

– No sé…

– Sí, Rodrigo, el diezmo que antes cobraban muchos obispos glotones, lujuriosos e inoperantes ha pasado a nuestras manos en muchas comarcas, regiones y encomiendas. Han dejado de percibir unos buenos dineros por nuestra culpa. Encima, nosotros nos administramos bien. Allí donde ponemos el pie, la tierra florece y la riqueza surge. Es una cuestión de buena organización, de falta de despilfarro, de administración seria, justa y eficaz. Eso es lo que le ocurre a ese maldito cura, al que el diablo confunda. Desde que llegamos aquí nos ha intentado perjudicar con las más asquerosas calumnias. Tuvimos una gran polémica con el icono de Nuestra Señora que donamos a la Iglesia del pueblo.

– La Virgen Negra.

– El mismo. No lo quería colocar. Tuve que acudir a altas instancias. Su obispo no cobra ya diezmos aquí y eso hace que él mismo reciba menos dinero. Nos odia.

– Y por eso azuzó al padre de la moza a…

– Exacto. Y como él hay muchos, la verdad. El Temple es rico, amigo, y poderoso, y eso nos ha creado muchos detractores.

– Pero la gente del pueblo…

– Rodrigo, ¿conocéis algún pueblo, algún feudo, en el que los deudos estén contentos con su señor?

– La verdad, no.

– Pues eso.

– Pero el Papa, ¿por qué nos dio esas prebendas? ¿Qué sabemos?

Jean estalló en una violenta carcajada y miró a su amigo de la infancia con aire divertido.

– ¡Rodrigo, Rodrigo! ¡Habladurías! No sabemos nada. ¡Nada! La explicación es mucho más simple y prosaica. No creas todo lo que te digan por ahí. Preguntad sin miedo, amigo. Nuestro querido papa, Inocencio II, fue monje del Císter, como nuestro protector Bernardo de Claraval. ¿Lo entendéis?

– Sí, claro.

– Bien, los primeros momentos de su pontificado fueron especialmente duros, pues tuvo que vérselas con el antipapa Anacleto. El negocio era difícil, pues ya sabéis como actúan los gobernantes y reyes de la cristiandad en estos casos: intentaron sacar tajada del cisma y no pusieron las cosas precisamente fáciles para Inocencio. La intervención de Bernardo de Claraval fue, una vez más, crucial. Él inclinó la balanza a su favor y el Papa nunca olvidará que está ahí gracias a nuestro querido mentor.

– Y en pago a aquella ayuda…

– Bernardo consiguió que promulgara la bula.

– ¡Acabáramos!

– ¿Veis? Las cosas son más sencillas de lo que parece. Todos nos envidian, Rodrigo y ¿sabéis por qué? Porque a pesar de nuestros pecados, y me refiero a casos como el de ayer, somos perfectos. ¡Perfectos! O casi. Pensad en la gente de armas. Vos mismo fuisteis soldado. ¿Cómo son los caballeros? Decidme.

– ¿La gente de armas? -pensó Arriaga en voz alta-. Pues… ruda, sin duda, acostumbrada a tirar de hierro a la mínima…

– ¿Bebedores?

– Mucho. Amantes del vino y las cogorzas más extremas. Comedores de carne en exceso.

– ¿Fornicadores?

– Sí, claro, amigos de putas y, en la guerra, violadores. He visto a buenos caballeros comportarse como auténticos bárbaros.

– ¿Modestos?

– No, qué va, unos fanfarrones. Muy amigos de los perifollos, los palafrenes y escudos llamativos.

– ¿Y sus atuendos?

– Qué os voy a decir… he visto armaduras y sobrevestes más bonitas que los vestidos de las damas de la más lujosa de las cortes; y espuelas de oro, cintas y gallardetes de seda.

– ¿Y los cabellos?

– Largos, como los de las mujeres.

– ¿Son píos?

– No, en absoluto.

– Bien. Ahora comparad con el Temple a esa gentuza que asola Europa y, a veces, Tierra Santa. Comparadlos con nosotros: ascéticos, puros, sin afeites, ni cintas, ni alardes. Sin posesiones personales. Los caballos, sin adornos, todos iguales. Cumplimos con la disciplina militar y la vida conventual. Estamos dispuestos a dar la vida por Nuestro Señor Jesucristo en cualquier momento. La orden no paga rescate por sus caballeros cuando éstos caen cautivos. ¡Ni siquiera por el Gran Maestre! No valemos nada, sólo lo que vale un Milites Christi en combate. ¿Resiste la caballería seglar la comparación?

– En absoluto.

– Pues he ahí la cuestión. Por eso nos envidian y por eso los jóvenes idealistas de las mejores familias de Europa acuden a alistarse al Temple como las moscas a la mierda. Somos lo mejor que tiene el Papado a su servicio y la Iglesia lo sabe.

– Dicho así…

– Mirad, Rodrigo, este asunto de Robert se nos ha ido de las manos. Os necesito, no tengo a mi disposición a nadie de confianza al no contar con el joven Saint Claire y no podemos esperar. Vais a ser miembro de pleno derecho de la orden. Preparaos para la ceremonia: será mañana. ¿Estáis listo?

Rodrigo se sintió invadido por una gran ilusión, como no sentía desde que era mozo. ¿Qué tenía aquel ideal, aquella orden, que le hacía sentirse así?

– Sí, lo estoy -se oyó decir a sí mismo.

– Robert está en una mala situación. Nuestros enemigos van a pedir su cabeza.

– Pero actuó en defensa propia.

– Violó sus votos y todo el mundo lo sabe. Y a consecuencia de ello mató a un pobre desgraciado.

– Que le atacó.

– Sí, pero el pueblo ha dictado su sentencia. Un caballero que desflora a una joven, un monje, a fin de cuentas, y encima va y mata al padre de la moza. Merece la horca.

– ¡¿Cómo?!

– Tranquilo -dijo Jean alzando la mano-. Vestiremos de blanco al preso ése, al estafador. Pasará por Robert. Desde abajo, el pueblo no notará la diferencia.

– ¿Al vendedor de falsas reliquias?

– Exacto. Cuando la cosa se calme, un par de días después de la ejecución, vos escoltaréis a Robert Saint Claire al Temple de París. Allí decidirán qué hacer con él, pues tenemos nuestra propia justicia. Esta noche ahorcaremos al preso. Así, en la oscuridad, el engaño saldrá mejor.

– Pero Jean, ese hombre no tiene culpa…

– ¿Qué preferís, la vida de un desgraciado vagabundo por el que nunca nadie preguntará o la de vuestro amigo Robert? ¿Qué me decís del bienestar de la encomienda?

Rodrigo pensó que su amigo tenía razón. Total, había hecho y visto cosas mucho peores en su anterior vida de espía.

– Sea, pues -dijo Jean frotándose las manos-. Preparaos para la ceremonia. El hermano procurador os indicará.

Rodrigo no se atrevió a preguntar por la extraña reunión junto a las mazmorras.

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