Consumatum est [18]

No le costó trabajo encontrar el rastro de Jean y los cuatro sargentos que le servían de escolta. Gracias a la bolsa de monedas siguió su camino, basándose en la información obtenida en dos posadas. Más adelante los leyó en el barro: había seis monturas. Jean llevaba dos caballos, uno para sí y el otro cargado con sus pertrechos. Los halló a media jornada del puerto de La Rochelle, acampados en mitad de un bosquecillo, en un claro. Estaban arrebujados bajo sus mantas alrededor de un fuego. Era noche cerrada.

– Mañana saldremos a primera hora -dijo De Rossal-. El barco parte a mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión.

Dejaron a uno de los sargentos de guardia mientras que los demás se acurrucaban a dormir. Rodrigo decidió esperar.


Una sombra surgió de entre la maleza y pasó junto al vigía, que cabeceaba al calor de la hoguera. Éste se desplomó degollado. Uno de los sargentos abrió los ojos y se vio frente a un rostro demoníaco que desapareció de pronto.

– ¡El muerto, el muerto!- gritó despertando a los demás.

El fuego lanzó entonces una suerte de explosión, una llamarada inesperada que lo llevó hasta el cielo.

Los tres sargentos dieron un paso atrás horrorizados.

– ¡Brujería! ¡El fantasma!

– ¿Qué decís?- gritó Jean malhumorado.

– ¡Ese Arriaga! ¡Lo he visto! Junto a mí, ahí… me ha susurrado «¡Vais a morir!».

Jean miró a su alrededor conmocionado. El vigía se desangraba luchando por respirar. Los sargentos comenzaron a recular. Uno de ellos alzó el índice y dijo:

– ¡Mirad!

Unas extrañas luces comenzaron a encenderse frente a ellos en el bosque.

– Es Arriaga -dijo el sargento más joven-. Yo lo escuché, en el calabozo, juró que se vengaría. Ha vuelto desde la muerte a por vos.

– ¡No seáis ignorantes! -gritó Jean tomando su cinto del suelo y desenvainando la espada. Entonces se oyó el zumbido de una saeta que surgió de la oscuridad para clavarse en la frente de uno de los sargentos. Antes de que pudiera darse cuenta Jean, los dos soldados restantes huyeron monte a través gritando:

– ¡Es su fantasma! ¡Es su fantasma!

Al momento, una figura andrajosa se perfiló delante de la hoguera. Portaba la espada delante de sí, sujeta con las dos manos, y tenía las piernas abiertas, en posición de combate.

– ¡Lo veo y no lo creo! -dijo Jean-. ¡Maldito y taimado hijo de puta!

La aparición se acercó lentamente. De Rossal volvió a hablar:

– Claro, el cuerpo que se estrelló contra las rocas era el del otro preso, el timador. Esa perra os ayudó… Debí suponerlo… Es igual, os alcanzarán. La orden es poderosa y poseemos encomiendas en todas partes.

– Vais a morir -dijo Rodrigo-. Como Lorena Saint Claire, vuestro padre o André de Montbard. Y disfrutaré haciéndolo.

Jean quedó perplejo ante aquellas noticias, como el que encaja un golpe.

– Vamos, vamos -contestó el comendador de Chevreuse bajando su espada y apoyándola en el suelo-. Los dos sabemos que éste es un combate desigual. No peso ni la mitad que vos, sois soldado y mi cargo, puramente administrativo, me ha impedido entrenarme en los últimos cinco años…

– ¿Y?

– Que no mataréis a un hombre que no va a luchar con vos.

– Creéis conocerme muy bien.

– Por eso os amaba, amigo.

– Hijo de puta.

Estaban situados frente a frente. Rodrigo quedó mirando a su viejo camarada. Parecía cansado, muy cansado. No era la clase de hombre que mata a un tipo indefenso. Entonces se giró y justo cuando parecía que iba a alejarse dio la vuelta lanzando un mandoble de revés que seccionó de golpe la cabeza de Jean de Rossal. La testa del templario rodó por el suelo golpeando la tierra con un ruido sordo que lo transportó al pasado. La detuvo pisándola con el pie y entonces se fijó en el cuerpo de Jean boca abajo. Una mano a la espalda escondía la daga traicionera que iba a utilizar contra él.

Consumatum est -dijo satisfecho.

Entonces pensó. ¿A dónde iría? No podía ir hacia Roma, tenía que recorrer el camino hacia atrás y era evidente que de aquella dirección vendrían partidas en su busca. ¿A París? Imposible. Allí el Temple le encontraría enseguida. A sus tierras de Benasque no podía ni acercarse. El Temple estaba en todas partes. Ni luchando contra el moro en Aragón y Castilla lograría deshacerse de ellos, lo perseguirían sin descanso toda la vida, como sabuesos que hallan el rastro de una presa y no se rinden hasta verla muerta.

«El Temple está en todas partes», pensó otra vez.

¿En todas?

Las palabras de Jean de Rossal junto al fuego vinieron a su memoria: «El barco parte al mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión».

Se encaminó hacia el equipaje del muerto.


Llegó a La Rochelle poco antes del mediodía y encaminó su caballo directamente hacia el puerto. Una vez allí, no le resultó difícil encontrar la enorme embarcación.

Bethania se llamaba aquel barco inmenso, de recia madera negra, como un fantasma oscuro, fuerte, con cuatro palos e inmenso velamen. Era aún más grande que las otras dos naves que surcaban el Atlántico hacia las tierras ignotas del oeste. Aquel barco no tenía remos a babor y estribor, sólo navegaba a vela. Su casco era colosal y se hundía en gran medida bajo el agua. No era una embarcación tan marinera como una galera, pero estaba diseñada para atravesar las frías y revueltas aguas del océano cubriendo amplias distancias. A su lado permanecían ancladas La Madeleine y La Petite Marie, ambas embarcaciones templarías que, aun siendo más pequeñas, eran el mismo tipo de nave que la Bethania, una nueva clase que llamaban galeón.

Rodrigo, que se había cortado el pelo a la manera militar con su cuchillo, se presentó ante el capitán vestido de templario y mostrando la credencial de Jean de Rossal.

Bernard, el hombre al mando de la nave, al igual que los capitanes de las otras dos naves, era un templario. La orden se había encargado de bragarlos, a ellos y a sus tripulaciones, pues no podían confiar en gente ajena al Temple y por ello las tripulaciones de aquellos tres grandes barcos estaban integradas por armigueros, sargentos y caballeros de la orden. Rodrigo supo por su capitán que en cada barco viajaban siete caballeros y que él, Jean de Rossal, estaba al frente de la expedición. Entonces se presentó a bordo el capitán de La Madeleine disculpando a su colega de La Petite Marie, Antoine Vallat, que se hallaba indispuesto. Según supo Rodrigo era un viejo conocido de Jean de Rossal que deseaba verlo lo antes posible y le pedía excusas por no haberse podido presentar al tener suelto el estómago. Rodrigo ordenó que las naves partieran de inmediato pese a que su capitán aconsejaba esperar a que mejorara el tiempo. No podía permitirse un encuentro con Antoine Vallat. Le descubrirían.

Durante los días siguientes pensó en su situación. Nadie conocía a Jean a bordo, así que hasta que llegaran a su destino podía estar tranquilo. Maduró su plan. Al llegar, ordenaría que la Bethania desembarcara primero. Así se aseguraría poder escapar antes de que ese tal Vallat pusiera el pie en tierra firme. ¿Cómo serían aquellas tierras? ¿Podría perderse en ellas y sobrevivir? ¿Hallaría a aquellos salvajes de los que le habló Alonso Contreras?

Después de trece días de navegación llegó la calma: una total ausencia de viento, una tranquilidad que aflojó las velas y detuvo el avance de los barcos. Una mañana escuchó voces al despertar, se levantó frotándose los ojos y cuando salió de su camarote se dio de bruces con un tipo que resultó ser Antoine Vallat. Aprovechando la calma chicha, se había acercado en un bote a saludar al jefe de la expedición.

– Éste no es Jean de Rossal -dijo.

Rodrigo no tuvo tiempo de reaccionar. ¿A dónde iba a ir? ¿Cómo escapar en medio de un barco?

Rápidamente se vio rodeado. Alzó los brazos mostrando a las claras que se entregaba.

– ¿Quién sois entonces?

– Me llamo Rodrigo Arriaga. Dadme un vaso de vino y os contaré.

Había llegado bastante lejos pero supo que su aventura terminaba allí. Era obvio que iban a torturarle para saber qué había hecho con Jean de Rossal, así que se lo contó todo. El capitán y Vallat se miraron cuando Rodrigo les relató lo ocurrido. Sin duda, Arriaga era una buena captura. Aquello les haría progresar en la orden. Rodrigo pensó que al menos faltaba más de un mes para la vuelta; quizá podría escapar al tocar tierra, de no ser así se quitaría la vida antes de que lo llevaran de nuevo a Francia. Quedó recluido en la bodega, hacia la proa, en un pequeño hueco que quedaba delante de los caballos, que habían introducido allí abriendo la tripa del barco y sellándola con brea.

Encadenado a una argolla de la pared, en la semioscuridad de la bodega y compartiendo el olor de las bestias, su nerviosismo y su miedo, Arriaga sintió que todo le daba igual. Aquello había sido una locura. No sabía a dónde iba ni si podría escapar en aquel mundo nuevo. Todos sus amigos estaban muertos y él con ellos…


El tiempo comenzó a empeorar lentamente. Primero fue un viento atroz que aullaba como mil lobos, luego oyó la lluvia, que al principio golpeaba la nave de manera suave y continua para terminar sacudiendo la madera violenta y despiadadamente. Se oían carreras en la cubierta y órdenes para que los marineros hicieran esto y aquello. Le pareció que arriaban las velas. Los truenos eran ensordecedores y las bestias se mostraban asustadas.

– ¡Tierra a la vista! -gritó alguien en el exterior.

El barco se bamboleaba de manera preocupante, el oleaje afuera debía de ser espantoso. Estaban en mitad de una tormenta. Oyó gritos de los hombres. Los siete caballos se agitaban nerviosos. «¡Hombre al agua!», le pareció oír. Un candil de los que alumbraba tenuemente la bodega para que las bestias no se sintieran intranquilas en la oscuridad cayó al suelo y prendió la paja. El fuego comenzó a avanzar y las bestias relincharon por el pánico. Un caballo tordo, al fondo, comenzó a agitarse frenético al quemarse las patas por el efecto de las llamas. Los demás golpearon las paredes y dieron coces a su alrededor presas del miedo. El humo lo llenó todo anulando la visibilidad y Rodrigo se arrojó al suelo para poder respirar.

– ¡Hombre al agua! -volvieron a gritar arriba.

Una yegua que había junto a él comenzó a cocear y casi le patea la cabeza, y una de las patadas del animal arrancó la argolla de la recia pared de madera. Pese a estar esposado, Rodrigo corrió entre las bestias hacia la escalera. El agua comenzaba a inundar la bodega y el fuego comenzaba a extinguirse. Los relinchos de los caballos hacían ensordecedor aquel ambiente y le ponían nervioso.

Pateó la puerta como pudo y se encontró frente a frente con el carcelero. Se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con la cadena. El agua caía como una cascada por las escaleras de madera que accedían a la cubierta. Apretó la cadena todo lo que pudo y esperó a que aquel hombre quedara inmóvil. Entonces le quitó las llaves y se liberó de los grilletes. Pasó al pequeño camarote del capitán para buscar la bolsa con sus cosas. No le fue difícil hallarla bajo la única litera del cuarto. Subió las escaleras y salió al exterior, agachado para no ser visto y con la daga en la mano. El barco se inclinó y él rodó chocando con la borda. Sintió un dolor horrible en la pantorrilla y cayó al suelo. Apenas si podía levantarse.

Debía de haberse roto la pierna. Agarró un cabo y se levantó a pulso. No había nadie en la cubierta y el viento atronador, la lluvia y los truenos, no dejaban percibir ningún otro sonido. Vio a hombres que saltaban por la borda, aquí y allá. Vio que los mástiles se habían partido. El barco estaba a la deriva y se movía como una cáscara de nuez. Iba a hundirse.

Se asomó como pudo. Las olas eran inmensas. Había un barril flotando en el agua, maderas… se dejó caer.


Un caballo que le lamía la cara lo despertó en la playa. Miró a la derecha y, al fondo, contempló los restos del naufragio de la enorme Bethania. Parecía un gigante embarrancado con la tripa abierta. El frío y el olor pútrido del cieno lo hicieron caer en la cuenta de que se hallaba en la orilla de algún estuario, quizás un río. La pierna le dolía de manera horrible. Se giró. Tenía que arrastrarse fuera del agua o moriría de frío. El rostro de un marino que yacía junto a él, destrozado por los cangrejos, le hizo gritar de miedo. Intentó bracear hacia delante, arrastrándose, aullando de dolor a cada impulso. Se situó boca arriba cuando dejó de sentir el contacto con el agua. Había salido el sol. Eso le secaría. Volvió a desmayarse.


Abrió los ojos y vio a dos hombres de aspecto salvaje frente a él. Otro, al fondo, acariciaba a uno de los caballos. Los dos vestían cómodos jubones de piel de ciervo, calzas con flecos y mocasines de gamuza con tiras de vivos colores. Lo levantaron y lo llevaron a una especie de parihuelas. Él señaló la bolsa de terciopelo un poco más allá. Ellos entendieron y fueron a recogerla. Vio cadáveres de sargentos y armigueros flotando en el ancho río, aquí y allá.

Despertó junto a un fuego. Estaba cubierto por pieles suaves y cálidas. Sintió que la pierna estaba inmovilizada, se la habían entablillado. Cantaban una extraña letanía al son de unos tambores. Vio que llevaban el pelo suelto, largo, hasta el final de la espalda, y adornaban sus lisas y negras melenas con plumas de aves. Una joven de ojos enormes y tez rojiza, como tostada por el sol, se le acercó y señalándose a sí misma dijo:

Chu'ma ni. Entonces lo señaló a él. Contestó: -Rodrigo.

Ella le dio algo de beber y al instante se sintió invadido por una maravillosa sensación de paz. Durmió de nuevo.


Augusto de Enzo, el nuevo hombre fuerte de Roma, el nuevo jefe de los espías de la Iglesia, jugueteaba con los senos de Donatella a la vez que introducía dulces granos de uva en la sensual boca de la mejor cortesana de la ciudad. Alguien golpeó la puerta.

– ¿Sí? -dijo con fastidio.

Su secretario, Bartolomé de Chartres, asomó su afilado rostro tras la puerta y dijo:

– Lo siento, Ilustrísima, pero es algo urgente.

– Pasad.

El hombre de confianza del cardenal De Enzo entró con un volumen de tapas de cuero bajo el brazo.

– Ha llegado esto para vos. Me temo que debéis echarle un vistazo. Lo envía un tal Tomás, un criado de Silvio de Agrigento que acompañó al desaparecido Rodrigo Arriaga en su misión.

– Sin duda los mataron a todos -repuso el prohombre de la Iglesia.

– Sin duda, sin duda… pero echad un vistazo al libro, merece la pena.


Rodrigo despertó sintiéndose mejor. Logró levantarse apoyándose en un largo bastón que le habían dejado junto a las parihuelas. Habían acampado en una colina. Oyó voces. Caminó con dificultad pese a que ya no sentía dolor. La droga que le habían estado dando aquellos salvajes era efectiva, sin duda.

Entonces los vio, despreocupados, practicando con palos un extraño y vigoroso juego de pelota, con los torsos descubiertos y sus largas melenas al viento.

Al fondo, sobre inmensas tierras de verdes pastos, corrían manadas de enormes animales que parecían toros cubiertos de denso pelaje.

El sol se perdía por poniente. Estaba vivo y lejos de cualquier lugar conocido. Quizá debía dar gracias por ello. No pudo evitar que los recuerdos lo invadieran. Pensó en Aurora, en su padre, en su madre… Pensó en el joven Tomás, en su horrible muerte; pensó en Toribio, que de existir el cielo andaría persiguiendo mozas aquí y allá; recordó a Giovanno de Trieste; pensó en Beatrice, la dulce Beatrice. Se sintió bien al saber que los había vengado a todos.

Y culpable.

Culpable por estar vivo.

La joven que lo había cuidado se le acercó sonriendo. Era bella y llevaba un bonito collar ceñido a su esbelto cuello.

Se señaló a sí misma y dijo:

Chu 'ma ni.

Entonces lo señaló a él y antes de que pudiera contestar «Rodrigo», ella dijo:

So a e Wa'ah.

Comprendió que le habían dado un nombre. Un nombre nuevo.

Aquellas tierras eran hermosas, vastas, repletas de luz. Aquellas eran gentes sencillas. Un buen lugar donde esperar el día en que volviera a reunirse con todos aquellos que dejó en el camino.

Sonrió a la chica y se señaló a sí mismo a la vez que asentía y decía:

– De acuerdo, So a e Wa'ah.


Murcia, 14 de enero de 2006

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