Ultimátum [5]


En las escasas ocasiones en que Rodrigo y Robert Saint Claire salían a solas por los caminos del valle de Chevreuse, el joven templario aprovechaba para encontrarse con su amada, Clara. Arriaga no escribía a Silvio de Agrigento. ¿Qué iba a contarle? Nada extraño había en el comportamiento de sus compañeros de encomienda, aparte de los celos típicos que aparecían en todos los cenobios. Rodrigo notaba que su presencia no era muy del agrado de dos de sus confreres: un caballero llamado Roger, hijo de un burgués parisino, y Arnaldo, un pomposo noble de origen bretón. Intentaba no frecuentar su compañía, aunque tampoco tenía demasiado tiempo libre para andar charlando con unos y otros. Su instrucción satisfacía a Jean, que se mostraba muy contento con la presencia de su viejo amigo en la comunidad templaría de Chevreuse. La mayoría de las decisiones referentes a la gestión de la encomienda se tomaban en las reuniones del capítulo de la misma, que tenían lugar en la sala capitular sita en el segundo piso del magnífico donjon del castillo. Jean se mostraba receptivo a las sugerencias de sus hermanos y solía aceptar las decisiones alcanzadas por mayoría. A Rodrigo se le permitía asistir a las reuniones del capítulo sin voz ni voto, para que fuera familiarizándose con sus futuros compañeros y con el funcionamiento de la encomienda. Los días transcurrían de manera rutinaria entre entrenamientos, a veces en el patio de armas del château y otras en una planicie que había junto al río, al noreste del pueblo. Allí era donde los catorce caballeros se ejercitaban con sus caballos, realizando cargas como un solo hombre, cubiertos con sus pesadas armaduras y todos los pertrechos. Zeus, el inmenso caballo del Pirineo que montaba Rodrigo, era una bestia imponente, no rehusaba el combate ni se asustaba ante el estruendo del choque de las armas. Estaba satisfecho con aquella bestia.

Arriaga se hallaba moderadamente contento con su nueva vida, no en vano era soldado. El recogimiento y la oración no venían mal a su perturbado espíritu, por lo que comenzaba a agradarle la idea de profesar como caballero templario. No veía nada raro en el proceder de los pobres caballeros de Cristo, luego, ¿qué iba a decirle a Silvio de Agrigento? Era evidente que era un recién llegado y que no iban a confiarle los secretos de la orden pero, por otra parte, la conducta de los caballeros, su renuncia y su duro modo de vida, no le hacían pensar que pudieran ser una amenaza contra la Iglesia. Por otra parte, si no lograba descubrir nada, ¿cumpliría su promesa Silvio de Agrigento? ¿Exhumarían los restos de Aurora y le darían los últimos sacramentos? Si no había nada que demostrar, nada raro, nada oculto, Silvio de Agrigento debería darse por satisfecho. ¿O no?

Siempre le quedaría la opción de aplicarse a ser un buen caballero y rezar a la Virgen para que aceptara su alma a cambio de la de Aurora. Si moría en combate contra el infiel tenía asegurada la gloria y quizá podría ofrecerse a cambio de ella. Seguro que Nuestra Señora aceptaba su sacrificio.


Corrían los últimos días de julio cuando Rodrigo se llevó una sorpresa. Aprovechando que los habían enviado a cobrar el diezmo al molino, Robert se citó con su amada en la posada. En aquellos días salían mucho de la encomienda, pues era el momento de la vendimia y los templarios habían de recoger su parte. Iban acompañados de Toribio y Giovanno, así que los tres aguardaron en la planta baja a Saint Claire. Pidieron una jarra de vino y al segundo trago Toribio solicitó a su amo que lo dejara acercarse donde la puta. Rodrigo lo miró con resignación y, tras pensárselo un poco, le autorizó a hacerlo. Entonces, la moza de la posada, Beatrice, la que enviara la carta a Silvio de Agrigento, se le acercó y le dijo:

– Alguien desea veros.

Rodrigo miró a Giovanno de Trieste, extrañado.

– Está arriba -repuso la joven.

Arriaga se levantó y siguió a la moza de formas redondeadas. Subió las escaleras tras ella, sin poder evitar reparar en el bamboleo de su oscilante trasero. Olía a lavanda y su sedoso cabello le llegaba casi a la cintura. Las maderas del suelo del primer piso crujían. Le pareció escuchar unos gemidos al pasar junto a una puerta: debían de ser Robert Saint Claire y su amada. Entonces, Beatrice se volvió y mostrándole su mejor sonrisa le abrió la puerta del cuarto de enfrente. Sus ojos eran bellos, verdes, y su sonrisa cálida. No pudo evitar sorprenderse al ver a Silvio de Agrigento sentado a una mesa y enfrascado en la lectura de un sinfín de papeles y memorandos.

– Loado sea Dios -dijo el diácono, que vestía una sencilla túnica de cura de pueblo.

– ¿Vos aquí?

– Vaya, esperaba un recibimiento más caluroso. Sentaos y servíos un poco de vino.

La puerta se había cerrado tras la salida de la joven y los dos hombres se quedaron a solas.

Rodrigo se encaminó hacia la mesa y, tomando la jarra de arcilla, llenó los dos cuencos de madera.

– Recuerdo nuestro primer encuentro, Arriaga.

– Sí, fue algo violento.

– ¿Violento? ¿Acaso no recordáis que a pocas me matáis?

Arriaga sonrió.

– Sí, dómine, sí. ¿Qué os trae por aquí?

– Mi señor Lucca Garesi está preocupado. ¿Cuánto tiempo lleváis en la encomienda?

– Creo que dos meses. Algo más.

– Y en dos meses sólo hemos recibido una carta.

– Señor, haceos cargo de que no es fácil enviar misiva alguna. La Regla nos prohíbe hablar, besar o incluso escribir a la familia sin permiso de nuestros superiores.

– Ya, ya.

– Además, no podemos salir así como así de la enco…

– Ahora estabais solos.

– Excepcionalmente.

– Bien que habéis aprovechado para hacer de alcahueta y permitir a Saint Claire folgar con la moza. -Rodrigo hizo un gesto de desagrado-. No, no. No penséis que me parece mal; al contrario, tendréis algo con qué chantajearle en el futuro. Seguro que sabe cosas.

– No puedo creerlo.

– ¿No erais espía? Así funcionan las cosas en vuestro mundo, ¿no?

– Sí, dómine, en efecto. Así funcionaban las cosas en mi mundo.

– ¿Y? Habláis en pasado.

– Es que no creo estar seguro de volver a él. Los engaños, los venenos, chantajear a los demás…

– Vaya, mi señor, el Ilustrísimo cardenal Garesi tenía razón. Os han convencido. Sois uno de ellos.

– No. O sí. No lo sé. Sólo digo que los templarios no hacen mal a nadie. Gestionan bien sus tierras y con los beneficios mantienen tropas en Tierra Santa. Si no fuera por ellos, años ha que estaría en manos de los infieles.

Silvio de Agrigento lo miró con detenimiento, paladeando su vino. Entonces, calculadamente, dijo:

– ¿Y vuestra Aurora? Si no cumplís vuestra parte del trato morará eternamente…

Rodrigo dio un puñetazo en la mesa.

– ¡Basta! -gritó-. Hicimos un trato y Rodrigo Arriaga siempre cumple lo que promete. Haré el trabajo para vos e investigaré hasta donde pueda, pero…

– ¿Sí? -contestó el cura con cierto aire cínico.

– Si no hay nada que averiguar cumpliréis igualmente vuestra parte del trato.

– Me parece bien, pero yo diré cuándo acaba este trabajo.

– ¡¿Cómo?!

– No seáis ingenuo, Rodrigo. Se hace evidente que habéis hallado consuelo en la oración y en la vida monacal; os reconforta y me alegro. Pero no podéis olvidar que vuestros nuevos hermanos sufrirían una gran decepción si supieran que ingresasteis en la orden como espía. Pensad en vuestro buen amigo Jean, ahora tan pío, tan responsable, tan feliz de veros progresar.

– Sois un hijo de puta. Si al final de este negocio Aurora no sale del infierno, moriréis como una rata. ¡Lo juro!

Silvio de Agrigento volvió a sonreír. Entonces su rostro se tornó serio y dijo:

– Resultados, Arriaga, quiero resultados. Permaneceré por aquí, cerca.

– ¿Y cómo os podré localizar si averiguo algo?

– Tranquilo, hijo, yo me pondré en contacto con vos -contestó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz sobre Arriaga para dar por terminada la conversación.


Rodrigo pasó los dos días siguientes de mal humor, taciturno y reflexivo en exceso. No le agradaba Silvio de Agrigento. El enviado del cardenal Garesi parecía muy seguro de que los templarios ocultaban algo con lo que habían chantajeado a Su Santidad, pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a averiguarlo él, un recién llegado, un aspirante a milites? De momento lo único que podía hacer era aplicarse a la tarea que le habían encomendado: ser un buen novicio para terminar convirtiéndose en caballero lo antes posible. Tuvo pesadillas durante varias noches, en las que se agitaba confuso entre sueños y no recordaba nada al despertar.

Una noche, tras el oficio de completas, Jean le pidió que lo siguiera, quería hablar con él.

– Pero, debo ir a dormir… -dijo Rodrigo.

– Soy vuestro comendador, ¿no? Estáis dispensado de ir a la cama, tenemos que hablar.

Aquello sonó mal de veras a los oídos del aspirante. Subieron al segundo piso del inmenso donjon, donde, junto a la sala capitular, el comendador tenía su despacho.

– Pasad, Rodrigo, sentaos -dijo Jean sacando una botella de cristal tallado y dos vasos de un arcón.

Sirvió un poco de un líquido opalescente para ambos y se dejó caer en su silla, agotado, con los pies en la inmensa mesa de nogal.

– Bebed, amigo -ordenó.

– Pero… ¿se nos permite?

– Desde luego que no. Es moscatel. Bebed. Por los viejos tiempos.

Ambos entrechocaron los rústicos recipientes de madera y, tras beber, se miraron.

«Está dulce», pensó Arriaga.

– Rodrigo, os tengo que decir una cosa.

– ¿Cómo? ¿Ocurre algo? -preguntó el confundido espía.

– No, no, no temáis. No es nada sobre vos. Es más, estamos muy contentos con vuestros progresos -¿había dicho «estamos»?- y desde arriba me han ordenado que acelere vuestro ingreso en la orden. A nadie se le escapa que sois hombre de armas, pero sobre todo les interesa vuestra otra faceta.

– ¿La de espía?

– Sí, más o menos, pero recuerdo que hablabais bien el hebreo, la lengua de oc, francés normando, el aragonés y creo que el árabe también, ¿no?

– Sí, pero de eso hace tiempo.

– Al menos vos aprovechasteis bien las lecciones que nos dieron en París.

– Eso creo, sí. ¿Qué ocurre entonces, Jean?

– Bueno, Rodrigo, es sólo que me preocupa uno de vuestros hombres, ese…

– Toribio.

– Sí, ese Toribio. Creo que su comportamiento es algo inadecuado. No somos tan severos con los sargentos como con los caballeros, pero los votos… visita a una puta junto a la carnicería y el otro día unos mozos lo sorprendieron folgando con una zagala junto al pajar de su casa.

– ¡¿Cómo?! -exclamó Rodrigo haciéndose el sorprendido.

– Lo que oís. Sale de noche de la encomienda.

– ¿De noche? ¿Por dónde?

– Ésa no es la cuestión, amigo. No queremos libertinos en esta casa. Me resulta difícil manejar a tantos hombres de combate encerrados como bestias, pues cualquier pequeño privilegio puede dar al traste con la disciplina necesaria. Ese Toribio no parece a gusto aquí. Hablad con él. No quiero que puedan pensar que por ser sirviente vuestro tiene un trato de favor. Ya me cuesta bastante trabajo mantener a raya al hermano Roger como para buscar más complicaciones.

– No tengáis cuidado, hablaré con él. Siempre ha sido un hombre de sangre caliente y poco a poco se acostumbrará a esto. Roma no se hizo en un día -repuso Arriaga reflejando la preocupación en el rostro.


Aquella misma noche Rodrigo esperó a que todos estuvieran dormidos para levantarse con mucho sigilo. Aguardó a hallarse en la escalera para encender una vela y se dirigió hacia el edificio de la entrada, al dormitorio de los sargentos. Caminaba de puntillas, esperando que nadie lo oyera. Cuando llegó donde Toribio, comprobó que éste roncaba sumido en un profundo sueño.

Lo despertó con sumo cuidado y le susurró que le siguiera, en un tono que no dejaba lugar a la duda. Salieron fuera, bajo el pórtico de la gran puerta de entrada al castillo. Rodrigo tuvo la prudencia de apagar la vela.

– ¿Qué habéis hecho, insensato? -le dijo a Toribio.

– ¿Yo?

– Sí, el comendador me ha llamado la atención sobre vuestras salidas noctur…

Rodrigo se quedó de pronto en silencio. A lo lejos, hacia la cara noroeste del castillo, cinco figuras caminaban en fila. Llevaban enormes mantos blancos y cubrían sus rostros con amplias capuchas.

Toribio se giró y dijo:

– ¡Pardiez! ¿Quiénes son esos?

– ¡Vamos! -ordenó su amo tomándolo por el brazo. Los encapuchados habían bajado ya por la escalera que, junto al muro norte, daba a las estancias subterráneas. Rodrigo y Toribio caminaron con cuidado y al llegar a los primeros peldaños descendieron con sigilo. Ya en el primer piso del subterráneo, que hacía las veces de bodega y despensa, pasaron entre los barriles y cajas y bajaron con cuidado al siguiente nivel donde, tras un estrecho pasillo abovedado, se accedía a un distribuidor al que se abrían tres celdas. Sólo dos presos permanecían recluidos allí: un estafador detenido por vender falsas reliquias y un ladrón de poca monta. Los ronquidos demostraban que los dos proscritos dormían. Un piquero que había de vigilar cabeceaba apoyado en una silla. Al fondo del pasillo se adivinaba luz bajo un pequeño pero recio portón. Arriaga y Toribio se acercaron y escucharon voces, como un murmullo. Luego comenzó a percibirse algo así como un canto monótono que resultaba ininteligible.

Se miraron el uno al otro, intrigados. ¿Qué sería aquello?

Esperaron un buen rato pero no sacaron nada en claro; sólo reconocieron la voz de Jean y de Gustavo, el hermano procurador. No se entendía lo que decían. ¿Qué harían allí reunidos aquellos cinco individuos?

– Vámonos, Toribio, pueden descubrirnos.

Por el camino de vuelta Arriaga recriminó a su sirviente y amigo sus salidas nocturnas. Le ordenó que no contara nada de aquella reunión secreta ni a Giovanno ni a Tomás. No se fiaba de ellos.

No quiso ser muy duro con Toribio, pues gracias a sus correrías nocturnas había descubierto algo. Se apresuró a llegar cuanto antes al dormitorio para ver qué camas se hallaban vacías. Éstas eran la de Jean, la de Gustavo, la del hermano Roger, la de Beltrán el sodomita y la de Robert Saint Claire, por supuesto.

¿Qué hacían esos cinco reunidos en secreto?

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