Rara avis

– Debo reconocer que, pese al frío, estas tierras tan dejadas de la mano de Dios no están exentas de belleza -dijo Silvio de Agrigento.

– No os falta razón, mi señor -contestó Tomás montado en su muía.

La mañana era extrañamente soleada, al menos tras tantas jornadas de nieve y frío. El guía los había conducido por un angosto camino que ascendía por un inmenso valle. Abajo, a la derecha, el río. Amplias masas de coníferas jalonaban las laderas. No tardaron mucho en llegar a un valle que se abría hacia la izquierda: Estós, lo llamaban. El silencio allí arriba era sepulcral. Pronto, en un par de semanas a lo sumo, comenzarían a cantar los pájaros, o eso había dicho el paisano que los guiaba. Al parecer, los lugareños estaban contentos porque la llegada de la primavera era inminente.

Tras una hora y media de camino llegaron a una pequeña planicie, una suerte de ensanchamiento en el cerrado camino siempre rodeado de verde espesura. A la derecha se adivinaban tres construcciones, una especie de gran establo y dos casas de madera, una de ellas más grande y la otra de dimensiones más reducidas. Según dijo el guía, esta última era la de los guardas, Matías y Eufrasia.

Un enorme mastín ladraba atado a la valla de un corral.

El lugareño que les asistía en aquella misión bajó de su muía y se encaminó hacia la más pequeña de las viviendas. Un hombre de talle recio y rostro coloradote salió de la misma e intercambió saludos con el recién llegado. Enseguida, tras hablar con el guía, se dirigió hacia la pequeña comitiva formada por cuatro extranjeros. La mujer apareció bajo la puerta de su casa y permaneció expectante.

– Síganme sus eminencias -dijo Matías a los recién llegados sin distinguir al diácono de sus sirvientes.

Silvio de Agrigento descabalgó e indicó a sus subordinados que hicieran lo mismo.

Mientras Matías llamaba a la puerta de la casa de su amo, el enviado de Roma echó un vistazo a las altas y nevadas cumbres que rodeaban aquel valle. Percibió una intensa sensación de paz.

En un momento, el guarda de aquella alejada finca dijo:

– Pasad, pasad.

El mulero quedó fuera con las bestias mientras el sargento y Tomás acompañaron a su amo al interior de la confortable casa de madera instalada sobre recios cimientos de piedra. Un hombre permanecía sentado frente a un acogedor y cálido fuego. Leía un libro de pequeño tamaño, quizás un breviario.

– Adelante, adelante -dijo levantándose-. Bienvenidos a mi humilde morada.

Silvio de Agrigento comprobó que su anfitrión era bien parecido, de unos treinta y tantos años, y que, pese a vestir un tosco jubón de cuero con calzas de lana y polainas de piel de vaca, conservaba un aire que delataba ciertas maneras cortesanas. Era el hombre, sin duda.

– Soy Silvio de Agrigento -dijo a manera de presentación el enviado del cardenal Garesi-. Estos son mis criados.

– Es un honor. Pier de Cernay -contestó el dueño de la casa iluminando su rostro con una amplia sonrisa-. ¡Eufrasia, vino para nuestros invitados!

La mujer, que había salido de la nada, se apresuró a servir vino caliente con canela a los huéspedes de su amo. Silvio de Agrigento tomó asiento junto al dueño de la casa. La estancia en la que se hallaban ocupaba toda la planta baja de la vivienda, era una especie de acogedor salón a la vez que cocina, pues tenía fogones y una inmensa mesa de roble presidía el amplio cuarto. El suelo de juncos había sido cambiado recientemente y olía a hierbas aromáticas.

– ¿Y bien? -espetó el dueño de la casa sin previo aviso.

– Excelente vino -dijo el clérigo intentando ganar tiempo.

No sabía cómo empezar. Se hizo un embarazoso silencio.

– Somos viajeros.

– ¿Aquí? -preguntó De Cernay-. Estos caminos no llevan a ninguna parte, al menos en invierno. Todos los pasos a Francia están cerrados. ¿Por qué venís a verme a mí precisamente?

– No, no, simplemente busco aire puro para mi torturado pecho; los médicos…

– ¿Aire puro en esta época del año? ¿Con este frío? En otro momento, en otra estación, no digo que no, los aires de este lugar son de beatífico efecto para la salud en primavera, en verano y en otoño. Sin embargo, ¿en pleno invierno? Para coger una pulmonía quizá sean buenos. Habéis esperado cinco días en el pueblo a que mejorase el tiempo para subir a verme.

– Estáis aislado aquí arriba. ¿De dónde sacáis esa idea? -repuso Silvio de Agrigento.

– Aquí lo sabemos todo. Matías va y viene al pueblo, se encuentra a otros vecinos… en fin, que aquí todo se sabe. La llegada de tan ilustres viajeros no pasa desapercibida en un pueblecito como éste. Además, en esta época del año poco más podemos hacer que cuidar del ganado resguardado en los establos y echar unos vinos con los vecinos. Cotillear, ya sabe vuecencia.

– No sois hombre sociable en demasía.

– Sí, sé que habéis hecho preguntas sobre mí. Digamos que vivo y dejo vivir.

Silvio de Agrigento se sintió en desventaja al comprobar que había perdido el factor sorpresa. Entonces, miró a sus dos sirvientes y dijo:

– Dejadnos a solas.

Los dos hombres salieron de la estancia intercambiando miradas de recelo.

Pier de Cernay hizo un gesto con la testa a su ama, que salió del cuarto acompañada por Matías, su marido.

Otro embarazoso silencio.

Los dos hombres se miraron a la cara como estudiándose mutuamente. El de Agrigento leyó cierto temor en el rostro de su adversario.

– La Santa Madre Iglesia os necesita -dijo de golpe.

Pier estalló en una violenta carcajada. Después de echar un trago de vino contestó:

– ¿A mí, a un pequeño e insignificante propietario de cuatro tierras perdidas en mitad de los Pirineos?

– Sois Rodrigo Arriaga.

Antes de que el clérigo hubiera terminado de pronunciar esas palabras, su interlocutor había saltado por encima de la mesa lanzándose sobre él y derribándolo de su silla.

Cuando quiso darse cuenta, Silvio de Agrigento estaba inmovilizado bajo el cuerpo de su agresor y sentía el frío acero de una daga en el gaznate. Apenas acertó a ver de reojo cómo su sargento, Giovanno de Trieste, alarmado por aquel ruido, derribaba la puerta de un puntapié y apuntaba al rostro del dueño de la casa con una ballesta cargada que ocultaba bajo su capa.

– Tranquilos, tranquilos… -acertó a decir el pobre clérigo sintiendo que un sudor frío le resbalaba por la frente.

Rodrigo Arriaga no reparó siquiera en la amenazante presencia del sargento papal, sólo miraba a los ojos a Silvio de Agrigento, como un lobo mira al cordero al que va a morder en la yugular. Entonces el cura decidió jugársela y dijo:

– Si me matáis, Giovanno os acertará de pleno en la cabeza.

– Sí, pero vos estaréis muerto -repuso el anfitrión-. Además, si pudierais girar la cabeza lo suficiente veríais a mi fiel Matías apuntando con su arco a vuestro bravo sargento. Y por cierto, ¿quién os ha dicho que esta vida me importa algo?

El sacerdote italiano se sintió morir. Estaba en manos de un loco.

– ¡Un momento, un momento! Matar a un hombre de Dios supone…

– ¿La excomunión, dómine? -dijo sonriendo Rodrigo Arriaga, que no dejaba de mirar a los ojos de su prisionero.

– Sí, claro, olvidaba que ya estáis excomulgado.

– ¿Cómo me habéis encontrado? ¿Quién…?

– No temáis -contestó Silvio de Agrigento-. Vuestro secreto está a salvo, sólo tengo un recado para vos, un mensaje. Si no estáis de acuerdo con lo que se os propone nos marcharemos igual que hemos venido.

– ¿Cómo me hallasteis? -insistió el prófugo.

– También os lo contaré si me soltáis. Sólo unas palabras, Rodrigo, sólo eso… Escuchadme, dejadme hablar.

Entonces, el dueño de la casa alzó la mirada y gritó:

– ¡Una Biblia para este jodido cura!

El sargento hizo un gesto a Tomás, que esperaba en el porche de madera que daba acceso a la vivienda. El criado salió corriendo y al momento volvió con el repujado ejemplar que habitualmente usaba su amo.

Sin dejar a su presa, Rodrigo Arriaga dijo:

– ¡Jurad!

El sacerdote estiró el brazo como pudo y a malas penas acertó a situar su diestra sobre el añoso volumen.

– Juro que sólo os quiero hablar y que con las mismas me iré y nadie sabrá de vos.

– Sea -dijo Rodrigo levantándose.

Tomás y Giovanno se acercaron a Silvio de Agrigento y le ayudaron a incorporarse. Éste se acariciaba el cuello con la mano, como si se estuviera ahogando.

– ¡Eufrasia, vino para el cura y todo el mundo fuera! -gritó el señor de la casa.

Silvio de Agrigento tomó asiento e instó a sus criados a salir.

– Pero, señor… -dijo Giovanno de Trieste.

– No temáis por vuestro amo, está en mi casa y tenéis mi palabra de que nada malo le ocurrirá -contestó Rodrigo Arriaga de malas maneras. Parecía un tipo peligroso.

El enviado de Roma sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Quedarse de nuevo a solas con aquel energúmeno era lo que menos deseaba en este mundo, pero una misión era una misión, no tenía elección. Se encomendó a la Virgen e improvisó una rápida Salve.

Cuando todos salieron dejando solos a los dos hombres experimentó el pánico más atroz. Aquel tipo había estado a punto de seccionarle el cuello.

– No tengáis miedo, cura -dijo el otro-. Y hablad. ¿Qué os ha traído aquí?

Silvio de Agrigento bebió todo el vino de un trago y tendió el vaso de madera a su anfitrión.

Entonces, mientras éste le reponía su copa, acertó a decir:

– Tampoco vos tenéis que temer nada. Insisto en que si el negocio que os voy a proponer no os interesa me iré y continuaréis con vuestra vida.

– ¡Imposible! Si me habéis encontrado vos, cualquiera puede hacerlo. Esto me obliga a cambiar de nuevo de escondite, a irme…

– No, no, esperad al menos a escuchar lo que os tengo que decir. Escuchad, os lo ruego.

Rodrigo hizo otra pausa y dijo:

– Sea.

– Os lo contaré todo.

– Mejor así.

– Me llamo Silvio de Agrigento y soy secretario del ilustrísimo Lucca Garesi. -Rodrigo puso cara de no saber de qué le hablaban, así que el sacerdote aclaró-: Supongo que en estos remotos parajes los miembros más renombrados de la curia no son demasiado conocidos.

– Más bien no -repuso irónico Arriaga.

– Mi señor es la mano derecha de nuestro querido papa Inocencio. Digamos que se encarga de ser los ojos y los oídos de nuestra Iglesia. Coordina una eficaz red de…

– El jefe de los espías de Su Santidad.

– Yo no lo hubiera dicho mejor. Comprenderéis que mi amo es hombre bien informado y que, por tanto, goza de una excelente posición. Se le incluye incluso entre la lista de posibles sucesores del actual Pontífice.

– Vaya… Pero no me explico qué negocio puedo tener yo con semejante prohombre de la Iglesia.

– Cada cosa a su tiempo, cada cosa a su tiempo… Empezaré por vos. Necesitamos a un hombre para una difícil misión y llegamos a la conclusión de que sois el ideal.

– ¿Quién os dio mi nombre?

– Como ya he dicho, cada cosa a su tiempo. Dejadme hablar -dijo el cura mirando a la cara del joven de melena alborotada. Su pelo era entre rubio y castaño y sus ojos azules denotaban determinación-. El caso es que lo averiguamos todo sobre vos. Sois hijo de Fermín Arriaga, soldado y noble aragonés nacido en

Monzón. Contrajisteis nupcias con Veronique Arnau, una joven de noble familia originaria del Languedoc. Según se dice, de ella heredasteis el amor por las lenguas extrañas; de hecho, os enseñó la lengua de oc y el latín, aparte del aragonés que fue vuestro idioma paterno. Según mis informes vuestra madre era, como todos los nobles del Midi francés, persona cosmopolita y de ideas abiertas; y tenía una buena formación académica. Se insinuó que era cátara. Ella os instruyó en vuestros primeros años. Sé que murió cuando contabais doce y que no perdonasteis a vuestro padre que no estuviera presente cuando ella enfermó, por hallarse guerreando, de campaña en campaña… -Rodrigo Arriaga puso cara de pocos amigos-. El caso es que, entonces, vuestro padre os envió a estudiar a París, suponemos que porque pensaba que era lo que hubiera querido vuestra madre.

– Algo de eso hay, pero no es fácil para un guerrero que siempre está fuera hacerse cargo de un chiquillo de doce años. Le resultó más cómodo enviarme a estudiar lejos de casa.

Silvio de Agrigento se sintió cohibido ante la confidencia que le hacía aquel desconocido. Bebió un nuevo trago de vino y continuó:

– En París estudiasteis francés normando, árabe y hebreo.

– Vaya, qué minuciosos son vuestros informadores.

– Trabajamos para Nuestro Señor y eso nos obliga a hacerlo lo mejor que podemos.

– Pero sabed que practiqué el árabe luchando contra el moro en el sur de la Península, si bien el hebreo debo de haberlo olvidado.

– Pues lo necesitaréis para la misión.

– Yo no cumpliré ninguna misión.

El cura siguió hablando como si no hubiera escuchado las objeciones de su anfitrión:

– En París hicisteis buenas amistades y seguisteis entrenando con la espada. Según se dice, vuestro padre os enseñó a pelear desde bien pequeño y al parecer os agradaba el vigoroso ejercicio de las armas. Eso es lo que os hizo tan valioso. Quizás a través de vuestro padre, su señor el rey de Aragón, Alfonso, al que llamaban el Batallador, os llamó a su corte. La mayoría de los hombres de armas son analfabetos; no es usual hallar a un soldado tan instruido, y la gente de letras no sabe pelear. Erais un diamante en bruto; un candidato excelente para ser adiestrado como espía. Se dice que os hicieron experto en el manejo de la daga y que no hay veneno que os sea desconocido.

– Exageraciones.

– Cumplisteis difíciles misiones para vuestro bravo señor, a veces como espía, a veces como soldado. Y entonces se concretó vuestra desgracia. -Arriaga volvió a poner cara de pocos amigos y Silvio de Agrigento continuó-: Acompañabais a vuestro señor en su famosa cabalgata hasta Granada. Se dice que fue una campaña hermosa y audaz contra el infiel y que por poco llega a alcanzar su objetivo.

– Mi señor fue siempre un hombre atrevido. Ahí está el origen de sus múltiples éxitos en el terreno militar.

– Algo ocurrió entonces que os hizo abandonar vuestro puesto al lado del Rey.

La mirada de Arriaga tornaba a parecer cada vez más fría y dura. El cura tragó saliva y siguió con su exposición:

– Al parecer, una joven a la que frecuentabais se lanzó al vacío desde…

– ¡No se lanzó! ¡Ella nunca hubiera hecho algo así! -interrumpió enfadado Arriaga.

– Perdonadme, he dicho «al parecer». Sólo estaba relatando lo que se dijo oficialmente. Nos consta que la realidad fue bien distinta. Es un secreto a voces que vuestro señor, en fin… digamos que si hubiera sido capaz de yacer con doña Urraca como debía por sus votos matrimoniales, hubiera aunado los reinos de Castilla y Aragón, pero el rey Alfonso tenía gustos más particulares.

Arriaga permanecía impertérrito.

– La joven, Aurora de Bielsa, esperaba un hijo vuestro, ¿verdad, Rodrigo?

El curtido soldado asintió.

– Ni siquiera pudo ser enterrada en sagrado.

– Su padre os culpó a vos.

– Dicen que sigue obsesionado con encontrarme para matarme por haber deshonrado a su hija. No fue así. Yo iba a casarme con ella, pero…

– Vuestro señor se interpuso en vuestro camino.

– Así fue.

– Se rumoreaba que bebía los vientos por vos, aunque bien es verdad que se desahogaba con jóvenes más tiernos.

– Al principio, no tuvo un mal gesto conmigo -repuso Arriaga-. Ni se me insinuó, aunque, la verdad, yo sabía de los rumores que corrían sobre mí y notaba que me tenía en muy alta estima. Debí sospecharlo. Nunca pensé que estuviera tan obsesionado con…

– Cuando supo lo de Aurora no pudo soportarlo y mandó que la eliminaran, ¿no?

Rodrigo asintió:

– Los dos esbirros que hicieron el trabajo están muertos. Y sufrieron de veras, creedme. Me encargué de ello personalmente.

– Pero un rey es demasiado, incluso para vos. Tuvisteis que huir. Se os acusó de sodomita y eso se pena con la muerte.

– Sí, torturaron e hicieron confesar a un zagal, de los que frecuentaba mi señor, que había yacido conmigo…

– Una infamia.

– Claro. Tuve que huir. Mi señor sabía que tenía que deshacerse de mí o de lo contrario lo mataría, por eso urdió la falsa acusación de sodomía y lanzó a sus perros tras mi rastro. Me costó trabajo cambiar de piel.

– Pero, según se dice, os veneraba. ¿No intentó…?

– Cuando supo lo de Aurora estábamos camino de Granada. Mandó matarla por celos; me quería para él. Me lancé a darle muerte pero me frenaron. Hizo que me ataran para hablar conmigo a solas. Me juró amor eterno. Él sabía que yo no compartía sus gustos pero creyó que Aurora era algo pasajero, y cuando supo lo de su embarazo se volvió loco.

– Y vos huisteis de allí, desertasteis.

– Sí, claro. Cuando llegué me encontré con que la habían enterrado como a un perro, sin una mala oración. Luego vinieron los alguaciles a por mí, el padre de ella también me buscaba y tuve que huir. Cuando murió el rey Alfonso lo sentí de veras: hubiera querido matarlo con mis propias manos.

– No me gustaría teneros por enemigo.

– No es para tanto, dómine. Y ahora decidme, ¿cómo me habéis encontrado? ¿Quién podía saber que me hallaba en un lugar tan recóndito?

– Sabed, buen hombre, que los servicios que prestasteis a la Corona de Aragón aún se recuerdan con cariño y admiración. Un buen servidor de Nuestra Santa Madre Iglesia nos ayudó a dar con vuestro paradero.

– ¿Quién?

– Su Majestad don Ramiro, al que vosotros llamáis el Monje por su condición de eclesiástico.

– ¿Don Ramiro sabía que yo estaba…?

– Los curas lo sabemos todo, hijo mío. Tenemos sacerdotes, frailes y monjas situados a lo largo y ancho de este mundo de Dios. Hasta la más remota aldea cuenta con algún servidor de Cristo. Esa red, bien utilizada, es el mejor servicio de espías que ha conocido la humanidad.

– ¿Y no mandó a sus hombres a prenderme?

– Digamos que no compartía los vicios de su hermano. Don Ramiro es hombre virtuoso y, al parecer, quiso hacer la vista gorda y dejaros vivir en paz.

– Pero vos no, claro.

– Esto os debe de resultar muy aburrido. Un hombre de vuestra valía enterrado en vida en este paraje.

– Soy feliz aquí. Al menos todo lo que yo podría esperar. Me agrada este lugar y tengo tiempo para reflexionar y encontrarme a mí mismo.

– Si vos cumplierais una misión yo os podría ofrecer lo que más queréis.

– ¿Y qué es lo que más quiero? -respondió Arriaga algo intrigado.

– Recuperar vuestra vida. La Iglesia estudiaría de nuevo vuestro caso y se os absolvería del delito por el que se os condenó.

Rodrigo rio socarrón.

– ¡Cómo se nota que no me conocéis, dómine! Eso me importa un bledo.

– No me habéis dejado terminar. Lo que más queréis… la Iglesia reabriría el caso de Aurora, vuestra amada. Se declararía públicamente que no se arrojó de la torre sino que fue asesinada; se restauraría su buen nombre. Pensad: la enterrarían en sagrado.

Arriaga puso, en efecto, cara de pensarlo. El de Agrigento aprovechó para insistir:

– Mirad, Rodrigo, volveríais a ser vos, vuestra Aurora descansaría como merece, su padre os lo agradecería, el hijo vuestro que llevaba en las entrañas, también. Es un buen arreglo para vos. El rey Ramiro está de acuerdo.

– ¿Y si dijera que no?

– El Rey me aseguró que no lo haríais, pero me consta que eso le desagradaría mucho. Me temo que tendríais que huir, a ser posible en cuanto terminara esta conversación. No debéis temer nada por nuestra parte, pero el monarca aragonés… Pensadlo bien: en este momento vuestra amada arde en el infierno. No se le administró sacramento alguno y yace en tierra no consagrada. Vuestro hijo, la criatura que anidaba en sus entrañas, estará en el limbo. Vos podéis acabar con los sufrimientos de ambos. Si os hacéis cargo de esta misión tened la certeza de que se harán públicos los nombres de los sicarios que arrojaron a vuestra amada de la torre, se exhumará el cadáver, se le administrarán los últimos sacramentos, se restituirá su buen nombre y el de su familia y se la enterrará en sagrado. Ella y el niño irán al cielo. Tenedlo en cuenta.

El anfitrión quedó un rato en silencio, pensando. Era obvio que le torturaba la idea de que su amada estuviera en aquel mismo momento ardiendo en el infierno.

Entonces Rodrigo Arriaga se levantó, abrió la puerta y ordenó a su ama que preparara algo de cena. Después volvió a la mesa y tras servirse un buen vaso de vino dijo:

– ¿De qué se trata?

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