La comitiva formada por el gallardo caballero y los tres hombres que lo acompañaban llamó la atención al entrar en Carcasona. Lo hizo por el sur, por la puerta de San Nazario o del Razes, como la llamaban algunos. El bueno de Tomás, que iba a hacerse pasar por palafrenero, quedó maravillado al encontrarse tras la muralla con la basílica dedicada a san Nazario y san Celso, pues el trasiego de mercancías, hombres y bestias era considerable en aquella hermosa villa dedicada al comercio de telas. Rodrigo Arriaga, como el que conoce el camino, enfiló su inmenso corcel de combate hacia la derecha, por la calle que allí llamaban Pió. Vestía una cómoda sobreveste de gamuza, calzas de cuero y botas con suelas de piel de vaca. Los arreos de combate, pertrechos y armadura iban en el caballo de reserva. El gallardo caballero saludaba con amabilidad a las damas que salían al paso, mientras Giovanno, Toribio y Tomás luchaban por evitar con sus monturas al gentío que con sus idas, venidas y regateos obstaculizaba el camino. A un lado y a otro de la calle abrían sus puertas las tiendas de los artesanos, con sus toldos y mercancías situados al pie de los transeúntes. Maravillados por tan colorista espectáculo e importunados por dos niños mendigos que insistían en hacerles de guía, llegaron a la plaza Marceu, para seguir por otra estrecha calle, la Puits, en cuya esquina Rodrigo detuvo su montura, descabalgó y entró en una posada llamada El Perro Negro. Tomás se hizo cargo de los caballos y fue hacia el patio mientras Toribio y Arriaga se entendían con el posadero, un corso rechoncho y con un inmenso bigote que loaba la llegada de tan noble comitiva. Después de apalabrar dos cuartos y refugio para las bestias y una vez que los mozos de la posada hubieron ayudado a Tomás a ubicar a los animales en el establo, los cuatro hombres se reunieron en el salón de la posada delante de unas jarras.
– Bueno, ya estamos aquí -dijo Toribio.
– Debemos localizar a De Rossal -repuso Giovanno.
– Eso no es problema -contestó Arriaga-. Tomás, vete donde esos dos pilluelos que aguardan en la calle y dales esta moneda. Diles que buscamos a Jean de Rossal, que es amigo de tu amo.
El joven caballerizo, antaño criado de Silvio de Agrigento, apuró la jarra y salió agachándose para evitar el marco de la pequeña puerta que daba acceso al exterior.
– Ya sabéis que debemos ser cautos -continuó Arriaga-. Diremos que sois sirvientes míos y que ingresáis en la orden con vuestro amo. Intentaremos que os acepten como sargentos y el zagal será armiguero.
– ¿Cómo? -dijo el sargento papal, que no entendía.
– Es el equivalente a escudero dentro de la orden.
En eso, volvió Tomás.
Dicen que en un par de horas lo habrán encontrado.
Bien. Propongo que nos hagamos servir la cena y que en cuanto tengamos noticias de mi amigo De Rossal nos retiremos a descansar. Vamos a tener trabajo y no nos vendrá mal reponernos del camino.
Todos se mostraron de acuerdo, pues estaban agotados por el viaje.
Después de desayunar frugalmente, Rodrigo se hizo acompañar por Toribio para ir al encuentro de su viejo amigo Jean de Rossal. Según uno de los pilluelos, el ahora miembro de los templarios se alojaba en una de las casas que tenía la orden en la ciudad; concretamente en la calle del Chat Noir, justo en el lado oeste de la villa, al sur del magnífico castillo condal cuya construcción acababa de finalizar. Los vizcondes de Carcasona, del linaje de los Trencavel, habían abandonado su vieja residencia situada junto a la puerta de Narbona para construir un confortable e inexpugnable castillo que los lugareños llamaban el Palatium. Por el camino, Arriaga iba mostrando a su fiel amigo los lugares, tascas y comercios de interés en aquella populosa ciudad que conocía como la palma de su mano. El Languedoc era un lugar cosmopolita, libre y de economía floreciente, que acogía con los brazos abiertos a los mejores trovadores y artistas impregnados por la creciente influencia de la herejía cátara, cuyo ambiente renovador comenzaba a molestar a la poderosa Iglesia católica. Los templarios parecían integrados en demasía en aquel lugar, cosa curiosa, pues se les suponía guardianes en Tierra Santa de la fe de Cristo, cuando era de dominio público que en Tolosa, en Albi y en la propia Carcasona se profesaba la fe cátara, no sólo entre el vulgo, sino entre las familias más preeminentes que, extrañamente, estaban nutriendo las filas del Temple con sus mejores y más jóvenes caballeros. Todo aquello resultaba raro a Arriaga. Pasaron junto a la barbacana del hermoso y sólido castillo y se encaminaron hacia la casa donde se hospedaba De Rossal. El pilluelo que los guiaba se giraba de vez en cuando para asegurarse de que le seguían. Había movimiento en la ciudad, al parecer André de Montbard, uno de los ya legendarios fundadores del Temple, se hallaba en la urbe y se disponía a partir con más de trescientos caballeros reclutados por toda Europa.
Justo cuando llegaban a la calle en cuestión, el sonido de los timbales y las largas trompetas les hizo apartarse. Tres sargentos del Temple con túnicas negras y montando caballos árabes abrían el paso haciendo a un lado a la muchedumbre. Detrás se adivinaba el beassaunt, el pendón que reunía a los caballeros del Temple en combate. La gente gritaba vivas y vítores a los monjes soldados que habían de mantener Tierra Santa en manos cristianas. Enseguida apareció un hombre que vestía túnica y sobreveste enteramente blancas y llevaba la capucha de su cota de malla echada hacia atrás. Tenía el pelo cano, muy corto, y la barba blanca recortada con esmero. Era un caballero bien parecido que montaba un brioso corcel negro. A pesar de que no se engalanaba con gallardetes y que las riendas y arreos de su montura eran más bien sobrios, aquel gentilhombre no carecía de cierto donaire, aunque estaba ya entrado en años.
– ¡Viva André de Montbard! ¡Viva el Temple! -gritaban las comadres y los menestrales que se iban congregando ante tan gallarda comitiva.
Luego pasaron los nuevos caballeros en sus monturas. Iban en fila de a dos y formaban un grupo de más de trescientos, vestían enteramente de blanco y algunos llevaban cosida la cruz en la espalda, el hombro o el pecho. Al parecer iban donde la barbacana, en el castillo condal, a despedirse y rendir tributo a los Trencavel que, curiosamente, protegían descaradamente a los herejes cátaros.
La comitiva era impresionante: muchos jóvenes, algunos entrados en años; la mayoría de aquellos caballeros pertenecía a lo más granado de la Europa cristiana. Había francos, normandos, anglos, sajones, frisones, belgas y germanos. Algunos freires delataban por su tez que su procedencia era más meridional; venían de luchar contra los moros en España. Tras los monjes soldado desfilaba marcial la tropa de sargentos, todos de negro y portando cruces rojas en el pecho a la manera de los cruzados. Eran lo menos doscientos. Luego aparecieron los turcópoles, los guerreros traídos de Oriente que servían al Temple como tropa mercenaria. Iban a caballo, armados con largas lanzas en cuyas puntas colgaba la divisa del Temple, con ligeras corazas de cuero y sobre monturas de pequeño tamaño. Tras ellos iban los armigueros, que retiraban las deposiciones de los caballos y que hacían las veces de escuderos de los templarios. La gente estaba eufórica. Los caballeros iban a Tierra Santa. «¿Estaré a tiempo de partir con ellos?», pensó Arriaga, que no vio a su amigo entre los integrantes del desfile. ¿Habría partido ya? Esperaba que no.
¿Serían ciertas las sospechas de Silvio de Agrigento? ¿Se hallarían ante unos vulgares chantajistas? Era evidente que al Papa y a la Iglesia les interesaba que existieran las órdenes militares. Mantener Tierra Santa en manos de los creyentes suponía un esfuerzo económico y militar insostenible para los Estados cristianos de Occidente. Era lógico que el Papa les beneficiara, aunque, ¿por qué a los templarios y no a la orden de San Juan? Era obvio que existía malestar entre los obispos porque el diezmo había pasado a manos de la orden del Temple allí donde se fundaban encomiendas y eso suponía que los ricos prelados habían visto mermados sus enormes beneficios. ¿Acaso no sería todo cuestión de celos? Arriaga volvió al presente desde sus profundas ensoñaciones.
El gentío se iba disolviendo tras el paso del desfile. Unos volvían a sus quehaceres y otros seguían al cortejo hacia el Palatium. Arriaga supuso que Giovanno y Tomás se encontrarían deambulando por ahí, maravillados ante aquel espectáculo y ante la ciudad misma. Rodrigo y Toribio llegaron en unos minutos a su destino: una amplia casona en una calle estrecha, junto a la muralla, de la que pendía una bandera con los colores del Temple. Rodrigo llamó a la puerta, que estaba cerrada pese a la algarabía que reinaba fuera. Se abrió un ventanuco a la altura de su cara y aparecieron unos ojos grises y escrutadores.
– ¿Quién va? -Se oyó decir a una voz desde detrás del portón.
– Rodrigo Arriaga. Vengo a ver a un amigo, Jean de Rossal. Creo que se hospeda aquí.
El ventanuco se cerró de golpe. Pasó un rato.
De pronto el chirrido del inmenso portón les hizo girarse y contemplar a un tipo alto, espigado y de pelo rojo, cortado al rape, que miraba a Rodrigo.
– ¡A mis brazos! -dijo el recién llegado, que asemejaba una aparición.
Jean de Rossal vestía una suerte de sobreveste blanca ceñida únicamente por un amplio cinturón. Llevaba botas de cuero y se le adivinaba una fina camisola del mismo material tachonada de piezas metálicas. «Siempre listo para el combate», pensó Rodrigo al verle, a la vez que se lanzaba en brazos de su amigo de juventud.
– ¡Qué bien se os ve! -exclamó abrazando al templario, que llevaba una pequeña cruz escarlata junto a uno de sus hombros. Aunque oficialmente debían vestir de blanco, la mayoría de los caballeros se iban sumando a la costumbre de tomar la cruz y llevarla con orgullo sobre la capa y los ropajes, a la manera de los cruzados.
– ¡Cuánto tiempo! -dijo De Rossal-. Pero… ¿qué clase de anfitrión soy? Acompañadme dentro…
Rodrigo hizo un gesto a Toribio y dijo:
– Jean, éste es mi fiel sirviente, Toribio, que nos dejará solos para hablar de nuestras correrías y hará unos recados.
Toribio captó la indirecta y se despidió entre parabienes.
Los dos hombres se adentraron en la casona agarrados del hombro.
– ¡Estáis más gordo, bribón! -dijo el templario amagando un puñetazo al estómago de Arriaga, que lo frenó sujetándole el antebrazo. A Rodrigo le llamó la atención el cambio experimentado por su amigo. Sus viejos bucles habían dejado paso a un pelo cortado a cuchillo casi al rape, al estilo de la gente de armas, y lucía una hirsuta barba que en algunas zonas mostraba alguna cana que otra-. ¡Vino! -ordenó De Rossal dando una palmada como el que está acostumbrado a mandar y ser obedecido.
Un armiguero salió corriendo a cumplir la comanda, mientras los dos amigos entraban en una especie de amplio comedor presidido por una inmensa mesa de nogal rodeada de una amplia bancada. Tomaron asiento.
– ¡Vaya, vaya! ¡Dichosos los ojos! -dijo el templario sonriendo-. ¿Qué ocurre? -añadió comprobando que su amigo lo miraba con aire divertido.
– Nada -repuso Arriaga-. Es sólo que no os imaginaba como… no sé, como un monje guerrero. Os recuerdo más mundano, estáis flaco.
– Todos cambiamos, Rodrigo -contestó Jean sirviendo el vino que había traído el joven criado-. Todos cambiamos. Oí que teníais problemas.
– Sí, con mi rey Alfonso.
– Se decía que os tenía en muy alta estima.
– Demasiada.
– Sí, eso precisamente escuché. Pero yo sabía que gustabais de las buenas mozas, aunque el rey Alfonso, pese a buen guerrero, no fuera tenido por demasiado galante… ya sabéis, con las damas. Salud.
Ambos brindaron.
– ¿Podéis beber vino? ¿Está permitido?
– Rodrigo, estamos celebrando un reencuentro, ¿no? Además, esta no es una encomienda, es una casa de paso, una suerte de albergue para los caballeros y miembros de la orden que viajan de un lugar a otro. Por cierto, no os veo proscrito precisamente…
– No, compré unas tierras en los Pirineos y me oculté. Siempre he contado con buenos amigos en la corte que hicieron que el rey Ramiro retirara los cargos contra mí -mintió.
– ¿Y la excomunión?
– Mi obispo hizo otro tanto.
– Vaya, se puede decir que os volvió la suerte. Algo oí de una moza…
– Murió. Mi Rey la hizo matar.
– No era un buen tipo, la verdad, aunque con nosotros se portó bien. Al morir soltero nos tendría que haber dejado un tercio del reino, pero…
– Entonces apareció el Monje, el hermano, que aceptó el trono e invalidó ese testamento.
– Así es. No nos quiere bien, no. Pero en fin, el caso es que aquí estáis, con la honra restituida y con vuestro viejo amigo.
– Ahora templario.
– Ahora templario, en efecto. Decidí tomar los votos y dejarlo todo. ¿Y qué os trae por Carcasona? Se os ve bien. ¿Algún negocio de la herencia de vuestra madre?
– Quiero unirme al Temple -soltó de pronto Arriaga.
– ¡No! -exclamó Jean de Rossal sin ocultar su cara de satisfacción.
El templario no pudo evitar levantarse y abrazar a su amigo. Un sargento que permanecía de guardia en el pasillo los miró con cara de pocos amigos.
– Dejadnos a solas -dijo De Rossal-. Estas efusiones no nos están permitidas -aclaró a su amigo-. Pero ¿queréis entrar en la orden del Temple? ¡Me tomáis el pelo! ¡No puede ser!
– Sí, sí, de veras. Cuando tuve noticias de que mi caso se reabría y que el rey Ramiro me exculpaba supe que podía salir de mi escondite. Nada me sujeta ya a este mundo, quiero consagrar mi vida a un noble ideal, la defensa de Tierra Santa, y nada tengo que me retenga. Quiero ir a pelear a Jerusalén.
– Un momento, un momento, hermano. Eso no es tan fácil.
– He visto a unos caballeros que partían…
Jean alzó la mano.
– No es tan sencillo -dijo-. Primero debéis pasar un período de prueba. No es problema, yo os avalo, pero como mínimo un año no os lo quita nadie. Luego, ya se verá. Nuestra regla dice que si uno desea ir a Tierra Santa, se le envía a las islas Británicas; que si uno quiere pelear, se le manda a la cocina; que si uno quiere ser escribiente, se le envía a la guerra. Los deseos personales no se cumplen en el Temple, creedme. Lo digo por experiencia.
– Pero yo, yo sólo sé pelear…
– Y espiar. Sois un hombre valioso, Rodrigo. Mis superiores se alegrarán cuando sepan de vuestra solicitud. ¿Tenéis bienes?
– Las tierras de mi padre. He traído los papeles, las donaré a la orden. Yo nada quiero ya de este mundo. Tengo dos caballos de guerra y traigo a dos hombres de armas y un crío que es mi mozo de cuadra.
– ¡Fantástico, fantástico! -exclamó el templario frotándose las manos-. Sois el candidato perfecto, dejadlo todo de mi cuenta. Pero debo advertiros de que el Temple no es un camino fácil, es una forma de vida dura, de entrega.
– Si vos lo habéis podido soportar…
– He cambiado, Rodrigo. Sé que de joven era un crápula y bien es cierto que no aproveché como vos las buenas lecciones de nuestros profesores en París, pero el tiempo hace cambiar a las personas. Como sabéis, mi padre fue uno de los fundadores de la orden.
– Pero entonces… ¿se puede ingresar estando casado?
– La mayoría de los fundadores tenían mujer e hijos. Sí se puede, Rodrigo. Hay hombres casados que profesan votos temporales. Juran servir al Temple durante un año, dos o tres y mantienen durante ese período el voto de castidad. Aunque hay otros que, teniendo esposa, lo abandonan todo e ingresan en la orden. Eso es lo que hicieron los fundadores.
– ¿Y qué ocurre con la esposa?
Jean sonrió.
– Cuando un hombre casado ingresa en el Temple dona al mismo la mitad de sus posesiones.
– ¿Y la otra mitad?
– Queda a disposición de sus legítimos herederos. Algunos, al decidir ingresar, envían a su esposa a un convento.
– Vaya.
– Es lo que hizo mi padre. Al principio no lo entendí, pero luego, en una peregrinación que hice a Tierra Santa acompañado por él mismo y otros compañeros suyos, vi la luz, Rodrigo. Pero insisto en que éste no es un camino fácil, si buscáis la gloria del combate os equivocáis de parte a parte.
– Lo sé. No busco laureles; quiero luchar de manera anónima, como uno más. Vuestra fama os antecede y es lo que más deseo.
Jean de Rossal miró con satisfacción a su viejo compañero y dijo:
– No sabéis la alegría que me dais. ¡A mis brazos, amigo!
7 de mayo del Año
de Nuestro Señor de 1140
A la atención de su Paternidad
Silvio de Agrigento
Estimado señor, os escribo desde la ciudad de Rodez, en cuya posada pernoctamos para recuperar a las bestias y a nos de la fatiga del camino. Como podéis comprobar, la misión -tal y como vos gustáis de llamar a este encargo- ha comenzado con muy buen pie. Mi buen amigo Jean de Rossal se ha mostrado muy feliz con nuestro reencuentro y mucho más con mi decisión de engrosar las filas del Temple. Me siento culpable al comprobar con qué entusiasmo me presenta a sus confreres, que se deshacen en elogios al saber que serví con el Batallador, ya que mi antiguo señor, mi Rey, simpatizaba de veras con esta militia y ellos saben que los quería bien.
Jean es el comendador de una minúscula encomienda situada a apenas una jornada de París, hacia el sur de la urbe. Allí nos dirigimos. Tengo que cumplir un período de prueba, al igual que mis acompañantes, Giovanno, Toribio y Tomás. No he podido contactar hasta ahora con vos porque siempre hemos pernoctado en encomiendas y hospederías de la orden, pero he aprovechado nuestra estancia en esta posada para sobornar a un mozo para que entregue esta carta al cura del pueblo y que él os la haga llegar.
De momento no me permiten lucir la túnica o la sobreveste blanca que visten los milites templi porque estoy a prueba, aunque me consta -según dice Jean- que a las altas jerarquías de la orden les ha alegrado mucho mi incorporación. La cesión de las propiedades de mi padre -si levantara la cabeza- ha supuesto, como dijisteis vos, un retoque perfecto a mi candidatura, un añadido que, por lo que sé, no les ha desagradado. Los recursos que se necesitan para combatir en Tierra Santa son enormes y cualquier aportación es recibida con alegría por la orden. Es curioso, pero en el camino, en todos los pueblos por los que pasamos, hasta en los villorrios más deprimidos, los campesinos nos salen al paso y nos entregan sus pocas joyas, sus exiguas monedas, la cruz de la abuela, trigo, animales… todo para que luchemos contra el infiel y mantengamos en manos pías el Santo Sepulcro de Nuestro Señor. Jean no rechaza ninguna donación por pobre que sea el donante. Parece como si sirviera a un fin superior que no obedece ni repara en las vidas de los insignificantes hombres y mujeres que habitan este valle de lágrimas. Todos los caballeros, sargentos y armigueros parecen imbuidos por ese ideal, que los hace semejar superiores, soldados místicos, monjes guerreros con una sola misión: combatir al infiel aun a costa de sus propias vidas o las de los demás. Viajamos acompañados por cinco sargentos y quince peones, así como por varios armigueros que se encargan de bregar con las bestias y hacer funciones de escuderos de nos, de Jean y otros dos caballeros templarios de la encomienda de Chevreuse que nos acompañan. Uno, de nombre Robert Saint Claire, viene de las islas Británicas y parece gozar de cierto predicamento pese a su juventud. Al parecer, es de familia influyente. El otro, que rondará la cuarentena, es de origen milanés, se llama Gregorio de Bratava y parece tener malas pulgas.
Mi amigo Jean parece entusiasmado y feliz con mi presencia. En parte me hace sentir culpable. Os tendré informado.
Vuestro hermano en Cristo,
Rodrigo de Arriaga