Lorena Saint Claire

A Rodrigo le costó mucho trabajo conciliar el sueño. Tuvo pesadillas de nuevo, veía a Aurora, a Beatrice, a Tomás, a su madre… todos estaban en el infierno y alzaban las manos para que él los salvara. El chirrido de la reja que se abría lo hizo despertar de un salto.

– Tranquilo -dijo una voz de mujer-. Quiero hablar con él a solas.

Era Lorena.

– ¿Qué hacéis aquí?

– No estáis en condiciones de preguntar.

– Cierto.

– Vengo a hablar con vos -dijo ella con un tono muy dulce-. No quiero que sufráis, hacedme caso. Si dijerais dónde se oculta el libro…

– ¿Es eso lo que os trae aquí? Os envían para sonsacarme.

– Eso y vos…

La joven le acarició la cara.

– No sé dónde está.

Lorena Saint Claire le dio una sonora bofetada.

– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó.

– Vaya, ¿es esta que veo la verdadera Lorena Saint Claire?

– No tenéis ni idea de quién soy. Pobre imbécil.

– Así que todo era una farsa.

– ¿Acaso pensáis que es la primera vez que lo hago? Los hombres sois verdaderamente manejables gracias a vuestra lujuria. No pensáis con la cabeza, lo hacéis con el vientre.

– Ya, y yo era peligroso…

– En efecto, sabíamos que los mandamases del proyecto querían eliminar a mi hermano. No podían hacerlo en la Grande Tour de París, eso hubiera provocado un cisma sin precedentes. Así que resolvieron realizar la pantomima de traerlo de vuelta a casa para que luego vos lo mataseis. Os tenía que vigilar de cerca. Por eso os seduje. -Rodrigo sonrió amargamente-. Sólo lo hice por obligación. No podía permitir que eliminarais a mi hermano.

– Pues parecíais disfrutar de veras con esa obligación -repuso él.

– ¿Acaso creéis que no sé que bebíais los vientos por esa puta de la posada? Yo misma la despaché. Murió degollada como un cerdo.

– Hija de puta.

Entonces lo comprendió todo. Supo cuál era la baza que tenía que jugar. Era como jugar a naipes junto al fuego de campamento. A veces sólo tiene uno una buena carta y debe jugársela. Era el momento. Una pequeña luz se abría al final del túnel; era sólo una remota posibilidad, pero debía intentarlo. La última oportunidad. Dijo:

– Vaya, vaya. Entonces supongo que se han restablecido las buenas relaciones entre la familia Saint Claire y el resto del proyecto…

– Así es.

– Y ahora el tesoro será trasladado a Rosslyn como se había planeado en principio.

– ¿Cómo sabéis eso?

– Es mi trabajo, ¿recordáis?

– Mañana saldrán las cajas hacia allá.

– ¿Me permitís una pregunta?

La joven asintió.

– ¿Dónde ha estado guardado el tesoro durante todos estos años?

Ella estalló en una carcajada. Le miró divertida.

– Donde menos se podía esperar. En la misma guarida de la bestia.

– ¿En Roma?

Ella asintió.

– Me asombráis. Un golpe maestro. Si pudiera avisarles… -dijo lanzando el anzuelo.

– No serviría de nada, ya no está allí. -Había picado.

– Claro, claro, estará en el Temple de París…

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? -repuso él-. ¿Dónde lo guardáis entonces?

Ella sonrió.

– ¡Está aquí! ¡En el subterráneo! -exclamó Rodrigo. Ella volvió a reír. Rodrigo pensaba con rapidez.

– Lorena…

– ¿Sí?

– Supongo que si voy a morir, debo ser sincero. Vine a Chevreuse a hablar con Beatrice. Le había dado palabra de matrimonio y creí deberle una explicación. Vine a decirle que había conocido a otra mujer, que os quería a vos… -mintió-. Iba a ir a Rosslyn a por vos. Pensaba que podríamos perdernos y vivir en Irlanda, lejos de todo esto. Pero había un problema…

– Me tomáis por idiota si pensáis que voy a creerme esta estúpida historia.

– Seré sincero, desde que salí de Rosslyn no he hecho otra cosa que pensar en vos, pero había un obstáculo. ¿Cómo iba a desposar a la hermana de Robert Saint Claire si…?

Ella puso cara de no saber de qué hablaba Arriaga.

– Yo maté a Robert, Lorena.

Ella volvió a carcajearse.

– Tengo que confesarlo. He de irme tranquilo a la tumba.

– ¡No seáis imbécil! Mi hermano falleció de muerte natural.

– Cumplí el encargo que me hicieron.

– ¡Mentís!

– Jacques de Rossal y André de Montbard querían que pareciera una muerte natural para evitar conflictos con vuestra familia.

– ¿Olvidáis que yo estaba allí?

– Sí, cuando Robert se ahogaba salisteis del cuarto por encargo mío, ¿recordáis? Os pedí que avisarais a las criadas para que me trajeran mi bolsa… -Ella guardó silencio repasando mentalmente los hechos-. Sí, sí, pensad, me quedé a solas con él durante unos instantes, se ahogaba. Tomé un cojín y le tapé la cara. Estaba a punto de asfixiarse ya, así que no tuve que presionar mucho… fue rápido.

Ella abrió los ojos como el que ve la verdad. Entonces volvió a pensarlo y dijo:

– No os creo.

– Sabéis que es cierto. Es fácil de comprobar. ¿Por qué creéis que me hicieron partir de inmediato sin poder asistir al entierro? Además, me dieron una bolsa de monedas de oro por el trabajo. Haced averiguaciones. Iban a eliminarme en La Rochelle, rápidamente, para que no pudierais averiguar nada sobre ese horrible crimen.

– ¡Hijo de puta! -gritó ella dándole un puñetazo en su tumefacta nariz.

Rodrigo soltó un alarido de dolor. Ella comenzó a caminar por la celda.

– ¿Cómo no me había dado cuenta? ¡Os querían eliminar en La Rochelle! Nada más bajar del barco, claro… era raro… sin tortura… sin averiguar nada… ¡Malditos hijos de puta! Juro que pagarán por ello.

– Lorena, os amo… ¿podréis perdonarme?

Ella le miró sorprendida. Al menos había logrado confundirla lo suficiente como para albergar esperanzas. Faltaba un último empujón.

– Yo también los odio, ¿sabéis? Daría lo que fuera por vengarme de lo que le hicieron a Toribio y a Tomás… Los quiero muertos como vos. A Jacques, a André, a Jean.

– Jean parte mañana por la tarde hacia La Rochelle. Ha de coger el barco que le llevará a su destierro al otro lado del Atlántico.

Quedaron en silencio. Se escuchaba el aullido del viento.

– Yo podría eliminarlos por vos. Sería fácil, nadie podría culparos. El reo que escapa y los mata, una pérdida… pensadlo.

– Sabrían que yo os he dejado escapar…

– No -dijo él-. Puede arreglarse.

Ella le miró atentamente.

– Ahí fuera, en el pasillo, sobre el banco, hay un pequeño saco. Buscad entre mis remedios, hay un receptáculo que contiene una cápsula de hierro. Cabe en una mano. Necesito que me la deis. Eso y una daga. Es la mejor forma de hacerlo. Nadie os podrá culpar.

– No permitiré que os suicidéis.

– No, no, confiad en mí. ¿Queda algún otro preso en las mazmorras?

– Un paisano del pueblo, un timador.

– Será un golpe maestro. Sé que es difícil, pero dejadme redimir mi pena. Os amo, dejadme hacerlo por Robert, por vos, luego haced lo que queráis conmigo.

Lorena parecía pensárselo. Salió de la celda y pasó un rato. Volvió con algo en las manos.


Jean entró en la celda como una furia. No podía creerlo.

– ¡Idiotas, ineptos! -gritó golpeando a sus hombres con su vara-. ¿Cómo no lo habéis vigilado? ¿Dónde está?

– Se ha estrellado contra las rocas -dijo el carcelero sangrando abundantemente de una brecha en la cabeza.

– Llamad al médico. ¡Rápido! ¡Rápido!

– Es inútil, ha muerto -contestó el esbirro.

Jean llegó al fin del pasillo y se asomó por la ventana. Abajo, en posición antinatural, yacía el cuerpo de Rodrigo Arriaga. Ni siquiera la llegada de Jacques de Rossal y André de Montbard calmó al comendador, que comenzó a golpearse la cabeza contra el muro.

Pudieron sujetarlo entre varios. Lloraba desesperado. Estaba fuera de sí.

– ¡Era lo único que me quedaba! Mi venganza antes de partir al destierro…

Jacques de Rossal se acercó lentamente y dio una bofetada a su hijo.

– ¡Basta ya! -bramó.

Todos se miraron asustados por la humillación que había sufrido el dueño de la encomienda. Se sabía que partía a un destierro por haber sido engañado por el espía, pero aquello era demasiado. Jean miró a su padre con odio. Entonces André de Montbard se le acercó y lo miró con fiereza, sin decir palabra.

El comendador bajó la mirada y al instante pidió disculpas. Lo soltaron.

Un individuo de aspecto exótico, piel oscura y que lucía un extraño turbante llegó al pasillo. Era el médico de confianza de Lorena y los prebostes.

– Vuestro hombre ha muerto. Vengo de examinar el cuerpo, se reventó la cabeza contra las rocas.

– ¿Cómo pudo escapar? -dijo Jacques de Rossal mirando al carcelero.

– Se abalanzó sobre mí y me golpeó cuando iba a entrarle su comida. Cuando iba a levantarme vi que iba hacia la celda del paisano ése que teníamos al fondo, el timador. Perdí el conocimiento.

– Esto es una negligencia -protestó Jean.

De Montbard y Jacques de Rossal miraron a Jean como inculpándole.

– ¿Quién despachó al timador? -dijo el galeno árabe mirando al otro preso, que yacía inmóvil al fondo con una gran herida en el estómago.

– Yo -habló Lorena-. Había bajado a intentar convencer a Rodrigo y los sorprendí. Ése desgraciado se echó sobre mí y le clavé mi daga. Di la alarma y Arriaga corrió hacia la ventana del fondo, intentó descolgarse por las rocas pero resbaló.

Jean de Rossal dijo:

– Esto no ha sido culpa mía.

Entonces su padre, Jacques, se arrebujó bajo su blanca capa y sentenció:

– Hijo mío, no lo estropeéis más. Desde que se inició este negocio no habéis dado una a derechas. Me alegro de vuestra partida. Intentad reorientar vuestro espíritu en el Nuevo Mundo y quizá dentro de unos años, cuando todo esto se haya olvidado, podáis volver. Mientras tanto, preparad vuestras cosas, partiréis de inmediato. El otro libro ha escapado definitivamente de nuestras manos. Tomad el cuerpo de Arriaga. Llevadlo con el otro muerto. Esta noche se les enterrará en el cementerio del pueblo. Andando.



Una horrible sensación de ahogo lo despertó del profundo letargo en que se hallaba. Se estaba ahogando en su propio vómito. Su mente reaccionó a tiempo y ladeó la cabeza. No podía levantarse. Tosió y logró respirar. ¿Dónde estaba? Esperó un rato. Tiró hacia arriba de un brazo y sintió que sus ropas se rasgaban. Buscó la daga en la parte trasera de su calzón y con ella, tanteando, arrancó los otros tres clavos que mantenían sujetas sus ropas a la tabla. Buscó en la oscuridad y, palpando el muro, llegó a una puerta. La abrió con cuidado y vio algo de luz. Salió al pasillo. Estaba en el pabellón principal de la encomienda. Tomó una palmatoria de la pared y volvió sobre sus propios pasos al cuarto de donde había salido. Allí estaba el cuerpo de Tomás. Contempló el rostro desfigurado por la tortura del pobre joven y lloró amargamente por él. Volvió a sentir náuseas y vomitó de nuevo. Al fondo de la estancia yacía el cuerpo del timador, con las ropas de Arriaga y la cabeza reventada tras el choque con las rocas. Había sentido tener que arrojarlo por la ventana, pero era su vida o la del otro, y no había duda.

Echó un vistazo de nuevo al pasillo y salió. Subió hacia la primera planta con tiento, sin hacer ruido. Si el tesoro estaba en Chevreuse debía de haber guardias por todas partes. Salió al camino de ronda de la muralla. Hacía mucho frío. Vio la figura de un guardia que se perfilaba sobre la luna. Se acercó con cuidado a él y sujetándole la frente con fuerza con la zurda, lo degolló con la diestra. Tomó su ballesta, su espada y su pequeña hacha. Se dirigió al otro pabellón, entró y subió al segundo piso. Oyó voces tras la puerta del aposento reservado a las visitas ilustres. Se preparó. Empujó la puerta de un golpe y entró en la estancia. Jacques de Rossal estaba sentado junto al fuego, con la cabeza apoyada en una columna de madera. Parecía cansado y permanecía con los ojos cerrados mientras hablaba con su amigo André. La saeta que salió de la ballesta zumbó por la habitación y se incrustó profundamente en su frente, De Ros-sal quedó inerte, con los ojos abiertos, y clavado en la recia madera.

André de Montbard se quedó petrificado un instante, mirando a Arriaga.

– ¡Vos! -dijo-. ¡Si estáis muerto!

La daga voló clavándose en su pecho. Rodrigo se le acercó lentamente y recuperó el puñal tirando hacia sí del mismo. Entonces golpeó con su rodilla la entrepierna del ilustre fundador de la orden, que se dobló como un junco. Cogiéndolo por el pelo pasó la daga por su gaznate suavemente y continuó andando hacia la estancia contigua. André de Montbard quedó agonizando en el suelo. Gorgoteaba, desangrándose como un cerdo.

Arriaga atravesó el otro cuarto y tras abrir una recia puerta de roble cruzó un largo pasillo. Llamó a otra puerta que al instante abrió Lorena Saint Claire.

– Está hecho -dijo él entrando.

– Estáis horrible, parecéis un muerto.

– No me jodáis -dijo él apoyándose con la espada en el suelo a modo de bastón. Vomitó algo de color verde.

– ¿Están muertos? -preguntó ella.

– Os he dicho que estaba hecho, ¿no?

– He preparado algo de vino para brindar -dijo ella señalando una pequeña bandeja de plata con dos pequeñas copas.

– ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Es más de medianoche.

– ¿Y Jean?

– Partió esta tarde hacia La Rochelle.

– ¿Lleva escolta?

– Cuatro sargentos. Bebed algo, os hará bien. Parecéis un pordiosero con las ropas del timador. Estáis verdoso. No todos los días se vuelve de la muerte.

Él se sentó delante de las dos copas. Estaba muy cansado.

– ¿Tenéis algo de comer?

– Unos frutos secos -dijo ella girándose hacia un aparador donde había una fuente con nueces y pasas.

Rodrigo hizo girar la pequeña bandeja de plata cambiando los vasos de sitio sin que ella le viera.

– Pero primero, brindad -repuso ella dejando el plato sobre la mesita, junto a las copas.

Alzaron los vasos.

– Por la venganza -dijo él.

– Por la venganza -añadió ella.

Bebieron. La joven preguntó:

– ¿Cómo lo habéis hecho? Debo confesar que no creía que pudierais conseguirlo.

– No ha sido una experiencia agradable, creedme. Es una vieja receta que me preparó un médico árabe en Toledo. Hace muchos años de aquello y me costó una verdadera fortuna. Según decía él, el polvo que ingerí este amanecer y que produce una muerte aparente, capaz de confundir a cualquier médico, fue ingerido por Jesucristo para engañar a los romanos y que le bajaran de la cruz. Como veis estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de blasfemias… pero el caso es que es efectivo.

– ¿Y qué contiene?

– Nunca me reveló la receta exacta pero sé que hay huesos de animales, algunos venenos de serpientes del África y una toxina de un pez traído de más allá de la India, el pez globo.

– Nunca oí hablar de él.

– No os acostaréis sin aprender algo nuevo. ¿Qué veneno había en mi copa?

Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él sonrió. Lorena miró la bandeja. Comprendió.

– Sois bueno -dijo-. Habéis girado la bandeja y he bebido…

– Era evidente que no os interesaba dejarme vivo.

– Bastardo -repuso Lorena.

Entonces se dobló, atravesada por un profundo dolor.

– Es por Beatrice. Mi venganza.

Ella levantó la vista y lo miró implorante.

– Parece doloroso. Sólo tendréis la muerte que me habíais preparado -dijo él-. Beatrice era una joven inocente, trabajaba en la posada de su padre y no sabía de estas conspiraciones. No debíais haberla matado. Sé que ahora os arrepentís.

Comenzó a registrar la habitación ajeno a la agonía de Lorena, que emitía pequeños gemidos de dolor.

– ¡Aquí! -dijo Rodrigo sacando una llave de un pequeño arcón-. ¡Fantástico!

Entonces se acercó a ella, que yacía junto a una cortina, moribunda; un hilillo de sangre resbalaba de su boca y caía hacia un lado de su bello rostro. Se arrodilló junto a aquella pérfida mujer y le dijo al oído:

– Ah, se me olvidaba… Yo no maté a Robert, murió de manera natural. Os mentí.

– Hijo… de… puta… -le pareció oír que murmuraba mientras él abandonaba la cálida estancia.


Salió al exterior y bajó al patio. Tenía que darse prisa. Llegó a la muralla norte y luego a los calabozos. No había nadie de guardia, pues ya no quedaba allí preso alguno. Sacó la llave de Lorena y abrió la puerta que daba acceso al recinto secreto. Escaparía desde allí por el túnel que llevaba a la iglesia del pueblo. Cuando iluminó la pequeña estancia con la antorcha que portaba, quedó boquiabierto, pues estaba repleta de papeles, cajas y pergaminos.

El tesoro. El legado. Tenía que salir de allí a toda prisa si quería alcanzar a Jean de Rossal. Sólo había un pensamiento en su mente: venganza.

A pesar de ello no pudo evitar que la curiosidad lo hiciera detenerse un momento. Allí estaban los miles de documentos que el Temple había hallado bajo la mezquita de Al-Aqsa. Aquellos papeles les harían invencibles, conocerían secretos, armas, que les harían imponerse a toda la humanidad. Los odiaba. Habían matado a Tomás, a Toribio, a Beatrice…

Había miles de pergaminos, cajas añosas a punto de reventar con papiros en hebreo. El tesoro. Los secretos de una cultura antigua que se perdía en el tiempo, cuando los hombres veían la cara de Dios. La cara de Dios.

¿Podría hacerle llegar un mensaje al sustituto de Agrigento?

Imposible.

Además, aunque lo consiguiera, aquellos desalmados cambiarían el tesoro de sitio antes de que Roma pudiera hacerse con él.


Reparó en una caja de mayor tamaño. Tomó una lámpara de aceite de la pared y la colocó junto al cofre. La encendió. La caja era de roble y estaba adornada con pan de oro en los lados. Era pesada y apenas pudo moverla, pese a que no era demasiado grande. En aquella caja habían guardado las tablas, sin duda. En ausencia del Arca, aquel era el continente de las losas sagradas. La forzó haciendo palanca con la espada y fue sacando unos pesados volúmenes que había dentro, para hallar una bolsa aterciopelada que contenía algo pesado. La extrajo y se dispuso a abrirla.

– Aquí hay luz. ¡Venid! -exclamó una voz desde la galería de los calabozos.

Cuando se dio cuenta tenía a un templario tras de sí. No lo conocía. Sería nuevo en la encomienda. Rodrigo se dio prisa, golpeó el rostro del otro con la guarda de la espada y empujó la puerta, cerrándola de golpe.

– ¡La llave, la llave! -escuchó decir al otro lado.

El joven templario que había entrado en el cuarto acertó a levantarse y lo atacó con su daga. Arriaga lo atravesó de parte a parte con su espada y el otro se dobló como un junco apoyándose sobre él. Estaba muerto.

Le costó zafarse de su abrazo, así que le empujó con fuerza sacándole el hierro del cuerpo. El templario cayó con estrépito sobre el arcón reventando la lámpara de aceite. Su cuerpo y sus ropas prendieron como una tea. La inmensa caja que había contenido las tablas comenzó a arder y los pergaminos adyacentes se incendiaron inundándolo todo con mil lenguas de fuego. El sonido de la llave girando en la cerradura le hizo volverse, la puerta se abrió y vio cómo un pie y una mano se asomaban. Volcó unas cajas obstaculizando el portón. Detrás de él la estancia ardía. Tenía que salir de allí cuanto antes. Arrojó su antorcha a las cajas que obstaculizaban el paso tras la puerta y, esquivando las enormes llamas del arcón, huyó por el pasadizo. Volvió a por la bolsa de terciopelo.

– ¡Se queman los pergaminos, se queman! ¡Agua, por Dios, traed agua! -escuchó gritar tras la puerta.

El enorme resplandor que dejó tras de sí le hizo saber que aquella sabiduría robada del Templo se perdía para siempre. Debía darse prisa o le alcanzarían antes de salir de la iglesia del pueblo. Al menos el fuego los mantendría ocupados. Salió de la iglesia caminando junto a los muros, entre callejones. Nada. Ganó la oscuridad de los huertos, luego el bosque, y corrió hasta el pueblo más cercano, Saint Remi. Allí despertó al posadero, que al ver un sueldo de oro le ensilló su mejor caballo: un potro negro y brioso con el que voló hacia La Rochelle en mitad de la noche.

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