Mayor ignoratum rerum est terror [10]

– ¿Y no os pareció sospechoso? -preguntó Silvio de Agrigento tras escuchar los detalles de la ceremonia de iniciación.

Rodrigo de Arriaga contestó:

– No, Jean tiene una explicación para todo.

– ¡Por Dios, Rodrigo! ¿Negar a Cristo os parece normal?

– Parecía lógico; para ser como Pedro, el apóstol… era un símbolo…

El de Agrigento se tocó la barbilla con la diestra pensando y añadió:

– Y eso de «¡ha resucitado!», ¿qué sentido tiene? Esto resulta herético, sin duda. ¡Herético! ¡Negar a Cristo! Hay que acabar con esos malditos herejes, pero cada cosa a su tiempo, claro… Calma, calma. Tienen amigos poderosos.

– Sí, como Bernardo de Claraval.

– En efecto.

– Jean me contó que el Papa le debe la tiara a Bernardo.

– Y es cierto.

– Eso explica la bula Omni datum optimi -repuso Arriaga como el niño que se sabe la lección.

– ¿Y la conversación de Inocencio II en privado con el Gran Maestre?¿Y los gritos que escuchamos desde fuera? ¿Cómo explicáis que Su Santidad se encerrara luego a solas sin querer ver a nadie? ¿Y la fiebre cerebral que le aquejó esa misma noche? ¿Qué sentido le veis a que lo primero que hiciese tras recuperarse fuera dar las órdenes precisas para que se redactara esa bula? Yo os lo diré: el chantaje, un burdo chantaje.

– Sí, puede ser. No digo que no.

Entonces Rodrigo le contó la alusión que Robert Saint Claire había hecho a «las familias» y a un «proyecto».

– ¿Qué familias? ¿Qué proyecto?

– Eso mismo le pregunté yo.

– ¿Y qué dijo?

– Incoherencias. Además, entró gente en el cuarto.

– ¡Vaya! -dijo el de Agrigento haciendo chasquear sus dedos con fastidio-. ¡Familias! ¿Qué familias? El joven Saint Claire podría sernos útil.

Rodrigo tomó la palabra y repuso:

– He hecho algunas averiguaciones al respecto de lo de las familias. Jean me explica todo al detalle. Ve con agrado mis preguntas, pues cree que quiero progresar en la orden. Dice que hay «grandes planes para mí».

– Pero ¿no sospechará de vos? Mataron a Giovanno.

– No lo sabemos seguro. Puede que su muerte fuera natural. Además, Jean me tiene en alta estima y me está convirtiendo en su mano derecha. Eso me da libertad de movimientos para entrar y salir de la encomienda a cumplir con sus recados. Como decía, he hablado largo y tendido con él, y es muy fácil leer entre líneas en la historia que cuenta. Me preguntabais por las familias, ¿no? Bien, pues he averiguado que teníais razón y que hay un espeso entramado, una red de complejas relaciones que une a las familias de los más importantes miembros del Temple. Esta red llega hasta Bernardo de Claraval. Nada es casual. Mirad, Bernardo era un joven de origen noble, conde de Fontaine, que un buen día decidió entrar en el Císter, lo que alarmó sobremanera a su familia, de tal modo que hasta su propio hermano se lo reprochó. Vamos, que se lo quitaron de la cabeza. No obstante, unos años después, así, de pronto, se presentó con nada menos que treinta y cinco familiares directos para ingresar en la orden. ¡Y uno de ellos era su propio hermano!

– Treinta y cinco… vaya. ¿Y el hermano era el mismo que…?

– En efecto, el que no quería que Bernardo entrara en la orden. ¿Qué puede llevar a treinta y cinco varones de una familia noble, de lo más granado de Francia, a entrar en una orden monástica? Esto me lo cuenta Jean como prueba de la iluminación que Bernardo proyecta sobre los que le rodean, pero yo creo que hay que ver más allá. Hasta aquí me seguís, ¿no? -Al ver que su interlocutor asentía, el templario continuó-: Bien, poco después, Hugues de Champagne, uno de los hombres más ricos y poderosos de Francia, dona al mismísimo Bernardo unos terrenos en el Valle de la Luz, en Clairvaux, donde aquél, acompañado de sus acólitos, funda el monasterio del mismo nombre; en mi idioma, Claraval. Curiosamente, el obispo de la diócesis lo nombra abad. El propio Hugues de Champagne está metido de lleno en el negocio, pues primero hace que un joven imberbe como Bernardo llegue a abad, así porque sí, a los veintipocos años. ¿De acuerdo? Y luego… ¿recordáis a Hugues de Payns?

– Claro, primer Gran Maestre del Temple, el fundador, amigo de Henry Saint Claire, padre de vuestro compañero Robert.

– El mismo. De Payns era vasallo de Hugues de Champagne. ¿Casualidad? Hugues de Payns era un noble de rango medio, no excesivamente rico. ¿Sabéis quién era su señor? ¿A quién tributaba?

– Al mismísimo Hugues de Champagne, el benefactor de Bernardo de Claraval -acertó Silvio de Agrigento.

– Pues sí, ¡qué casualidad! Los dos, Bernardo y el fundador del Temple, dependían de él. ¿Y qué tiene que ver Hugues de Champagne con el Temple? Al ser el señor de Hugues de Payns, ambos viajaron juntos en la cruzada junto a Henry Saint Claire. Luego De Payns y Hugues de Champagne, o sea, el deudor y su amo, fueron hasta tres veces más a Tierra Santa. Está claro que algún negocio tenían allí. Hugues de Payns fundó el Temple con otros ocho caballeros y su señor lo favoreció y le hizo grandes donaciones. Como sabéis, pasaron nueve años sin aceptar a nadie, sólo a un tal Fulco de Anjou, hombre poderoso también. Y apenas un tiempo después, ¿sabéis quién solicitó entrar en la orden como simple caballero?

Silvio de Agrigento puso cara de no imaginar quién, por lo que Rodrigo soltó de sopetón:

– ¡El mismísimo Hugues de Champagne! ¿Qué os parece?

¡El hombre más rico de Francia lo deja todo e ingresa en una orden monástico-militar para ponerse a las órdenes de su siervo Hugues de Payns!

– ¡Qué raro!

– En efecto. Jean me cuenta esta historia como ejemplo de voluntaria renuncia, de humildad, de pobreza, pero yo veo algo más. Es decir: un hombre inmensamente rico crea un mito, Bernardo de Claraval, y a continuación apoya, también con sus dineros, la fundación de una orden militar. Dicha orden requiere de un apoyo teológico para ser reconocida por el Papa: necesita una regla y entonces, en ese momento… ¿quién aparece?

– Bernardo de Claraval. Está clarísimo. ¡Lo tenían todo preparado! Manus manum lavat. [11]

– En efecto.

– De acuerdo. Todo está claro. Hugues de Champagne favoreció a Bernardo, luego a su siervo De Payns y, después, Bernardo legitimó al Temple ante el papado.

– No, no, aún hay más -dijo Rodrigo.

– ¿Más?

– Otro de los fundadores del Temple era André de Montbard.

– ¿Sí?

– Que es tío de Bernardo de Claraval.

– ¡Acabáramos!

– Es una red: Montbard, Bernardo y sus parientes, Hugues de Champagne, De Rossal (el padre de mi amigo Jean), los Saint Claire y por supuesto Hugues de Payns. Intrigan, ascienden, nombran papas…

– Sí, sí, está claro, pero ¿qué pretenden? -se preguntó Silvio de Agrigento.

– No lo sé, pero algo grande, seguro.

Quedaron en silencio y el cura sirvió más vino.

– Bien, bien -dijo-. Veamos, de momento lo más prudente es que continuéis igual: siendo un aprendiz perfecto para vuestro Jean. Cumplid sus órdenes e intentad progresar en la orden. Deberíais averiguar qué era esa «cosa» que vio Giovanno y cuál fue la causa de su muerte. Sea lo que fuere lo que había en ese saco, provocó que reforzaran vuestra comitiva con nueve caballeros. Debéis averiguar de qué se trata, es obvio que es importante. Por otra parte, lo de renunciar al crucifijo, y el «ha resucitado», son aspectos que deberíais ir tratando con Jean poco a poco.

– ¿Y lo de los sabios judíos?

– Es otro misterio. Sin duda los necesitaban para traducir o descifrar textos antiguos, algo que hallaran en el Templo de Salomón.

– Creo que nunca llegaremos a entender nada.

– Tened paciencia Rodrigo, tened paciencia. Nos encontramos ante algo grande, muy grande. Vamos a tardar años en averiguar lo que ocurre aquí. Sabed que el Temple es, hoy por hoy, muy poderoso. ¿Qué os parecieron sus instalaciones de París?

– Sencillamente impresionantes.

– No sabemos de dónde sacan tanto dinero. Hay quien comienza a rumorear que han dado con el secreto de la alquimia; no tiene otra explicación. Se han convertido en banqueros. Podéis depositar una cantidad de dinero, digamos, en París, y ellos os dan un pagaré. Luego acudís a cualquier encomienda del Temple, por ejemplo en Jerusalén, y os devuelven vuestro dinero. Así se puede viajar sin el riesgo que supone llevar grandes cantidades de oro. Además, son prestamistas. Creo que el mismísimo rey de Francia les debe un capital.

– Vaya.

– Progresad, haced lo que podáis, amigo.

– Debo irme. Dentro de poco tocarán a maitines.

– Id con cuidado.

– Lo haré.


Rodrigo inició de inmediato sus pesquisas. Decidió que lo primero que tenía que averiguar era qué habían traído de París en aquel cofre. Jean se había puesto muy contento al recibir el baúl. ¿Qué contenía?

Concluyó que lo mejor era preguntarle directamente. De hecho, el no haber mostrado curiosidad por ello podía parecer más sospechoso aún. Jean acostumbraba a dar un paseo a caballo por el valle todos los días, al atardecer. Le gustaba que los lugareños sintieran que vigilaba sus tierras, ya que era un señor duro y despiadado cuando se hacía necesario. De hecho, los tres paisanos que habían asaltado la posada enfrentándose a Rodrigo habían tenido que escapar, pues el comendador había ordenado que se les ajusticiara por haber levantado la mano contra un noble.

Por otra parte, el cura que había provocado la desgracia de Robert Saint Claire había muerto desnucado. Qué oportuna muerte…

Rodrigo sabía que bajo sus maneras amables Jean de Rossal escondía un talante duro y despiadado. Al comendador le agradaba que Rodrigo lo acompañara a todas partes. El aragonés se estaba convirtiendo en una suerte de secretario de Jean, que delegaba en él más y más funciones.

Una tarde, aprovechando sus largas conversaciones en los paseos a caballo al caer el sol, Rodrigo le preguntó:

– Jean, ¿qué contenía el cofre que trajimos de París?

El comendador sonrió.

– Me extrañaba que no me hubierais hecho esa pregunta.

– Me habéis enseñado a obedecer sin preguntar.

– Bien dicho, hermano. Pues contenía algo muy valioso.

– Lo imagino.

– Es algo… muy querido para nosotros.

– ¿Un Cristo?¿Una Virgen?

De Rossal rio a carcajadas.

– No, Rodrigo, no era un Cristo. Es algo que ahora no podéis conocer… no estáis preparado.

– Quiero saber, Jean, quiero conocer.

– Las cosas no son sencillas. El camino de la iluminación no es fácil. Se necesita ir poco a poco, que un maestro os guíe.

– Estoy dispuesto a ello.

– No me cabe duda, Rodrigo.

– Tengo treinta y siete años, no soy un niño.

– Sí, pero habéis de tener paciencia. Estáis llamado a grandes cosas.

– ¿Relacionadas con el hebreo?

– Siempre fuisteis muy perspicaz. Sí, en parte.

– Recuerdo que me dijisteis que mis conocimientos de hebreo podían ser útiles a la orden, pero debo deciros que temo haberlo olvidado. La falta de práctica.

– No necesitareis mucho tiempo para poneros al día, seguro.

– Pero necesitaré un maestro. Y que sea bueno. ¿Tiene la orden maestros que puedan enseñarme el idioma de los judíos? -preguntó pensando en los siete sabios desaparecidos diez años atrás. Quizá con esa excusa lograría averiguar su paradero.

Jean pensó por un instante.

– La orden, no. Pero unos buenos amigos, sí.

– ¿Quiénes?

– El Císter. Cuando Bernardo de Claraval fundó su monasterio en Clairvaux se dedicó a estudiar numerosos textos hebraicos ayudado por célebres sabios judíos. Creo que dichas lecturas fueron traídas por Hugues de Champagne desde Tierra Santa, tras la cruzada.

– ¿Y de eso hace…?

– Pues, tras la Cruzada. Unos veinticinco años.

Rodrigo pensó que aquellos sabios no eran los desaparecidos hacía diez años y que los documentos no podían ser los hallados en el Templo, pues se encontraron más tarde, en 1128.

– Gracias a sus lecturas sobre enseñanzas hebraicas, Bernardo alcanzó un alto grado de iluminación espiritual. Creo que en Clairvaux siguen contando con buenos maestros de hebreo. Mirad, Rodrigo, se me ocurre una idea: intentaré que podáis ir allí. Cursaré las solicitudes pertinentes.

– ¿Nunca hemos contado con la ayuda de buenos sabios judíos? -se arriesgó a preguntar Rodrigo-. Me refiero al Temple.

– No, no, creo que en eso siempre nos ayudó el Císter.

Era evidente que si en algún sitio se sabía algo de los siete desaparecidos, aquel lugar era Clairvaux. Podía ser una buena oportunidad. No perdía nada por intentarlo.

– Jean, ¿y el objeto?

– ¿Sí?

– El que traje de París.

– No os lo puedo decir ahora, pero pronto lo sabréis. Os lo merecéis, sin duda. Seréis un iniciado. -Y con esa enigmática frase dieron por terminada la conversación.


Durante las jornadas siguientes, Rodrigo volvió a emplearse a fondo para ser un buen templario. Silvio de Agrigento le había insistido en que no debían verse, pues era algo que podía perjudicar a la misión, así que una vez por semana bajaba a la posada y entregaba una carta a Beatrice, que la joven hacía llegar al secretario de Lucca Garesi.

Tras el toque de maitines, los caballeros, semivestidos, acudían a la pequeña capilla donde rezaban treinta padrenuestros; después, iban a las cuadras a dar de comer y cuidar personalmente a sus caballos de combate, para luego descansar un poco antes del amanecer. Ése era el momento que solía aprovechar Arriaga para bajar a toda prisa a la posada y entregar el informe a la joven. Ella aparecía en camisón, sin ponerse siquiera una manta o un chal por encima, por lo que Rodrigo adivinaba el perfil de sus tersos pechos tras el inmenso escote rematado en una especie de lazo que cada vez anhelaba más desatar. Solía abrirle por la puerta trasera, con el pelo alborotado y los ojos verdes brillando a la luz de la palmatoria que sostenía en su mano. Olía muy bien. Gracias a ella fue reparando lentamente en que llevaba muchos años sin estar con una mujer.

El templario comenzaba a preguntarse qué hacía allí. Era libre para volver al Pirineo a cuidar de sus tierras y sus animales. Aurora descansaba en paz. Silvio de Agrigento le había dicho que era libre, que podía ausentarse cuando quisiera. ¿Por qué se sometía a aquel riguroso régimen de vida que asfixiaría al más pío de los santos? La verdad era que el reverendísimo Lucca Garesi y su secretario habían mostrado una generosidad que lo había conmovido. Era evidente que no les interesaba contar con agentes poco convencidos de su misión, así que, tras la muerte de Giovanno, habían decidido prescindir de sus servicios. O era eso o que eran muy inteligentes, porque su generoso gesto para con Aurora, añadido a la muerte de Giovanno, había provocado que Arriaga se implicara de nuevo en la misión al sentirse en deuda con ellos. Y de veras.

En el fondo tenía que reconocer que si no volvía a casa no era sólo por lo de Giovanno o porque hubieran cumplido su parte del trato con Aurora. Debía admitir que había recuperado las ganas de vivir gracias a aquella misión. Había vuelto a experimentar la emoción, la zozobra de sus días de espía, el aroma del riesgo. Y eso le gustaba. Además, allí había muchas cosas raras. Se sentía intrigado.

¿Podía esa «cosa» haber matado a un tipo robusto como Giovanno? ¿Qué era? ¿Cómo podía un objeto inerte asesinar a alguien? ¿No habría muerto de muerte natural? Quizá por el miedo, por la sugestión…

Luego estaba su ceremonia de iniciación: aquellas extrañas frases… La negación de Cristo… «¡Ha resucitado!»… Por no hablar del misterio de los siete sabios judíos desaparecidos. Según dijo Jean, los hermanos del Císter, o sea, Bernardo y sus acólitos, ya habían estado traduciendo textos hebraicos desde 1115, año de la fundación de Clairvaux, luego, ¿por qué habían secuestrado a siete sabios en 1130, varios años después? Quizá los caballeros templarios habían dado con algo en las ruinas del Templo que no podían traducir los judíos que ayudaban a Bernardo en Clairvaux, o con algo secreto. Sí, eso era. Secreto.

Jean también había explicado que antes de eso Hugues de Champagne y su entonces siervo, Hugues de Payns, habían traído escritos judaicos tras la cruzada, antes de fundar la orden. La mente afilada y analítica de Rodrigo comenzó a imaginar una secuencia de acontecimientos: una serie de familias del Occidente cristiano tienen un «proyecto» relacionado con el Templo de Salomón. Hugues de Champagne, hombre rico y poderoso, construye un monasterio al joven Bernardo, que previamente se ha encargado de entrar en el Císter con más de treinta acólitos. Bernardo y sus monjes traducen multitud de escritos salidos de no se sabe dónde. Quizá los tenían aquellas familias. Posteriormente, Hugues de Champagne acude a Tierra Santa acompañado de su deudor, Hugues de Payns y de otros miembros de la conspiración como Henry Saint Claire. Van y vienen varias veces de Palestina, inspeccionan el terreno y traen más documentos para los cistercienses y sus sabios judíos. Luego Hugues de Payns funda el Temple y consigue que los emplacen en las caballerizas del palacio, o sea, sobre el antiguo Templo de Salomón. Excavan y a los nueve años hallan algo, lo traen a Europa y entonces ¡secuestran a siete sabios judíos! ¿Por qué? ¿Y por qué no utilizar a los colaboradores que Bernardo ya tenía en Clairvaux? Evidentemente, porque aquello suponía un gran secreto. ¿Dónde estarían aquellos sabios? Muertos, sin duda. Si los siete sabios hubieran descifrado algo grande, lo normal hubiera sido eliminarlos. Claro, eso era: estaban muertos. Era obvio que algo habían hallado. El Temple era rico y parecía extorsionar hasta al mismo Papa, pero ¿qué era lo que sabían?

Rodrigo se proponía averiguarlo. Como decía Silvio de Agrigento, aquel era un trabajo a largo plazo. Tardaría años en poder ascender en la orden, en llegar a cotas de responsabilidad tan altas como para saber la verdad, pero no le importaba. Ahora se trataba de un reto personal. Se sabía valioso.

Por ejemplo, en la misma encomienda de Chevreuse, todos los caballeros excepto Jean eran analfabetos. Rodrigo hablaba varias lenguas e incluso chapurreaba el árabe. Además, había luchado contra el moro en la península, nada menos que a las órdenes de Alfonso I el Batallador, uno de los monarcas más queridos por el Temple. Por si todo esto fuera poco, era amigo personal de Jean de Rossal, que le tenía en alta estima; se había ganado la amistad del joven Robert Saint Claire y además le había salvado la vida actuando con suma discreción en el asunto de la posada y el traslado del reo a París. Sí, tenía un brillante futuro en la orden y debía tener paciencia, mucha paciencia.

Sumido en estos y otros pensamientos, llegó donde la posada. Era noche cerrada. Beatrice le esperaba, pues se adivinaba una luz a través de la membrana de piel que recubría las ventanas. La chica abrió la puerta trasera y salió a su encuentro. Olía a brezo y a tierra mojada. Él le entregó la carta y ella le invitó a pasar a la cocina a tomar algo de vino caliente con canela. Corrían los primeros días de octubre y hacía frío. Hablaron durante un rato. Ella se interesó por su vida anterior; sobre todo quería saber si había estado casado.

Él le contó que la vida de un hombre de armas no es para tener esposa e hijos. No pudo evitar el recuerdo de su padre, siempre ausente por las guerras de su señor. También le contó lo de Aurora. Conforme iba narrando aquella desgraciada historia iba advirtiendo que se deshacía del peso de su culpa. Ella yacía en paz. Algún día se reencontrarían. Se sintió mejor, como desahogado. Beatrice sabía escuchar. Él le pidió que hablaran de ella. La joven no había conocido otro mundo que el trabajo en la posada con su padre, un buen hombre. Su madre había muerto en el parto.

Cuando vino a darse cuenta, estaban a punto de tocar vísperas. Tuvo que correr sendero arriba para llegar a tiempo.


20 de octubre del Año

de Nuestro Señor de 1140


A la atención de Su Paternidad, Silvio de Agrigento,

de parte de Rodrigo de Arriaga


Estimado hermano en Cristo:

No puedo contar en estas letras que hemos progresado mucho en nuestro encargo pues sería faltar a la verdad. Tanto Toribio como Tomás o este humilde caballero intentamos por todos los medios averiguar algo nuevo respecto a esta hermética orden, pero la verdad es que no es fácil. Algo hemos adelantado; por ejemplo, tanto Toribio como yo nos hemos hecho eco de ciertos rumores que corren por el pueblo que dicen que hay un túnel que comunica los subterráneos del château con una cripta bajo la iglesia de la villa. Para que os hagáis una idea, también se dice en el pueblo que los templarios no ahorcaron al joven Saint Claire sino a un estafador, y que Robert escapó al Temple de París y de ahí a Tierra Santa. Como veis no andan desencaminados, así que creo que no es descabellado dar cierto crédito a las cosas que averigua el pueblo llano. Si lo del túnel fuera cierto y lo de la cripta también, tendríamos una respuesta a uno de los enigmas que más nos ocupan: ¿dónde guardan el cofre con esa cosa que mató a Giovanno?

He registrado toda la encomienda, con disimulo, claro, y no he hallado nada; ni en la capilla ni en el despacho de Jean hay nada. Sólo nos queda por registrar esa estancia misteriosa junto a los calabozos donde se reunieron en secreto Jean y otros cuatro aquella noche en que celebraron la extraña ceremonia.

Por otra parte, os diré que Jean aumenta por momentos mis atribuciones y me consta que alguien de «arriba» ha ordenado que se me envíe a Clairvaux a refrescar mi hebreo. Creo que será durante un mes, pero no sé cuándo. Con respecto al destino del joven Saint Claire, siguen pensando que yo mismo lo acompañe a las tierras de sus padres en Escocia escoltados convenientemente, pero según dice Jean el turbado estado de su espíritu no aconseja aún sacarlo de la Grande Tour del Temple de París. Por lo demás, aquí todo sigue igual, la misma rutina, los entrenamientos matutinos y la vida monacal. Debo reconocer que, como militares, estos templarios no tienen rival. Son duros, disciplinados, se entrenan y mantienen el material en perfecto estado. Su estructura militar asegura que las órdenes se obedecen al momento y sin temer las consecuencias para la integridad física del individuo. La salvación del alma si se cae en combate está asegurada. Nos ejercitamos a diario. Nos dividimos en «hombres de armas», y cada uno de éstos no es una sola persona sino el conjunto formado por un caballero y cuatro soldados -dos sargentos y dos armigueros- que combaten junto a aquél como un solo hombre. Los ejercicios que practicamos son continuos y todo el mundo sabe lo que tiene que hacer en combate. No me extraña que los infieles nos teman.

Espero poder haber avanzado algo más en mis pesquisas en mi próxima misiva. Sobre todo en lo referente a «esa cosa», al lugar donde se oculta y al misterioso túnel.


Vuestro Hermano en Cristo,

Rodrigo Arriaga

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