DEMASIADAS COINCIDENCIAS

Siempre que Ruth rememoraba los tres últimos años (cosa que hacía con frecuencia), llegaba a la conclusión de que Max debía haberlo planeado todo hasta el último detalle, sí, incluso antes de que se conocieran.

La primera vez, toparon el uno con el otro por accidente (al menos, eso fue lo que supuso Ruth en aquel momento), y para ser justos con Max, no fueron ellos dos, sino sus barcos, los que toparon.

El Sea Urchin estaba entrando en el amarradero contiguo, a la media luz del anochecer, cuando las dos embarcaciones entraron en contacto. Los dos capitanes se apresuraron a comprobar si sus barcos habían sufrido algún desperfecto, pero como ambos contaban con boyas hinchables en los costados, no sucedió nada. El propietario del Scottish Belle hizo un saludo burlón y desapareció bajo la cubierta.

Max se sirvió un gin tonic, cogió un libro de bolsillo que había querido terminar el verano anterior y se acomodó en la proa. Empezó a pasar las páginas, intentando recordar el lugar exacto donde lo había abandonado, cuando el capitán del Scottish Belle volvió a aparecer en cubierta.

El hombre de mayor edad le dedicó el mismo saludo burlón, de modo que Max bajó el libro y dijo:

– Buenas noches. Lamento la colisión.

– No ha sido nada -contestó el capitán, al tiempo que alzaba su vaso de whisky.

Max se levantó, se acercó al costado del barco y extendió la mano.

– Me llamo Max Bennett.

– Angus Henderson -contestó el hombre de mayor edad, con un leve acento de Edimburgo.

– ¿Vives por aquí, Angus? -preguntó Max.

– No -contestó Angus-. Mi mujer y yo vivimos en Jersey, pero nuestros hijos gemelos van a un colegio de aquí, en la costa sur, de modo que nos hacemos a la mar al final de cada trimestre y nos los llevamos para pasar juntos las vacaciones. ¿Vives en Brighton?

– No, en Londres, pero vengo siempre que encuentro un poco de tiempo para navegar, cosa muy poco frecuente, me temo…, como ya habrás descubierto -añadió con una risita, mientras una mujer aparecía en la cubierta del Scottish Belle.

Angus se volvió y sonrió.

– Ruth, te presento a Max Bennett. Hemos chocado, literalmente.

Max sonrió a una mujer que habría podido pasar por la hija de Henderson, pues era unos veinte años más joven que su marido. No era bella, pero sí llamativa, y a juzgar por su cuerpo firme y atlético, debía hacer ejercicio todos los días. Dedicó a Max una sonrisa tímida.

– ¿Por qué no vienes a tomar una copa con nosotros? -sugirió Angus.

– Gracias -dijo Max, y subió al barco más grande. Se inclinó hacia adelante y estrechó la mano de Ruth-. Encantado de conocerla, señora Henderson.

– Ruth, por favor. ¿Vives en Brighton? -preguntó.

– No -dijo Max-. Estaba diciendo a tu marido que solo vengo algún fin de semana para navegar. ¿Qué haces en Jersey? -preguntó, volviéndose hacia Angus-. No creo que nacieras allí.

– No, nos mudamos desde Edimburgo cuando me jubilé, hace siete años. Dirigía una pequeña correduría de bolsa. Lo único que hago ahora es controlar una o dos propiedades de mi familia, para asegurar que rindan buenos beneficios, navegar un poco y jugar al golf de vez en cuando. ¿Y tú? -preguntó.

– Más o menos lo que tú, pero con una pequeña diferencia.

– ¿Cuál es? -preguntó Ruth.

– También controlo propiedades, pero de otra gente. Soy socio minoritario de un agente de bienes raíces del West End.

– ¿Cómo están los precios de las propiedades en Londres actualmente? -preguntó Angus, después de beber otro sorbo de whisky.

– Han sido dos años muy malos para la mayoría de agentes. Nadie quiere vender, y solo los extranjeros pueden permitirse el lujo de comprar. Y los que alquilan no paran de pedir que les bajen el alquiler, mientras otros dejan de pagar, directamente.

Angus rió.

– Quizá deberías trasladarte a Jersey. Al menos, así evitarías…

– Tendríamos que pensar en cambiarnos, si no llegaremos tarde al concierto de los chicos -interrumpió Ruth.

Henderson consultó su reloj.

– Lo siento, Max -dijo-. Ha sido un placer hablar contigo, pero Ruth tiene razón. Tal vez volveremos a chocar otro día.

– Eso espero -contestó Max.

Sonrió, dejó su vaso en una mesa cercana y volvió a su barco, mientras los Henderson desaparecían bajo la cubierta.

Una vez más, Max cogió la manoseada novela, y si bien encontró la página que deseaba, descubrió que no podía concentrarse en las palabras. Media hora después, los Henderson reaparecieron, vestidos para ir a un concierto. Max les saludó con la mano cuando bajaron al muelle y entraron en un taxi que les esperaba.


Cuando Ruth apareció en la cubierta a la mañana siguiente, con una taza de té en la mano, se llevó una decepción al ver que el Sea Urchin ya no estaba amarrado junto a ellos. Estaba a punto de bajar, cuando creyó reconocer una embarcación familiar que entraba en el puerto.

No se movió, mientras veía aumentar de tamaño la vela cada vez más, con la esperanza de que Max amarrara en el mismo sitio que la noche anterior. El la saludó cuando la vio en la cubierta. Ella fingió no darse cuenta.

– ¿Dónde está Angus? -gritó Max, una vez fijos los amarres.

– Ha ido a recoger a los chicos para llevarles a un partido de rugby. No le espero hasta esta noche -añadió innecesariamente.

Max ató una bolina al espigón y alzó la vista.

– ¿Por qué no vienes a comer conmigo, Ruth? -preguntó-. Conozco un pequeño restaurante italiano que los turistas aún no han descubierto.

Ruth fingió que meditaba sobre su oferta, y dijo por fin:

– Sí, ¿por qué no?

– ¿Nos encontramos dentro de media hora? -sugirió Max.

– Perfecto -contestó Ruth.

La media hora de Ruth se transformó en casi cincuenta minutos, de modo que Max regresó a su novela, pero de nuevo apenas hizo pequeños progresos.

Cuando Ruth volvió a aparecer, iba vestida con una minifalda de cuero negra, blusa blanca y medias negras, y se había puesto demasiado maquillaje, incluso para Brighton.

Max miró sus piernas. No estaban nada mal para una mujer de treinta y ocho años, pensó, aunque la falda era demasiado ceñida y, desde luego, demasiado corta.

– Estás guapísima -dijo-. ¿Vamos?

Ruth se reunió con él en el muelle, y los dos caminaron hacia la ciudad, hablando de trivialidades, hasta que se desviaron por una calle lateral y se detuvieron ante un restaurante llamado Venitici. Cuando Max abrió la puerta para dejarla entrar, Ruth no pudo ocultar su decepción al descubrir que la sala estaba abarrotada.

– Nunca conseguiremos una mesa -dijo.

– Oh, yo no estaría tan seguro -dijo Max, mientras el jefe de comedor se dirigía hacia ellos.

– ¿La mesa de siempre, señor Bennett?

– Gracias, Valerio -dijo Max, y les condujeron a un rincón tranquilo de la sala.

Una vez sentados, Max preguntó:

– ¿Qué te apetece beber, Ruth? ¿Una copa de champán?

– Estupendo -dijo la mujer, como si lo hiciera cada día.

De hecho, muy pocas veces tomaba champán antes de comer, pues jamás habría pasado por la mente de Angus tal extravagancia, salvo quizá el día de su cumpleaños.

Max abrió la carta.

– La comida de este lugar siempre es excelente, sobre todo los ñoquis, que prepara la mujer de Valerio. Se disuelven en la boca.

– Me parece fantástico -dijo Ruth, sin molestarse en abrir su carta.

– ¿Y una ensalada mixta para compartir, tal vez?

– Inmejorable.

Max cerró la carta y miró a Ruth.

– Los chicos no pueden ser tuyos -dijo-, si están en un internado.

– ¿Por qué no? -preguntó Ruth con timidez.

– Porque… Debido a la edad de Angus. Di por sentado que debían ser de su primer matrimonio.

– No -dijo Ruth con una carcajada-. Angus no se casó hasta pasados los cuarenta años, y me sentí muy halagada cuando me pidió que fuera su esposa.

Max no hizo ningún comentario.

– ¿Y tú? -preguntó Ruth, mientras un camarero le ofrecía una selección de cuatro tipos diferentes de pan.

– Me he casado cuatro veces -dijo Max.

Ruth pareció sorprenderse, hasta que él estalló en carcajadas.

– Nunca, la verdad sea dicha -explicó Max-. Supongo que no he encontrado la mujer de mi vida.

– Pero aún eres lo bastante joven para conquistar cualquier mujer que te guste -dijo Ruth.

– Soy mayor que tú -repuso Max.

– En los hombres es diferente -dijo Ruth en tono nostálgico.

El jefe de comedor se materializó de nuevo a su lado, libreta en ristre.

– Dos de ñoquis y una botella de tu Barolo -dijo Max, al tiempo que le devolvía la carta-. Y una ensalada para dos: espárragos, aguacate, cogollos…, ya sabes lo que me gusta.

– Por supuesto, señor Bennett -contestó Valerio.

Max devolvió la atención a su invitada.

– ¿Alguien de tu edad no encuentra Jersey un poco aburrida? -preguntó, mientras se inclinaba sobre la mesa y apartaba un mechón rubio de la frente de Ruth.

Ruth sonrió con timidez.

– Tiene sus ventajas -dijo, muy poco convencida.

– ¿Por ejemplo? -insistió Max.

– El veinte por ciento de impuestos.

Me parece un buen motivo para que Angus viva en Jersey, pero tú no. En cualquier caso, yo preferiría vivir en Inglaterra y pagar el cuarenta por ciento.

– Ahora que se ha jubilado y vive de unos ingresos fijos, nos va bien. Si se hubiera quedado en Edimburgo, no habríamos podido mantener el mismo tren de vida.

– Pues Brighton no está nada mal -dijo Max con una sonrisa.

El jefe de comedor regresó con dos platos de ñoquis, que dejó delante de ellos, mientras otro camarero depositaba una bandeja de ensalada en el centro de la mesa.

– No me quejo -dijo Ruth, mientras bebía champán-. Angus siempre ha sido muy considerado. No echo en falta nada.

– ¿Nada? -repitió Max, mientras su mano desaparecía bajo la mesa y se apoyaba sobre la rodilla de Ruth.

Ruth sabía que habría debido apartarla de inmediato, pero no lo hizo.

Cuando Max retiró la mano y se concentró en los ñoquis, Ruth intentó comportarse como si no hubiera pasado nada.

– ¿Hay algo que valga la pena ver en el West End? -preguntó-. Me han dicho que Llama un inspector es buena.

– Lo es -contestó Max-. Fui al estreno.

– ¿Cuándo fue? -preguntó Ruth en tono inocente.

– Hace unos cinco años -fue la respuesta de Max.

Ruth rió.

– Bien, ahora que sabes lo muy despistada que soy, dime qué debería ir a ver.

– El mes que viene se estrena un nuevo Stoppard. [7] -Hizo una pausa-. Si pudieras escaparte un par de días, podríamos ir a verla juntos.

– No es tan fácil, Max. Angus quiere que me quede con él en Jersey. No venimos tan a menudo.

Max contempló su plato vacío.

– Parece que los ñoquis estaban a la altura de mis expectativas.

Ruth asintió.

– Deberías probar la crême brulée, que también hace la mujer del dueño.

– Ni hablar. Este viaje significa que faltaré al gimnasio tres días, como mínimo, de modo que me conformaré con un café -dijo Ruth, mientras dejaban a su lado otra copa de champán. Frunció el ceño.

– Finge que es tu cumpleaños -dijo Max, al tiempo que su mano desaparecía bajo la mesa, y esta vez descansaba unos centímetros más arriba de la rodilla, sobre el muslo.

Pensándolo bien, fue en aquel momento cuando habría tenido que levantarse y marchar.

– ¿Desde cuándo eres agente de bienes raíces? -preguntó en cambio, fingiendo todavía que no estaba pasando nada.

– Desde que dejé el colegio. Empecé por abajo, preparando tés, y el año pasado me convertí en socio.

– Felicidades. ¿Dónde está tu oficina?

– En el centro de Mayfair. ¿Por qué no vienes algún día? La próxima vez que vayas a Londres, quizá.

– No voy a Londres con tanta frecuencia -dijo Ruth.

Cuando Max vio que un camarero se dirigía hacia su mesa, apartó la mano de su pierna. Después de que el camarero dejara dos capuchinos ante ellos, Max sonrió.

– La cuenta, por favor -dijo.

– ¿Tienes prisa? -preguntó Ruth.

– Sí -contestó él-. Acabo de recordar que tengo escondida una botella de coñac añejo en el Sea Urchin, y esta sería una ocasión ideal para abrirla. -Se inclinó sobre la mesa y cogió su mano-. He reservado esta botella en concreto para algo o alguien especial.

– No me parece prudente.

– ¿Siempre te comportas con prudencia? -preguntó Max, sin soltar su mano.

– Es que debería volver al Scottish Belle.

– ¿Vas a desperdiciar tres horas, esperando a que Angus vuelva?

– No. Es que…

– Tienes miedo de que intente seducirte.

– ¿Es esa tu intención? -preguntó Ruth, y liberó su mano.

– Sí, pero no antes de probar el coñac -dijo Max, justo cuando le entregaban la cuenta.

Repasó la factura, sacó la cartera y dejó un billete de diez libras en la bandeja de plata.

Angus le había dicho en una ocasión que quien paga en metálico en un restaurante no necesita tarjeta de crédito, o bien gana demasiado poco para merecer una.

Max se levantó, dio las gracias al jefe de camareros con excesiva ostentación y le deslizó un billete de cinco libras cuando les abrieron la puerta. No hablaron mientras regresaban al muelle. Ruth creyó ver que alguien bajaba del Sea Urchin, pero cuando volvió a mirar no había nadie a la vista. Al llegar al barco, Ruth había pensado decir adiós, pero se descubrió subiendo con Max a bordo y bajando al camarote.

– No pensaba que fuera tan pequeño -dijo, cuando llegó al último peldaño.

Describió un círculo completo y acabó en brazos de Max. Le apartó con suavidad.

– Ideal para un soltero -fue el único comentario del hombre, al tiempo que servía dos generosos coñacs.

Pasó uno de los vasos a Ruth, y rodeó su cintura con el brazo. La atrajo con delicadeza hacia él, y los dos cuerpos se tocaron. Se inclinó hacia adelante y la besó en los labios. Luego la soltó y tomó un sorbo de coñac.

La miró mientras se llevaba la copa a los labios, y la tomó de nuevo en sus brazos. Esta vez, cuando se besaron, ella abrió la boca, y no se resistió cuando Max le desabrochó el botón superior de la blusa.

Cada vez que intentaba resistirse, Max desistía, esperaba a que tomara otro sorbo de coñac y reemprendía la tarea. Tardó varios sorbos más en quitarle la blusa blanca y localizar la cremallera de la minifalda, pero para entonces Ruth ya no fingía que intentaba mantenerle a raya.

– Eres el segundo hombre con el que he hecho el amor -dijo Ruth después, tendida sobre el suelo.

– ¿Eras virgen cuando conociste a Angus? -preguntó Max con incredulidad.

– Si no lo hubiera sido, no se habría casado conmigo -contestó Ruth con absoluta sinceridad.

– ¿Y no ha habido nadie más en tu vida durante estos veinte años? -preguntó Max, mientras se servía otro coñac.

– No -contestó Ruth-, aunque tengo la sensación de que Gerald Prescott, el director de la escuela preparatoria de los chicos, tiene debilidad por mí, pero nunca ha pasado del beso en la mejilla, y de mirarme con ojos de cordero degollado.

– ¿A ti te gusta?

– Sí, la verdad. Es muy agradable -admitió Ruth por primera vez en su vida-. Pero no es la clase de hombre que da el primer paso.

– Peor para él -dijo Max, y la estrechó entre sus brazos de nuevo.

Ruth consultó su reloj.

– Dios mío, ¿de veras es tan tarde? Angus podría regresar en cualquier momento.

– Que no cunda el pánico, querida -dijo Max-. Aún nos queda tiempo para otro coñac, y tal vez incluso para otro orgasmo… Lo que tú prefieras.

– Ambos, pero no me gustaría que nos descubriera juntos.

– En ese caso, tendremos que aplazarlo para otro momento -dijo Max, y volvió a ponerle el corcho a la botella.

– O para otra chica -dijo Ruth, al tiempo que empezaba a vestirse.

Max cogió un bolígrafo de la mesilla auxiliar y escribió en la etiqueta de la botella: «Solo para beber cuando esté con Ruth».

– ¿Nos veremos otra vez? -preguntó ella.

– Eso depende de ti, querida -contestó Max, y la besó de nuevo.

Cuando la soltó, Ruth dio media vuelta, subió a la cubierta y desapareció de vista.

De vuelta en el Scottish Belle, intentó borrar el recuerdo de las dos últimas horas, pero cuando Angus regresó por fin con los chicos, se dio cuenta de que olvidar a Max no iba a resultar tan fácil.

Cuando subió a cubierta al día siguiente, el Sea Urchin había desaparecido.

– ¿Estabas buscando algo en concreto? -preguntó Angus cuando se reunió con ella.

Ruth se volvió hacia él y sonrió.

– No. Es que me muero de ganas de volver a Jersey -contestó.


Más o menos un mes después descolgó el teléfono y descubrió a Max al otro lado de la línea. Experimentó la misma sensación de quedarse sin aliento que la primera vez que hicieron el amor.

– Voy a Jersey mañana, para echar un vistazo a una propiedad que interesa a un cliente. ¿Alguna oportunidad de verte?

– ¿Por qué no vienes a cenar con nosotros? -se oyó decir Ruth.

– ¿Por qué no vienes a mi hotel? -contestó Max-. No nos molestaremos en cenar.

– No, creo que lo más prudente es que vengas a cenar. En Jersey, hasta los buzones hablan.

– Si es la única forma de verte, pues iré a cenar.

– ¿A las ocho?

– A las ocho -dijo Max, y colgó.

Cuando Ruth oyó el clic, se dio cuenta de que no le había dado la dirección, y no podía telefonearle, porque no sabía su número. Cuando avisó a Angus de que tendrían un invitado a cenar la noche siguiente, su marido pareció complacido.

– Qué coincidencia -dijo-. Necesito que Max me aconseje sobre una cosa.

Ruth dedicó la mañana siguiente a ir de compras a St. Helier. Seleccionó los mejores cortes de carne, las verduras más frescas y una botella de clarete que Angus habría considerado una extravagancia.

Pasó la tarde en la cocina, explicando a la cocinera cómo quería que preparara la carne, y un rato muy prolongado en el dormitorio, eligiendo y luego rechazando lo que llevaría aquella noche. Aún estaba desnuda cuando el timbre de la puerta sonó unos minutos después de las ocho.

Ruth abrió la puerta del dormitorio y escuchó desde lo alto de la escalera que su marido daba la bienvenida a Max. Qué viejo sonaba Angus, pensó, mientras escuchaba a los dos hombres conversar. Aún no había descubierto de qué quería hablar con Max, pues no deseaba aparentar excesivo interés.

Volvió al dormitorio y se decidió por un vestido que una amiga había descrito en cierta ocasión como seductor. «Entonces, en esta isla será un desperdicio», recordó que había contestado.

Los dos hombres se levantaron de sus asientos cuando Ruth entró en el salón. Max avanzó y la besó en ambas mejillas, como hacía Gerald Prescott.

– Estaba hablando a Max de nuestra casa en las Ardenas -dijo Angus,-antes incluso de sentarse otra vez-, y de nuestros planes de venderla, ahora que los gemelos irán a la universidad.

Muy típico de Angus, pensó Ruth. Liquidar el negocio antes incluso de ofrecer una copa a su invitado. Se acercó al aparador y sirvió a Max un gin tonic, sin darse cuenta de lo que hacía.

– He preguntado a Max si sería tan amable de ir a ver la casa, tasarla y aconsejarme cuándo sería el mejor momento de ponerla a la venta.

– Eso me parece muy sensato -dijo Ruth.

No miró a Max, por temor a que Angus se diera cuenta de lo que sentía por su invitado.

– Podría ir a Francia mañana -dijo Max-, si quieres. No tengo nada planeado para el fin de semana -añadió-. El lunes podría volver a informarte.

– Me parece estupendo -contestó Angus. Hizo una pausa y sorbió el whisky de malta que su esposa le había servido-. Estaba pensando, querida, que podrías ir tú también para acelerar las cosas.

– No, estoy segura de que Max puede encargarse…

– Oh, no -dijo Angus-. Fue él quien sugirió la idea. Al fin y al cabo, podrías enseñarle el lugar, y así no tendría que ir llamando si se le plantearan dudas.

– Bien, en este momento estoy muy ocupada, con…

– La sociedad de bridge, el gimnasio y… No, creo que lograré sobrevivir sin ti unos cuantos días -dijo Angus con una sonrisa.

Ruth detestó que la dejara como una provinciana delante de Max.

– De acuerdo -dijo-. Si crees que será útil, acompañaré a Max a las Ardenas.

Esta vez sí le miró. Los chicos se habrían quedado impresionados por la inescrutabilidad de la expresión de Max.


El viaje a las Ardenas les ocupó tres días, pero lo más memorable fueron las tres noches. Cuando regresaron a Jersey, Ruth confió en que no fuera demasiado evidente que eran amantes.

Después de que Max presentara a Angus un informe y tasación detallados, el anciano aceptó el consejo de poner la propiedad en venta unas semanas antes de que empezara la estación veraniega. Los dos hombres se estrecharon la mano para cerrar el trato, y Max dijo que se pondría en contacto en cuanto alguien demostrara cierto interés.

Ruth le acompañó en coche al aeropuerto, y sus palabras finales antes de atravesar la aduana fueron:

– ¿Podrías conseguir que pasara menos de un mes antes de volver a vernos?

Max llamó al día siguiente para informar a Angus de que había puesto la propiedad en manos de dos respetables agencias de París con las que su compañía trabajaba desde hacía muchos años.

– Antes de que lo preguntes -añadió-, cobraré la mitad de mi comisión, para que no haya cargos extra.

– Eres de los míos -dijo Angus.

Colgó el teléfono antes de que Ruth tuviera la oportunidad de hablar con Max.

Durante los días siguientes, Ruth siempre descolgaba antes de que Angus pudiera llegar al teléfono, pero Max no llamó en toda la semana. Cuando al fin telefoneó el lunes siguiente, Angus estaba sentado en la misma habitación.

– Ardo en deseos de arrancarte la ropa otra vez, querida -fueron las primeras palabras de Max.

– Me alegra saberlo, Max -contestó ella-, pero te paso a Angus para que le comuniques la noticia.

Cuando tendió el teléfono a su marido, confió en que Max tuviera alguna noticia que transmitir.

– ¿Cuáles son estas noticias que tienes para mí? -preguntó Angus.

– Hemos recibido una oferta de novecientos mil francos por la propiedad -dijo Max-, que equivalen casi a cien mil libras. Pero no voy a aceptar aún, pues otras dos personas han pedido verla. Los agentes franceses recomiendan que aceptemos cualquier oferta que supere el millón de francos.

– Si tú también lo aconsejas, te haré caso -dijo Angus-. Si cierras el trato, Max, cogeré un avión y firmaré el contrato. Hace tiempo que le tengo prometido a Ruth un viaje a Londres.

– Estupendo. Tengo ganas de veros a los dos -dijo Max antes de colgar.

Telefoneó otra vez el fin de semana, y aunque Ruth consiguió pronunciar una frase completa antes de que Angus apareciera a su lado, no tuvo tiempo de responder a sus sentimientos.

– ¿Ciento siete mil seiscientas libras? -dijo Angus-. Esto es mucho más de lo que esperaba. Bien hecho, Max. Redacta los contratos, y en cuanto tengas el depósito en el banco, cogeré el avión. -Angus colgó el teléfono y se volvió hacia Ruth-. Bien, parece que no pasará mucho tiempo antes de que hagamos ese viaje prometido a Londres.


Después de alojarse en un pequeño hotel de Marble Arch, Ruth y Angus se reunieron con Max en un restaurante de South Audley Street, del que Angus nunca había oído hablar. Y cuando vio los precios de la carta, supo que jamás lo habría elegido. Pero el personal era muy atento, y parecía conocer bien a Max.

Ruth consideró la cena frustrante, porque lo único que Angus deseaba era hablar del negocio, y en cuanto Max le satisfizo al respecto, siguió hablando de sus propiedades de Escocia.

– Parece que la inversión de capital no consigue los dividendos apetecidos -dijo Angus-. ¿Podrías ir a echarles un vistazo, y aconsejarme sobre lo que debo hacer?

– Será un placer -dijo Max, mientras Ruth levantaba la vista del foie gras y miraba a su marido.

– ¿Te encuentras bien, querido? -preguntó-. Te has puesto blanco.

– Me duele el costado derecho -se quejó Angus-. Ha sido un día largo, y no estoy acostumbrado a estos restaurantes sofisticados. Estoy seguro de que una buena noche de sueño lo curará todo.

– Es posible, pero creo que deberíamos volver ahora mismo al hotel -dijo Ruth, preocupada.

– Sí, estoy de acuerdo con Ruth -remachó Max-. Yo me ocuparé de la cuenta y pediré al portero que llame a un taxi.

Angus se levantó y caminó con paso inseguro, apoyado en el brazo de Ruth. Cuando Max salió a la calle unos momentos después, Ruth y el portero estaban ayudando a Angus a subir al taxi.

– Buenas noches, Angus -dijo Max-. Espero que mañana te sientas mejor. No dudes en llamarme si os puedo ayudar en algo.

Sonrió y cerró la puerta del taxi.

Cuando Ruth consiguió acostar a su marido, su aspecto no había mejorado. Aunque sabía que él no aprobaría aquel gasto extra, llamó al médico del hotel.

El médico llegó al cabo de una hora, y después de un completo examen sorprendió a Ruth cuando se interesó por los detalles de lo que Angus había tomado para cenar. Ruth intentó recordar los platos que había elegido, pero solo recordó que había seguido las sugerencias de Max. El doctor recomendó que el señor Henderson fuera visitado por un especialista a la mañana siguiente.

– Paparruchas -dijo Angus con voz débil-. No me pasa nada que nuestro médico de cabecera no pueda solucionar en cuanto volvamos a Jersey. Cogeremos el primer vuelo a casa.

Ruth estaba de acuerdo con el médico, pero era inútil discutir con su marido. Cuando por fin se quedó dormido, bajó para telefonear a Max y avisarle de que regresarían a Jersey por la mañana. Max parecía preocupado, y repitió su oferta de ayudarles en lo que fuera necesario.

Cuando subieron al avión de la mañana, y el contramaestre vio el estado en que se encontraba Angus, Ruth tuvo que acudir a todos sus poderes de persuasión para convencerle de que dejara viajar a su marido.

– He de llevarle a su médico lo antes posible -suplicó.

El empleado aceptó a regañadientes.

Ruth ya había telefoneado para que un coche les esperara, algo que Angus tampoco habría aprobado. Pero cuando el avión aterrizó, Angus ya no estaba en estado de emitir opiniones.

En cuanto Ruth le llevó a casa y acostó, llamó de inmediato a su médico de cabecera. El doctor Sinclair llevó a cabo el mismo examen que su colega de Londres, y también preguntó qué había comido Angus la noche anterior. Llegó a la misma conclusión: Angus debía ver a un especialista de inmediato.

Una ambulancia llegó para recogerle aquella misma tarde, y le trasladó al Cottage Hospital. Cuando el especialista hubo terminado su examen, pidió a Ruth que le acompañara a su despacho.

– Temo que tengo malas noticias, señora Henderson -dijo-. Su marido ha sufrido un ataque al corazón, posiblemente agravado por un largo día y algo que comió y le sentó mal. Dadas las circunstancias, creo que lo más prudente sería llamar a sus hijos para que volvieran.

Ruth regresó a casa por la noche, sin saber a quién acudir. Sonó el teléfono, descolgó y reconoció la voz de inmediato.

– Max -exclamó-, me alegro mucho de que hayas llamado. El especialista dice que Angus no vivirá mucho tiempo, y que debería traer los chicos a casa. -Hizo una pausa-. Me siento incapaz de contarles lo sucedido. Adoran a su padre.

– Déjalo de mi cuenta -dijo Max-. Telefonearé al director del colegio, iré a recogerles mañana por la mañana y volaré a Jersey con ellos.

– Eres muy amable, Max.

– Es lo menos que puedo hacer, dadas las circunstancias -dijo Max-. Intenta descansar un poco. Pareces agotada. Llamaré en cuanto sepa cuál es nuestro vuelo.

Ruth volvió al hospital y pasó casi toda la noche sentada junto a la cama de su marido. El único otro visitante, que Angus insistió en ver, fue el abogado de la familia. Ruth consiguió que el señor Craddock se personara en el hospital a la mañana siguiente, mientras ella iba al aeropuerto para recoger a Max y los gemelos.

Max salió de la aduana flanqueado por los dos muchachos. Ruth descubrió con alivio que estaban mucho más serenos que ella. Max les llevó en coche al hospital. Ruth sufrió una decepción cuando averiguó que Max pensaba volver a Inglaterra en el vuelo de la tarde, pero él consideraba que Ruth debía estar con su familia.

Angus murió apaciblemente en el St. Helier Cottage Hospital el viernes siguiente. Ruth y los gemelos estaban a su lado.

Max acudió al funeral, y al día siguiente acompañó a los gemelos al colegio. Cuando Ruth se despidió de ellos, se preguntó si volvería a ver a Max.

Telefoneó a la mañana siguiente para saber cómo estaba Ruth.

– Me siento sola, y un poco culpable por echarte de menos más de lo que debería. -Hizo una pausa-. ¿Cuándo piensas volver a Jersey?

– Tardaré un tiempo. Intenta no olvidar que fuiste tú quien me dijo que hasta los buzones hablan en Jersey.

– Pero ¿qué voy a hacer? Los chicos están en el colegio, y tú ocupado en Londres.

– ¿Por qué no vienes a la ciudad? Será mucho más fácil perdernos por aquí, y no creo que nadie te reconozca en Londres.

– Quizá tengas razón. Déjame pensarlo, y ya te diré algo.

Ruth voló a Heathrow una semana después, y Max fue a recibirla al aeropuerto. Ella se sintió conmovida por su dulzura y consideración, por no quejarse ni una vez de sus largos silencios, ni del hecho que no tenía ganas de hacer el amor.

Cuando la devolvió al aeropuerto el lunes por la mañana, ella se apretó contra él.

– Ni siquiera he conseguido ver tu piso o tu oficina -dijo.

– Creo que ha sido muy sensato que te alojaras en un hotel, al menos esta vez. Ya verás mi oficina la próxima vez que vengas.

Ella sonrió por primera vez desde el funeral. Cuando se separaron en el aeropuerto, Max la estrechó en sus brazos.

– Ya sé que es muy pronto, querida, pero quiero que sepas lo mucho que te quiero, y confío en que algún día me consideres merecedor de ocupar el puesto de Angus.

Ruth regresó a St. Helier aquella noche, repitiendo sin cesar sus palabras, como si fuera la letra de una canción que no pudiera quitarse de la cabeza.


Una semana más tarde, recibió una llamada telefónica del señor Craddock, el abogado de la familia, quien le sugirió que fuera a su oficina para discutir las implicaciones del testamento de su difunto marido. Ruth quedó con él a la mañana siguiente.

Ruth había supuesto que, como Angus y ella habían llevado una existencia confortable, su nivel de vida continuaría como antes. Al fin y al cabo, Angus no era el tipo de hombre que dejaría sus asuntos sin resolver. Recordó lo mucho que había insistido en que el señor Craddock fuera a verle al hospital.

Ruth nunca había demostrado el menor interés por los negocios de Angus. Si bien siempre era cauteloso con su dinero, si ella había deseado algo no se lo había negado nunca. En cualquier caso, Max había depositado un cheque por más de cien mil libras en la cuenta de Angus, de modo que partió hacia la oficina del abogado con la confianza de que su difunto marido le había dejado lo suficiente para mantenerla de por vida.

Llegó unos minutos antes. Pese a ello, la recepcionista la acompañó de inmediato al despacho del socio mayoritario. Cuando entró, vio a tres hombres sentados alrededor de la mesa de juntas. Se levantaron de inmediato, y el señor Craddock los presentó como socios de la firma. Ruth supuso que habían venido para darle el pésame, pero se sentaron y continuaron estudiando los gruesos expedientes que tenían ante ellos. Por primera vez, Ruth se puso nerviosa. ¿Estaría todo en orden?

El socio mayoritario tomó asiento en la presidencia de la mesa, desató un fajo de documentos y extrajo un grueso pergamino. Después, miró a la esposa de su fallecido cliente.

– En primer lugar, permítame expresarle en nombre del bufete la tristeza que nos embargó a todos cuando nos enteramos de la muerte del señor Henderson -empezó.

– Gracias -dijo Ruth, inclinando la cabeza.

– Le hemos pedido que viniera esta mañana para poder comunicarle los detalles del testamento de su difunto marido. Después, responderemos con mucho gusto a las preguntas que nos haga.

Ruth se puso a temblar. ¿Por qué no la había advertido Angus de que habría problemas?

El abogado leyó el preámbulo y llegó por fin a las cláusulas.

– Dejo todos mis bienes materiales a mi esposa Ruth, con la excepción de las siguientes donaciones:


»a) doscientas libras para cada uno de mis hijos, Nicholas y Ben, que me gustaría que gastaran en algo que me recuerde.

»b) quinientas libras a la Scottish Royal Academy, que utilizarán para adquirir la pintura que elijan, siempre que sea de un artista escocés.

»c) mil libras al George Watson College, mi antiguo colegio, y dos mil libras más a la Universidad de Edimburgo.


El abogado continuó leyendo una lista de donaciones más modestas, finalizando con un obsequio de cien libras al Cottage Hospital, que tan bien había cuidado a Angus durante los últimos días de su vida.

El socio mayoritario miró a Ruth y preguntó:

– ¿Quiere hacer alguna pregunta, señora Henderson? ¿O permitirá que sigamos administrando sus asuntos tal como hicimos con su difunto marido?

– Para ser sincera, señor Craddock, Angus nunca hablaba de sus negocios conmigo, así que no estoy segura de lo que esto significa. Mientras haya lo suficiente para que mis hijos y yo sigamos viviendo tal como estábamos acostumbrados mientras él vivía, será un placer para mí que continúen administrando nuestros asuntos.

El socio sentado a la derecha del señor Craddock dijo:

– Tuve el privilegio de asesorar al señor Henderson cuando llegó por primera vez a la isla, hará unos siete años, señora Henderson, y me complacerá responder a todas las preguntas que haga.

– Es usted muy amable -dijo Ruth-, pero no tengo ni idea de qué preguntar, salvo para saber más o menos el valor del legado de mi marido.

– No es tan fácil responder a esa cuestión -dijo el señor Craddock-, porque ha dejado muy poco en metálico. No obstante, ha sido responsabilidad mía calcular una cifra aproximada -añadió, mientras abría el expediente que tenía delante-. Mi cálculo inicial, tal vez algo conservador, sugeriría una cantidad que oscilaría entre dieciocho y veinte millones.

– ¿De francos? -dijo Ruth en un susurro.

– No, de libras, señora -dijo el señor Craddock sin pestañear.


Después de reflexionar durante horas, Ruth decidió que no informaría a nadie de su buena fortuna, incluidos los muchachos. Cuando voló a Londres el siguiente fin de semana, dijo a Max que los abogados de Angus le habían comunicado el contenido del testamento de Angus y el valor de sus propiedades.

– ¿Alguna sorpresa? -preguntó Max.

– No. Deja a los chicos un par de cientos de libras a cada uno, y con las cien mil que conseguiste con la venta de la casa de las Ardenas, debería ser suficiente para vivir sin problemas, pero también sin extravagancias. Temo que deberás seguir trabajando, si aún quieres que sea tu mujer.

– Todavía más. Habría detestado la idea de vivir del dinero de Angus. De hecho, tengo buenas noticias para ti. La firma me ha pedido que investigue la posibilidad de abrir una sucursal en St. Helier a principios del año que viene. Les he dicho que solo tomaré en consideración la oferta con una condición.

– ¿Cuál? -preguntó Ruth.

– Que una habitante de la isla acceda a ser mi esposa.

Ruth le estrechó entre sus brazos, más convencida que nunca de que había encontrado al hombre con el que deseaba pasar el resto de sus días.


Max y Ruth se casaron en la oficina del registro civil de Chelsea tres meses después, con los gemelos como únicos testigos, y que habían asistido a regañadientes.

– Nunca ocupará el lugar de nuestro padre -dijo Ben a su madre con mucho sentimiento. Nicholas asintió para mostrar su acuerdo.

– No te preocupes -dijo Max, mientras iban hacia el aeropuerto-. Solo el tiempo solucionará ese problema.

Cuando partieron de Heathrow, camino de su luna de miel, Ruth expresó su decepción por el hecho de que ningún amigo de Max hubiera acudido a la ceremonia.

– No hace falta provocar comentarios desagradables, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte de Angus -dijo Max-. Lo mejor será esperar un poco, antes de que te lance a la sociedad de Londres.

Sonrió y cogió su mano. Ruth aceptó sus explicaciones y dejó a un lado sus angustias.

El avión aterrizó en el aeropuerto de Venecia tres horas después, y les trasladaron en lancha motora a un hotel que daba a la plaza de San Marcos. Todo parecía muy bien organizado, y Ruth se sorprendió de la paciencia de su nuevo marido, que pasaba horas en tiendas de modas, ayudándola a elegir numerosas prendas de ropa. Hasta escogió un vestido que ella consideraba demasiado caro. Durante toda una semana de pasear en góndola, no la abandonó ni un solo momento.

El viernes, Max alquiló un coche y llevó a su mujer a Florencia, donde pasearon juntos por los puentes, visitaron los Uffizi, el palacio Pitti y la Accademia. Por las noches, comían demasiada pasta y bailaban en la plaza del mercado, y con frecuencia regresaban a su hotel cuando el sol despuntaba en el horizonte. Volaron de mala gana a Roma para pasar la tercera semana. La habitación del hotel, el Coliseum, la ópera y el Vaticano ocuparon casi todos sus momentos libres. Las tres semanas transcurrieron con tal rapidez, que Ruth era incapaz de recordar los días por separado.

Escribía a los muchachos todas las noches antes de acostarse, describía las maravillosas vacaciones que estaba pasando, subrayaba lo amable que era Max. Deseaba que le aceptaran, pero temía que hiciera falta algo más que tiempo.

Cuando Max y ella regresaron a St. Helier, el hombre continuó siendo considerado y atento. La única decepción que sufrió Ruth fue que no encontraba un lugar adecuado para la sucursal de la firma. Desaparecía a eso de las diez de la mañana, pero daba la impresión de que pasaba más tiempo en el club de golf que en la ciudad.

– Es para establecer contactos -explicó Max-, porque será lo único que importe cuando la sucursal se abra.

– ¿Y cuándo será eso? -preguntó Ruth.

– Ya no falta mucho -la tranquilizó él-. Has de recordar que lo más importante en mi negocio es abrir en el sitio apropiado. Es mucho mejor esperar a conseguir un emplazamiento de primera que conformarse con otro de segunda.

Pero a medida que pasaban las semanas, Ruth empezó a angustiarse porque Max no parecía haber avanzado ni un centímetro en su propósito. Cada vez que ella sacaba el tema a colación, Max la acusaba de acosarle, lo cual significaba que Ruth se contenía durante otro mes, como mínimo.

Cuando llevaban casados seis meses, ella sugirió que fueran a pasar un fin de semana a Londres.

– Así podría conocer a algunos de tus amigos y ver un poco de teatro, y tú podrías informar a tu empresa.

Cada vez, Max encontraba una nueva excusa para no acceder a sus planes. Pero aceptó regresar a Venecia para celebrar su primer aniversario.


Ruth confiaba en que el corte de dos semanas reviviría los recuerdos de su visita anterior, e incluso inspiraría a Max, cuando regresara a Jersey, para decidirse por un local. En realidad, el aniversario no pudo ser más diferente de la luna de miel que habían compartido el año anterior.

Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de Venecia, y se sumaron, temblorosos, a una larga cola para esperar taxi. Cuando llegaron al hotel, Ruth descubrió que Max pensaba que ella se había encargado de la reserva. Perdió los nervios con el inocente encargado y salió como una tromba del edificio. Después de vagar bajo la lluvia durante una hora, cargados con el equipaje, acabaron en un hotel apartado que solo pudo proporcionarles una habitación pequeña con camas individuales, encima del bar.

Aquella noche, mientras tomaban unas copas, Max confesó que se había dejado sus tarjetas de crédito en Jersey, y esperaba que a Ruth no le importaría abonar las facturas hasta que volvieran a casa. Ruth pensó que, en los últimos tiempos, daba la impresión de que solo era ella la que abonaba las facturas, pero decidió que no era el momento más adecuado para hablar del asunto.

En Florencia, Ruth mencionó con cierta vacilación durante el desayuno que confiaba en que la suerte de Max mejoraría al llegar a Jersey, y que encontraría el local para la empresa. Preguntó con toda inocencia si la firma se estaba inquietando por la falta de progresos.

Max montó en cólera de inmediato y salió del comedor, mientras le decía que dejara de acosarle en todo momento. No le vio durante el resto del día.

En Roma continuó lloviendo, y Max tomó la costumbre de marchar sin avisar, y a veces llegaba al hotel cuando ella ya estaba acostada.

Ruth se sintió aliviada cuando el avión despegó con destino a Jersey. En cuanto regresaron a St. Helier, se esforzó por no acosarle, intentó prestar todo su apoyo a Max y comprender su falta de progresos, pero todos sus esfuerzos eran recibidos con un silencio hosco o estallidos de cólera.

A medida que transcurrían los meses, se iban distanciando más y más, y Ruth ya no se molestaba en preguntar cómo iba la búsqueda de local. Ya había dado por sentado que la idea había sido abandonada, y se preguntaba por qué habían asignado a Max aquella misión.

Una mañana, durante el desayuno, Max anunció de repente que la firma había decidido olvidar la apertura de una sucursal en St. Helier, y había escrito para decirle que, si quería seguir como socio, debía regresar a Londres y recuperar su antiguo cargo.

– ¿Y si te niegas? -preguntó Ruth-. ¿Hay alguna alternativa?

– Han dejado muy claro que sería presentar mi dimisión.

– Me gustaría mucho mudarme a Londres -sugirió Ruth, con la esperanza de que un cambio de ambiente solucionaría sus problemas.

– No, creo que eso no funcionaría -dijo Max, quien por lo visto ya había decidido cuál era la mejor solución-. Lo más práctico será que pase la semana en Londres, y luego me reúna contigo los fines de semana.

Ruth pensó que no era una buena idea, pero sabía que cualquier protesta sería inútil.

Max voló a Londres al día siguiente.


Ruth ya no recordaba la última vez que habían hecho el amor, y cuando Max no volvió a Jersey para su segundo aniversario de boda, aceptó una invitación a cenar de Gerald Prescott.

El antiguo director del colegio de los gemelos fue, como siempre, amable y considerado, y cuando estuvieron solos se limitó a besar a Ruth en la mejilla. Ella decidió hablarle de sus problemas con Max, y él la escuchó con atención, asintiendo de vez en cuando. Cuando Ruth miró a su viejo amigo, pasaron por su mente los primeros y tristes pensamientos de divorcio. Los expulsó de su mente al instante.

Cuando Max volvió a casa el siguiente fin de semana, Ruth decidió hacer un esfuerzo especial. Por la mañana, fue de compras al mercado, eligió ingredientes frescos para el plato favorito de Max, coq au vin, y un clarete de reserva como complemento. Llevaba el vestido que él le había elegido en Venecia, y fue en coche al aeropuerto para recibirle. No llegó en su vuelo habitual, sino que atravesó la barrera dos horas más tarde, explicando que había sufrido una retención en Heathrow. No se disculpó por las horas que ella había pasado dando vueltas en el salón del aeropuerto, y cuando llegaron a casa y se sentó a cenar, no hizo el menor comentario sobre la comida, el vino o su vestido.

Cuando Ruth terminó de despejar la mesa, subió corriendo al dormitorio y descubrió que Max fingía dormir como un tronco.

Max pasó casi todo el sábado en el club de golf, y el domingo tomó el vuelo de la tarde a Londres. Sus últimas palabras antes de partir fueron que no estaba seguro de cuándo volvería.

Segundos pensamientos de divorcio.


A medida que transcurrían las semanas, marcadas por alguna llamada ocasional desde Londres y algún fin de semana juntos, Ruth empezó a ver con más frecuencia a Gerald. Aunque nunca intentó hacer algo más que besarla en la mejilla al principio y fin de sus encuentros clandestinos, y nunca le puso la mano sobre el muslo, fue ella quien decidió que «había llegado el momento» de seducirle.

– ¿Te casarás conmigo? -preguntó, mientras le veía vestirse a las seis de la mañana siguiente.

– Pero tú ya estás casada -le recordó con delicadeza Gerald.

– Sabes muy bien que es una farsa, desde hace meses. El encanto de Max me cegó, y me comporté como una colegiala. La de novelas que he leído sobre eso de casarse por despecho.

– Me casaría contigo mañana, se me dieras la mitad de una oportunidad -dijo Gerald, sonriente-. Sabes que te he adorado desde el primer día que nos conocimos.

– Aunque no te has puesto de rodillas, Gerald, consideraré eso una aceptación -rió Ruth. Miró a su amante, que estaba de pie a la tenue luz-. La próxima vez que vea a Max, le pediré el divorcio -añadió en voz baja.

Gerald se quitó la ropa y volvió a la cama.

Pasó otro mes antes de que Max regresara a la isla, y aunque tomó el último vuelo, Ruth le estaba esperando cuando entró por la puerta. Cuando se inclinó para besar su mejilla, Ruth la apartó.

– Quiero el divorcio -dijo sin más.

Max la siguió al salón sin decir palabra. Se derrumbó en una butaca y permaneció un rato en silencio. Ruth esperó con paciencia su respuesta.

– ¿Hay otro hombre? -preguntó por fin.

– Sí -contestó ella.

– ¿Le conozco?

– Sí.

– ¿Gerald? -preguntó, y alzó la vista para mirarla.

– Sí.

Una vez más, Max guardó un malhumorado silencio.

– Te facilitaré las cosas con mucho gusto -dijo Ruth-. Puedes solicitar el divorcio alegando mi adulterio con Gerald, y yo no me opondré.

La respuesta de Max la sorprendió.

– Dame un poco de tiempo para pensarlo -dijo-. Quizá lo más sensato sería no hacer nada hasta que los chicos vuelvan a casa por Navidad.

Ruth accedió de mala gana, pero estaba perpleja, porque no recordaba la última vez que Max había hablado de los chicos en su presencia.

Max pasó la noche en el cuarto de invitados, y volvió a Londres a la mañana siguiente, acompañado de dos maletas llenas.

No volvió a Jersey durante varias semanas, durante las cuales Ruth y Gerald empezaron a trazar planes para su futuro en común.


Cuando los gemelos regresaron de la universidad para las vacaciones de Navidad, no expresaron sorpresa ni decepción por la noticia del divorcio de su madre.

Max no hizo el menor intento de reunirse con la familia durante las festividades, sino que voló a Jersey el día después de que los muchachos regresaran a la universidad. Cogió un taxi para ir a casa, pero se quedó solo una hora.

– Voy a acceder al divorcio -dijo a Ruth-, e iniciaré los trámites en cuanto vuelva a Londres.

Ruth asintió en señal de acuerdo.

– Si quieres que todo vaya rápido y sin problemas, recomiendo que designes a un abogado de Londres. Así no tendré que hacer vuelos de ida y vuelta a Jersey, pues solo serviría para retrasarlo todo.

Ruth no se opuso a la idea, pues había llegado a la fase en la que no deseaba poner ningún obstáculo a Max.

Pocos días después de que Max volviera a Londres, Ruth recibió los papeles del divorcio, de una firma londinense de la que nunca había oído hablar. Dio instrucciones a los antiguos abogados de Angus para que se encargaran de los trámites, y explicó por teléfono a un socio minoritario que quería liquidar el asunto lo antes posible.

– ¿Espera conseguir una pensión de algún tipo? -preguntó el abogado.

– No -dijo Ruth, conteniendo una carcajada-. Lo único que deseo es acabar de una vez por todas, sobre la base de mi adulterio.

– Si esas son sus instrucciones, señora, redactaré los documentos necesarios y los tendré preparados para su firma dentro de pocos días.

Cuando le enviaron la sentencia provisional, Gerald sugirió que lo celebraran marchándose de vacaciones. Ruth accedió a la idea, siempre que fuera lejos de Italia.

– Hagamos un crucero por las islas griegas -dijo Gerald-. Así habrá menos probabilidades de encontrarme con algún alumno, para no hablar de sus padres.

Volaron a Atenas al día siguiente.

Cuando entraron en el puerto de Skyros, Ruth dijo:

– Nunca pensé que pasaría mi tercer aniversario de bodas con otro hombre.

Gerald la estrechó entre sus brazos.

– Intenta olvidar a Max -dijo-. Ya es historia.

– Bueno, casi -dijo Ruth-. Confiaba en que el divorcio fuera definitivo antes de irnos de Jersey.

– ¿Tienes idea de qué ha causado el retraso? -preguntó Gerald.

– Quién sabe -contestó Ruth-, pero sea lo que sea, Max tendrá sus motivos. -Hizo una pausa-. Nunca conseguí ver su despacho de Mayfair, ni conocer a sus compañeros o amigos. Es casi como si todo fuera un producto de mi imaginación.

– O de la de él -dijo Gerald, y pasó el brazo por su cintura-. Pero no perdamos más tiempo hablando de Max. Pensemos en los griegos y en las bacanales.

– ¿Es eso lo que enseñas a niños inocentes durante sus años de formación?

– No, es lo que ellos me enseñan a mí -contestó Gerald.

Durante las tres semanas siguientes, los dos navegaron por las islas griegas, comieron demasiada musaka, bebieron demasiado vino, con la esperanza de que un exceso de sexo mantendría su peso a raya. Al final de sus vacaciones, Gerald estaba demasiado congestionado y Ruth temía someterse a la prueba de la balanza del baño. Las vacaciones no habrían podido ser más divertidas, no solo porque Gerald era un buen marino, sino porque, como Ruth descubrió, la hacía reír incluso durante una tormenta.

Cuando regresaron a Jersey, Gerald acompañó a Ruth a su casa. Cuando ella abrió la puerta de la casa, descubrió una montaña de cartas. Suspiró. Podían esperar a mañana, decidió.

Ruth pasó una noche de insomnio dando vueltas. Después de conseguir dormir unas pocas horas, decidió que lo mejor era levantarse y prepararse una taza de té. Empezó a ojear el correo, y solo se detuvo cuando encontró un sobre grande con matasellos de Londres y el marchamo de «Urgente».

Lo abrió y extrajo un documento que la hizo sonreír: «Una sentencia definitiva se ha acordado entre las antedichas partes: Max Donald Bennett y Ruth Ethel Bennett».

– Eso lo arregla de una vez por todas -dijo en voz alta, y llamó de inmediato a Gerald para darle la buena noticia.

– Decepcionante -dijo él.

– ¿Decepcionante? -repitió ella.

– Sí, querida. No tienes ni idea del prestigio que ha logrado mi calle desde que los chicos del colegio descubrieron que me había ido de vacaciones con una mujer casada.

Ruth rió.

– Compórtate, Gerald, e intenta acostumbrarte a la idea de que vas a ser un respetable hombre casado.

– Estoy impaciente -dijo Gerald-, pero hay que darse prisa. Una cosa es vivir en pecado, y otra muy distinta llegar tarde a los rezos de la mañana.

Ruth fue al cuarto de baño y se subió a la báscula. Gimió cuando vio dónde se detenía la flecha. Decidió que aquella mañana tendría que pasarse una hora en el gimnasio, como mínimo. El teléfono sonó cuando entraba en el baño. Salió y cogió una toalla, pensando que debía ser Gerald otra vez.

– Buenos días, señora Bennett -dijo una voz bastante oficial. Odiaba hasta el sonido de aquel apellido.

– Buenos días -contestó.

– Soy el señor Craddock, señora. He intentado ponerme en contacto con usted durante las tres últimas semanas.

– Oh, lo siento muchísimo -dijo Ruth-. Anoche regresé de pasar unas vacaciones en Grecia.

– Ya entiendo. Bien, tal vez podríamos reunimos lo antes posible -dijo el abogado, sin demostrar el menor interés por sus vacaciones.

– Sí, por supuesto, señor Craddock. Podría pasarme por su despacho a eso de las doce, si le va bien.

– Cuando usted quiera, señora Bennett -dijo la voz formal.

Ruth se esforzó aquella mañana en el gimnasio, decidida a perder los kilos de más que había ganado en Grecia. Mujer casada respetable o no, quería seguir estando delgada. Cuando bajó de la cinta continua, el reloj del gimnasio estaba dando las doce. Pese a que se duchó y cambió con la mayor rapidez posible, llegó con treinta y cinco minutos de retraso a su cita con el señor Craddock.

Una vez más, la recepcionista la condujo a la sala de los socios mayoritarios, sin necesidad de pasar por la sala de espera. Cuando entró, encontró al señor Craddock paseando por la habitación.

– Lamento haberle hecho esperar -dijo Ruth, que se sentía un poco culpable, mientras dos de los socios se levantaban.

Esta vez, el señor Craddock no le ofreció una taza de té, sino que la invitó a tomar asiento en una silla situada en un extremo de la mesa. En cuanto Ruth se sentó, él hizo lo mismo, echó un vistazo a un montón de papeles que había frente a él y extrajo una sola hoja.

– Señora Bennett, hemos recibido una notificación de los abogados de su marido, solicitando una conciliación posterior a su divorcio.

– Pero nosotros nunca hablamos de una conciliación -dijo Ruth con incredulidad-. Nunca entró en el trato.

– Tal vez -dijo el socio mayoritario, mientras contemplaba los papeles-, pero por desgracia, usted accedió a que el divorcio se concediera sobre la base de su adulterio con un tal señor Gerald -comprobó el apellido- Prescott, mientras su marido estaba trabajando en Londres.

– Eso es cierto, pero lo acordamos con tal de acelerar los trámites. Ambos deseábamos divorciarnos lo antes posible.

– No me cabe la menor duda, señora Bennett.

Ruth siempre odiaría aquel apellido.

– No obstante, al acceder a las condiciones del señor Bennett, él se convirtió en la parte inocente de este litigio.

– Pero eso ya no importa -dijo Ruth-, porque esta mañana he recibido la confirmación de mis abogados de Londres de que me han concedido una sentencia definitiva.

El socio sentado a la derecha del señor Craddock se volvió hacia ella y la miró fijamente.

– ¿Puedo preguntarle si encargó los trámites del divorcio a un abogado de Inglaterra por sugerencia del señor Bennett?

«Ah, de modo que ese es el motivo de toda esta farsa -pensó Ruth-. Están molestos porque no les consulté.»

– Sí -replicó con firmeza-. Fue una cuestión de comodidad, porque Max vivía en Londres en aquel tiempo, y no quería tener que volar a la isla una y otra vez.

– Fue muy conveniente para el señor Bennett, desde luego -dijo el socio mayoritario-. ¿Su marido negoció con usted alguna vez un acuerdo económico?

– Nunca -respondió Ruth, con mayor firmeza todavía-. No tenía ni idea de a cuánto ascendía mi fortuna.

– Tengo la sensación -continuó el socio sentado a la izquierda del señor Craddock- de que el señor Bennett sabía muy bien a cuánto ascendía su fortuna.

– Pero eso no es posible -insistió Ruth-. Nunca hablé de mis finanzas con él.

– No obstante, ha presentado una demanda contra usted, y da la impresión de que conoce a fondo la cuantía del legado de su difunto esposo.

– En tal caso, nos negaremos a pagar ni un penique, porque nunca entró en nuestro acuerdo.

– Acepto que nos está diciendo la verdad, señora Bennett, pero temo que, al ser usted la parte demandada, no podemos presentar defensa alguna.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Ruth.

– La ley sobre el divorcio de Jersey es taxativa en ese aspecto -dijo el señor Craddock-. Tal como le habríamos advertido, si se hubiera tomado la molestia de consultarnos.

– ¿Qué ley? -preguntó Ruth, haciendo caso omiso del mordaz comentario.

– Según la ley de Jersey, una vez aceptada la inocencia de una de las dos partes en un juicio por divorcio, esa persona, sea cual sea su sexo, tiene derecho a un tercio de las propiedades de la otra parte.

Ruth se puso a temblar.

– ¿No hay excepciones? -preguntó en voz baja.

– Sí -contestó el señor Craddock.

Ruth le miró esperanzada.

– Si usted hubiera estado casada menos de tres años, la ley no se aplica. Sin embargo, señora Bennett, usted estuvo casada durante tres años y ocho días. -Hizo una pausa y se ajustó las gafas-. Tengo la impresión de que el señor Bennett no solo sabía exactamente la cuantía de su fortuna, sino que también conoce las leyes sobre el divorcio que se aplican en Jersey.

Tres meses más tarde, después de que los abogados de ambas partes hubieran llegado a un acuerdo sobre la cuantía de la fortuna de Ruth Ethel Bennett, Max Donald Bennett recibió un cheque por seis millones doscientas setenta mil libras, como pensión única y definitiva.

Siempre que Ruth rememoraba los tres últimos años (cosa que hacía con frecuencia), llegaba a la conclusión de que Max debía haberlo planeado todo hasta el último detalle. Sí, incluso antes de que se conocieran.

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