LA CARTA

Todos los invitados estaban sentados alrededor de la mesa del desayuno cuando Muriel Arbuthnot entró en la sala, con el correo de la mañana. Extrajo un largo sobre blanco de la pila y lo entregó a su amiga más antigua.

Una expresión de perplejidad cruzó el rostro de Anna Clairmont. ¿Quién podía saber que estaba pasando el fin de semana con los Arbuthnot? Entonces, vio la caligrafía familiar y sonrió admirada de su ingenio masculino. Confió en que Robert, su marido, sentado al otro extremo de la mesa, no se hubiera dado cuenta, y se quedó tranquilizada al ver que estaba absorto en su ejemplar de The Times.

Anna estaba intentando introducir el pulgar por debajo de la esquina del sobre, al tiempo que no dejaba de vigilar a Robert, cuando este levantó de repente la vista y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa, dejó caer el sobre en su regazo, cogió el tenedor y lo clavó en un champiñón tibio.

No hizo el menor intento de recuperar la carta hasta que su marido volvió a desaparecer detrás del periódico. En cuanto llegó a la sección de negocios, puso el sobre a su derecha, cogió el cuchillo de la mantequilla y lo deslizó bajo la esquina que había forzado con el pulgar.

Poco a poco, empezó a abrir el sobre. Una vez terminada la tarea, devolvió el cuchillo a su lugar, junto al plato de la mantequilla.

Antes de llevar a cabo su siguiente movimiento, miró de nuevo en dirección a su marido, para comprobar que continuaba escondido detrás del periódico. Así era.

Sostuvo el sobre con la mano izquierda, mientras extraía la carta con la derecha. Después, guardó el sobre en el bolso, que tenía al lado.

Echó un vistazo al familiar papel de carta color crema de Basildon Bond, doblado en tres. Otra mirada fugaz en dirección a Robert. Como seguía oculto, desdobló la carta de dos páginas.

Ni fecha, ni dirección, la primera página, como siempre, escrita en papel pautado.


Mi querida Titania:


La primera noche del Sueño en Stratford, seguida de la primera noche que habían dormido juntos. Dos primeras veces en la misma noche, había comentado él.


Estoy sentado en mi dormitorio, nuestro dormitorio, poniendo por escrito estos pensamientos apenas momentos después de que te hayas marchado. Este es el tercer intento, pues no encuentro las palabras precisas para expresarte lo que siento en realidad.


Anna sonrió. Para ser un hombre que había hecho su fortuna con las palabras, debía ser muy difícil para él admitirlo.


Anoche fuiste todo lo que un hombre puede pedir a una amante. Estuviste excitante, tierna, provocadora, descarada y, durante un exquisito momento, una puta desaforada.

Ha pasado más de un año desde que nos conocimos en la cena de los Selwyn en Norfolk y, como te he dicho a menudo, tuve ganas de que vinieras conmigo a casa aquella noche. Estuve despierto toda la noche imaginándote acostada junto al berzotas.


Anna miró a su marido y vio que había llegado a la última página del periódico.


Después se produjo aquel encuentro casual en Glyndebourne, pero aún tuvieron que pasar once días más hasta que fueras infiel por primera vez, y eso gracias a que el berzotas estaba en Bruselas. Aquella noche pasó demasiado deprisa para mí.

No sé qué habría pensado el berzotas si te hubiera visto vestida de criada. Supongo que habría dado por supuesto que siempre limpiabas el salón de Lonsdale Avenue con una blusa blanca transparente, sin sujetador, una falda de cuero negro ceñida con la cremallera en la parte de delante, medias de malla y tacones de aguja, sin olvidar el lápiz de labios rojo sangre.


Anna alzó la vista de nuevo y se preguntó si se había ruborizado. Si tanto le había gustado, tendría que ir de tiendas al Soho una vez más en cuanto regresara a la ciudad. Siguió leyendo la carta.


Querida, no hay aspecto de nuestro folleteo que no disfrute, pero confieso que lo que más me excita son los sitios que eliges cuando solo tienes una hora libre del trabajo, durante el descanso para comer. Recuerdo todos y cada uno de ellos. En el asiento trasero de mi Mercedes, en aquel aparcamiento de un NCP en Mayfair; el montacargas de Harrods; el lavabo del Caprice. Pero el más excitante de todos fue aquel pequeño palco de la galería principal del Covent Garden durante la representación de Tristán e Isolda. Una vez antes del primer entreacto, y después de nuevo, durante el último acto… Claro que es una ópera larga.


Anna lanzó una risita y dejó caer enseguida la carta sobre el regazo, porque Robert asomó la cara por un lado del periódico.

– ¿Qué te ha hecho reír, querida? -preguntó.

– La foto de James Bond aterrizando en la Cúpula -dijo Anna. Robert compuso una expresión de perplejidad-. En la primera página de tu diario.

– Ah, sí -contestó Robert, al tiempo que echaba un vistazo a la primera plana, pero no sonrió y volvió a la sección de negocios.

Anna recuperó la carta.


Lo que más me enfurece de que pases el fin de semana con Muriel y Reggie Arbuthnot es pensar que te acuestas en la misma cama que el berzotas. He intentado convencerme de que, como los Arbuthnot están emparentados con la familia real, es muy probable que os hayan asignado camas separadas.


Anna asintió, y deseó poder decirle que había acertado.


¿Es verdad que ronca como el Queen Elizabeth II cuando entra en el puerto de Southampton? Me lo imagino ahora, sentado al otro extremo de la mesa del desayuno. Chaqueta de tweed Harris, pantalones grises, camisa a cuadros, corbata MCC, del estilo que Haré and Hound consideraba elegante hacia 1966.


Esta vez, Anna estalló en carcajadas, y solo la rescató Reggie Arbuthnot, que se levantó de su extremo de la mesa y preguntó:

– ¿A alguien le apetece jugar unos dobles de tenis? El parte meteorológico predice que dejará de llover mucho antes de que termine la mañana.

– Será un placer -dijo Anna, al tiempo que ocultaba la carta debajo de la mesa.

– ¿Y tú, Robert? -preguntó Reggie.

Anna contempló a su marido mientras este doblaba el Times, lo dejaba sobre la mesa delante de él y negaba con la cabeza.

«Oh, Dios mío -pensó Anna-. Lleva una chaqueta de tweed y una corbata MCC.»

– Me encantaría -dijo Robert-, pero temo que he de hacer varias llamadas telefónicas.

– ¿Un sábado por la mañana? -preguntó Muriel, que estaba de pie junto al rebosante aparador, llenando su plato por segunda vez.

– Temo que sí -contestó Robert-. Los delincuentes no trabajan cuarenta horas a la semana durante cinco días, y por lo tanto tampoco esperan lo mismo de sus abogados.

Anna no rió. Al fin y al cabo, le había oído hacer la misma observación todos los sábados durante los últimos siete años.

Robert se levantó de la mesa, miró a su mujer y dijo:

– Si me necesitas, querida, estaré en mi dormitorio.

Anna asintió y esperó a que saliera de la sala.

Estaba a punto de volver a su carta, cuando reparó en que Robert había dejado las gafas encima de la mesa. Se las llevaría en cuanto hubiera terminado de desayunar. Dejó la carta sobre la mesa, delante de ella, y volvió la segunda página.


Déjame decirte lo que he planeado para nuestro fin de semana de aniversario, cuando el berzotas se haya ido a su conferencia en Leeds. He reservado una habitación en el Lygon Arms, la misma en la que pasamos nuestra primera noche juntos. Esta vez, tengo entradas para All's Well. Pero preparo un cambio de atmósfera una vez hayamos regresado de Stratford a la intimidad de nuestra habitación de Broadway.

Quiero que me ates a una cama imperial, y que te pongas encima de mí con un uniforme de sargento de la policía: porra, silbato, esposas, chaqueta negra ceñida con botones dorados en la pechera, que te desabrocharás lentamente hasta revelar un sujetador negro. Y no me liberarás, querida mía, hasta que te haya hecho gritar a pleno pulmón, como hiciste en aquel aparcamiento subterráneo de Mayfair.

Hasta entonces,

Tu amante Oberon


Anna levantó la vista y sonrió, mientras se preguntaba cómo podría conseguir un uniforme de sargento de la policía. Estaba a punto de volver a la primera página, para leer la carta de nuevo, cuando reparó en la postdata.


PS: Me pregunto qué estará haciendo el berzotas en estos momentos.


Anna levantó la vista y vio que las gafas de Robert ya no estaban sobre la mesa.

– ¿Qué sinvergüenza podría escribir una carta tan indecente a una mujer casada? -preguntó Robert, mientras se calaba las gafas.

Anna se volvió, horrorizada, y vio que su marido estaba detrás de ella leyendo la carta, con la frente perlada de gotas de sudor.

– A mí que me registren -dijo Anna con frialdad, justo cuando Muriel aparecía a su lado, con una raqueta de tenis en la mano. Anna dobló la carta, la entregó a su mejor amiga, guiñó un ojo y dijo:

– Fascinante, querida, pero espero por tu bien que Reggie no se entere nunca.

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