LA HIERBA SIEMPRE ES MÁS VERDE …

Bill despertó con un sobresalto. Siempre sucedía lo mismo después de dormir a pierna suelta todo el fin de semana. El lunes por la mañana, en cuanto el sol salía, llegaba la hora de marcharse, como todo el mundo daba por sentado. Había dormido bajo la arcada del Critchley's Bank durante más años de los que muchos empleados llevaban trabajando en el edificio.

Bill aparecía cada noche a las siete de la tarde para reclamar su rincón. Claro que nadie osaría ocupar su puesto después de tantos años. Durante la pasada década les había visto ir y venir, algunos con corazones cié oro, otros de plata y algunos de bronce. Casi todos los de bronce solo estaban interesados en la otra clase de oro. Había deducido quién era quién, y no solo por la forma de tratarle.

Echó un vistazo al reloj que había sobre la puerta: las seis menos diez. El joven Kevin aparecería por la puerta en cualquier momento y preguntaría si era tan amable de marcharse. Un buen chico, Kevin. De vez en cuando le daba uno o dos chelines, lo cual debía ser un sacrificio para él, ahora que esperaba otro hijo. Lo único cierto era que los arrogantes que llegaban más tarde no le tratarían con la misma consideración.

Bill se permitió soñar un momento. Le habría gustado ocupar el puesto de Kevin, vestido con aquel abrigo pesado y confortable, y el sombrero picudo. Aun así, seguiría en la calle, pero con un trabajo de verdad y una paga fija. Algunas personas tenían toda la suerte del mundo. Lo único que Kevin debía hacer era decir: «Buenos días, señor. Espero que haya pasado un fin de semana agradable». Ni siquiera tenía que abrirles la puerta, porque eran automáticas.

Pero Bill no se quejaba. No había sido un mal fin de semana. No había llovido, y ahora la policía nunca intentaba echarle, desde que había visto al hombre del IRA aparcando su furgoneta delante del banco, tantos años antes. Eso fue gracias a su experiencia militar.

Había conseguido hacerse con un ejemplar del Financial Times del viernes y del Daily Mail del sábado. El Financial Times le recordó que debería haber invertido en las empresas de Internet, en detrimento de los fabricantes de ropa, porque sus acciones estaban bajando a la velocidad del rayo, como consecuencia del descenso de ventas en High Street. Debía ser la única persona relacionada con el banco que leía el Financial Times de cabo a rabo, y desde luego la única que lo utilizaba como manta.

Había rescatado el Mail del cubo de basura situado detrás del edificio. Era sorprendente lo que algunos yuppies tiraban en aquel cubo. Había encontrado de todo, desde un Rolex a un paquete de condones. Claro que ni uno ni otro le hacían la menor falta. Había suficientes relojes en la City sin necesidad de otro, y en cuanto a los condones… No los había necesitado desde que abandonara el ejército. Había vendido el reloj y regalado los condones a Vince, quien tenía la exclusiva del Bank of America. Vince siempre estaba alardeando de sus últimas conquistas, lo cual parecía improbable dadas las circunstancias. Bill había decidido aceptar su farol y darle los condones como regalo de Navidad.

Las luces se estaban encendiendo en todo el edificio, y cuando Bill miró por la ventana de cristal vio que Kevin se estaba poniendo el abrigo. Había llegado el momento de recoger sus pertenencias y largarse. No quería poner a Kevin en un aprieto, sobre todo porque confiaba en que el chico pronto conseguiría el ascenso que merecía.

Bill enrolló su saco de dormir, un regalo del presidente, que no había esperado a Navidad para dárselo. No, ese no era el estilo de sir William. Un caballero nato, con debilidad por las mujeres. ¿Quién podía culparle? Bill había visto a una o dos subir en el ascensor a altas horas de la noche, y dudó de que fueran a pedirle consejo sobre sus acciones. Quizá debería haberle regalado a él el paquete de condones.

Dobló sus dos mantas, una que había comprado con la venta del reloj, y la que había heredado cuando Irish murió. Echaba de menos a Irish. Media barra de pan por la puerta trasera del City Club, después de que hubiera aconsejado al gerente vender fabricantes de ropa y comprar Internet, aunque aquel se había reído. Embutió sus escasas posesiones en la bolsa de QC, otro botín de un cubo de basura, esta vez detrás del Old Bailey.

Por fin, como todos los hombres de la City, debía comprobar su situación económica. Siempre era importante ser solvente cuando había más vendedores que compradores. Rebuscó en su bolsillo, el que no estaba agujereado, y extrajo una libra, dos monedas de diez peniques y una de un penique. Gracias a los impuestos del gobierno, hoy no podría permitirse cigarrillos y mucho menos su pinta acostumbrada. A menos, por supuesto, que Maisie estuviera detrás de la barra de The Reaper. Le habría gustado cosecharla, [10] pensó, aunque era lo bastante viejo para poder ser su padre.

Los relojes de toda la ciudad empezaron a dar las seis.

Ató los cordones de sus zapatillas Reebok, otro obsequio yuppy. Ahora, los yuppies gastaban Nike. Una última mirada en el momento en que Kevin salió a la acera. Cuando Bill regresara a las siete de la tarde (más digno de confianza que cualquier guardia de seguridad), Kevin ya estaría en su casa de Peckham con su mujer embarazada, Lucy. Un hombre afortunado.

Kevin observó a Bill mientras el vagabundo se alejaba arrastrando los pies y desaparecía entre los trabajadores de aquellas primeras horas de la mañana. Era un buen hombre, Bill. Nunca avergonzaría a Kevin, ni querría ser motivo de que le echaran del trabajo. Entonces, vislumbró un penique bajo la arcada. Lo recogió y sonrió. Aquella noche, lo devolvería a su lugar, junto con una moneda de una libra. Después de todo, ¿no se suponía que los bancos debían hacer eso con el dinero de sus clientes?

Kevin regresó a la puerta principal justo cuando las limpiadoras se estaban marchando. Llegaban a las tres de la mañana y tenían que estar fuera del recinto a las seis. Después de cuatro años, sabía los nombres de todas, y siempre se despedían de él con una sonrisa.

Kevin tenía que estar en la acera a las seis en punto, con los zapatos relucientes, una camisa blanca impoluta, la corbata con el emblema del banco y el abrigo largo azul con botones de latón reglamentario, grueso en invierno, ligero en verano. Los banqueros se atienen a las normas y las ordenanzas. Debía saludar a todos los miembros de la junta cuando entraban en el edificio, pero había añadido a uno o dos más que, según los rumores, pronto pasarían a formar parte de ella.

Los yuppies llegaban entre las seis y las siete con un «Hola, Kev. Apuesto a que hoy voy a ganar un millón». De siete a ocho, con un paso más calmo, llegaban los mandos intermedios, que ya habían perdido su entusiasmo después de lidiar con los problemas de los hijos pequeños, la mensualidad de los colegios, un nuevo coche o una nueva esposa. «Buenos días», sin molestarse en establecer contacto visual. De ocho a nueve, el paso digno de los altos cargos, que habían aparcado sus coches en los espacios reservados del aparcamiento. Aunque los domingos iban a los partidos de fútbol como todos los demás, pensó Kevin, tenían asientos en el palco presidencial. Casi todos se habían dado cuenta ya de que no accederían a la junta, y se habían decantado por una vida más tranquila. Entre los últimos en llegar estaría el director ejecutivo, Phillip Alexander, sentado en el asiento posterior de un Jaguar conducido por un chófer, mientras leía el Financial Times. Kevin debía acudir corriendo y abrir la puerta para que el señor Alexander saliera, el cual pasaría a su lado sin dirigirle una mirada y mucho menos darle las gracias.

Por fin, sir William Selwyn, presidente del banco, bajaría de su Rolls-Royce, que le habría trasladado desde algún lugar de Surrey. Sir William siempre encontraba tiempo para intercambiar una palabra con él.

– Buenos días, Kevin. ¿Cómo está su mujer?

– Bien, gracias, señor.

– Avíseme cuando nazca el niño.

Kevin sonrió cuando los yuppies empezaron a aparecer. Las puertas automáticas se abrieron ante su avance. Ya no era necesario empujar puertas pesadas desde que habían instalado aquel invento. Le sorprendía que aún le mantuvieran en nómina, al menos esa era la opinión de Mike Haskins, su inmediato superior.

Kevin miró hacia Haskins, que estaba de pie tras el mostrador de recepción. Mike el afortunado. Al resguardo de la calefacción, tazas de té de vez en cuando, alguna propinilla, para no hablar de un aumento de sueldo. Aquel era el puesto que Kevin perseguía, el siguiente peldaño en el escalafón del banco. Se lo había ganado. Y ya tenía ideas sobre cómo mejorar la eficacia de la recepción. Se volvió en cuanto Haskins levantó la vista, y se recordó que al jefe solo le faltaban cinco meses, dos semanas y cuatro días para la jubilación. Entonces, Kevin ocuparía su puesto, siempre que no le puentearan y ofrecieran el puesto al hijo de Haskins.

Ronnie Haskins aparecía con regularidad en el banco desde que había perdido el trabajo en la fábrica de cerveza. Procuraba ser útil, transportaba paquetes, entregaba cartas, paraba taxis, e incluso iba a buscar bocadillos al Prêt-à-manger cercano para los que no querían o no podían correr el riesgo de abandonar sus mesas.

Kevin no era estúpido. Sabía exactamente cuál era el juego de Haskins. Intentaba conseguir que Ronnie consiguiera el puesto que correspondía por derecho a Kevin, y que este continuara en la acera. No era justo. Había servido al banco con lealtad, no había fallado ni un día, había soportado al aire libre toda clase de temperaturas.

– Buenos días, Kevin -dijo Chris Parnell, que pasó casi corriendo a su lado.

Tenía una expresión de angustia en la cara. «Debería traspasarle mis problemas», pensó Kevin, y al volverse vio que Haskins ya estaba dando vueltas con la cucharilla a su primer té de la mañana.

– Ese es Chris Parnell -dijo Haskins a Ronnie, antes de beber su té-. Otra vez tarde. Le echará la culpa a la British Rail, como siempre. Tendrían que haberme dado su trabajo hace años, y lo habría conseguido, si hubiera sido sargento en el Pay Corps como él, y no cabo en los Greenjackets. Pero la dirección no tuvo en consideración mis méritos.

Ronnie no hizo ningún comentario, pues había oído a su padre expresar esta opinión cada jornada laboral de las últimas seis semanas.

– Una vez le invité a una reunión de mi regimiento, pero dijo que estaba demasiado ocupado. Maldito snob.

Fíjate bien en él, no obstante, porque influirá en el nombramiento de mi sucesor.

«Buenos días, señor Parker -continuó Haskins, y entregó al recién llegado un ejemplar del Guardian-. El periódico que lee un hombre dice mucho sobre él -se dirigió Haskins a Ronnie, mientras Roger Parker desaparecía en el ascensor-. Bien, fíjate en el joven Kevin, el de ahí afuera. Lee el Sun, y eso lo dice todo sobre él. Otro motivo más para no sorprenderme si no consigue el ascenso al que aspira. -Guiñó el ojo a su hijo-. Yo, por mi parte, leo el Express. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

»Buenos días, señor Tudor-Jones -se interrumpió, al tiempo que entregaba un ejemplar del Telegraph al jefe de administración del banco. No volvió a hablar hasta que las puertas del ascensor se cerraron-. Un momento importante para el señor Tudor-Jones -informó a su hijo-. Si este año no es ascendido a la junta, apuesto a contará los días que le quedan para jubilarse. A veces, miro a estos payasos y creo que podría hacer su trabajo. Al fin y al cabo, no fue culpa mía que mi padre fuera albañil y que no tuviera la oportunidad de ir a la escuela primaria. De lo contrario, es posible que hubiera terminado en la sexta o séptima planta, con un escritorio y una secretaria.

»Buenos días, señor Alexander -dijo Haskins cuando el director ejecutivo pasó ante él sin contestar a su saludo-. No hace falta que le entregue un periódico. La señorita Franklyn, su secretaría, compra todos antes de que él llegue. Ahora quiere ser presidente. Si consigue el cargo, habrá muchos cambios, te lo aseguro. -Miró a su hijo-. ¿Has tomado nota de la hora de llegada de todos, tal como te enseñé?

– Claro, papá. El señor Parnell, 7.47; el señor Parker, 8.09; el señor Tudor-Jones, 8.11; el señor Alexander, 8.23.

– Bien hecho, hijo. Aprendes rápido. -Se sirvió otra taza de té, y tomó un sorbo. Demasiado caliente, así que siguió hablando-. Nuestro siguiente trabajo es ocuparnos del correo, que al igual que el señor Parnell llega con retraso. Sugiero…

Haskins escondió a toda prisa su taza de té debajo del mostrador y atravesó corriendo el vestíbulo. Apretó el botón de subida y rezó para que uno de los ascensores volviera a la planta baja antes de que el presidente entrara en el edificio. Las puertas se abrieron con escasos segundos de anticipación.

– Buenos días, sir William. Espero que haya pasado un fin de semana agradable.

– Sí, gracias, Haskins -dijo el presidente, mientras las puertas se cerraban.

Haskins se colocó ante la puerta para que nadie entrara con sir William en el ascensor y subiera sin interrupciones hasta la planta catorce.

Haskins anadeó hasta el mostrador de recepción y vio que su hijo estaba separando el correo de la mañana.

– Una vez, el presidente me dijo que el ascensor tarda treinta y ocho segundos en llegar a la última planta, y que había calculado que había pasado una semana de su vida dentro, de modo que siempre lee el editorial del Times al subir y las notas de su siguiente reunión cuando baja. Si pasa una semana atrapado dentro, yo supongo que debo pasar media vida -añadió, mientras recuperaba su té y tomaba un sorbo. Estaba frío-. En cuanto hayas separado el correo, súbelo al señor Parnell. Es a él a quien corresponde clasificarlo, no a mí. Su trabajo ya es bastante cómodo, y no veo motivos para hacerlo yo en su lugar.

Ronnie cogió el cesto lleno de correspondencia y se encaminó hacia el ascensor. Subió al segundo piso, fue al despacho del señor Parnell y depositó el cesto ante él.

Chris Parnell alzó la vista y vio que el muchacho desaparecía por la puerta. Contempló la pila de cartas.

Como siempre, no las habían clasificado. Tendría que hablar con Haskins. El hombre no se mataba a trabajar, precisamente, y ahora quería que el chico ocupara su lugar. Si él podía intervenir, no sería así.

¿No comprendía Haskins que su trabajo acarreaba una verdadera responsabilidad? Debía procurar que la oficina funcionara como un reloj suizo. Cartas en las mesas correspondientes antes de las nueve, comprobación de ausencias antes de las diez, reparación de cualquier avería a los pocos momentos de haber sido informadas, disponer y organizar todas las reuniones del personal, en cuyo momento ya habría llegado la segunda remesa de correo. La verdad, todo el banco se paralizaría si se tomaba un día de asueto. Solo había que pensar en el caos que encontraba cada vez que regresaba de las vacaciones de verano.

Contempló la carta que coronaba la pila. Iba dirigida al «Señor Roger Parker». «Rog» para él. Tendrían que haberle dado el trabajo de Rog, jefe de personal, hacía años. Podría realizarlo en sueños, como su esposa Janice nunca dejaba de recordarle: «Rog no es más que un enchufado. Solo porque fue al mismo colegio que el jefe de caja». No era justo.

Janice había querido invitar a Roger y su mujer a cenar, pero Chris rechazó la idea desde el primer momento.

– ¿Por qué no? -había preguntado ella-. Al fin y al cabo, ambos sois del Chelsea. ¿Es porque tienes miedo de que el muy engreído rechace la invitación?

Para ser justo con Janice, había cruzado por la mente de Chris invitar a Roger a tomar una copa, pero no a cenar en su casa de Romford. No podía explicar a su mujer que cuando Roger iba a Starnford Bridge no se sentaba en el extremo del Shed con los chicos, sino en los asientos reservados a los miembros.

Una vez clasificadas las cartas, Chris las depositó en diferentes bandejas, correspondientes a los diferentes departamentos. Sus dos ayudantes se ocupaban de las diez primeras plantas, pero nunca permitía que se acercaran a las últimas cuatro. Solo él entraba en los despachos del presidente y del director ejecutivo. Janice nunca dejaba de recordarle que mantuviera los ojos bien abiertos cuando estaba en los pisos de los altos mandos. «Nunca se sabe qué oportunidades pueden surgir, qué agujeros se pueden presentar.»

Rió para sí cuando pensó en Gloria, de Archivo, y en los agujeros que ofrecía. Las cosas que aquella chica podía hacer detrás de un archivador. Pero eso era algo que su esposa no necesitaba saber.

Cogió las bandejas de las cuatro últimas plantas y se encaminó hacia el ascensor. Cuando llegó al piso once, llamó con suavidad a la puerta antes de entrar en el despacho de Roger. El jefe de personal levantó la vista de la carta que estaba leyendo, con una expresión preocupada en el rostro.

– Buen resultado del Chelsea el sábado, Rog, aunque solo fuera contra el West Ham -dijo Chris, mientras dejaba un montón de cartas en la bandeja de su superior.

No obtuvo ninguna respuesta, así que se marchó a toda prisa.

Roger levantó la vista cuando Chris desapareció. Se sintió culpable por no haber hablado con él sobre el partido del Chelsea, pero no quería explicar por qué se había perdido un partido en casa por primera vez durante la liga. Ojalá hubiera podido pensar solo en el Chelsea.

Devolvió su atención a la carta que había estado leyendo. Era una factura de mil seiscientas libras, la primera mensualidad de la residencia geriátrica de su madre.

Roger había aceptado de mala gana que la mujer ya no estaba lo bastante bien para vivir con ellos en Croydon, pero tampoco había esperado una factura que significaba casi veinte mil libras al año. Había confiado en que se quedaría con ellos otros veinte años, pero como Adam y Sarah aún estaban en el colegio, y Hazel no quería volver a trabajar, necesitaba un aumento de sueldo, en un momento en que solo se hablaba de recortes y prejubilaciones.

Había sido un fin de semana desastroso. El sábado había empezado a leer el informe McKinsey, el cual perfilaba lo que el banco debería hacer si quería continuar siendo una institución financiera líder en el siglo XXI.

El informe sugería que al menos setenta empleados deberían participar en un programa de optimización de recursos, un eufemismo de «Estás despedido». ¿Ya quién se adjudicaría la poco envidiable tarea de explicar a aquellos setenta individuos el significado preciso de la expresión «optimización de recursos»? La última vez que Roger había tenido que despedir a alguien, no había dormido durante días. Se había sentido tan deprimido cuando dejó el informe que no tuvo ganas de ir al partido del Chelsea.

Comprendió que debería concertar una cita con Geoffrey Tudor-Jones, el jefe de administración del banco, aunque sabía que Tudor-Jones se lo quitaría de encima con un «Mi departamento no, amigo mío, la gente es problemática. Además, tú eres el jefe de personal, Roger, así que es competencia tuya».

Tampoco era que hubiera podido entablar una relación personal con el hombre, aunque ahora podía recurrir a ella. Lo había intentado con todas sus fuerzas durante años, pero el jefe de administración había dejado muy claro que no mezclaba el trabajo con el placer… a menos que fueras miembro de la junta, por supuesto.

– ¿Por qué no le invitas a un partido del Chelsea? -sugirió Hazel-. Al fin y al cabo, pagaste bastante por los dos asientos de temporada.

– No creo que le guste el fútbol -le había dicho Roger-. Me parece que se inclina más por el rugby.

– Entonces, invítale a cenar a tu club.

No se molestó en explicar a Hazel que Geoffrey era miembro del Carlton Club, e imaginaba que no se sentiría a gusto en una reunión de la Sociedad Fabiana.

El golpe final había llegado el sábado por la noche, cuando el director del colegio de Adam le había telefoneado para decir que necesitaba verle con urgencia, sobre un asunto del que no podía hablar por teléfono. Había ido en coche al colegio el domingo por la mañana, temiendo qué podría ser lo que no se podía hablar por teléfono. Sabía que Adam debía aplicarse más en los estudios si quería que le ofrecieran una plaza en cualquier universidad, pero el director le dijo que habían sorprendido a su hijo fumando marihuana, y que las normas de la escuela eran muy estrictas sobre ese tema: expulsión inmediata y un detallado informe a la policía local al día siguiente. Cuando oyó la noticia, Roger experimentó la sensación de estar de nuevo en el estudio del director de su colegio.

Padre e hijo apenas habían intercambiado una palabra durante el regreso a casa. Cuando Hazel supo por qué Adam había vuelto a mitad de trimestre, se había echado a llorar y no pudieron consolarla. Temía que la noticia se publicara en el Croydon Advertiser y que se vieran obligados a trasladarse a otro lugar. Roger no se lo podía permitir en aquel momento, pero pensó que aquella no era la circunstancia más adecuada para explicarle a Hazel el significado de capital negativo.

Aquella mañana, en el tren, Roger pensó que nada de aquello habría sucedido si hubiera conseguido el puesto de jefe de administración. Durante meses se había hablado de que Geoffrey aterrizaría en la junta y, cuando lo hiciera, Roger sería el candidato lógico para el cargo. Pero ahora necesitaba una inyección de dinero, para pagar la residencia de su madre y encontrar un colegio que aceptara a Adam. Hazel y él tendrían que olvidarse de celebrar su vigésimo aniversario de boda en Venecia.

Sentado ante su mesa, pensó en las consecuencias de que sus colegas se enteraran de lo de Adam. No perdería su empleo, por supuesto, pero ya no necesitaría preocuparse por ningún ascenso futuro. Ya podía oír los estentóreos susurros en el lavabo, que llegarían con prístina claridad a sus oídos.

«Bien, siempre ha sido un poco izquierdoso, ¿no? ¿De qué os sorprendéis?» Le habría gustado explicarles que solo porque leyera el Guardian no se deducía automáticamente que participara en manifestaciones, experimentara con el amor libre y fumara marihuana los fines de semana.

Volvió a la primera página del informe McKinsey, y se dio cuenta de que debería entrevistarse cuanto antes con el jefe de administración. Sabía que no serviría de nada, pero al menos habría cumplido con su deber hacia los compañeros.

Marcó un número interior y la secretaria de Geoffrey Tudor-Jones descolgó el teléfono.

– Oficina del jefe de administración -dijo Pamela, con una voz que parecía producto de un resfriado.

– Soy Roger. Necesito ver a Geoffrey con bastante urgencia. Es por el informe McKinsey.

– Tiene citas durante casi todo el día -contestó Pamela-, pero podría hacerte un hueco de quince minutos a las cuatro y cuarto.

– Estaré ahí a las cuatro y cuarto.

Pamela colgó el teléfono y tomó nota en la agenda de su jefe.

– ¿Quién era? -preguntó Geoffrey.

– Roger Parker. Dice que tiene un problema y que ha de verte con urgencia. Le he hecho un hueco a las cuatro y cuarto.

«Ese no sabe lo que es un problema», pensó Geoffrey, y siguió examinando sus cartas por si había alguna clasificada como «Confidencial». No había ninguna, de modo que cruzó el despacho y las devolvió a Pamela.

Ella las cogió sin decir palabra. Nada había sido lo mismo desde aquel fin de semana en Manchester. Jamás habría debido quebrantar la regla de oro acerca de acostarse con la secretaria. Si no hubiera llovido durante tres días, o si hubiera conseguido una entrada para el partido del United, o si su falda no hubiera sido tan corta, tal vez nunca habría sucedido. Si, si, si. Y no fue como si la tierra hubiera temblado, o se la hubiera beneficiado más de una vez. Qué maravilloso fin de semana cuando le dijo que estaba embarazada.

Como si no tuviera problemas suficientes en aquel momento. Era un mal año para el banco, de modo que la bonificación sería la mitad de lo que había calculado. Peor aún, ya había gastado el dinero mucho antes de que ingresara en su cuenta.

Miró a Pamela. Todo lo que había dicho después de su estallido inicial era que aún no había tomado la decisión de tener o no tener el niño. Justo lo que él necesitaba ahora, con dos hijos en Tonbridge y una hija que no acababa de decidir si quería un piano o un poni, y no entendía que no pudiera tener ambos, para no hablar de una esposa que se había convertido en una adicta a ir de tiendas. Ya no recordaba la última vez que su saldo había sido positivo. Miró a Pamela de nuevo cuando salió de la oficina. Un aborto provocado no sería barato, pero resultaría mucho más económico que la alternativa.

Todo habría sido diferente si le hubieran nombrado director general. Había estado en la lista, y al menos tres miembros de la junta habían dejado claro que apoyaban su nombramiento. Pero la junta, con gran visión de futuro, había ofrecido el puesto a una persona ajena a la empresa. Había quedado entre los tres últimos aspirantes, y por primera vez comprendió lo que significaba ganar una medalla olímpica de plata cuando eras el claro favorito. Maldición, estaba tan cualificado para el puesto como Phillip Alexander, con la ventaja de que había trabajado para el banco durante los últimos doce años. Habían insinuado que le harían un hueco en la junta a modo de compensación, pero eso se iría al carajo en cuanto se enteraran de lo de Pamela.

¿Cuál había sido la primera recomendación que Alexander había hecho a la junta? Que el banco debía invertir con denuedo en Rusia, con el desastroso resultado de que setenta personas perderían sus empleos y habría que reajustar las bonificaciones de todo el personal. Lo peor era que Alexander estaba intentando echar la culpa de su decisión al presidente.

Una vez más, los pensamientos de Geoffrey se centraron en Pamela. Tal vez debería llevarla a comer y tratar de convencerla de que un aborto sería lo mejor. Estaba a punto de descolgar el teléfono para sugerirle la idea, cuando el aparato sonó.

Era Pamela.

– La señorita Franklyn acaba de llamar. ¿Podría pasarse por el despacho del señor Alexander?

Era una estratagema que Alexander utilizaba con regularidad, con el fin de que nunca olvidara su rango. La mitad de las veces, se trataba de temas que hubieran podido discutir tranquilamente por teléfono. El hombre tenía un supercomplejo de poder.

Camino del despacho de Alexander, Geoffrey recordó que su mujer había querido invitarle a cenar, para conocer al hombre que le había robado su nuevo coche.

– No querrá venir -había intentado explicar Geoffrey-. Es una persona muy solitaria.

– Preguntar no cuesta nada -había insistido ella.

Pero resultó que Geoffrey estaba en lo cierto: «Phillip Alexander agradece a la señora Tudor-Jones su amable invitación a cenar, pero lamenta que debido a…».

Geoffrey intentó concentrarse en el motivo de que Alexander deseara verle. Era imposible que supiera lo de Pamela, y además, no era su problema. Sobre todo si los rumores sobre sus preferencias sexuales eran creíbles. ¿Había descubierto que Geoffrey había sobrepasado con creces el crédito del banco? ¿O iba a tratar de convencerle de que se pasara a su bando, en relación con el fiasco de Rusia? Geoffrey notó las palmas de sus manos sudorosas cuando llamó con los nudillos a la puerta.

– Entre -dijo una voz profunda.

Geoffrey entró y fue recibido por la secretaria del director general, la señorita Franklyn, que procedía de la Morgans. La mujer no habló, sino que cabeceó en dirección al despacho del jefe.

Geoffrey llamó por segunda vez, y cuando oyó «Entre», obedeció. Alexander levantó la vista.

– ¿Has leído el informe McKinsey? -preguntó.

Nada de «Buenos días, Geoffrey», ni de «¿Qué tal ha ido el fin de semana?». Solo: «¿Has leído el informe McKinsey?».

– Sí -contestó Geoffrey, que solo lo había leído por encima, deteniéndose en los encabezados de los párrafos, para luego estudiar más en detalle las secciones que le afectaban directamente. Para colmo, no necesitaba contarse entre los que iban a ser superfluos.

– El meollo de la cuestión es que podemos ahorrar tres millones al año. Significará el despido de setenta empleados y reducir a la mitad las bonificaciones. Necesito que me entregues un análisis por escrito de cómo hay que proceder, y qué personal correríamos el riesgo de perder si redujéramos a la mitad las bonificaciones. ¿Puedes tenerlo preparado para la reunión de la junta de mañana por la mañana?

El bastardo le estaba cargando el muerto de nuevo, pensó Geoffrey. «Y le da igual quién caiga, mientras él sobreviva. Quiere presentar a la junta un fait accompli, basándose en mis recomendaciones. Ni hablar.»

– ¿Tienes alguna prioridad en este momento?

– No, nada que no pueda esperar -contestó Geoffrey.

Ni se le ocurrió hablar de su problema con Pamela, o de que su mujer se pondría histérica si no iba a la función de la escuela de aquella noche, en la que su hijo menor interpretaba el papel de ángel. Como si hubiera encarnado a Jesucristo, la verdad. Geoffrey tendría que pasar la noche en vela para preparar su informe a la junta.

– Bien. Propongo que volvamos a encontrarnos mañana por la mañana a las diez, para que me informes sobre cómo podríamos presentar el informe.

Alexander bajó la cabeza y devolvió su atención a los papeles que tenía sobre la mesa: la señal de que la reunión había terminado.

Phillip Alexander levantó la vista una vez más cuando la puerta se cerró. «Un hombre afortunado -pensó-, no tiene verdaderos problemas.»

El estaba hundido hasta las cejas en ellos. Lo más importante en aquel momento era continuar distanciándose de la desastrosa decisión del presidente de invertir tanto en Rusia. Había apoyado la maniobra en la reunión de la junta del año anterior, y el presidente se había asegurado de su apoyo. Pero en cuanto averiguó lo que estaba sucediendo en el Bank of America y en el Barclays, paralizó de inmediato la segunda intervención del banco, como no dejaba de recordar a la junta.

Desde aquel día, Phillip había inundado el edificio de informes, advirtiendo a todos los departamentos para cubrirse las espaldas, al tiempo que los apremiaba a recuperar todo el dinero que pudieran. Todos los días enviaba informes, con el resultado de que casi todo el mundo, incluidos varios miembros de la junta, estaba convencido de que se había mostrado escéptico sobre el resultado desde el primer momento.

La impresión que había conseguido transmitir a uno o dos miembros de la junta, poco afines a sir William, era que no se había atrevido a contrariar los deseos de sir William porque hacía muy pocas semanas que ocupaba el cargo de director general, y que por ese motivo no se había opuesto a la recomendación de sir William de prestar quinientos millones de libras al banco Nordsky de San Petersburgo. La situación aún podía favorecerle, pues si el presidente se veía obligado a dimitir, la junta tal vez llegaría a la conclusión de que lo mejor era nombrar como sustituto a alguien de dentro, dadas las circunstancias. Al fin y al cabo, cuando habían nombrado a Phillip director general, el vicepresidente, Maurice Kington, había dejado claras sus dudas sobre la posibilidad de que sir William terminara su mandato, y eso fue antes del desastre de Rusia. Un mes después, Kington había dimitido. Todo el mundo sabía en la City que solo dimitía cuando oteaba problemas en el horizonte, pues no tenía intención de abandonar sus treinta cargos directivos.

Cuando el Financial Times publicó un artículo desfavorable sobre sir William, tuvo la precaución de empezar con las palabras: «Nadie negará que los resultados de sir William Selwyn como presidente del Critchley's Bank han sido positivos, incluso impresionantes en algunos momentos. No obstante, en los últimos tiempos se han producido algunos errores desafortunados, que al parecer se han originado en el despacho del presidente». Alexander había informado con pelos y señales al periodista sobre aquellos «errores desafortunados».

Algunos miembros de la junta ya empezaban a susurrar «Mejor temprano que tarde», pero Alexander aún tenía que solucionar uno o dos problemas personales.

Otra llamada la semana anterior, y exigencias de un nuevo pago. Daba la impresión de que el muy maldito sabía cuánto podía pedir cada vez. Bien sabía Dios que la opinión pública ya no era tan hostil con los homosexuales, pero con un chapero era diferente. La prensa conseguía dar la impresión de que era mucho peor que un heterosexual pagara a una prostituta. ¿Cómo demonios iba a saber que el chico era menor de edad en aquel momento? En cualquier caso, la ley había cambiado desde entonces, si bien la prensa amarilla no se había dejado influir por dicha circunstancia.

Además, perduraba el problema de quién sería vicepresidente ahora que Maurice Kington había dimitido. Era crucial para él conseguir que se nombrara a la persona adecuada, porque esa persona presidiría la junta cuando esta nombrara al nuevo presidente. Phillip ya había alcanzado un pacto con Michael Butterfield, quien apoyaría su causa, y ya había empezado a dejar caer insinuacio nes en los oídos de otros miembros de la junta acerca de los méritos de Butterfield para el puesto: «Necesitamos a alguien de los que votó contra el préstamo a Rusia… Alguien que no fuera nombrado por sir William… Alguien de opinión independiente… Alguien que…».

Sabía que el mensaje estaba circulando, porque uno o dos directores ya se habían pasado por su despacho para sugerir que Butterfield era el candidato idóneo para el cargo. Phillip se había mostrado de acuerdo con su sabia opinión.

Y ahora, estaba llegando al final del camino, porque en la reunión de la junta de mañana se tomaría una decisión. Si Butterfield era nombrado vicepresidente, todas las demás piezas encajarían en su sitio.

Sonó el teléfono de su mesa. Lo descolgó y gritó:

– He dicho que nada de llamadas, Alison.

– Es Julián Blurr otra vez, señor Alexander.

– Pásemelo -dijo Phillip en voz baja.

– Buenos días, Phil. Se me ha ocurrido llamarte para desearte lo mejor en la reunión de la junta de mañana.

– ¿Cómo demonios sabes eso?

– Oh, Phil, has de ser consciente de que no todo el mundo en el banco es heterosexual. -La voz hizo una pausa-. Y uno de ellos en particular ya no te ama.

– ¿Qué quieres, Julián?

– Que seas presidente, por supuesto.

– ¿Qué quieres? -repitió Alexander, y su voz se alzó un poco más con cada palabra.

– Un pequeño descanso al sol mientras tú subes de piso. Niza, Montecarlo, tal vez una semana o dos en St. Tropez.

– ¿Cuánto imaginas que costará eso? -preguntó Alexander.

– Oh, he pensado que diez mil cubrirían con holgura todos mis gastos.

– Con demasiada holgura -masculló Alexander.

– No lo creo -dijo Julián-. Intenta recordar que sé con exactitud lo que ganas, y eso sin contar el aumento de sueldo que supondrá el nombramiento de presidente. Desengáñate, Phil, es mucho menos de lo que el News of the World me ofrecería por una exclusiva. Ya veo los titulares: «La noche de un chapero con el presidente de un banco familiar».

– Eso es canallesco -dijo Alexander.

– No. Como yo era menor de edad en aquel tiempo, me parece que el canalla serás tú.

– Eso sería ir demasiado lejos -advirtió Alexander.

– No, porque tus ambiciones aún van más lejos -rió Julián.

– Necesitaré unos días.

– No puedo esperar tanto. Quiero coger el primer vuelo a Niza de mañana. Procura que el dinero esté transferido a mi cuenta antes de que entres en la reunión de la junta a las once. No olvides que fuiste tú quien me dio lecciones sobre transferencias electrónicas.

La comunicación se cortó, pero el teléfono sonó de nuevo.

– ¿Quién es esta vez? -preguntó Alexander.

– El presidente por la línea dos.

– Pásamelo.

– Phillip, necesito las últimas cifras sobre los préstamos a Rusia, además de tu análisis del informe McKinsey.

– Dentro de una hora tendrá los últimos datos acerca de Rusia sobre su mesa. En cuanto al informe, estoy plenamente de acuerdo con sus recomendaciones, pero he pedido a Geoffrey Tudor-Jones que me dé su opinión por escrito sobre cómo podríamos llevarlas a la práctica. Presentaré el informe en la reunión de la junta de mañana. Espero que sea satisfactorio, presidente.

– Lo dudo. Tengo la sensación de que mañana será demasiado tarde -dijo el presidente sin más explicaciones, y colgó el teléfono.

Sir William sabía que no le favorecía el hecho de que las últimas pérdidas de Rusia sobrepasaran los quinientos millones de libras. Y ahora, el informe McKinsey había llegado a las mesas de todos los directores, recomendando un recorte de setenta empleos, tal vez más, con el fin de ahorrar unos tres millones de libras al año. ¿Cuándo empezarían a comprender los consultores financieros que estaban tratando con seres humanos, en lugar de números en una hoja de balance, entre ellos setenta leales miembros del personal, algunos de los cuales habían servido al banco durante más de veinte años?

No se mencionaba el préstamo a Rusia en el informe McKinsey, porque no era de su competencia, pero no habría podido llegar en un momento peor. Y en la banca, el momento lo es todo.

Las palabras de Phillip Alexander a la junta estaban grabadas indeleblemente en la memoria de sir William: «No debemos permitir que nuestros rivales se aprovechen de esta oportunidad única. Si Critchley quiere seguir ocupando un lugar destacado en el marco internacional, hemos de proceder con rapidez mientras haya oportunidad de conseguir beneficios». Las ganancias a corto plazo podrían ser enormes, había asegurado Alexander a la junta, cuando en verdad había sido al revés.

Y a los pocos momentos de despeñarse, aquel saco de mierda había empezado a escalar el pozo ruso para salir, al tiempo que arrojaba al presidente al fondo. En aquel momento se encontraba de vacaciones, y Alexander le había telefoneado a su hotel de Marrakech para decirle que lo tenía todo controlado, y no había necesidad de que volviera a casa. Cuando lo hizo, descubrió que Alexander ya había llenado el pozo, y le había dejado en el fondo.

Después de leer el artículo del Financial Times, sir William sabía que sus días como presidente estaban contados. La dimisión de Maurice Kington había sido el golpe definitivo, del que sabía que no se recuperaría. Había intentado disuadirle, pero a Kington solo le interesaba el futuro de una persona.

El presidente contempló su carta escrita de dimisión, una copia de la cual enviaría a cada miembro de la junta aquella noche.

Su leal secretaria Claire le había recordado que tenía cincuenta y siete años, y había hablado con frecuencia de jubilarse a los sesenta para dejar paso a un hombre más joven. Era irónico cuando pensaba en quién sería aquel hombre más joven.

Cierto, tenía cincuenta y siete años, pero el último presidente no se había jubilado hasta los setenta, y eso era lo que la junta y los accionistas recordarían. Olvidarían que había heredado un banco achacoso de un presidente achacoso, y aumentado sus beneficios año tras año durante la pasada década. Aun incluyendo el desastre de Rusia, iban en una posición adelantada.

Aquellas insinuaciones del primer ministro, en el sentido de que estaban pensando concederle un título de par, pronto serían olvidadas. La docena aproximada de cargos de dirección, que no son más que rutina para el presidente jubilado de un banco importante, se evaporarían de la noche a la mañana, junto con la invitación a Buck House, el Guildhall y la pista central de Wimbledon, la única salida oficial que a su mujer le gustaba.

La noche anterior, había comentado a Katherine durante la cena que iba a dimitir. Ella había dejado sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, y doblado la servilleta.

– Gracias a Dios -dijo-. Ahora ya no será necesario continuar con esta farsa de matrimonio. Esperaré un tiempo decente, por supuesto, antes de solicitar el divorcio.

Se había levantado de la mesa y abandonado la sala sin pronunciar ni una palabra más.

Hasta entonces, no había tenido ni idea de los sentimientos de Katherine. Había asumido que conocía la existencia de otras mujeres, aunque ninguna de sus relaciones había sido muy seria. Pensaba que habían llegado a un entendimiento, un pacto. Al fin y al cabo, así ocurría en muchos matrimonios de su edad. Después de cenar, se había trasladado a Londres para dormir en su club.

Desenroscó el capuchón de su pluma y firmó las doce cartas. Las había dejado sobre su mesa todo el día, con la esperanza de que antes del cierre se produjera un milagro y pudiera romperlas en mil pedazos. Pero en el fondo sabía que eso nunca pasaba.

Cuando al fin entregó las cartas a su secretaria, la mujer ya había escrito a máquina los nombres en los doce sobres. Sonrió a Claire, la mejor secretaria que había tenido nunca.

– Adiós, Claire -dijo, y le dio un beso en la mejilla.

– Adiós, sir William -contestó la mujer, y se mordió el labio.

Sir William volvió a su despacho, cogió su maletín vacío y un ejemplar del Times. Al día siguiente sería el artículo principal de la sección de Negocios. No era tan famoso para ocupar la primera plana. Paseó la vista por el despacho del presidente una vez más, antes de abandonarlo definitivamente. Cerró la puerta en silencio a su espalda y caminó poco a poco por el pasillo hasta el ascensor. Apretó el botón y esperó. Las puertas se abrieron y entró, aliviado de que estuviera vacío y de que no parara hasta llegar a la planta baja.

Salió al vestíbulo y desvió la vista hacia el mostrador de recepción. Haskins se habría marchado a casa bastante antes. Cuando las puertas de cristal se abrieron, pensó en Kevin, sentado en su casa de Peckham con su mujer embarazada. Le habría gustado desearle suerte en el trabajo de recepcionista. Al menos, el informe McKinsey no le afectaría.

Cuando pisó la acera, algo llamó su atención. Se volvió y vio a un viejo vagabundo que se acomodaba para pasar la noche bajo la arcada.

Bill se tocó la frente en un saludo burlón.

– Buenas noches, presidente -dijo con una sonrisa.

– Buenas noches, Bill -contestó sir William, devolviéndole la sonrisa.

Ojalá pudieran intercambiarse, pensó sir William, mientras se volvía y caminaba hacia el coche que le esperaba.

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