FINAL DE PARTIDA

Cornelius Barrington vaciló antes de efectuar el siguiente movimiento. Continuó estudiando el tablero con sumo interés. La partida se prolongaba desde hacía más de dos horas, y Cornelius estaba seguro de que se encontraba a solo siete movimientos del jaque mate. Sospechaba que su oponente también era consciente del hecho.

Cornelius alzó la vista y sonrió a Frank Vintcent, que no solo era su amigo más antiguo, sino que, a lo largo de los años, como abogado de la familia, había demostrado ser su consejero más sabio. Los dos hombres tenían muchas cosas en común: su edad, que rebasaba la sesentena; su procedencia, ambos hijos de profesionales de clase media; habían estudiado en el mismo colegio y en la misma universidad. Pero sus similitudes terminaban ahí. Pues Cornelius era por naturaleza un empresario, amante de los riegos, que había hecho su fortuna con el negocio de las minas en Sudáfrica y Brasil. Frank era abogado de profesión, cauteloso, lento a la hora de tomar decisiones, un hombre fascinado por los detalles.

Cornelius y Frank también diferían en el aspecto físico. Cornelius era alto, corpulento, con una cabeza de cabello plateado que muchos hombres con la mitad de su edad habrían envidiado. Frank era delgado, de estatura mediana, y aparte de un semicírculo de mechones grises, estaba casi completamente calvo.

Cornelius había enviudado tras cuatro décadas de feliz matrimonio. Frank era un soltero empedernido.

Entre las cosas que habían afianzado su amistad se contaba su constante amor al ajedrez. Frank se encontraba con Cornelius en The Willows todos los jueves por la noche para echar una partida, cuyo resultado solía ser tablas.

La noche siempre empezaba con una cena ligera, pero solo se servían un vaso de vino cada uno (los dos hombres se tomaban muy en serio el ajedrez), y cuando la partida terminaba regresaban al salón para regalarse con una copa de coñac y un habano. No obstante, Cornelius estaba a punto aquella noche de romper esa rutina.

– Felicidades -dijo Frank, al tiempo que levantaba la vista del tablero-. Creo que esta vez me has ganado. Estoy seguro de que no tengo escapatoria.

Sonrió, dejó el rey rojo tumbado sobre el tablero, se levantó y estrechó la mano de su viejo amigo.

– Vamos al salón a tomar un coñac y un habano -sugirió Cornelius, como si fuera una idea inédita.

– Gracias -dijo Frank, mientras dejaban el estudio y se dirigían al salón.

Cuando Cornelius pasó junto al retrato de su hijo Daniel, su corazón se detuvo un momento, algo que no había cambiado desde hacía veintitrés años. Si su único hijo hubiera vivido, nunca habría vendido la empresa.

Cuando entraron en el espacioso salón, los dos hombres fueron recibidos por un alegre fuego que ardía en la chimenea, encendido por Pauline, el ama de llaves de Cornelius, tan solo momentos después de haber despejado la mesa donde habían cenado. Pauline también creía en las virtudes de la rutina, pero su vida también estaba a punto de saltar por los aires.

– Tendría que haberte acorralado varios movimientos antes -dijo Cornelius-, pero me pillaste por sorpresa cuando capturaste el caballo reina. Tendría que haberlo previsto -añadió, mientras se acercaba al aparador.

Sobre una bandeja de plata aguardaban dos generosos coñacs y dos Monte Cristo. Cornelius cogió el cortapuros y lo pasó a su amigo. Después, encendió una cerilla, se inclinó y miró a Frank mientras este tiraba del puro, hasta convencerse de que estaba bien encendido. Después, él también se adhirió a la misma rutina, antes de hundirse en su sofá favorito junto al fuego.

Frank alzó la copa.

– Bien jugado, Cornelius -dijo, insinuando una pequeña reverencia, aunque su anfitrión hubiera sido el primero en reconocer que, después de tantos años, era su invitado el que sumaba más puntos.

Cornelius permitió que Frank aspirara unas cuantas bocanadas de humo más antes de destrozar su velada. ¿Para qué darse prisa? Al fin y al cabo, hacía varias semanas que estaba preparando este momento, y no quería compartir el secreto con su amigo de toda la vida hasta que todo estuviera atado y bien atado.

Ambos permanecieron un rato en silencio, relajados en la mutua compañía. Por fin, Cornelius dejó su coñac en una mesilla auxiliar.

– Frank, hace más de cincuenta años que somos amigos. Igual de importante es que, como consejero legal, has demostrado ser un abogado astuto. De hecho, desde la prematura muerte de Millicent no hay nadie en quien confíe más.

Frank continuó dando bocanadas a su puro sin interrumpir a su amigo. A juzgar por la expresión de su cara, era consciente de que el cumplido no era otra cosa que un gambito de apertura. Sospechó que debería esperar un rato antes de que Cornelius revelara su siguiente movimiento.

– Cuando fundé la empresa, hace unos treinta años, fuiste tú el responsable de redactar las escrituras, y no creo que haya firmado un documento legal desde ese día que no haya pasado por tu escritorio, algo que ha sido, sin la menor duda, un factor fundamental de mi éxito.

– Es muy generoso por tu parte decir eso -dijo Frank, antes de tomar otro sorbo de coñac-, pero la verdad es que siempre fueron tu originalidad y carácter emprendedor los que hicieron posible el avance imparable de la empresa. Dones que los dioses decidieron no otorgarme, dejándome con la única elección de ser un simple funcionario.

– Siempre has subestimado tu contribución al éxito de la empresa, Frank, pero no me cabe la menor duda del papel que has tenido durante todos estos años.

– ¿Adonde quieres ir a parar? -preguntó Frank con una sonrisa.

– Paciencia, amigo mío -dijo Cornelius-. Aún he de hacer algunos movimientos antes de revelar la estratagema que tengo en mente. -Se reclinó en la butaca y dio una larga calada a su puro-. Como sabes, cuando vendí la empresa hace unos cuatro años, mi intención era tomarme el primer descanso desde hacía años. Había prometido a Millie que la llevaría a unas largas vacaciones por India y el Extremo Oriente -hizo una pausa-, pero no pudo ser.

Frank asintió.

– Su muerte sirvió para recordarme que yo también soy mortal, y que tal vez no me queden muchos años de vida.

– No, no, amigo mío -protestó Frank-. Aún te quedan un montón de años por delante.

– Puede que tengas razón -dijo Cornelius-, aunque por curioso que parezca, fuiste tú quien me hizo empezar a pensar seriamente en el futuro…

– ¿Yo? -preguntó Frank, con semblante perplejo.

– Sí. ¿No te acuerdas de hace unas semanas, cuando estabas sentado en esa butaca y me comentaste que había llegado el momento en que debía pensar en volver a redactar mi testamento?

– Sí -dijo Frank-, pero solo fue porque en el actual se lo dejas prácticamente todo a Millie.

– Soy consciente de eso -dijo Cornelius-, pero de todos modos me sirvió para concentrar la mente. Todavía me levanto a las seis cada mañana, pero como ya no tengo despacho al que ir, dedico muchas horas a reflexionar sobre cómo distribuir mi riqueza, ahora que Millie ya no puede ser la principal beneficiaría.

Cornelius dio otra larga calada a su habano antes de continuar.

– Durante el último mes he estado pensando en las personas que me rodean (parientes, amigos, conocidos y empleados), y empiezo a pensar en cómo me han tratado siempre, lo cual provocó que me preguntara cuáles de ellos seguirían demostrándome la misma devoción, atención y lealtad si no fuera millonario, si fuera un viejo arruinado.

– Tengo la sensación de que estoy siendo investigado -dijo Frank con una carcajada.

– No, no, querido amigo -dijo Cornelius-. Tú estás absuelto de estas dudas. De lo contrario, no compartiría estas confidencias contigo.

– Pero ¿no son un poco injustos esos pensamientos para con tu familia inmediata, por no hablar…?

– Puede que tengas razón, pero no deseo dejar eso al azar. Por lo tanto, he decidido averiguar la verdad por mí mismo, pues considero que la mera especulación es insatisfactoria. -Una vez más, Cornelius dio una calada a su habano antes de proseguir-. Ten paciencia conmigo un momento mientras te cuento lo que tengo en mente, pues confieso que sin tu colaboración será imposible llevar a cabo mi pequeño subterfugio. Pero antes, permite que vuelva a llenar tu copa.

Cornelius se levantó de la butaca, cogió la copa vacía de su amigo y se acercó al aparador.

– Como iba diciendo -continuó Cornelius, al tiempo que entregaba la copa llena a Frank-, me he estado preguntando recientemente cómo se comportarían las personas que me rodean si me quedara sin un penique, y he llegado a la conclusión de que solo hay una forma de averiguarlo.

Frank tomó un largo sorbo antes de preguntar:

– ¿Qué maquinas? ¿Un falso suicidio, tal vez?

– No será tan dramático como eso -contestó Cornelius-, pero casi, porque -hizo otra pausa- tengo la intención de declararme en bancarrota.

Miró a través de la neblina de humo, con la esperanza de observar la inmediata reacción de su amigo, pero, como tantas veces en el pasado, el viejo abogado se mantuvo inescrutable, sobre todo porque, pese a que su viejo amigo había hecho un movimiento atrevido, sabía que la partida estaba lejos de terminar.

Movió hacia adelante un peón vacilante.

– ¿Cómo piensas hacerlo? -preguntó.

– Mañana por la mañana -contestó Cornelius-, quiero que escribas a las cinco personas con más derecho a heredarme: mi hermano Hugh, su esposa Elizabeth, su hijo Timothy, mi hermana Margaret y, por fin, mi ama de llaves, Pauline.

– ¿Y cuál será el contenido de esa carta? -preguntó Frank, intentando disimular su incredulidad.

– Les explicarás a todos que, debido a una inversión imprudente que hice poco después de la muerte de mi esposa, me encuentro endeudado. De hecho, sin su ayuda me enfrento a la bancarrota.

– Pero… -protestó Frank.

Cornelius levantó una mano.

– Escúchame -rogó-, porque tu papel en esta partida dirimida en la vida real podría ser fundamental. En cuanto les hayas convencido de que ya no pueden esperar nada de mí, mi intención es poner en marcha la segunda fase de mi plan, que debería demostrar de una forma concluyente si sienten afecto por mí, o solo les mueve la perspectiva de hacerse con mi fortuna.

– Ardo en deseos de saber qué tienes en mente -dijo Frank.

Cornelius dio vueltas al coñac mientras reflexionaba.

– Como sabes muy bien, cada una de las cinco personas que he nombrado me han pedido un préstamo en algún momento del pasado. Nunca exigí ningún documento por escrito, pues siempre he considerado que la devolución de esas deudas era una cuestión de confianza. Esos préstamos oscilan entre las cien mil libras que mi hermano Hugh pidió para la opción de compra de la tienda que tenía alquilada, y que según tengo entendido va muy bien, hasta las quinientas libras que mi ama de llaves me pidió prestadas para la entrada de un coche de segunda mano. Incluso el joven Timothy necesitó mil libras para saldar su préstamo universitario, y como parece que está progresando muy bien en la profesión que ha elegido, no debería ser pedirle mucho, como a todos los demás, que pague su deuda.

– ¿Y la segunda prueba? -preguntó Frank.

– Desde la muerte de Millie, cada uno de ellos me ha prestado algún pequeño servicio. Siempre insistieron en que era un placer para ellos, no un deber. Voy a descubrir si querrán hacer lo mismo por un viejo sin dinero.

– Pero ¿cómo sabrán…? -empezó Frank.

– Sospecho que irán quedando en evidencia a medida que pasen las semanas. En cualquier caso, hay una tercera prueba, que según creo zanjará el asunto.

Frank miró a su viejo amigo.

– ¿Serviría de algo intentar disuadirte de esta loca idea? -preguntó.

– No -replicó Cornelius sin vacilar-. Estoy decidido, si bien acepto que no puedo efectuar el primer movimiento, y mucho menos llevarlo a una conclusión, sin tu colaboración.

– Si de veras es eso lo que quieres hacer, Cornelius, seguiré tus instrucciones al pie de la letra, como siempre he hecho en el pasado. Pero en esta ocasión, ha de existir una condición.

– ¿Y cuál será? -preguntó Cornelius.

– No presentaré factura por este encargo, para que pueda demostrar a cualquiera que lo pregunte que no he obtenido el menor beneficio de tu jugarreta.

– Pero…

– Nada de «peros», viejo amigo. Ya obtuve pingües beneficios de mis acciones cuando vendiste la compañía. Has de considerar esto un pequeño intento de darte las gracias.

Cornelius sonrió.

– Soy yo quien debería estar agradecido, y de hecho lo estoy, como siempre, consciente de tu valiosa asistencia durante tantos años. Eres un buen amigo, y juro que te legaría todas mis posesiones si no fueras soltero, y porque sé que no cambiarías ni un ápice tu modo de vivir.

– No, gracias -dijo Frank con una risita-. Si lo hicieras, debería llevar a cabo la misma prueba, solo que con diferentes personajes. -Hizo una pausa-. Bien, ¿cuál es tu primer movimiento?

Cornelius se levantó de la butaca.

– Mañana enviarás cinco cartas informando a los interesados de que me han enviado una notificación de bancarrota, y por lo tanto necesito que se me devuelvan todos los préstamos, lo más rápido posible.

Frank ya había empezado a tomar notas en una libretita que siempre llevaba consigo. Veinte minutos después, cuando hubo anotado las últimas instrucciones de Cornelius, guardó la libreta en un bolsillo interior, vació su copa y apagó el puro.

Cuando Cornelius se levantó para acompañarle hasta la puerta, Frank preguntó:

– ¿Cuál será la tercera prueba, la que consideras tan definitiva?

El viejo abogado escuchó con atención, mientras Cornelius bosquejaba una idea tan ingeniosa que se marchó con la sensación de que a las víctimas no les quedaría otro remedio que enseñar sus cartas.


La primera persona que llamó a Cornelius el sábado por la mañana fue su hermano Hugh. Debió hacerlo momentos después de abrir la carta de Frank. Cornelius tuvo la clara sensación de que alguien más estaba escuchando la conversación.

– Acabo de recibir una carta de tu abogado -dijo Hugh-, y no puedo creerlo. Dime que se trata de una espantosa equivocación, por favor.

– Me temo que no hay ninguna equivocación -contestó Cornelius-. Ojalá pudiera decirte lo contrario.

– Pero ¿cómo has podido permitir que algo así ocurriera, tú que siempre eres tan sagaz?

– Atribúyelo a la vejez -contestó Cornelius-. Unas semanas después de que Millie muriera, me persuadieron de que invirtiera una importante cantidad de dinero en una empresa especializada en suministrar maquinaria de perforación a los rusos. Todos hemos leído acerca de las inmensas cantidades de petróleo que hay allí, siempre que se pueda llegar a ellas, de manera que confié en que mi inversión obtendría una bonita recompensa. El viernes pasado, la secretaria de la empresa me informó de que ya no eran solventes.

– Pero no invertirías todo lo que tenías en esa empresa, ¿verdad? -preguntó Hugh, en un tono cada vez más incrédulo.

– Al principio no, por supuesto -dijo Cornelius-, pero me temo que desembolsaba cada vez que necesitaban una nueva inyección de dinero. Hacia el final, tuve que seguir invirtiendo, pues me parecía la única manera que tenía de recuperar la inversión inicial.

– Pero ¿esa empresa no tiene propiedades que puedas quedarte a cambio? ¿Qué me dices de la maquinaria de perforación?

– Se está oxidando todo en algún lugar de la Rusia central, y hasta el momento no hemos extraído ni un dedal de petróleo.

– ¿Por qué no abandonaste cuando las pérdidas aún eran soportables? -inquirió Hugh.

– Orgullo, supongo. Me negaba a admitir que había respaldado a un perdedor, y siempre creí que, a la larga, mi dinero estaría a salvo.

– Pero ofrecerán alguna compensación -dijo Hugh, desesperado.

– Ni un penique -contestó Cornelius-. Ni siquiera puedo permitirme volar a Rusia y pasar unos días allí para averiguar cuál es la verdadera situación.

– ¿Cuánto tiempo te han concedido?

– Ya me han enviado una notificación de bancarrota, de modo que mi supervivencia depende de lo que pueda reunir en el plazo más breve de tiempo. -Cornelius hizo una pausa-. Lamento refrescarte la memoria, Hugh, pero recordarás que hace tiempo te presté cien mil libras. Confiaba…

– Pero sabes que cada penique de esa cantidad se ha invertido en la tienda, y con las ventas de High Street a la baja, creo que, de momento, solo podría conseguir unos pocos miles de libras.

Cornelius creyó oír que alguien susurraba «Y nada más» en segundo plano.

– Sí, entiendo tu situación -dijo Cornelius-, pero te agradeceré toda la ayuda que me puedas prestar. Cuando hayas decidido una cantidad -hizo otra pausa-, y ya sé que deberás discutir con Elizabeth lo que os podéis permitir, quizá podrías enviar un cheque al despacho de Frank. El se ha hecho cargo de todo el asunto.

– Parece que los abogados siempre se llevan su parte, ganes o pierdas.

– Para ser sincero -dijo Cornelius-, Frank ha renunciado a sus emolumentos en esta ocasión. Y a propósito, Hugh, la gente que vas a enviar para remozar la cocina tenía que empezar a finales de semana. Ahora es todavía más importante que terminen el trabajo lo antes posible, porque voy a poner la casa en venta, y una nueva cocina me ayudará a obtener un precio mejor. Estoy seguro de que lo comprendes.

– Veré qué puedo hacer -dijo Hugh-, pero tal vez deba derivar esa cuadrilla a otro trabajo. En este momento se nos acumulan los encargos.

– Ah, ¿sí? ¿No has dicho que ibas un poco justo de dinero? -preguntó Cornelius, reprimiendo una risita.

– Sí -dijo Hugh, con demasiada precipitación-. Lo que quería decir es que todos hemos de trabajar horas extra para mantenernos a flote.

– Creo que lo entiendo -dijo Cornelius-. De todos modos, estoy seguro de que harás todo cuanto puedas por ayudarme, ahora que conoces mi situación.

Colgó el teléfono y sonrió. La siguiente víctima que se puso en contacto con él no se molestó en telefonear, sino que se presentó en su casa unos minutos más tarde, y no apartó el dedo del timbre hasta que la puerta se abrió.

– ¿Dónde está Pauline? -fue la primera pregunta de Margaret cuando su hermano abrió la puerta.

Cornelius miró a su hermana, que aquella mañana se había aplicado demasiado maquillaje.

– Temo que ha tenido que salir -dijo Cornelius, mientras se inclinaba para besar a su hermana en la mejilla-. El demandante de bancarrota contempla con desaprobación a las personas que no pueden pagar a sus acreedores, pero aún consiguen retener un séquito personal. Ha sido muy amable por tu parte dejarte caer por mi casa tan deprisa en mi hora de necesidad, Margaret, pero si esperabas tomar una taza de té, temo que tendrás que preparártela tú misma.

– No he venido a tomar una taza de té, como sospecho que sabes demasiado bien, Cornelius. Lo que quiero saber es cómo has conseguido pulirte toda tu fortuna. -Antes de que su hermano pudiera recitar unas cuantas líneas bien ensayadas de su guión, añadió-: Tendrás que vender la casa, por supuesto. Siempre he dicho que, desde la muerte de Millie, es demasiado grande para ti. Siempre puedes alquilar un piso de soltero en el pueblo.

– Decisiones como esa ya no están en mis manos -dijo Cornelius, en un tono que intentaba transmitir impotencia.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Margaret, al tiempo que giraba en redondo hacia él.

– Solo que la casa y su contenido ya están en poder de los demandantes de bancarrota. Con el fin de evitar la bancarrota, hemos de confiar en que la casa se venda por un precio mucho más elevado del que predicen los agentes de bienes raíces.

– ¿Me estás diciendo que no queda absolutamente nada?

– Menos que nada sería mucho más preciso -suspiró Cornelius-. Y en cuanto me hayan echado de The Willows, no tendré adonde ir. -Intentó imprimir un tono quejumbroso a sus palabras-. Por consiguiente, confío en que me permitas aceptar la oferta que me hiciste en el funeral de Millie, e ir a vivir contigo.

Su hermana volvió la cabeza, para que Cornelius no pudiera ver la expresión de su cara.

– Eso no sería conveniente en el momento actual -dijo sin más explicaciones-. Y en cualquier caso, Hugh y Elizabeth tienen mucho más espacio libre en su casa que yo.

– Tienes razón -dijo Cornelius. Tosió-. En cuanto al pequeño préstamo que te avancé el año pasado, Margaret… Lamento sacar a colación el tema, pero…

– El escaso dinero que poseo está cuidadosamente invertido, y mis corredores dicen que no es el momento adecuado para vender.

– Pero la asignación que te he pasado cada mes durante los últimos veinte años… Seguro que tienes algo ahorrado.

– Temo que no -replicó Margaret-. Has de comprender que, siendo tu hermana, se esperaba de mí que mantuviera cierto nivel de vida, y ahora que ya no puedo confiar en mi asignación mensual, tendré que ser mucho más cautelosa con mis ingresos mensuales.

– Por supuesto, querida -dijo Cornelius-, pero cualquier pequeña contribución ayudaría, si pudieras…

– Debo irme -dijo Margaret, al tiempo que consultaba su reloj-. Ya has conseguido que llegue tarde a mi peluquera.

– Una humilde petición más antes de que te vayas, querida -dijo Cornelius-. En el pasado, siempre has tenido la amabilidad de llevarme a la ciudad siempre que…

– Siempre he dicho, Cornelius, que habrías debido aprender a conducir hace muchos años. De haberlo hecho, no esperarías que todos estuviéramos a tu disposición día y noche. Veré lo que puedo hacer -añadió, mientras su hermano le abría la puerta.

– Es curioso, no recuerdo que hayas dicho nunca eso. Bien, tal vez mi memoria también está flaqueando -dijo, mientras seguía a su hermana hasta el camino particular. Sonrió-. ¿Coche nuevo, Margaret? -preguntó con expresión inocente.

– Sí -contestó su hermana, tirante, mientras él le abría la puerta.

Cornelius creyó detectar un leve rubor en sus mejillas. Rió para sí mientras el coche se alejaba. Estaba aprendiendo más acerca de su familia a cada minuto que pasaba.

Cornelius entró en casa y volvió a su estudio. Cerró la puerta, descolgó el teléfono del escritorio y marcó el número del despacho de Frank.

– Vintcent, Ellwood y Halfon -dijo una voz formal.

– Quisiera hablar con el señor Vintcent.

– ¿De parte de quién?

– Cornelius Barrington.

– Voy a ver si está ocupado, señor Barrington.

Muy bien, pensó Cornelius. Frank debía haber convencido incluso a su recepcionista de que los rumores eran fidedignos, porque antes su respuesta siempre era: «Le paso ahora mismo, señor».

– Buenos días, Cornelius -dijo Frank-. Acabo de hablar con tu hermano Hugh. Es la segunda vez que llama esta mañana.

– ¿Qué quería? -preguntó Cornelius.

– Que le explicara todas las implicaciones, y también sus obligaciones inmediatas.

– Bien -dijo Cornelius-. Por lo tanto, ¿puedo abrigar la esperanza de recibir un cheque por cien mil libras dentro de poco?

– Lo dudo -dijo Frank-. A juzgar por el tono de su voz, no creo que sea eso lo que tenga en mente, pero te informaré en cuanto vuelva a llamarme.

– Ardo en deseos, Frank.

– Creo que te lo estás pasando en grande, Cornelius.

– No lo dudes -contestó el anciano-. Ojalá Millie estuviera aquí para disfrutar de la diversión conmigo.

– Sabes lo que habría dicho, ¿verdad?

– No, pero presiento que me lo vas a decir de todas maneras.

– Eres un viejo perverso.

– Y, como siempre, habría acertado -confesó Cornelius con una carcajada-. Adiós, Frank.

Justo cuando colgaba, alguien llamó a la puerta.

– Adelante -dijo Cornelius, desconcertado.

La puerta se abrió y entró su ama de llaves, provista de una bandeja con una taza de té y un plato de galletas. Como siempre, iba impecable, sin un cabello fuera de sitio, sin mostrar señales de turbación. «No habrá recibido todavía la carta de Frank», fue el primer pensamiento de Cornelius.

– Pauline -dijo, mientras la mujer dejaba la bandeja sobre el escritorio-, ¿esta mañana has recibido una carta de mi abogado?

– Sí, señor -dijo Pauline-; venderé el coche de inmediato, señor, y le devolveré las quinientas libras. -Hizo una pausa antes de mirarle a la cara-. Me estaba preguntando, señor…

– ¿Sí, Pauline?

– ¿Sería posible devolverle la deuda a cambio de horas de trabajo? Necesito el coche para ir a buscar a mis hijas al colegio.

Por primera vez desde que se había embarcado en la empresa, Cornelius se sintió culpable. Pero sabía que, si accedía a la petición de Pauline, alguien lo averiguaría, y todo el proyecto se vendría abajo.

– Lo siento muchísimo, Pauline, pero no me queda otra alternativa.

– Eso es exactamente lo que explicaba el abogado en la carta -dijo Pauline, mientras manoseaba un pedazo de papel guardado en el bolsillo de su delantal-. ¿Sabe?, nunca he confiado demasiado en los abogados.

Esta afirmación consiguió que Cornelius se sintiera todavía más culpable, porque no conocía a una persona más digna de confianza que Frank Vintcent.

– Será mejor que le deje ahora, señor, pero volveré esta noche para comprobar que no haya demasiado desorden. ¿Sería posible, señor…?

– ¿Posible…? -repitió Cornelius.

– ¿Podría darme una referencia? Quiero decir, no es fácil para alguien de mi edad encontrar un empleo.

– Te daré una referencia que te conseguiría un empleo en el palacio de Buckingham -dijo Cornelius. Se sentó de inmediato a la mesa y escribió una fervorosa homilía sobre los servicios que Pauline Croft le había prestado durante más de dos décadas. La leyó de cabo a rabo, y después se la tendió-. Gracias, Pauline -dijo-, por todo lo que hiciste en el pasado por Daniel, Millie y, sobre todo, por mí.

– Ha sido un placer, señor -contestó Pauline.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Cornelius no pudo por menos que preguntarse si, a veces, el agua era más espesa que la sangre.

Se sentó a su escritorio y empezó a escribir algunas notas para recordar lo que había sucedido aquella mañana. Cuando hubo terminado, fue a la cocina para prepararse algo de comer y descubrió que una ensalada le estaba esperando.

Después de comer, Cornelius subió a un autobús para ir a la ciudad: una nueva experiencia. Le costó cierto tiempo localizar una parada, y luego descubrió que el conductor no tenía cambio de veinte libras. Después de bajar en el centro de la ciudad, su primera visita fue al agente de bienes raíces, que no pareció muy sorprendido de verle. Cornelius se quedó complacido al comprobar la rapidez con que se habían esparcido los rumores sobre su ruina económica.

– Enviaré a alguien a The Willows por la mañana, señor Barrington -dijo el joven, mientras se levantaba de detrás de su escritorio-, para que tome medidas y haga algunas fotos. ¿Me da su permiso para colocar un letrero en el jardín?

– Se lo ruego -dijo Cornelius sin vacilar, y estuvo a punto de añadir: «Cuanto más grande mejor».

Después de salir de la agencia, Cornelius caminó unos metros calle abajo y entró en la empresa de mudanzas local. Preguntó a otro joven si podía concertar una cita para que se llevaran todo el contenido de la casa.

– ¿Adónde, señor?

– A Bott's Storeroom, en High Street -le informó Cornelius.

– No habrá ningún problema, señor -dijo el joven empleado, al tiempo que cogía una libreta del escritorio. En cuanto Cornelius hubo rellenado el formulario por triplicado, el empleado dijo-: Firme aquí, señor -y señaló el pie del formulario. Después, algo nervioso, añadió-: Necesitaremos un depósito de cien libras.

– Por supuesto -dijo Cornelius, y sacó su talonario.

– Temo que ha de ser en metálico, señor -dijo el joven en tono confidencial.

Cornelius sonrió. Hacía más de treinta años que nadie le rechazaba un talón.

– Volveré mañana -dijo.

Camino de la parada del autobús, Cornelius echó un vistazo por el escaparate de la ferretería de su hermano, y observó que el personal no parecía muy ocupado. Cuando volvió a The Willows, fue a su estudio y tomó más notas sobre lo ocurrido por la tarde.

Mientras subía la escalera para ir a la cama, reflexionó que debía ser la primera tarde en años que nadie le llamaba para preguntar cómo estaba. Aquella noche durmió como un tronco.


Cuando Cornelius bajó a la mañana siguiente, recogió el correo abandonado sobre la esterilla y fue a la cocina. Mientras tomaba su cuenco de cereales, echó un vistazo a las cartas. En una ocasión, le habían dicho que, si era de conocimiento público una inminente bancarrota, un chorro de sobres marrón inundaría el buzón, pues tenderos y pequeños hombres de negocios intentaban adelantarse antes de que alguien fuera declarado acreedor preferente.

No había sobres marrones en el correo aquella mañana, porque Cornelius se había asegurado de abonar todas las facturas antes de adentrarse en aquel camino tan particular.

Aparte de circulares y correo comercial, solo había un sobre blanco con matasellos de Londres. Era una carta escrita a mano de su sobrino Timothy, expresando su pesar por los problemas de su tío, y añadía que, si bien ya no iba mucho por Chudley, haría lo imposible por desplazarse hasta Shropshire el fin de semana para verle.

Aunque el mensaje era breve, Cornelius observó en silencio que Timothy era el primer miembro de la familia que demostraba pesar por sus apuros.

Cuando oyó el timbre de la puerta, dejó la carta sobre la mesa de la cocina y salió al vestíbulo. Abrió la puerta y vio a Elizabeth, la mujer de su hermano. Tenía el rostro blanco, arrugado y desencajado, y Cornelius dudó de que hubiera dormido bien por la noche.

En cuanto Elizabeth entró en la casa empezó a pasear de habitación en habitación, casi como si estuviera comprobando que todo seguía en su sitio, como incapaz de aceptar las palabras que había leído en la carta del abogado.

Cualquier duda debió de disiparse cuando, unos minutos más tarde, apareció en la puerta el agente de bienes raíces, con una cinta métrica en la mano y un fotógrafo al lado.

– Si Hugh pudiera devolverme parte de las cien mil libras que le presté, me sería de gran ayuda -comentó Cornelius a su cuñada mientras la seguía por toda la casa.

Tardó un rato en contestar, pese al hecho de que había tenido toda la noche para meditar su respuesta.

– No es tan fácil -dijo por fin-. El préstamo se hizo a la empresa, y las acciones están distribuidas entre varias personas.

Cornelius conocía a tres de aquellas varias personas.

– Entonces, tal vez ha llegado el momento de que Hugh y tú vendáis algunas de vuestras acciones.

– ¿Y permitir que un desconocido se apodere de la empresa, después del trabajo y esfuerzos que le hemos dedicado durante todos estos años? No, no podemos permitir que eso suceda. En cualquier caso, Hugh preguntó al señor Vintcent cuál era la situación legal, y confirmó que no estábamos obligados a vender ninguna de nuestras acciones.

– ¿Habéis pensado que tal vez tenéis una obligación moral? -preguntó Cornelius, al tiempo que se volvía hacia su cuñada.

– Cornelius -dijo la mujer, sin mirarle a la cara-, ha sido tu irresponsabilidad, no la nuestra, la causante de tu ruina. No esperarás que tu hermano sacrifique todo aquello por lo que ha trabajado durante años, solo para colocar a mi familia en la misma situación peligrosa en que te encuentras ahora.

Cornelius comprendió por qué Elizabeth no había dormido aquella noche. No solo estaba actuando como portavoz de Hugh, sino que también estaba tomando las decisiones. Cornelius siempre había pensado que era la más enérgica de los dos, y dudó de poder ver a su hermano cara a cara antes de haber llegado a un acuerdo.

– Pero si pudiéramos ayudar de alguna otra forma… -añadió Elizabeth en un tono más amable, mientras apoyaba la mano sobre una trabajada mesa del salón, forrada de pan de oro.

– Bien, ahora que lo dices -contestó Cornelius-, pondré a la venta la casa dentro de un par de semanas, y espero…

– ¿Tan pronto? -preguntó Elizabeth-, ¿Qué va a ser de todos los muebles?

– Habrá que vender todo para hacer frente a las deudas. Pero, como iba diciendo…

– A Hugh siempre le gustó esta mesa.

– Luis XIV -dijo Cornelius en tono indiferente.

– Me pregunto cuál es su valor -musitó Elizabeth, como si no le importara demasiado.

– No tengo ni idea -dijo Cornelius-. Si no recuerdo mal, pagué por ella unas sesenta mil libras…, pero eso fue hace más de diez años.

– ¿Y el juego de ajedrez? -preguntó Elizabeth, mientras levantaba una de las piezas.

– Es una copia carente de todo valor -contestó Cornelius-. Podrías comprar un juego como ese en cualquier bazar árabe por doscientas libras.

– Oh, siempre había pensado… -Elizabeth vaciló antes de dejar la pieza en el escaque incorrecto-. Bien, debo irme -dijo, como si hubiera terminado su tarea-. Hemos de procurar recordar que aún tengo un negocio que dirigir.

Cornelius la acompañó, mientras la mujer empezaba a recorrer el largo pasillo en dirección a la puerta principal. Pasó sin detenerse ante el retrato de su sobrino Daniel. En el pasado, siempre se había parado para comentar cuánto le echaba de menos.

– Me estaba preguntando… -empezó Cornelius cuando entraron en el vestíbulo.

– ¿Sí? -dijo Elizabeth.

– Bien, como he de irme de aquí dentro de un par de semanas, confiaba en que podría mudarme con vosotros. Hasta que encuentre algo a la altura de mis posibilidades, quiero decir.

– Ojalá lo hubieras preguntado hace una semana -dijo Elizabeth sin pestañear-. Por desgracia, hemos decidido traer a mi madre, y la otra habitación es la de Timothy, que viene a casa casi todos los fines de semana.

– Ah, ¿sí? -preguntó Cornelius.

– ¿Y el reloj de pie? -preguntó Elizabeth, que aún daba la impresión de ir de tiendas.

– Victoriano. Lo compré en la subasta de las propiedades del conde de Bute.

– No, quería decir cuánto vale.

– Lo que se quiera pagar por él -contestó Cornelius cuando llegaron a la puerta principal.

– No olvides informarme, Cornelius, si puedo ayudarte en algo.

– Eres muy amable, Elizabeth -dijo el hombre.

Abrió la puerta y vio al agente de bienes raíces clavando un poste en el suelo, con un letrero que anunciaba EN VENTA. Cornelius sonrió, porque fue la única cosa que dejó a Elizabeth parada aquella mañana.


Frank Vintcent llegó el jueves por la mañana, cargado con una botella de coñac y dos pizzas.

– Si hubiera sabido que perder a Pauline era parte del trato, jamás habría accedido a secundar tu plan -dijo Frank mientras mordisqueaba su pizza calentada en el microondas-. ¿Cómo te las arreglas sin ella?

– Bastante mal -admitió Cornelius-, aunque todavía se deja caer una o dos horas cada noche. De lo contrario, esta casa parecería una pocilga. Ahora que lo pienso, ¿cómo te las arreglas tú?

– Siendo soltero -contestó Frank-, aprendes a sobrevivir desde muy joven. Bien, dejémonos de tonterías y centrémonos en el juego.

– ¿Qué juego? -preguntó Cornelius con una risita.

– El ajedrez -replicó Frank-. Después de una semana, ya estoy harto del otro juego.

– En ese caso, será mejor que vayamos a la biblioteca.

Los movimientos de apertura sorprendieron a Frank, pues nunca había visto tan osado a su viejo amigo. Ninguno de los dos habló durante más de una hora, y Frank dedicó la mayor parte de ese rato a intentar defender su reina.

– Tal vez esta sea la última vez que jugamos con este juego -dijo Cornelius en tono nostálgico.

– No, no te preocupes por eso -dijo Frank-. Siempre permiten que conserves algunos objetos personales.

– No cuando valen un cuarto de millón de libras -contestó Cornelius.

– No tenía ni idea -dijo Frank, al tiempo que levantaba la vista.

– Porque nunca has sido la clase de hombre interesado en los bienes mundanos. Es una obra de arte persa del siglo XVI, y suscitará un notable interés cuando vaya a subastarse.

– Pero a estas alturas ya habrás averiguado todo cuanto deseabas -objetó Frank-. ¿Para qué continuar, cuando podrías perder muchas cosas que amas?

– Porque todavía he de descubrir la verdad.

Frank suspiró, contempló el tablero y movió el caballo de la reina.

– Jaque mate -dijo-. Lo tienes merecido por no concentrarte.


Cornelius pasó casi todo el viernes por la mañana en una reunión privada con el director ejecutivo de Botts and Company, los subastadores locales de arte y muebles de primera calidad.

El señor Botts ya había accedido a que la subasta tuviera lugar en un plazo máximo de quince días. Había repetido con frecuencia que habría preferido un período más largo para preparar el catálogo y enviar un extenso mailing, puesto que se trataba de un lote excelente, pero al menos demostró cierta compasión por la situación en que se encontraba el señor Barrington. Con el paso de los años, la Lloyd's de Londres, los fallecimientos y las amenazas de bancarrota habían demostrado ser los mejores amigos del subastador.

– Será preciso que lo tengamos todo guardado en nuestro almacén lo antes posible -dijo el señor Botts-, con el fin de que haya tiempo suficiente para preparar el catálogo, y permitir a los clientes que echen un vistazo durante tres días consecutivos antes de la subasta.

Cornelius asintió.

El subastador también recomendó que se publicara un anuncio a toda página en el Chudley Advertiser del miércoles siguiente, dando los detalles de lo que iba a subastarse, con el fin de informar a la gente a la que no hubieran podido informar por correo.

Cornelius se despidió del señor Botts unos minutos antes de mediodía y camino del autobús se dejó caer por la empresa de mudanzas. Entregó cien libras en billetes de cinco y diez, para dar la impresión de que le había costado algunos días reunir el importe.

Mientras esperaba el autobús, no pudo por menos que reparar en las escasísimas personas que se molestaban en decirle buenos días, e incluso reparar en su existencia. Desde luego, nadie cruzó la calle para conversar con él.


Veinte hombres distribuidos en tres camionetas pasaron el día siguiente cargando y descargando, mientras iban y venían entre The Willows y el almacén del subastador, en High Street. Los últimos muebles abandonaron la casa a última hora de la tarde.

Mientras paseaba por las habitaciones vacías, a Cornelius le sorprendió el pensamiento de que, salvo una o dos excepciones, no iba a añorar sus posesiones terrenales. Se retiró al dormitorio (la única habitación de la mansión que seguía amueblada) y siguió leyendo la novela que Elizabeth le había recomendado antes de su ruina.

A la mañana siguiente solo recibió una llamada, de su sobrino Timothy, para decir que iba a venir el fin de semana, y preguntando si tío Cornelius encontraría tiempo para recibirle.

– Lo único que tengo a espuertas es tiempo -contestó Cornelius.

– Entonces, ¿te va bien que pase esta tarde? -preguntó Timothy-. ¿A eso de las cuatro?


– Siento no poder ofrecerte una taza de té -dijo Cornelius-, pero esta mañana terminé la última bolsa, y como es muy probable que abandone la casa la semana que viene…

– No importa -dijo Timothy, incapaz de disimular su desazón al encontrar la casa despojada de las posesiones de su tío.

– Subamos al dormitorio. Es la única habitación que todavía conserva algún mueble…, y la mayoría habrán desaparecido la semana que viene.

– No tenía ni idea de que se lo habían llevado todo. Hasta el retrato de Daniel -dijo Timothy cuando pasaron ante una mancha alargada de un tono crema más claro que el del resto de la pared.

– Y mi juego de ajedrez -suspiró Cornelius-. Pero no puedo quejarme. He vivido bien.

Empezó a subir la escalera que conducía al dormitorio.

Cornelius se sentó en la única silla, mientras Timothy se acomodaba en el borde de la cama. Se había convertido en un joven apuesto. Rostro franco, de ojos castaño claro capaces de revelar, a quien no lo supiera aún, que había sido adoptado. Debía tener unos veintisiete o veintiocho años, más o menos la edad que tendría Daniel si estuviera vivo. Cornelius siempre había tenido debilidad por su sobrino, y había imaginado que el afecto era recíproco. Se preguntó si iba a llevarse una nueva desilusión.

Timothy parecía nervioso, y movía los pies sin cesar.

– Tío Cornelius -empezó, con la cabeza algo inclinada-, como ya sabes, he recibido una carta del señor Vintcent, y pensé que debía venir para explicarte que no tengo mil libras a mi nombre, de modo que no puedo pagarte mi deuda en este momento.

Cornelius se llevó una decepción. Había confiado en que al menos un miembro de la familia…

– No obstante -continuó el joven, al tiempo que sacaba un sobre largo y delgado de un bolsillo interior de la chaqueta-, mi padre me regaló al cumplir los veintiún años acciones por valor del uno por ciento de la empresa; yo creo que deben equivaler a mil libras, como mínimo, y me pregunto si las aceptarías a cambio de mi deuda, hasta que pueda recuperarlas.

Cornelius se sintió culpable por haber dudado de su sobrino, siquiera por un momento. Quiso pedir disculpas, pero sabía que no podía, no fuera a desmoronarse el castillo de naipes montado con tanto esmero. Cogió el óbolo de la viuda y dio las gracias a Timothy.

– Soy consciente del sacrificio que esto debe significar para ti -dijo Cornelius-, pues me acuerdo de las numerosas veces que me has confesado tu ambición de hacerte cargo de la empresa cuando tu padre se jubile, y tus sueños de abarcar parcelas que él se ha negado incluso a considerar.

– Creo que no se jubilará nunca -dijo Timothy con un suspiro-, pero confiaba en que, después de la experiencia que he adquirido trabajando en Londres, me tomaría en serio como candidato a la gerencia cuando el señor Leonard se jubile a finales de año.

– Temo que tus posibilidades no aumentarán cuando se entere de que has entregado el uno por ciento de la empresa a tu tío arruinado.

– Mis problemas no se pueden comparar con los que tú estás afrontando, tío. Lo único que siento es no poder pagarte en metálico. Antes de que me vaya, ¿puedo hacer algo más por ti?

– Sí, Timothy -dijo Cornelius, ciñéndose a su guión-. Tu madre me recomendó una novela, que me gusta bastante, pero mis viejos ojos parecen cansarse cada vez más, y me preguntaba si serías tan amable de leerme algunas páginas. He puesto un punto en la página a la que he llegado.

– Recuerdo que me leías cuando era pequeño -dijo Timothy-. Guillermo y Golondrinas y amazonas -añadió mientras cogía el libro.

Timothy habría leído unas veinte páginas, cuando de repente paró y levantó la vista.

– Hay un billete de autobús en la página 450. ¿Lo dejo en su sitio, tío?

– Sí, por favor -dijo Cornelius-. Lo puse ahí para acordarme de algo. -Hizo una pausa-. Perdona, pero me siento un poco cansado.

Timothy se levantó.

– Volveré pronto y terminaré las últimas páginas.

– No hace falta que te molestes. Ya me las arreglaré.

– Ah, pero creo que será mejor, tío, pues de lo contrario nunca averiguaré cuál de ellos llega a ser primer ministro.


La segunda remesa de cartas, que Frank Vintcent envió el viernes siguiente, provocó otra avalancha de llamadas telefónicas.

– No estoy segura de comprender bien lo que significa -dijo Margaret, en la primera comunicación con su hermano desde que había ido a verle dos semanas antes.

– Significa exactamente lo que dice, querida -dijo Cornelius con serenidad-. Todos mis bienes mundanos van a ser subastados, pero permitiré que todos aquellos a quienes considero cercanos y queridos elijan un objeto, por razones sentimentales o personales, que quieran conservar en el seno de la familia. Podrán pujar por ellos en la subasta del viernes que viene.

– Pero podríamos perder la puja y terminar sin nada -objetó Margaret.

– No, querida mía-dijo Cornelius, procurando no parecer exasperado-. La subasta pública se celebrará por la tarde. Las piezas seleccionadas se subastarán por la mañana, y solo estarán presentes la familia y los amigos íntimos. Las instrucciones no podrían ser más claras.

– ¿Podremos ver las piezas antes de que empiece la subasta?

– Sí, Margaret -dijo su hermano, como si estuviera hablando con un retrasado mental-. Tal como el señor Vintcent deja bien claro en su carta: «Exposición el martes, miércoles y jueves, de diez de la mañana a cuatro de la tarde, antes de la subasta que se celebrará el viernes a las once de la mañana».

– Pero ¿solo podemos elegir una pieza?

– Sí-repitió Cornelius-, es lo único que permitirá el demandante. No obstante, te complacerá saber que el retrato de Daniel, que tantas veces has alabado en el pasado, estará entre los objetos disponibles.

– Sí, me gusta -dijo Margaret. Vaciló un momento-. ¿Y el Turner también estará a la venta?

– Desde luego -confirmó Cornelius-. Me veo obligado a venderlo todo.

– ¿Tienes idea de lo que les apetece a Hugh y Elizabeth?

– No, pero si quieres averiguarlo, ¿por qué no se lo preguntas? -sugirió Cornelius, sabedor de que apenas se dirigían la palabra.

La segunda llamada se produjo tan solo instantes después de haber colgado a su hermana.

– Buenos días, Elizabeth -dijo Cornelius, tras reconocer la voz al instante-. Me alegro de oírte.

– Es sobre la carta que he recibido esta mañana.

– Sí, ya me lo imaginaba -dijo Cornelius.

– Es que, bien, solo quería confirmar el valor de la mesa, la pieza Luis XIV, y de paso, el reloj de pie que perteneció al conde de Bute.

– Si vas a la casa de subastas, Elizabeth, te darán un catálogo, que te informará de los precios superior e inferior calculados para cada objeto en venta.

– Entiendo -dijo Elizabeth. Guardó silencio un rato-. Supongo que no sabrás si Margaret tiene la intención de pujar por alguna de ambas piezas…

– No tengo ni idea -contestó Cornelius-. Pero estaba hablando con Margaret cuando intentabas comunicar conmigo, y me hizo una pregunta similar. Te sugiero que la llames. -Otro largo silencio-. Por cierto, Elizabeth, ¿eres consciente de que solo puedes pujar por un objeto?

– Sí, eso dice la carta -contestó su cuñada, tirante.

– Lo pregunto porque pensaba que Hugh siempre estuvo interesado en el juego de ajedrez.

– Oh, no, no lo creo -dijo Elizabeth.

A Cornelius no le cupo la menor duda de quién pujaría en nombre de la familia el viernes por la mañana.

– Bien, buena suerte -dijo Cornelius-. Y no olvides el quince por ciento de comisión -añadió mientras colgaba el teléfono.


Timothy escribió al día siguiente para decir que esperaba asistir a la subasta, pues quería llevarse un pequeño recuerdo de The Willows y de sus tíos.

Por contra, Pauline dijo a Cornelius, mientras arreglaba el dormitorio, que no tenía la menor intención de ir a la subasta.

– ¿Por qué no? -preguntó el hombre.

– Porque me pondría en ridículo si pujara por algo que no me puedo permitir.

– Muy prudente -dijo Cornelius-. Yo mismo he caído en esa trampa una o dos veces. Pero ¿le habías echado el ojo a algo en particular?

– Sí, pero mis ahorros no dan para tanto.

– Oh, siempre hay sorpresas en las subastas -dijo Cornelius-. Si nadie se anima a pujar, puedes llevarte el gato al agua.

– Bien, me lo pensaré, ahora que tengo un nuevo trabajo.

– Me alegro mucho -dijo Cornelius, a quien la noticia entristeció sobremanera.

Ni Cornelius ni Frank fueron capaces de concentrarse en su partida de ajedrez semanal el jueves por la noche, y al cabo de media hora la abandonaron y acordaron tablas.

– Debo confesar que ardo en deseos de que todo vuelva a la normalidad -dijo Frank, mientras su anfitrión le servía una copa de coñac para cocinar.

– Oh, no lo sé. Considero que la situación tiene sus compensaciones.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Frank, que frunció el ceño después de dar el primer sorbo.

– Bien, para empezar, tengo muchas ganas de que se celebre la subasta de mañana.

– Pero podría salir fatal -dijo Frank. -¿Por qué?

– Bien, para empezar, ¿te has parado a pensar…? No se molestó en terminar la frase, porque su amigo no le estaba escuchando.


A la mañana siguiente, Cornelius fue el primero en llegar a la casa de subastas. La sala contenía ciento veinte sillas alineadas en doce filas, preparada para la esperada aglomeración de la tarde, pero Cornelius pensó que el verdadero drama tendría lugar por la mañana, cuando solo acudirían seis personas.

La siguiente persona en aparecer, quince minutos antes de la hora prevista para iniciar la subasta, fue el abogado de Cornelius, Frank Vintcent. Al observar que su cliente estaba conversando con el señor Botts, encargado de dirigir la subasta, tomó un asiento situado al fondo de la sala, en la parte de la derecha.

Margaret, la hermana de Cornelius, fue la siguiente en aparecer, y no fue tan considerada. Cargó como una tromba hacia el señor Botts y preguntó con voz estridente:

– ¿Puedo sentarme donde quiera?

– Sí, señora, por supuesto -dijo el señor Botts.

Margaret se acomodó de inmediato en el asiento central de la primera fila, directamente bajo el estrado del subastador.

Cornelius saludó con un cabeceo a su hermana. A continuación, avanzó por el pasillo y se sentó en una silla situada tres filas delante de Frank.

Hugh y Elizabeth fueron los siguientes en llegar. Se quedaron un rato de pie al fondo, mientras examinaban la disposición de la sala. Por fin, caminaron por el pasillo y tomaron asiento en la octava fila, que les permitía una vista perfecta del estrado y, al mismo tiempo, de Margaret. Movimiento de apertura para Elizabeth, pensó Cornelius, que se lo estaba pasando en grande.

Mientras la manecilla del reloj de pared, situado justo detrás del estrado del subastador, avanzaba inexorablemente hacia las once, Cornelius pensó decepcionado que ni Pauline ni Timothy habían llegado.

Justo cuando el subastador empezaba a subir los peldaños que conducían al estrado, la puerta del fondo se abrió y asomó la cabeza de Pauline. El resto de su cuerpo permaneció escondido detrás de la puerta, hasta que sus ojos se posaron en Cornelius, quien le dirigió una sonrisa de aliento. La mujer entró y cerró la puerta, pero no mostró el menor interés en sentarse, y prefirió recluirse en un rincón.

El subastador sonrió a los invitados cuando el reloj dio las once.

– Damas y caballeros -empezó-, llevo en este negocio más de treinta años, pero es la primera vez que presido una subasta privada, de modo que se trata de una situación inusual para mí. Lo mejor será que les informe sobre las reglas de procedimiento, para que nadie albergue dudas si se suscita una discusión con posterioridad.

»Todos los aquí presentes mantienen una relación especial, sean familiares o amigos, con el señor Cornelius Barrington, cuyos efectos personales van a subastarse. Cada uno de ustedes ha sido invitado para elegir un artículo del inventario, por el cual se les permitirá pujar. En caso de ganar, no pueden pujar por otro objeto, pero si no consiguen el artículo elegido en primer lugar, pueden pujar por otro. Confío en que haya quedado claro -dijo, justo cuando la puerta se abría y entraba un apresurado Timothy.

– Lo siento mucho -dijo, casi sin aliento-, pero mi tren ha llegado con retraso.

Se sentó en la última fila. Cornelius sonrió. Ahora, todos sus peones estaban colocados en su sitio.

– Como solo cinco de ustedes van a pujar -continuó el señor Botts como si no se hubiera producido una interrupción-, solo se subastarán cinco artículos. No obstante, la ley establece que si alguien ha dejado previamente una puja por escrito, esa puja entra en la subasta. Intentaré facilitar las cosas diciendo que, si tengo una puja encima de la mesa, significa que un miembro del público la ha depositado en nuestra oficina. Creo que es justo anunciar -añadió- que tengo pujas externas sobre cuatro de los cinco artículos.

»Una vez explicadas las normas de procedimiento, iniciaré la subasta con su permiso.

Miró a Cornelius, que estaba al fondo de la sala, y este asintió.

– El primer lote que puedo ofrecer es un reloj de caja larga, de 1892, que fue adquirido por el señor Barrington en la subasta de las posesiones del difunto conde de Bute.

»Abriré la puja de este lote en tres mil libras. ¿Veo tres mil quinientas? -preguntó el señor Botts, enarcando una ceja.

Elizabeth parecía un poco sorprendida, pues tres mil estaba justo por debajo del valor mínimo calculado, y era la cifra que Hugh y ella habían acordado aquella mañana.

– ¿Hay alguien interesado en este lote? -preguntó el señor Botts, al tiempo que miraba directamente a Elizabeth, pero la mujer, por lo visto, seguía como hipnotizada-. Preguntaré de nuevo si alguien desea ofrecer tres mil quinientas libras por este magnífico reloj de caja larga. Última oportunidad. No veo ofertas, de modo que tendré que retirar este artículo y pasarlo a la subasta de la tarde.

Elizabeth parecía en estado de shock. Se volvió de inmediato hacia su marido y empezó a conversar con él entre susurros. El señor Botts, en apariencia algo decepcionado, procedió a la subasta del segundo lote.

– El siguiente lote es una encantadora acuarela del Támesis, obra de William Turner de Oxford. ¿Puedo abrir la puja en dos mil libras?

Margaret agitó su catálogo con furia.

– Gracias, señora -dijo el subastador, sonriente-. Tengo una puja externa por tres mil libras. ¿Alguien ofrece cuatro mil?

– ¡Sí! -gritó Margaret, como si la sala estuviera tan abarrotada que necesitara hacerse oír por encima del tumulto.

– Tengo una oferta de cinco mil sobre la mesa. ¿Sube a seis mil, señora? -preguntó, devolviendo su atención a la dama de la primera fila.

– Sí -replicó Margaret con igual firmeza.

– ¿Hay alguna otra oferta? -preguntó el subastador, al tiempo que paseaba la vista alrededor de la sala, una clara señal de que las pujas que aguardaban sobre la mesa se habían agotado.

– Siete -dijo una voz detrás de ella.

Margaret se volvió y vio que su cuñada se había sumado a la puja.

– ¡Ocho mil! -gritó Margaret.

– Nueve -dijo Elizabeth sin vacilar.

– ¡Diez mil! -aulló Margaret.

De repente, se hizo el silencio. Cornelius observó una sonrisa de satisfacción en el rostro de Elizabeth, después de haber endosado a su cuñada una factura de diez mil libras.

Cornelius tuvo ganas de reír. La subasta estaba siendo mucho más divertida de lo que había esperado.

– Como no hay más ofertas, esta deliciosa acuarela se vende a la señora Barrington por diez mil libras -dijo el señor Botts, y descargó un martillazo sobre la mesa. Sonrió a Margaret, como si hubiera hecho una sabia inversión-. El siguiente lote -continuó- es un retrato titulado sencillamente Daniel, obra de un artista desconocido. Es un trabajo bien ejecutado, y confiaba en abrir la puja en cien libras. ¿Veo una oferta de cien?

Ante la decepción de Cornelius, nadie manifestó el menor interés por aquel artículo.

– Puedo considerar una oferta inicial de cincuenta libras -dijo el señor Botts-, pero me es imposible bajar más. ¿Alguien ofrece cincuenta libras?

Cornelius paseó la vista alrededor de la sala, intentando adivinar por las expresiones de las caras quién había elegido aquel artículo, y por qué no deseaban pujar más si el precio era tan razonable.

– En ese caso, temo que también tendré que retirar este lote.

– ¿Significa eso que es mío? -pregunto una voz desde el fondo.

Todo el mundo se volvió.

– Si desea ofrecer cincuenta libras, señora -dijo el señor Botts, mientras se ajustaba las gafas-, el cuadro es suyo.

– Sí, por favor -dijo Pauline.

El señor Botts sonrió en su dirección mientras daba el martillazo.

– Vendido a la dama del fondo de la sala -anunció-, por cincuenta libras.

»Ahora, paso al lote número cuatro, un juego de ajedrez de procedencia desconocida. ¿Qué voy a decir de este artículo? ¿Puede empezar alguien con cien libras? Gracias, señor.

Cornelius se volvió para ver quién estaba pujando.

– Tengo doscientas sobre la mesa. ¿Puedo subir a trescientas?

Timothy asintió.

– Tengo una puja sobre la mesa de trescientas cincuenta. ¿Puedo subir a cuatrocientas?

Esta vez, Timothy pareció deshincharse, y Cornelius supuso que la cantidad estaba fuera de su alcance.

– En tal caso, tendré que retirar también esta pieza y trasladarla a la subasta de la tarde. -El subastador miró a Timothy, pero este ni siquiera parpadeó-. Retirado el artículo.

»Y por fin, vamos al lote número cinco. Una magnífica mesa Luis XIV, hacia 1712, en un estado casi perfecto. Se puede seguir el rastro de su procedencia hasta su anterior propietario, y ha estado en posesión del señor Barrington desde hace once años. Todos los detalles están consignados en el catálogo. Debo advertirles de que existe mucho interés por este artículo, y abriré la puja por cincuenta mil libras.

Elizabeth levantó de inmediato el catálogo sobre su cabeza.

– Gracias, señora. Tengo una puja sobre la mesa de sesenta mil. ¿Veo setenta? -preguntó, con los ojos clavados en Elizabeth.

Su catálogo se elevó de nuevo.

– Gracias, señora. Tengo una puja sobre la mesa de ochenta mil. ¿Veo noventa?

Esta vez, Elizabeth pareció vacilar, antes de alzar poco a poco el catálogo.

– Tengo una puja sobre la mesa de cien mil. ¿Veo ciento diez mil?

Todo el mundo estaba mirando ahora a Elizabeth, excepto Hugh, que tenía la vista fija en el suelo. Era evidente que carecía de la menor influencia en la puja.

– Si no hay más ofertas, tendré que retirar este lote y trasladarlo a la venta de la tarde. Última oportunidad -anunció el señor Botts. Cuando alzó el martillo, el catálogo de Elizabeth subió de repente-. Ciento diez mil. Gracias, señora. ¿Hay más pujas? Entonces, entregaré esta excelente pieza por ciento diez mil libras. -Bajó el martillo y sonrió a Elizabeth-. Felicidades, señora, es un magnífico ejemplar del período.

La mujer le devolvió la sonrisa, con una expresión de incertidumbre en la cara.

Cornelius se volvió y guiñó el ojo a Frank, que ni siquiera se inmutó. Después, se levantó y caminó hacia el estrado para agradecer al señor Botts su magnífico trabajo. Cuando dio la vuelta para marcharse, sonrió a Margaret y Elizabeth, pero ninguna de las dos se dio cuenta, porque parecían preocupadas. Hugh, con la cabeza apoyada en las manos, continuaba mirando el suelo.

Cuando Cornelius volvió al fondo de la sala, no vio señales de Timothy, y supuso que su sobrino había tenido que regresar a Londres. Cornelius se llevó una decepción, pues había confiado en que comería con él en un pub. Después de una mañana tan positiva, pensaba que valía la pena celebrarlo.

Ya había decidido que no iba a asistir a la subasta de la tarde, pues no albergaba el menor deseo de ver vendidos sus bienes materiales, aunque no tendría sitio para ellos una vez se mudara a una casa más pequeña. El señor Botts había prometido llamarle en cuanto terminara la subasta, para informarle sobre la cantidad alcanzada.

Después de disfrutar de la mejor comida desde que Pauline le había dejado, Cornelius empezó su viaje desde el pub hasta The Willows. Sabía la hora exacta en que aparecería el autobús que le llevaría a casa, y llegó a la parada con dos minutos de antelación. Ahora, ya daba por sentado que le gente evitaba su compañía.

Cornelius abrió la puerta de su casa cuando el reloj de la iglesia cercana daba las tres. Aguardaba con ansia el inevitable enfrentamiento que se produciría cuando Margaret y Elizabeth se dieran cuenta de lo mucho que habían pagado en realidad. Sonrió mientras se dirigía a su estudio y consultó su reloj, preguntándose cuándo recibiría la llamada del señor Botts. El teléfono empezó a sonar justo cuando entraba en la habitación. Rió para sí. Era demasiado temprano para el señor Botts, de modo que debían ser Margaret o Elizabeth, que necesitarían verle con urgencia. Descolgó el teléfono y oyó la voz de Frank al otro extremo de la línea.

– ¿Te acordaste de retirar el juego de ajedrez de la venta de la tarde? -preguntó Frank, sin molestarse en formalidades.

– ¿De qué estás hablando? -dijo Cornelius.

– De tu amado juego de ajedrez. ¿Has olvidado que, como no se vendió esta mañana, pasará automáticamente a la subasta de esta tarde? A menos que hayas dado orden de retirarlo, por supuesto, o advertido al señor Botts de su verdadero valor.

– Oh, Dios mío -exclamó Cornelius.

Colgó el teléfono y salió corriendo por la puerta, de modo que no oyó a Frank decir: «Estoy seguro de que una llamada al ayudante del señor Botts bastará».

Cornelius consultó su reloj mientras bajaba por el camino particular. Eran las tres y diez, de modo que la subasta acababa de empezar. Corrió hacia la parada del autobús, y trató de recordar cuál era el número de lote del juego de ajedrez. Solo pudo recordar que había ciento cincuenta y tres lotes en venta.

Mientras esperaba en la parada, moviendo los pies a causa del nerviosismo, escudriñó la calle con la esperanza de parar a un taxi. Al fin, vio con alivio que el autobús se dirigía hacia él. Aunque sus ojos no abandonaron ni un momento al conductor, no consiguió que corriera más.

Cuando frenó a su lado y las puertas se abrieron, Cornelius saltó y ocupó el asiento delantero. Quiso decirle al conductor que le llevara directamente a Botts and Co., en High Street, y al infierno la tarifa, pero dudó de que los otros pasajeros se lo permitieran.

Consultó su reloj (las tres y diecisiete minutos), e intentó recordar cuánto tiempo había tardado aquella mañana el señor Botts en liquidar cada lote. Un minuto, tal vez un minuto y medio, concluyó. El autobús se detuvo en cada parada del corto trayecto hasta la ciudad, y Cornelius dedicó ese tiempo a seguir el avance del minutero del reloj. El conductor llegó por fin a High Street a las tres y treinta y un minutos.

Hasta la puerta dio la impresión de abrirse con lentitud. Cornelius saltó a la acera, y pese a que no había corrido en años, practicó el deporte por segunda vez aquel día. Cubrió los doscientos metros que le separaban de la casa de subastas en un tiempo prudencial, pero aun así llegó agotado. Entró como una exhalación en la sala de subastas, justo cuando el señor Botts anunciaba:

– Lote número 32, un reloj de caja larga adquirido de las propiedades de…

Los ojos de Cornelius barrieron la sala, y se detuvieron en una empleada del subastador, de pie en un rincón con el catálogo abierto, donde iba apuntando el precio de cada lote una vez había sido subastado. Se acercó a ella, mientras una mujer que creyó reconocer se cruzaba con él y salía por la puerta.

– ¿Ya ha salido el juego de ajedrez? -preguntó un Cornelius falto de aliento.

– Deje que lo compruebe, señor-dijo la empleada, mientras pasaba las páginas del catálogo-. Sí, aquí está, lote 27.

– ¿Cuánto ha alcanzado? -preguntó Cornelius.

– Cuatrocientas cincuenta libras -contestó la joven.


El señor Botts llamó a Cornelius a última hora de la tarde para informarle de que la venta de la tarde había ascendido a novecientas dos mil ochocientas libras, mucho más de lo que él había calculado.

– ¿Sabe por casualidad quién compró el juego de ajedrez? -fue la única pregunta de Cornelius.

– No -contestó el señor Botts-. Solo puedo decirle que fue adquirido en representación de un cliente. El comprador pagó en metálico y se llevó el artículo.

Mientras subía la escalera para acostarse, Cornelius tuvo que admitir que todo había salido a pedir de boca, a excepción de la desastrosa pérdida del juego de ajedrez, y comprendió que el único culpable era él. Lo peor era que Frank, lo sabía muy bien, nunca volvería a referirse al incidente.


Cornelius estaba en la bañera cuando el teléfono sonó a las siete y media de la mañana siguiente. Era evidente que alguien se había pasado la noche despierto, preguntándose cuál sería la hora más temprana en que podría despertarle.

– ¿Eres tú, Cornelius?

– Sí -contestó, al tiempo que bostezaba ruidosamente-. ¿Quién es? -añadió, aunque lo sabía muy bien.

– Soy Elizabeth. Siento llamarte tan temprano, pero necesito verte con urgencia.

– Por supuesto, querida -contestó Cornelius-. ¿Por qué no vienes a tomar el té conmigo esta tarde?

– Oh, no, no puedo esperar hasta entonces. He de verte esta mañana. ¿Puedo pasarme a las nueve?

– Lo siento, Elizabeth, pero ya tengo una cita a las nueve. -Hizo una pausa-. Pero creo que puedo hacerte un hueco a las diez durante media hora, y así no llegaré tarde a mi cita de las once con el señor Botts.

– Puedo llevarte en coche a la ciudad, si te sirve de ayuda -sugirió Elizabeth.

– Es muy amable por tu parte, querida -dijo Cornelius-, pero me he acostumbrado a utilizar el autobús, y en cualquier caso no querría abusar de ti. Nos veremos a las diez.

Colgó el teléfono.

Cornelius seguía en la bañera cuando el teléfono sonó por segunda vez. Se refociló en el agua caliente hasta que el teléfono enmudeció. Sabía que era Margaret, y estaba seguro de que volvería a llamar dentro de pocos minutos.

Aún no había acabado de secarse, cuando el teléfono sonó de nuevo. Caminó con parsimonia hasta el dormitorio y descolgó el teléfono de la mesilla de noche.

– Buenos días, Margaret -dijo.

– Buenos días, Cornelius -dijo la mujer, en tono sorprendido. Se recuperó enseguida y añadió-: He de verte con suma urgencia.

– Ah, ¿sí? ¿Cuál es el problema? -preguntó Cornelius, muy consciente de cuál era el problema.

– No puedo hablar de un asunto tan delicado por teléfono, pero podría estar en tu casa a las diez.

– Temo que ya he quedado con Elizabeth a las diez. Parece que también necesita hablar conmigo de un asunto muy urgente. ¿Por qué no vienes a las once?

– Quizá sería mejor que fuera ahora mismo -dijo Margaret, confusa.

– No, temo que solo puedo hacerte un hueco a partir de las once, querida. O las once, o el té de la tarde. ¿Qué te va mejor?

– A las once -dijo Margaret sin vacilar.

– Ya me lo imaginaba -dijo Cornelius-. Hasta ahora -añadió, antes de colgar.

Cuando Cornelius terminó de vestirse, bajó a la cocina para desayunar. Un cuenco de cereales, un ejemplar del periódico local y un sobre sin sellos le estaban esperando, aunque no había ni rastro de Pauline.

Se sirvió una taza de té, abrió el sobre y extrajo un talón extendido a su nombre por la cantidad de quinientas libras. Suspiró. Pauline debía haber vendido su coche.

Empezó a pasar las páginas del suplemento de los sábados, y se detuvo cuando leyó «Casas en venta». Cuando el teléfono sonó por tercera vez aquella mañana, no tenía ni idea de quién podía ser.

– Buenos días, señor Barrington -dijo una voz jovial-. Soy Bruce, de la agencia de bienes raíces. He creído que debía llamarle porque tenemos una oferta por The Willows que supera el precio solicitado.

– Bien hecho -dijo Cornelius.

– Gracias, señor -dijo el agente, la voz más respetuosa que Cornelius había oído desde hacía semanas-, pero creo que deberíamos esperar un poco más. Estoy seguro de que podemos sacarles algo más. En tal caso, mi consejo sería aceptar la oferta y pedirles un diez por ciento de paga y señal.

– Me parece un buen consejo -dijo Cornelius-. En cuanto hayan firmado el contrato, necesitaré que me encuentren una casa nueva.

– ¿Qué clase de casa busca, señor Barrington?

– Quiero algo la mitad de grande de The Willows, con unas cincuenta hectáreas de terreno, y me gustaría que estuviera en la misma zona.

– No creo que sea muy difícil, señor. En este momento, tenemos una o dos casas excelentes en catálogo, y estoy seguro de que podré complacerle.

– Gracias -dijo Cornelius, encantado de haber hablado con alguien que había empezado bien el día.

Estaba riendo de un artículo de la primera plana, cuando sonó el timbre de la puerta. Consultó su reloj. Faltaban unos minutos para las diez, de modo que no podía ser Elizabeth. Cuando abrió la puerta principal, vio a un hombre uniformado de verde, que sujetaba una tablilla en una mano y un paquete en la otra.

– Firme aquí -dijo el mensajero, al tiempo que le tendía un bolígrafo.

Cornelius estampó su firma al pie del formulario.

Habría preguntado quién había enviado el paquete, pero la aparición de un coche que subía por el camino particular le distrajo.

– Gracias -dijo.

Dejó el paquete en el vestíbulo y bajó los peldaños para dar la bienvenida a Elizabeth.

Cuando el coche frenó ante la puerta principal, Cornelius se llevó una sorpresa al ver a Hugh en el asiento del copiloto.

– Has sido muy amable por recibirnos tan pronto -dijo Elizabeth, cuyo aspecto proclamaba que había pasado otra noche de insomnio.

– Buenos días, Hugh -dijo Cornelius, quien sospechaba que su hermano había pasado despierto toda la noche-. Haced el favor de acompañarme a la cocina. Temo que es la única habitación de la casa con calefacción.

Mientras les guiaba por el largo pasillo, Elizabeth se detuvo ante el retrato de Daniel.

– Me alegro mucho de verlo devuelto al lugar que le corresponde -dijo.

Hugh cabeceó en señal de asentimiento.

Cornelius contempló el retrato, que no había visto desde la subasta.

– Sí, el lugar que le corresponde -dijo, antes de entrar en la cocina-. Bien, ¿qué os trae por The Willows un sábado por la mañana? -preguntó, mientras llenaba el calentador de agua.

– Es por la mesa Luis XIV -dijo Elizabeth con timidez.

– Sí, la echaré de menos -dijo Cornelius-, pero fue un gesto formidable por tu parte, Hugh -añadió.

– Un gesto formidable… -repitió Hugh.

– Sí. Supuse que era tu manera de devolverme las cien mil libras -dijo Cornelius. Se volvió hacia Elizabeth-. Te juzgué mal, Elizabeth. Sospecho que fue idea tuya desde el principio.

Elizabeth y Hugh intercambiaron una mirada, y los dos se pusieron a hablar a la vez.

– Pero nosotros no… -dijo Hugh.

– Más bien esperábamos… -dijo Elizabeth.

Los dos callaron al mismo tiempo.

– Dile la verdad -dijo Hugh con firmeza.

– ¡Cómo! -dijo Cornelius-. ¿He entendido mal lo que ocurrió ayer en la subasta?

– Sí, temo que así es -dijo Elizabeth, cuyas mejillas habían perdido todo su color-. La verdad es que la situación se nos fue de las manos, y acabé pujando más de lo que habría debido. -Hizo una pausa-. Nunca había ido a una subasta, y cuando perdí el reloj de pie, y vi que Margaret compraba el Turner por un precio tan barato, temo que perdí el control.

– Bien, siempre puedes volver a ponerlo en venta -dijo Cornelius con tristeza burlona-. Es una pieza excelente, y no me cabe duda de que conservará su valor.

– Ya lo hemos preguntado -dijo Elizabeth-, pero el señor Botts dice que no habrá otra subasta de muebles hasta dentro de tres meses, como mínimo, y las condiciones de la venta estaban claramente impresas en el catálogo: liquidación antes de siete días.

– Pero estoy seguro de que si dejaras la pieza en sus manos…

– Sí, él lo sugirió -dijo Hugh-. Pero no nos percatamos de que los subastadores añaden un quince por ciento al precio de venta, de modo que la factura verdadera asciende a ciento veintiséis mil quinientas libras. Peor aún, si lo ponemos a la venta de nuevo, también se quedan el quince por ciento del precio al que se subasta, de modo que acabamos perdiendo más de treinta mil libras.

– Sí, así hacen fortuna los subastadores -dijo Cornelius con un suspiro.

– Pero nosotros no tenemos treinta mil libras, y mucho menos ciento veintiséis mil quinientas -gritó Elizabeth.

Cornelius se sirvió con parsimonia otra taza de té, fingiendo que estaba abismado en sus pensamientos.

– Mmmm -dijo por fin-. Lo que me desconcierta es por qué creéis que puedo ayudaros, teniendo en cuenta mis actuales apuros económicos.

– Pensamos que como la subasta ha recaudado casi un millón de libras… -empezó Elizabeth.

– Mucho más de lo calculado -remachó Hugh.

– Confiábamos en que le dijeras al señor Botts que habías decidido conservar la pieza. Nosotros confirmaríamos nuestra aceptación, por supuesto.

– No me cabe duda -dijo Cornelius-, pero eso no resuelve el problema de deber al subastador dieciséis mil quinientas libras, más una posible pérdida posterior si no alcanza el precio de ciento diez mil libras dentro de tres meses.

Ni Elizabeth ni Hugh hablaron.

– ¿Tenéis algo que pudierais vender para reunir el dinero? -preguntó por fin Cornelius.

– Solo nuestra casa, y la hipoteca ya es bastante alta -dijo Elizabeth.

– ¿Y vuestras acciones de la empresa? Si las vendéis, estoy seguro de que cubrirían con holgura el coste.

– Pero ¿quién querría comprarlas si no hay ganancias ni pérdidas? -preguntó Hugh.

– Yo -dijo Cornelius.

Los dos parecieron sorprenderse.

– A cambio de vuestras acciones -continuó Cornelius-, os exoneraría de vuestra deuda conmigo, y también resolvería cualquier dificultad que se le pudiera presentar al señor Botts.

Elizabeth empezó a protestar, pero Hugh preguntó:

– ¿Hay alguna alternativa?

– No se me ocurre ninguna -respondió Cornelius.

– Entonces, no nos queda otra elección -dijo Hugh, al tiempo que se volvía hacia su esposa.

– ¿Y todos estos años que hemos invertido en la empresa? -sollozó Elizabeth.

– Hace tiempo que la tienda no obtiene grandes beneficios, Elizabeth, y tú lo sabes. Si no aceptamos la oferta de Cornelius, puede que paguemos la deuda durante el resto de nuestras vidas.

Elizabeth guardó un silencio inusual.

– Bien, parece que hay acuerdo -dijo Cornelius-. ¿Por qué no vamos a ver a mi abogado? El se ocupará de todo.

– ¿También del señor Botts? -preguntó Elizabeth.

– En cuanto hayáis renunciado a las acciones, yo resolveré el problema del señor Botts. Confío en que todo esté arreglado el fin de semana.

Hugh bajó la cabeza.

– Creo que lo más prudente sería -continuó Cornelius, ante lo cual ambos levantaron la vista y le miraron con aprensión- que Hugh se quedara en la junta de la empresa como presidente, con la remuneración correspondiente.

– Gracias -dijo Hugh, mientras estrechaba la mano de su hermano-. Es muy generoso por tu parte, teniendo en cuenta las circunstancias.

Cuando volvieron a pasar por el pasillo, Cornelius miró una vez más el retrato de su hijo.

– ¿Has encontrado un sitio para instalarte? -preguntó Elizabeth.

– Parece que, al final, no habrá ningún problema. Gracias, Elizabeth. He recibido una oferta por The Willows que supera con creces el precio calculado, lo que sumado a las ganancias de la subasta me permitirá pagar todas mis deudas, dejándome una cantidad sustanciosa.

– Entonces, ¿para qué necesitas nuestras acciones? -preguntó Elizabeth, y se volvió hacia él.

– Por el mismo motivo que tú deseabas mi mesa Luis XIV, querida -dijo Cornelius, mientras les abría la puerta-. Adiós, Hugh -añadió, cuando Elizabeth subió al coche.

Cornelius estaba a punto de volver a casa, cuando vio que Margaret subía por el camino particular en su nuevo coche, de modo que la esperó. Cuando el pequeño Audi se detuvo, Cornelius abrió la puerta del coche para dejarla salir.

– Buenos días, Margaret -dijo, mientras la acompañaba hasta la casa-. Me alegra volver a verte en The Willows. No recuerdo cuándo fue la última vez que estuviste aquí.

– He cometido un espantoso error -admitió su hermana, mucho antes de llegar a la cocina.

Cornelius volvió a llenar el calentador de agua y esperó a que ella le dijera algo que ya sabía.

– No me iré por las ramas, Cornelius. No tenía ni idea de que había dos Turner.

– Ah, sí -dijo Cornelius sin inmutarse-. Joseph Mallord William Turner, sin duda el mejor pintor nacido en estos pagos, y William Turner de Oxford, sin parentesco alguno, y aunque es más o menos del mismo período, carece del genio del maestro.

– Pero yo no lo sabía… -repitió Margaret-. Así que terminé pagando demasiado por el otro Turner…, espoleada por las extravagancias de mi cuñada -añadió.

– Sí, me ha fascinado leer en el periódico local que has entrado en el Libro Guinnes de los Récords por haber pagado un precio desmedido por ese artista.

– Un récord del que podría pasar tranquilamente -dijo Margaret-. Confiaba en que pudieras hablar con el señor Botts, y…

– ¿Y qué? -preguntó Cornelius con ingenuidad, mientras servía a su hermana una taza de té.

– Explicarle que todo fue un tremendo error.

– Temo que no será posible, querida. En cuanto el martillo baja, la venta está consumada. Así es la ley.

– Quizá podrías ayudarme si pagaras el cuadro -sugirió Margaret-. Al fin y al cabo, los periódicos dicen que has ganado casi un millón de libras solo con la subasta.

– Pero he de pensar en muchos otros compromisos -dijo Cornelius con un suspiro-. No olvides que, en cuanto The Willows se venda, tendré que encontrar otro sitio donde vivir.

– Siempre podrías venir a instalarte conmigo…

– Es la segunda oferta que me hacen esta mañana -repuso Cornelius-, y tal como expliqué a Elizabeth, después de que las dos me rechazarais previamente, tuve que pensar en una alternativa.

– En ese caso, estoy arruinada -dijo Margaret en tono melodramático-, porque no tengo diez mil libras, por no hablar del quince por ciento. Otra cosa que ignoraba. Había confiado en obtener un pequeño beneficio si ponía la pintura a la venta en Christie's.

Por fin la verdad, pensó Cornelius. O quizá la verdad a medias.

– Cornelius, siempre has sido el listo de la familia -dijo Margaret con lágrimas en los ojos-. Seguro que se te ocurre alguna solución.

Cornelius paseó de un lado a otro de la cocina, como abismado en sus pensamientos, mientras su hermana seguía con la vista todos y cada uno de sus pasos. Por fin, se detuvo ante ella.

– Creo que he encontrado una solución.

– ¿Cuál es? -gritó Margaret-. Aceptaré lo que sea.

– ¿Lo que sea?

– Lo que sea -repitió la mujer.

– Bien, entonces te diré lo que haré -siguió Cornelius-. Pagaré el cuadro a cambio de tu coche nuevo.

Margaret se quedó sin habla durante un buen rato.

– Pero el coche me costó doce mil libras -dijo por fin.

– Es posible, pero no sacarías más de ocho mil si lo vendieras de segunda mano.

– ¿Y cómo voy a desplazarme?

– Prueba el autobús -contestó Cornelius-. Te lo recomiendo. En cuanto dominas los horarios, tu vida cambia. -Consultó su reloj-. De hecho, podrías empezar ahora mismo. El próximo llegará dentro de diez minutos.

– Pero… -dijo Margaret, mientras Cornelius extendía la mano. Exhaló un largo suspiro, abrió el bolso y le entregó las llaves del coche.

– Gracias -dijo Cornelius-. Bien, no quiero retenerte más, de lo contrario perderás el autobús, y el siguiente no pasa hasta dentro de media hora.

Salieron de la cocina y guió a su hermana por el pasillo. Sonrió cuando le abrió la puerta.

– Y no olvides ir a recoger el cuadro, querida -dijo Cornelius-. Quedará de maravilla sobre la chimenea de tu salón, e inspirará muchos recuerdos felices de los ratos que hemos pasado juntos.

Margaret, sin hacer comentarios, dio media vuelta y bajó por el camino de acceso.

Cornelius cerró la puerta, y ya estaba a punto de ir a su estudio y llamar a Frank para informarle de lo que había sucedido aquella mañana, cuando creyó oír un ruido procedente de la cocina. Cambió de dirección y volvió sobre sus pasos. Entró en la cocina, se acercó al fregadero, se inclinó y besó a Pauline en la mejilla.

– Buenos días, Pauline -dijo.

– ¿Y eso por qué? -preguntó la mujer, con las manos hundidas en agua jabonosa.

– Por devolver mi hijo a casa.

– Solo es un préstamo. Si no se comporta, volverá ahora mismo a mi casa.

Cornelius sonrió.

– Eso me recuerda… Me gustaría aceptar tu anterior oferta.

– ¿De qué está hablando, señor Barrington?

– Me dijiste que preferías pagar la deuda en horas de trabajo que vender tu coche. -Sacó el cheque de la mujer de un bolsillo interior-. Sé cuántas horas has trabajado aquí durante el último mes -dijo, mientras rasgaba el cheque por la mitad-, así que estamos en paz.

– Es usted muy amable, señor Barrington, pero ojalá me lo hubiera dicho antes de vender el coche.

– No te preocupes por eso, Pauline, pues resulta que soy el feliz poseedor de un coche nuevo.

– Pero ¿cómo? -preguntó Pauline, mientras empezaba a secarse las manos.

– Un inesperado regalo de mi hermana -dijo Cornelius, sin más explicaciones.

– Pero usted no conduce, señor Barrington.

– Lo sé. Te diré lo que voy a hacer: te lo cambiaré por el retrato de Daniel.

– No es un trueque justo, señor Barrington. Solo pagué cincuenta libras por el cuadro, y el coche debe de valer mucho más.

– En tal caso, tendrás que convenir en llevarme a la ciudad de vez en cuando.

– ¿Significa eso que he recuperado mi antiguo empleo?

– Sí…, siempre que quieras dejar el nuevo.

– No tengo uno nuevo -dijo Pauline con un suspiro-. Encontraron a alguien mucho más joven que yo el día antes de empezar.

Cornelius la estrechó en sus brazos.

– Tengamos las manos quietas, señor Barrington.

Cornelius retrocedió un paso.

– Pues claro que puedes recuperar tu antiguo empleo, y con aumento de sueldo.

– Lo que usted considere apropiado, señor Barrington. Al fin y al cabo, de tal patrón tal obrero.

Cornelius consiguió reprimir una carcajada.

– ¿Significa eso que todos los muebles volverán a The Willows?

– No, Pauline. Esta casa ha sido demasiado grande para mí desde la muerte de Millie. Tendría que haberme dado cuenta hace tiempo. Voy a mudarme y buscar algo más pequeño.

– Se lo podría haber dicho yo hace unos cuantos años -dijo Pauline. Vaciló-. ¿El amable señor Vintcent seguirá viniendo a cenar los jueves por la noche?

– Hasta que uno de los dos muera, te lo aseguro -dijo Cornelius con una risita.

– Bien, no puedo pasarme el día dándole al pico, señor Barrington. Al fin y al cabo, el trabajo de una mujer nunca termina.

– Tienes toda la razón -dijo Cornelius, y salió a toda prisa de la cocina.

Atravesó el vestíbulo, cogió el paquete y lo llevó a su estudio.

Solo había sacado la capa exterior de papel de envolver, cuando el teléfono sonó. Dejó el paquete a un lado y descolgó. Era Timothy.

– Te agradezco que vinieras a la subasta, Timothy. Me alegré mucho.

– Solo lamento que mis fondos no me llegaran para comprarte el juego de ajedrez, tío Cornelius.

– Ojalá tu madre y tu tía hubieran mostrado la misma contención…

– No estoy seguro de entenderte, tío Cornelius.

– Da igual. ¿Qué puedo hacer por ti, jovencito?

– Habrás olvidado que dije que volvería y te leería el resto del libro…, a menos que ya lo hayas terminado.

– No, lo había olvidado por completo, con todo ese drama de los últimos días. ¿Por qué no vienes mañana por la noche a cenar? Antes de que protestes, la buena noticia es que Pauline ha vuelto.

– Una noticia excelente, tío Cornelius. Nos veremos mañana sobre las ocho.

– No lo olvides -dijo Cornelius.

Colgó el teléfono y volvió al paquete abierto a medias. Antes de sacar la última capa de papel, adivinó lo que había en su interior. Su corazón se aceleró. Levantó por fin la tapa de la pesada caja de madera y contempló las treinta y dos exquisitas piezas de marfil. Había una nota dentro: «Un pequeño agradecimiento por todas tus bondades de estos años. Hugh».

Entonces, recordó el rostro de la mujer con la que se había cruzado en la sala de subastas. Era la secretaria de su hermano, por supuesto. La segunda vez que había juzgado erróneamente a alguien.

– Qué ironía -dijo en voz alta-. Si Hugh hubiera puesto a la venta el juego en Sotheby's, habría podido conservar la mesa Luis XIV, desembolsando la misma cantidad. De todos modos, como diría Pauline, la intención es lo que cuenta.

Estaba escribiendo una nota de agradecimiento a su hermano, cuando el teléfono sonó de nuevo. Era Frank, fiel como siempre, que quería informarle sobre su reunión con Hugh.

– Tu hermano ha firmado todos los documentos necesarios, y las acciones han sido transferidas tal como solicitaste.

– Un trabajo rápido -comentó Cornelius.

– La semana pasada, en cuanto me diste las instrucciones, redacté todos los documentos legales. Aun así, eres el cliente más impaciente que tengo. ¿Te traigo los certificados de las acciones el jueves por la noche?

– No -dijo Cornelius-. Me pasaré por ahí esta tarde y los recogeré. Bueno, suponiendo que Pauline esté libre y me pueda acompañar a la ciudad.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó Frank, algo perplejo.

– No te preocupes, Frank. Te pondré al día cuando nos veamos el jueves por la noche.


Timothy llegó a The Willows poco después de las ocho de la noche siguiente. Pauline le puso a pelar patatas de inmediato.

– ¿Cómo están tus padres? -preguntó Cornelius, con el fin de averiguar cuánto sabía el joven.

– Creo que bien, tío. Por cierto, mi padre me ha ofrecido el puesto de gerente de la tienda. Empiezo a primeros de mes.

– Felicidades -dijo Cornelius-. Estoy muy contento. ¿Cuándo hizo la oferta?

– La semana pasada -contestó Timothy.

– ¿Qué día?

– ¿Es importante? -preguntó Timothy.

– Creo que sí -replicó Cornelius, sin dar más explicaciones.

El joven guardó silencio un rato.

– Sí, fue el sábado por la noche -dijo por fin-, después de que viniera a verte. -Hizo una pausa-. No estoy seguro de que mamá esté muy complacida. Quería escribirte para darte la noticia, pero como iba a personarme en la subasta, pensé que te lo diría en persona. La cuestión es que no encontré el momento de hablar contigo.

– De modo que te ofreció el empleo antes de que se celebrara la subasta…

– Oh, sí -dijo Timothy-. Casi una semana antes.

Una vez más, el joven miró a su tío con semblante perplejo, pero no obtuvo la menor explicación.

Pauline depositó un plato de rosbif ante cada uno de ellos, mientras Timothy empezaba a revelar sus planes para el futuro de la empresa.

– Aunque papá seguirá como presidente del consejo -dijo-, ha prometido no interferir demasiado. Me estaba preguntando, tío Cornelius, ahora que posees el uno por ciento de la empresa, si querrías formar parte del consejo.

Cornelius pareció sorprendido al principio, después complacido, después dudoso.

– Tu experiencia me sería muy útil -dijo Timothy-, si quiero llevar adelante mis planes de expansión.

– No creo que tu padre considere una buena idea tenerme en el consejo -dijo Cornelius con una sonrisa irónica.

– No veo por qué -dijo Timothy-. Al fin y al cabo, fue idea suya.

Cornelius permaneció un rato en silencio. No esperaba averiguar más cosas sobre los jugadores después de que la partida hubiera terminado de forma oficial.

– Creo que ha llegado el momento de que subamos y descubramos si es Simón Kerslake o Raymond Gould el que llega a ser primer ministro -dijo por fin.

Timothy esperó a que su tío se sirviera un generoso coñac y encendiera un puro (el primero desde hacía un mes), y luego empezó a leer.

La historia le absorbió hasta tal punto que no volvió a levantar la vista hasta pasar la última página, donde encontró un sobre pegado con celo a la parte interior de la cubierta. Iba dirigida al «Señor Timothy Barrington».

– ¿Qué es esto? -preguntó.

Cornelius se lo habría dicho, pero se había quedado dormido.


El timbre de la puerta sonó a las ocho, como cada jueves por la noche. Cuando Pauline abrió la puerta, Frank le tendió un enorme ramo de flores.

– Oh, al señor Barrington le gustarán mucho -dijo el ama de llaves-. Las pondré en la biblioteca.

– No son para el señor Barrington -dijo Frank, y le guiñó el ojo.

– Desde luego, no sé qué les pasa a ustedes dos -dijo Pauline, mientras huía a la cocina.

Mientras Frank escarbaba en su segundo plato de guisado irlandés, Cornelius le advirtió de que sería su última cena juntos en The Willows.

– ¿Significa eso que has vendido la casa? -preguntó Frank, y alzó la vista.

– Sí. Esta tarde hemos intercambiado contratos, pero con la condición de que me traslade de inmediato. Después de una oferta tan generosa, no estoy en situación de discutir.

– ¿Cómo va la busca de un nuevo lugar?

– Creo que hemos encontrado la casa ideal, y en cuanto los inspectores hayan dado el visto bueno, haré una oferta. Necesitaré que prepares la documentación lo antes posible, para no ser un sin techo demasiado tiempo.

– Por supuesto -dijo Frank-, pero entretanto, será mejor que te instales conmigo. Sé muy bien cuáles son las alternativas.

– El pub del barrio, Elizabeth o Margaret -dijo Cornelius con una sonrisa. Levantó la copa-. Gracias por la invitación. Acepto.

– Pero con una condición -dijo Frank.

– ¿Cuál? -preguntó Cornelius.

– Que Pauline vaya incluida en el lote, porque no tengo la menor intención de dedicar mi tiempo libre a limpiar tus cosas.

– ¿Qué opinas de eso, Pauline? -preguntó Cornelius, mientras la mujer empezaba a despejar la mesa.

– Accedo a cuidarles, caballeros, pero solo durante un mes. De lo contrario, usted nunca se trasladaría, señor Barrington.

– Prometo que aceleraré los trámites legales -dijo Frank.

Cornelius se inclinó hacia él con aire conspirador.

– Ella odia a los abogados, pero creo que tiene debilidad por ti.

– Puede que ese sea el caso, señor Barrington, pero no impedirá que me vaya al cabo de un mes, si no se ha trasladado a su nueva casa.

– Lo mejor será que entregues el depósito lo antes posible -aconsejó Frank-. Siempre hay buenas casas en venta, pero las buenas amas de llaves escasean.

– ¿No es hora de que ustedes dos empiecen la partida, caballeros?

– De acuerdo -dijo Cornelius-. Pero antes, un brindis.

– ¿Por quién? -preguntó Frank.

– Por el joven Timothy -dijo Cornelius, al tiempo que levantaba la copa-, quien será director gerente de Barrington's, Chudley, el primero de mes.

– Por Timothy -dijo Frank, y alzó la copa.

– ¿Sabes que me ha pedido ser miembro de la junta? -preguntó Cornelius.

– Te gustará, y él sacará provecho de tu experiencia. Pero eso no explica por qué le regalaste todas las acciones de la empresa, pese a que no consiguió hacerse con el juego de ajedrez.

– Precisamente por eso quise dejar que tomara el control de la empresa. Timothy, al contrario que sus padres, no permitió que el corazón gobernara su cabeza.

Frank asintió en señal de aprobación, mientras Cornelius apuraba la última gota de vino de la única copa que se permitían antes de la partida.

– Bien, creo que debería advertirte -dijo Cornelius mientras se levantaba- de que el único motivo de que hayas ganado las tres últimas partidas seguidas es que tenía otras cosas en la cabeza. Ahora que esos asuntos están solucionados, tu suerte va a terminarse.

– Eso ya lo veremos -dijo Frank, mientras avanzaban por el largo pasillo.

Los dos hombres se detuvieron un momento para admirar el retrato de Daniel.

– ¿Cómo lo recuperaste? -preguntó Frank.

– Tuve que llegar a un acuerdo con Pauline, pero al final los dos obtuvimos lo que deseábamos.

– Pero ¿cómo…? -empezó Frank.

– Es una larga historia -contestó Cornelius-, y te contaré los detalles mientras tomamos el coñac, después de que haya ganado la partida.

Cornelius abrió la puerta de la biblioteca y dejó que su amigo entrara, con el fin de observar su reacción. Cuando el inescrutable abogado vio el juego de ajedrez ante él, no hizo el menor comentario, sino que caminó hasta el otro lado de la mesa y se sentó en su lugar habitual.

– Tú eres el primero en mover, si no recuerdo mal.

– Estás en lo cierto -dijo Cornelius, mientras intentaba ocultar su irritación. Empujó el peón reina hacia Q4.

– Un gambito de apertura ortodoxo, una vez más. Ya veo que esta noche tendremos que concentrarnos.

Llevaban jugando una hora, sin haber intercambiado ni una palabra, cuando Cornelius ya no lo pudo soportar.

– ¿Es que no sientes la menor curiosidad por descubrir cómo recuperé el juego de ajedrez? -preguntó.

– No -dijo Frank, con los ojos fijos en el tablero-. En lo más mínimo.

– Pero ¿por qué no, viejo estúpido?

– Porque ya lo sé -dijo Frank, mientras movía el alfil de su reina.

– ¿Cómo es posible que lo sepas? -preguntó Cornelius, quien respondió moviendo un caballo hacia atrás para defender el rey.

Frank sonrió.

– Olvidas que Hugh también es cliente mío -dijo, mientras movía la torre de su rey dos casillas a la derecha.

Cornelius sonrió.

– Y pensar que nunca habría tenido que sacrificar sus acciones de haber sabido el verdadero valor del juego de ajedrez…

Devolvió su reina a la casilla de origen.

– Sí que sabía su verdadero valor -dijo Frank, en tanto meditaba sobre el último movimiento de su contrincante.

– ¿Cómo es posible que lo haya averiguado, si tú y yo éramos las únicas personas que lo sabíamos?

– Porque yo se lo dije -contestó Frank sin pestañear.

– ¿Por qué lo hiciste? -preguntó Cornelius, con la vista clavada en su más antiguo amigo.

– Porque era la única forma de averiguar si Hugh y Elizabeth estaban conchabados.

– Entonces, ¿por qué no pujó por el juego la mañana de la subasta?

– Precisamente porque no quería que Elizabeth supiera lo que estaba tramando. En cuanto descubrió que Timothy también aspiraba al juego, con el fin de devolvértelo, guardó silencio.

– Pero habría podido seguir pujando, después de que Timothy se retirara.

– No, no podía. Había accedido a pujar por la mesa Luis XIV, si te acuerdas, y ese fue el último artículo que se subastó.

– Pero Elizabeth no consiguió el reloj de caja larga, de modo que habría podido pujar por él.

– Elizabeth no es dienta mía -dijo Frank, mientras movía su reina por el tablero-. Por tanto, jamás descubrió el verdadero valor del juego. Creyó lo que tú le dijiste, que a lo sumo valdría unos cientos de libras, y por eso Hugh dio instrucciones a su secretaria para que pujara por el juego en la subasta de la tarde.

– A veces, no vemos lo más evidente, aunque esté a un palmo de nuestras narices -dijo Cornelius, al tiempo que adelantaba su torre cinco casillas.

– No puedo por menos que darte la razón -dijo Frank. Movió la reina para comer la torre de Cornelius. Miró a su oponente y dijo-: Creo que es jaque mate.

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