– Un golpe excelente -dijo Toby, mientras veía la pelota de su oponente surcar el aire-. De unos doscientos treinta metros, tal vez doscientos cincuenta -añadió, mientras se llevaba la mano a la frente para proteger los ojos del sol, y continuó mirando la pelota hasta que rebotó en mitad de la calle.
– Gracias -dijo Harry.
– ¿Qué has desayunado esta mañana, Harry? -preguntó Toby cuando la pelota se detuvo por fin.
– Una discusión con mi mujer -fue la inmediata respuesta de su contrincante-. Quería que fuera con ella de compras esta mañana.
– Me tentaría la posibilidad de casarme si pensara que fuera a mejorar tanto mi golf -dijo Toby, mientras golpeaba su pelota-. Maldita sea-añadió un momento después, mientras veía que su débil esfuerzo se desviaba hacia los obstáculos, a menos de cien metros de donde él estaba.
El juego de Toby no mejoró en el hoyo nueve, y cuando se dirigieron al club antes de comer, advirtió a su contrincante:
– Me vengaré en el tribunal la semana que viene.
– Espero que no -rió Harry.
– ¿Por qué? -preguntó Toby cuando entraron en el club.
– Porque presto testimonio como testigo experto a tu favor -contestó Harry cuando se sentaron a comer.
– Qué curioso -dijo Toby-. Habría jurado que estabas contra mí.
Sir Toby Gray, QC, [1] y el profesor Harry Bamford no siempre estaban en el mismo bando cuando se encontraban en los tribunales.
– Todas las personas que tengan alguna función que ejercer ante los señores magistrados de la reina procedan a acercarse y presentarse.
El tribunal de la Corona de Leeds estaba celebrando sesión. El juez Fenton presidía.
Sir Toby echó un vistazo al anciano juez. Consideraba que era un hombre honrado y justo, si bien sus recapitulaciones podían ser algo prolijas. El juez Fenton cabeceó en dirección al banquillo.
Sir Toby se levantó para presentar el caso de la defensa.
– Con permiso de Su Señoría, miembros del jurado, soy consciente de la gran responsabilidad que pesa sobre mis hombros. Defender a un hombre acusado de asesinato nunca es fácil. Resulta aún más difícil cuando la víctima es su esposa, con la cual había estado felizmente casado durante más de veinte años. La Corona ha aceptado esta circunstancia, incluso la ha admitido de forma oficial.
»No ha facilitado mi tarea, señor -continuó sir Toby-, el hecho de que todas las pruebas circunstanciales, presentadas con tanta habilidad por mi docto amigo el señor Rodgers en su exposición de apertura de ayer, apuntaron a la culpabilidad de mi defendido. No obstante -dijo sir Toby, al tiempo que aferraba las cintas de su toga de seda negra y se volvía hacia el jurado-, me propongo llamar a un testigo cuya reputación es irreprochable. Abrigo la confianza de que les dejará, señores miembros del jurado, sin otra elección que emitir un veredicto de no culpable. Llamo al profesor Harold Bamford.
Un hombre elegante, vestido con un traje de americana cruzada azul, camisa blanca y corbata del Yorkshire County Cricket Club, entró en la sala y ocupó su lugar en el estrado de los testigos. Le acercaron un ejemplar del Nuevo Testamento, y leyó el juramento con tal confianza, que a ningún miembro del jurado le cupo duda de que no era su primera aparición en un juicio por asesinato.
Sir Toby se ajustó la toga y miró a su compañero de golf.
– Profesor Bamford -dijo, como si jamás hubiera visto al hombre-, con el fin de confirmar su experiencia, será necesario formularle algunas preguntas preliminares que tal vez le pongan en un aprieto, pero es de capital importancia que sea capaz de demostrar al jurado la relevancia de sus cualificaciones, pues afectan a este caso en particular.
Harry asintió con semblante serio.
– Usted, profesor Bamford, se educó en la escuela de segunda enseñanza de Leeds -dijo sir Toby, mientras miraba al jurado, compuesto en su totalidad por habitantes de Yorkshire-, donde consiguió una beca para estudiar leyes en el Magdalen College de Oxford.
Harry asintió de nuevo.
– Exacto -dijo, en tanto Toby echaba un vistazo a su informe, un gesto innecesario, pues ya había repetido esta rutina con Harry en anteriores ocasiones.
– Pero no aceptó esta oportunidad -continuó sir Toby-, y prefirió pasar sus días de estudiante universitario no graduado aquí en Leeds. ¿Es eso cierto?
– Sí-dijo Harry.
Esta vez, el jurado asintió con él. No hay nada más leal u orgulloso que un ciudadano de Yorkshire en lo tocante a cosas de Yorkshire, pensó sir Toby con satisfacción.
– Cuando se graduó en la Universidad de Leeds, ¿puede confirmar para que conste en acta que lo hizo con matrícula de honor?
– En efecto.
– ¿Y le ofrecieron una plaza en la Universidad de Harvard para hacer un máster, y a continuación un doctorado?
Harry se inclinó levemente y confirmó que así era. Tuvo ganas de decir: «No dejes de marear la perdiz, Toby», pero sabía que su viejo amigo iba a explotar los siguientes minutos por la cuenta que le traía.
– Y para su tesis doctoral, ¿escogió el tema de las armas de fuego en relación con los casos de asesinato?
– Correcto, sir Toby.
– ¿Es también cierto -continuó el distinguido QC- que cuando su tesis fue presentada ante el tribunal, suscitó tal interés que fue publicada por la Harvard University Press y ahora es lectura obligatoria para cualquiera que desee especializarse en ciencia forense?
– Es muy amable por su parte decirlo -dijo Harry, dando pie a Toby para su siguiente frase.
– Pero no fui yo quien lo dijo -contestó sir Toby, al tiempo que se alzaba en toda su estatura y miraba al jurado-. Esas fueron las palabras, nada más y nada menos, del juez Daniel Webster, miembro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Pero permítame que prosiga. Después de abandonar Harvard y regresar a Inglaterra, ¿sería correcto decir que la Universidad de Oxford trató de tentarle de nuevo, ofreciéndole la primera cátedra de Ciencia Forense, pero usted les rechazó por segunda vez, y prefirió volver a su alma máter, primero como conferenciante y después como profesor?
– Es correcto, sir Toby -dijo Harry.
– ¿Un puesto en el que ha permanecido durante los últimos once años, pese al hecho de que varias universidades de todo el mundo le han hecho lucrativas ofertas para abandonar su amado Yorkshire y engrosar sus filas?
Llegado a aquel punto, el juez Fenton, que ya lo había escuchado todo antes, bajó la vista y dijo:
– Creo que puedo afirmar, sir Toby, que ha establecido el hecho de que su testigo es un eminente experto en el campo de su especialidad. Me pregunto si podríamos ceñirnos ya al caso que nos ocupa.
– Con sumo placer, señor, sobre todo después de sus generosas palabras. No será necesario acumular más elogios sobre los hombros del buen profesor.
A sir Toby le habría encantado confesar al juez que había llegado al final de sus comentarios preliminares momentos antes de que le interrumpiera.
– Por consiguiente, y con su permiso, señor, me ceñiré a nuestro caso, ahora que admite que he establecido las credenciales de este testigo en particular.
Se volvió hacia el profesor, con el cual intercambió un guiño de inteligencia.
– Al principio de iniciarse la vista -continuó sir Toby-, mi docto amigo el señor Rodgers expuso con todo detalle el caso de la acusación, y dejó manifiesto que el caso descansaba sobre una sola prueba, es decir, la pistola humeante que nunca echó humo.
Harry había oído a su viejo amigo utilizar dicha expresión muchas veces en el pasado, y estaba convencido de que la utilizaría muchas más en el futuro.
– Me refiero a la pistola, cubierta de huellas dactilares del acusado, que fue descubierta cerca del cadáver de su infortunada esposa, la señora Valerie Richards. La acusación afirmó a continuación que, después de asesinar a su esposa, el acusado fue presa del pánico y huyó de la casa, abandonando el arma en mitad de la habitación. -Sir Toby giró en redondo hacia el jurado-. Sobre esta única y endeble prueba, y pienso demostrar que es endeble, se les pide a ustedes, el jurado, que condenen a un hombre por asesinato y le encierren en la cárcel durante el resto de su vida.
Hizo una pausa para dejar que el jurado asimilara la importancia de sus palabras.
– Bien, ahora vuelvo con usted, profesor Bamford, para formularle, como experto eminente en su campo, para utilizar las palabras de Su Señoría, una serie de preguntas.
Harry comprendió que el preámbulo había terminado por fin, y que ahora debería demostrar que estaba a la altura de su reputación.
– Permita que empiece preguntándole, profesor, si a juzgar por su experiencia es normal que, después de que un asesino haya disparado a su víctima, abandone el arma homicida en el lugar de los hechos.
– No, sir Toby, es muy poco frecuente -contestó Harry-. En nueve de cada diez casos relacionados con armas de fuego, el arma nunca se recupera, porque el asesino se encarga de hacer desaparecer la prueba.
– Muy bien -dijo sir Toby-. Y en ese caso de cada diez en que el arma se recupera, ¿es normal encontrar huellas dactilares repartidas por toda el arma homicida?
– Casi nunca -contestó Harry-. A menos que el asesino sea un completo idiota o que sea detenido in fraganti.
– Puede que el acusado sea muchas cosas -dijo sir Toby-, pero está claro que idiota no. Al igual que usted, se educó en la escuela de segunda enseñanza de Leeds. Y no fue detenido en el lugar de los hechos, sino en casa de una amiga, al otro lado de la ciudad.
Sir Toby se abstuvo de añadir, como el fiscal había subrayado varias veces en su exposición inicial, que el acusado había sido descubierto en la cama con su amante, que resultó ser su única coartada.
– Ahora me gustaría fijar nuestra atención en el arma, profesor. Una Smith y Wesson K4217 B.
– En realidad era una K4127 B -corrigió Harry a su viejo amigo.
– Me inclino ante sus superiores conocimientos -dijo sir Toby, complacido del efecto que su pequeña equivocación había causado en el jurado-. Bien, volviendo al arma, ¿ el laboratorio del Ministerio del Interior descubrió las huellas dactilares de la víctima en el arma?
– Sí, sir Toby.
– Como experto, ¿le lleva eso a formular alguna conclusión?
– Sí. Las huellas de la señora Richards se destacaban más en el gatillo y la culata del arma, lo cual me conduce a creer que fue la última persona en empuñar el arma. De hecho, la prueba física sugiere que fue ella quien apretó el gatillo.
– Entiendo -dijo sir Toby-. ¿Cabe la posibilidad de que el asesino colocara el arma en la mano de la señora Richards, con el fin de despistar a la policía?
– Me sumaría de buen grado a esa teoría, de no ser porque la policía encontró huellas de la señora Richards en el gatillo.
– No estoy seguro de haber comprendido por completo lo que está insinuando, profesor -dijo sir Toby, que lo comprendía muy bien.
– En casi todos los casos en que he colaborado, lo primero que hace un asesino es borrar sus huellas del arma homicida, antes de pensar en ponerla en la mano de la víctima.
– Entiendo, pero corríjame si me equivoco -dijo sir Toby-. El arma no fue encontrada en la mano de la víctima, sino a tres metros de su cuerpo, que fue donde cayó, según el fiscal, cuando el acusado huyó presa del pánico del hogar conyugal. Le pregunto, profesor Bamford: si alguien que va a suicidarse apoya una pistola en la sien y aprieta el gatillo, ¿dónde cree que terminará el arma?
– A una distancia del cuerpo de dos o tres metros -contestó Harry-. Un error muy común, cometido por lo general en películas de escasa entidad y programas de televisión, es mostrar a las víctimas aferrando todavía la pistola después de haberse disparado. Lo que sucede en realidad, en caso de suicidio, es que la fuerza del retroceso del arma la suelta de la presa de la víctima, y la proyecta a varios metros del cuerpo. En treinta años de investigar suicidios cometidos con pistolas, nunca supe de un arma que continuara en la mano de la víctima.
– Por lo tanto, en su opinión de experto, profesor, las huellas dactilares de la señora Richards y la posición del arma hablan más de suicidio que de asesinato.
– Exacto, sir Toby.
– Una última pregunta, profesor -dijo el QC, mientras se tiraba de las solapas-. Cuando ha prestado testimonio a petición de la defensa en casos como este en el pasado, ¿qué porcentaje de jurados han emitido un veredicto de no culpable?
– Las matemáticas nunca fueron mi fuerte, sir Toby, pero en veintiún casos de veinticuatro el resultado fue la absolución.
Sir Toby se volvió lentamente hacia el jurado.
– Veintiún casos de veinticuatro -dijo- terminaron en absolución después de que usted fuera llamado como testigo experto. Creo que eso ronda el ochenta y cinco por ciento, Su Señoría. No haré más preguntas.
Toby alcanzó a Harry en la escalera del tribunal. Palmeó a su viejo amigo en la espalda.
– Has estado sensacional, Harry. No me sorprende que la acusación se derrumbara después de que prestaras testimonio. Nunca te había visto en mejor forma. He de darme prisa, mañana tengo un caso en el Bailey, así que te veré el sábado a las diez en el primer hoyo. Vamos, si Valerie lo permite.
– Me verás mucho antes -murmuró el profesor, mientras sir Toby se precipitaba al primer taxi.
Sir Toby echó un vistazo a sus notas mientras esperaba al primer testigo. El caso había empezado mal. La acusación había podido presentar un montón de pruebas contra su cliente que no estaba en posición de refutar. No le hacía la menor gracia el contrainterrogatorio de una retahíla de testigos que, sin duda, corroborarían esas pruebas.
El juez en esa ocasión, el señor Fairborough, cabeceó en dirección al fiscal.
– Llame a su primer testigo, señor Lennox.
El señor Desmond Lennox, QC, se levantó poco a poco.
– Con sumo placer, Su Señoría. Llamo al profesor Harold Bamford.
Un sorprendido sir Toby alzó la vista de sus notas y vio que su viejo amigo caminaba con aire seguro hacia el estrado de los testigos. El jurado londinense miró intrigado al hombre de Leeds.
Sir Toby se vio forzado a admitir que el señor Lennox establecía bastante bien las credenciales de su testigo experto, sin referirse ni una sola vez a Leeds. A continuación, el señor Lennox procedió a ametrallar a Harry con una serie de preguntas, que terminaron convirtiendo a su cliente en un cruce entre Jack el Destripador y el doctor Crippen. [2]
– No haré más preguntas, Su Señoría -dijo por fin el señor Lennox, y se sentó con una expresión relamida en la cara.
El juez Fairborough miró a sir Toby.
– ¿Tiene más preguntas para este testigo? -preguntó.
– Desde luego, Su Señoría -contestó sir Toby, al tiempo que se levantaba-. Profesor Bamford -dijo, como si fuera su primer encuentro-, antes de entrar en el caso que nos ocupa, creo que sería justo decir que mi docto amigo el señor Lennox se ha preocupado con creces de establecer sus credenciales como testigo experto. Tendrá que perdonarme si vuelvo al tema, con el fin de aclarar un par de pequeños detalles que me han desconcertado.
– Por supuesto, sir Toby -dijo Harry.
– El primer título académico que recibió en… veamos, sí, la Universidad de Leeds. ¿Cuál fue la materia que estudió?
– Geografía.
– Qué interesante. No se me habría ocurrido considerar esa disciplina una buena preparación para alguien que llegaría a ser un experto en armas de fuego. Sin embargo -continuó-, permítame que pase a su doctorado, que le fue concedido por una universidad norteamericana. ¿Puedo preguntar si ese título académico está reconocido en Inglaterra?
– No, sir Toby, pero…
– Le ruego que se limite a contestar a las preguntas, profesor Bamford. Por ejemplo, ¿las universidades de Oxford o Cambridge reconocen su doctorado?
– No, sir Toby.
– Entiendo. Y, como el señor Lennox se ha encargado de subrayar, todo este caso puede depender de sus credenciales como testigo experto.
El juez Fairborough miró al defensor y frunció el ceño.
– Será el jurado quien tome esa decisión, basada en los hechos presentados, sir Toby.
– Estoy de acuerdo, Su Señoría. Solo deseaba establecer el crédito que los miembros del jurado deberían conceder a las opiniones del testigo experto de la Corona.
El juez volvió a fruncir el ceño.
– Pero si usted cree que he dejado claro este punto, Su Señoría, proseguiré -dijo sir Toby, y se volvió hacia su viejo amigo-. Ha dicho al jurado, profesor Bamford, como experto, que en este caso concreto la víctima no pudo cometer suicidio, porque la pistola fue encontrada en su mano.
– Exacto, sir Toby. Un error muy común, cometido por lo general en películas de escasa entidad y programas de televisión, es mostrar a las víctimas aferrando todavía la pistola después de haberse disparado.
– Sí, sí, profesor Bamford. Ya nos deleitó con sus grandes conocimientos sobre series televisivas cuando mi docto colega le estuvo interrogando. Al menos, hemos descubierto que es experto en algo. Pero me gustaría regresar al mundo real. Quiero aclarar una cosa, profesor. Usted no está insinuando, ni siquiera por un momento, al menos en eso confío, que su aportación demuestra que la acusada puso la pistola en la mano de su marido. En ese caso, profesor Bamford, usted no sería un experto, sino un vidente.
– No he llegado a esa suposición, sir Toby.
– Le agradezco su apoyo, pero dígame, profesor Bamford: debido a su experiencia, ¿se ha encontrado con algún caso en que el asesino pusiera la pistola en la mano de la víctima, con el fin de sugerir que la causa de la muerte era el suicidio?
Harry vaciló un momento.
– Tómese su tiempo, profesor Bamford. El resto de la vida de una mujer depende de su contestación.
– Me he encontrado con casos similares en el pasado -volvió a vacilar-, en tres ocasiones.
– ¿En tres ocasiones? -repitió sir Toby, intentando fingir sorpresa, pese al hecho de que él había intervenido en los tres casos.
– Sí, sir Toby -dijo Harry.
– ¿Y en estos tres casos, el jurado emitió un veredicto de no culpable?
– No -dijo Harry en voz baja.
– ¿No? -repitió sir Toby, y se volvió hacia el jurado-. ¿En cuántos de los casos fue declarado el acusado no culpable?
– En dos de los casos.
– ¿Y qué pasó en el tercero? -preguntó sir Toby.
– El hombre fue condenado por asesinato.
– ¿Y sentenciado…? -preguntó sir Toby.
– A cadena perpetua.
– Me gustaría saber algún detalle más de este caso, profesor Bamford.
– ¿Adónde nos conduce todo esto, sir Toby? -preguntó el juez Fairborough, con la vista fija en el abogado defensor.
– Sospecho que estamos a punto de descubrirlo, Su Señoría -dijo sir Toby, al tiempo que se volvía hacia el jurado, cuyos ojos estaban ahora clavados en el testigo experto-. Profesor Bamford, haga el favor de informar al tribunal sobre los detalles de este caso particular.
– En ese caso, la reina contra Reynolds -dijo Harry-, el señor Reynolds cumplió once años de su sentencia antes de que surgieran nuevas pruebas, y demostraran que no había podido cometer el crimen. Más tarde, fue absuelto.
– Espero que perdonará mi siguiente pregunta, profesor Bamford, pero la reputación de una mujer, para no hablar de su libertad, se halla en juego en esta sala. -Hizo una pausa y miró con semblante serio a su viejo amigo-. En este caso en particular, ¿prestó testimonio por la parte acusadora?
– Sí, sir Toby.
– ¿Como testigo experto de la Corona?
Harry asintió.
– Sí, sir Toby.
– ¿Y un hombre inocente fue condenado por un crimen que no había cometido, y terminó cumpliendo once años de cárcel?
Harry asintió de nuevo.
– Sí, sir Toby.
– ¿Sin «peros» en este caso concreto? -preguntó sir Toby.
Esperó una respuesta, pero Harry no habló. Sabía que había perdido toda credibilidad como testigo experto en aquel caso particular.
– Una última pregunta, profesor Bamford: en los otros dos casos, para ser justo, ¿los veredictos de los jurados apoyaron su interpretación de las pruebas?
– Sí, sir Toby.
– Recordará, profesor Bamford, que el fiscal ha hecho gran hincapié en el hecho de que, en el pasado, su testimonio ha sido crucial en casos como este; de hecho, para citar textualmente al señor Lennox, «el factor decisivo en demostrar las tesis de la acusación». No obstante, hemos averiguado que en los tres casos en los cuales fue encontrada una pistola en la mano de la víctima, usted alcanza un porcentaje de error del treinta y tres por ciento como testigo experto.
Harry no hizo ningún comentario, como ya esperaba sir Toby.
– Y como resultado, un hombre inocente pasó once años en la cárcel. -Sir Toby devolvió su atención al jurado-. Profesor Bamford -dijo con voz serena-, esperemos que una mujer inocente no vaya a pasar el resto de su vida en prisión por culpa de la opinión de un «testigo experto» que se equivoca el treinta y tres por ciento de las veces.
El señor Lennox se puso en pie para protestar por el trato que estaba soportando el testigo, y el juez Fairborough agitó un dedo admonitorio.
– Su comentario ha sido inapropiado, sir Toby -advirtió.
Pero los ojos de sir Toby seguían fijos en el jurado, que ya no estaban pendientes de todas las palabras del testigo experto, sino que susurraban entre sí.
Sir Toby se sentó lentamente.
– No haré más preguntas, Su Señoría.
– Estupendo golpe -dijo Toby, mientras la pelota de Harry desaparecía en la caja del agujero dieciocho-. Temo que me toca de nuevo invitarte a comer. ¿Sabes una cosa, Harry? Hace semanas que no te gano.
– Oh, yo no diría eso, Toby-dijo su compañero de golf, mientras se encaminaban hacia el club-. ¿Cómo describirías lo que me hiciste en el tribunal el martes?
– Sí, debo pedirte disculpas por ello, viejo amigo -dijo Toby-. No fue nada personal, como sabes bien. Date cuenta de que Lennox cometió una estupidez cuando te seleccionó como testigo experto.
– Estoy de acuerdo -dijo Harry-. Les advertí de que nadie me conocía mejor que tú, pero Lennox no estaba interesado en lo que sucedía en el North-Eastern Circuit.
– No me habría importado tanto -dijo Toby, mientras se sentaba para comer-, de no haber sido por el hecho…
– ¿De no haber sido por el hecho…? -repitió Harry.
– De que en ambos casos, el de Leeds y el del Bailey, cualquier jurado tendría que haberse dado cuenta de que mis clientes eran más culpables que el demonio.