Texto. Hay un hombre de Ciudad del Cabo que se desplaza todos los días a la población negra de Crossroads. Pasa las mañanas dando clases de inglés en una de las escuelas locales, las tardes como entrenador de rugby o criquet según la estación, y las noches vagando por las calles, intentando convencer a los jóvenes de que no formen bandas ni cometan delitos, y de que no deberían probar las drogas. Se le conoce como el Converso de Crossroads.
Nadie nace con prejuicios en sus corazones, aunque a algunas personas se los inculcan a una edad temprana. Esto fue particularmente cierto en Stoffel van den Berg. Stoffel nació en Ciudad del Cabo, y nunca en su vida viajó al extranjero. Sus antepasados habían emigrado de Holanda en el siglo XVIII y Stoffel creció acostumbrado a tener criados negros que debían obedecer hasta el menor de sus caprichos.
Si los muchachos (ningún criado parecía tener nombre, fuera cual fuera su edad) no obedecían las órdenes de Stoffel, recibían una paliza o no se les daba de comer. Si realizaban bien un trabajo, no les daban las gracias, y nunca recibían alabanzas. ¿Para qué molestarse en dar las gracias a alguien que ha sido puesto en la tierra para servirte?
Cuando Stoffel asistió a su primera escuela primaria en El Cabo, este prejuicio irreflexivo se consolidó, con clases llenas de niños blancos cuyos profesores eran blancos. Los pocos negros con los que se cruzaba en la escuela eran las encargadas de limpiar los lavabos, que no podían utilizar.
Durante sus años de escuela, Stoffel se destacó en clase, sobre todo en matemáticas, pero era un superdotado en el campo de juego.
En su último año de escuela, aquel bóer rubio de metro ochenta y cinco jugaba en el primer equipo de rugby en invierno y en el primer equipo de criquet en verano. Ya se hablaba de que jugaría al rugby o al criquet con los Springboks antes de que solicitara una plaza en la universidad. Varios delegados de universidades le visitaron en su último año de colegio para ofrecerle becas, y por consejo de su director, apoyado por su padre, eligió la de Stellenbosch.
Los incesantes progresos de Stoffel continuaron desde el momento que pisó el recinto universitario. En el primer año fue elegido para batear en primer lugar por la universidad cuando uno de los bateadores oficiales se lesionó. No se perdió un partido durante el resto de la temporada. Dos años después, capitaneaba un equipo titular invicto, y logró cien puntos para la Provincia Occidental sobre Natal.
Al dejar la universidad, Stoffel fue contratado por el Barclays Bank para su departamento de relaciones públicas, aunque le dejaron claro en la entrevista que la principal prioridad era conseguir que el Barclays ganara la copa de criquet Interbancos.
Llevaba en el banco unas pocas semanas cuando los seleccionadores de Springbok le escribieron para informarle de que era candidato al equipo de criquet de Sudáfrica que se estaba preparando para la inminente gira por Inglaterra. El banco recibió la noticia con satisfacción, y le dijo que podía tomar todo el tiempo libre que necesitara para prepararse. Soñaba con lograr cien puntos en Newlands, y tal vez incluso, algún día, en Lord's. [5]
Siguió con interés las series de las Cenizas [6] que se estaban desarrollando en Inglaterra. Solo había leído acerca de jugadores como Underwood y Snow, pero sus reputaciones no le preocupaban.
Los periódicos de Sudáfrica también estaban siguiendo las series de las Cenizas con sumo interés, porque querían mantener informados a sus lectores de los puntos fuertes y débiles del enemigo al que se enfrentaría su equipo al cabo de pocas semanas. Después, de la noche a la mañana, estos artículos fueron trasladados de las últimas páginas a las portadas, cuando Inglaterra seleccionó a un todoterreno que jugaba para Worcester llamado Basil D'Oliveira. El señor D'Oliveira, como la prensa le llamaba, ocupó las portadas porque era lo que los sudafricanos calificaban de «Mestizo de El Cabo». Como no le habían dejado jugar al criquet en su nativa Sudáfrica, había emigrado a Inglaterra.
La prensa de ambos países empezó a especular sobre la actitud del gobierno de Sudáfrica, en el caso de que D'Oliveira fuera seleccionado por la MCC como miembro del equipo que visitaría Sudáfrica.
– Si los ingleses fueran tan estúpidos para seleccionarle -dijo Stoffel a sus amigos del banco-, la gira sería cancelada.
Al fin y al cabo, no esperarían que fuera a jugar contra un hombre de color.
La esperanza de los sudafricanos era que D'Oliveira fracasara en la prueba final en el Oval, y fuera descartado para la gira. Así, el problema se solucionaría sin más.
D'Oliveira participó en las primeras entradas, se anotó solo once carreras, sin llegar a la meta australiana, pero en las segundas entradas tuvo un papel destacado a la hora de ganar el partido y se apuntó una contundente puntuación de 158. Aun así, fue apartado, no sin controversia, del equipo que iría a Sudáfrica. Sin embargo, cuando otro jugador cayó lesionado, fue elegido en su lugar.
El gobierno sudafricano dejó clara su postura de inmediato: solo jugadores blancos serían bienvenidos en el país. Tensos intercambios diplomáticos tuvieron lugar durante las semanas siguientes, pero como la MCC se negó a quitar a D'Oliveira, la gira tuvo que ser cancelada. Hasta que Nelson Mandela fue elegido presidente en 1994 un equipo oficial inglés no pisó de nuevo Sudáfrica.
La decisión destrozó a Stoffel, y aunque jugó de manera regular para la Provincia Occidental y logró que Barclays retuviera la copa Interbancos, dudaba de que alguna vez se calara una gorra de la Prueba.
Pese a su decepción, Stoffel no albergaba la menor duda de que el gobierno había tomado la decisión correcta. Después de todo, ¿por qué imaginaban los ingleses que podían imponer su criterio sobre quién debía visitar Sudáfrica?
Conoció a Inga mientras jugaba contra Transvaal. No solo era la criatura más hermosa que había visto en su vida, sino que estaba agraciada con todas las características de la superioridad de la raza blanca. Se casaron un año después.
Cuando un país tras otro empezaron a imponer sanciones a Sudáfrica, Stoffel continuó apoyando al gobierno, y proclamó que los decadentes políticos europeos se habían convertido en apocados liberales. ¿Por qué no venían a Sudáfrica y veían por sí mismos el país?, preguntaba a cualquiera que visitaba Ciudad del Cabo. Así descubrirían muy pronto que no pegaba a sus criados, y que los negros recibían una paga justa, tal como recomendaba el gobierno. ¿Qué más podían pedir? De hecho, no entendía por qué el gobierno no colgaba a Mandela y a sus adláteres terroristas por traición.
Piet y Marike asentían siempre que su padre expresaba estas opiniones. Les explicaba durante el desayuno una y otra vez que no podían tratar como iguales a gente que acababa de bajar de los árboles. Al fin y al cabo, Dios no había planeado las cosas así.
Cuando Stoffel dejó de jugar al criquet, ya adentrado en la treintena, fue nombrado jefe del departamento de relaciones públicas del banco, y le invitaron a formar parte de la junta directiva. La familia se trasladó a una casa amplia, situada a pocos kilómetros de Ciudad del Cabo, con vistas al Atlántico.
Mientras el resto del mundo continuaba endureciendo las sanciones, se reforzó la convicción de Stoffel de que Sudáfrica era el único lugar de la tierra donde se hacían bien las cosas. Solía expresar con frecuencia estas opiniones, tanto en público como en privado.
– Deberías presentarte al Parlamento -le dijo un amigo-. El país necesita hombres que crean en el modo de vida de Sudáfrica y que no estén dispuestos a ceder ante una pandilla de extranjeros ignorantes, la mayoría de los cuales nunca han visitado el país.
Al principio, Stoffel no se tomó el consejo en serio, pero un día, el presidente del Partido Nacional voló a Ciudad del Cabo para verle.
– El Comité Político abriga la esperanza de que acceda a presentarse como candidato en las próximas elecciones generales -dijo a Stoffel.
Stoffel prometió que tomaría la idea en consideración, pero explicó que debería hablar con su esposa y los miembros de la junta directiva del banco antes de anunciar su decisión. Ante su sorpresa, todo el mundo le animó a aceptar la oferta.
– Al fin y al cabo, eres una figura nacional, popular en todas partes, y nadie puede poner en duda tu actitud con respecto al apartheid.
Una semana después, Stoffel telefoneó al presidente del Partido Nacional y dijo que sería un honor para él presentarse como candidato.
Cuando fue elegido para competir por el seguro escaño de Noordhoek, terminó su discurso al comité de adopción con las siguientes palabras:
– Iré a la tumba con el convencimiento de que el apartheid es justo, tanto para los blancos como para los negros.
El público se puso en pie para aplaudirle.
Todo cambió el 18 de agosto de 1989.
Aquella noche, Stoffel salió del banco con unos minutos de antelación, porque debía hablar en un mitin que se celebraría en el ayuntamiento de su ciudad. Faltaban escasas semanas para las elecciones y las encuestas de opinión indicaban que, con toda seguridad, sería elegido diputado por el distrito electoral de Noordhoek.
Cuando salió del ascensor se topó con Martinus de Jong, el director general del banco.
– ¿Otra media jornada, Stoffel? -preguntó con una sonrisa.
– No. Voy a participar en un mitin, Martinus.
– Muy bien, viejo amigo -contestó De Jong-. Y deja bien claro que, esta vez, no se puede desperdiciar ningún voto si no queremos que este país acabe gobernado por los negros. A propósito -añadió-, tampoco necesitamos plazas subvencionadas para negros en las universidades. Si permitimos que una pandilla de estudiantes ingleses dicten la política del banco, al final un negro aspirará a mi cargo.
– Sí, he leído el informe de Londres. Se comportan como un rebaño de avestruces. He de darme prisa, Martinus, o llegaré tarde al mitin.
– Sí, siento haberte demorado, viejo amigo.
Stoffel consultó su reloj y bajó corriendo la rampa del aparcamiento. Cuando salió al tráfico de Rhodes Street, comprendió que no había logrado evitar el atasco de la gente que huía de la ciudad para pasar fuera el fin de semana.
Una vez dejó atrás los límites de la ciudad, puso la quinta. Noordhoek distaba tan solo veintidós kilómetros, aunque el terreno era empinado y la carretera sinuosa. Como Stoffel conocía el camino como la palma de su mano, solía aparcar delante de su casa en menos de media hora.
Cuando se desvió hacia el sur, por la carretera que ascendía a las colinas, Stoffel pisó el acelerador, y empezó a adelantar camiones y coches que no conocían la carretera tanto como él. Frunció el ceño cuando adelantó a un conductor negro, cuya baqueteada camioneta no debería estar permitida en aquella carretera.
Stoffel aceleró al salir de una curva y vio un camión delante. Sabía que había un tramo recto antes de llegar a la siguiente curva, de modo que tenía tiempo de adelantar. Aceleró para adelantar, y se llevó una sorpresa al descubrir la velocidad del camión.
Cuando estaba a cien metros de la siguiente curva, apareció un coche en dirección contraria. Stoffel debía tomar una decisión instantánea. ¿Pisar el freno o el acelerador? Pisó el acelerador hasta el fondo, suponiendo que el otro vehículo frenaría. Adelantó al camión, y en cuanto lo hizo dio un volantazo, pero no pudo evitar cercenar el guardabarros del otro coche. Por un instante vio los ojos aterrorizados del otro conductor, que había pisado el freno, pero la pronunciada pendiente no le ayudó. El coche de Stoffel se estrelló contra la barrera de seguridad, cayó al otro lado de la carretera y chocó contra un grupo de árboles.
Esto fue lo último que recordó, hasta que recobró la conciencia cinco semanas más tarde.
Stoffel abrió los ojos y vio a su esposa Inga de pie junto a la cama. Cuando ella reparó en que abría los ojos, apretó su mano, y luego salió corriendo de la habitación para llamar al médico.
La siguiente vez que despertó, los dos estaban de pie junto a su cama, pero transcurrió otra semana antes de que el médico pudiera contarle lo que había pasado después de la colisión.
Stoffel escuchó en un horrorizado silencio cuando supo que el otro conductor había muerto como consecuencia de las heridas recibidas en la cabeza, al poco de llegar al hospital.
– Tienes suerte de estar vivo -fue lo único que dijo Inga.
– Ya lo creo -añadió el médico-, porque solo momentos después de que el otro conductor muriera, su corazón también dejó de latir. Tuvo suerte de que un donante apropiado estuviera en el quirófano de al lado.
– ¿No sería el conductor del otro coche? -preguntó Stoffel.
El médico asintió.
– Pero… ¿no era negro? -preguntó Stoffel con incredulidad.
– Sí-confirmó el médico-. Y tal vez le sorprenda, señor Van den Berg, que su cuerpo no se dé cuenta. Dele las gracias a la mujer del conductor, que accedió al trasplante. Si no recuerdo mal sus palabras… -hizo una pausa-, dijo: «Es absurdo que mueran los dos». Gracias a ella, conseguimos salvar su vida, señor Van den Berg. -Vaciló y se humedeció los labios-. Pero lamento decirle que otras lesiones internas eran tan graves que, pese al éxito del trasplante de corazón, el pronóstico no es muy bueno.
Stoffel calló durante un rato, y por fin preguntó:
– ¿Cuánto me queda?
– Tres, tal vez cuatro años -contestó el médico-. Pero solo si se toma la vida con calma.
Stoffel se sumió en un profundo sueño.
Stoffel tardó seis semanas más en salir del hospital, e incluso entonces Inga insistió en un largo período de convalecencia.
Algunos amigos fueron a visitarle a su casa, incluido Martinus de Jong, quien le aseguró que su empleo en el banco le estaría esperando hasta que se hubiera recobrado por completo.
– No volveré al banco -dijo Stoffel con voz serena-. Recibirás mi dimisión dentro de unos días.
– Pero ¿por qué? -preguntó De Jong-. Puedo asegurarte…
Stoffel agitó la mano.
– Es muy amable de tu parte, Martinus, pero tengo otros planes.
En cuanto el médico dijo a Stoffel que podía salir de casa, pidió a Inga que le llevara en coche a Crossroads, para visitar a la viuda del hombre al que había matado.
La alta y rubia pareja blanca caminó entre las cabañas de Crossroads, seguida por ojos hoscos y resignados. Cuando llegaron a la pequeña choza donde les habían dicho que vivía la viuda del conductor, se detuvieron.
Stoffel habría llamado a la puerta, de haber existido una. Escrutó la oscuridad y vio a una joven con un bebé en brazos, acurrucada en el rincón más alejado.
– Me llamo Stoffel van den Berg -dijo-. He venido para decirle cuánto lamento haber sido el causante de la muerte de su marido.
– Gracias, amo -contestó la mujer-. No hacía falta que viniera.
Como no había nada donde sentarse, Stoffel lo hizo en el suelo y cruzó las piernas.
– También quería darle las gracias por darme la oportunidad de vivir.
– Gracias, amo.
– ¿Puedo hacer algo por usted? -Hizo una pausa-. ¿Querrían usted y su hijo venir a vivir con nosotros?
– No, gracias, amo.
– ¿No puedo hacer nada? -preguntó Stoffel, impotente.
– Nada, gracias, amo.
Stoffel se levantó, consciente de que su presencia parecía turbarla. Inga y él atravesaron la ciudad en silencio, y no hablaron hasta llegar al coche.
– He estado tan ciego… -dijo, mientras Inga conducía.
– No solo tú -admitió su mujer, con los ojos anegados en lágrimas-. Pero ¿qué podemos hacer para remediarlo?
– Sé lo que he de hacer.
Inga escuchó, mientras su marido le contaba cómo iba a pasar el resto de su vida.
A la mañana siguiente, Stoffel se presentó en el banco, y con la ayuda de Martinus de Jong calculó cuánto dinero podía permitirse gastar durante los siguientes tres años.
– ¿Has dicho a Inga que quieres cobrar tu seguro de vida?
– Fue idea de ella -dijo Stoffel.
– ¿Cómo piensas gastar el dinero?
– Empezaré comprando libros de segunda mano, pelotas de rugby y bates de criquet viejos.
– Podríamos colaborar doblando la cantidad que has de gastar -sugirió el director general.
– ¿Cómo? -preguntó Stoffel.
– Utilizando el superávit que tenemos en el fondo para deportes.
– Pero está restringido a los blancos.
– Y tú eres blanco -replicó el director general.
Martinus guardó silencio un rato.
– No creas que eres la única persona a la que esta tragedia ha abierto los ojos. Y te encuentras en una situación mucho mejor para…
– ¿Para…? -repitió Stoffel.
– Para lograr que otros, con más prejuicios que tú, tomen conciencia de sus pasados errores.
Aquella tarde, Stoffel regresó a Crossroads. Caminó por la ciudad durante varias horas, antes de decantarse por un trozo de tierra rodeado de barracas de hojalata y tiendas.
Aunque no era liso, o de la forma y tamaño perfectos, empezó a delimitar la parte central de un campo de criquet, mientras cientos de niños le miraban.
Al día siguiente, algunos de esos niños le ayudaron a pintar las líneas laterales y a colocar los banderines de las esquinas.
Durante cuatro años, un mes y once días, Stoffel van den Berg se desplazó a Crossroads todas las mañanas, y allí daba clases de inglés a los niños en lo que hacía las veces de escuela.
Por las tardes, enseñaba a los mismos niños los rudimentos del rugby o el criquet, según la estación. Por las noches, deambulaba por las calles intentando convencer a los adolescentes de que no formaran bandas, cometieran delitos o probaran las drogas.
Stoffel van den Berg murió el 24 de marzo de 1994, solo unos días antes de que Nelson Mandela fuera elegido presidente. Al igual que Basil D'Oliveira, había aportado su granito de arena a la derrota del apartheid.
Al funeral del Converso de Crossroads asistieron más de dos mil personas, que habían venido de todas partes del país para rendirle homenaje.
Los periodistas no se pusieron de acuerdo a la hora de calcular si había más blancos o negros en la congregación.