Jake empezó a marcar el número con parsimonia, como había hecho cada tarde a las seis en punto desde el día en que su padre falleciera. Se dispuso a escuchar durante los siguientes quince minutos lo que su madre había hecho aquel día.
Llevaba una vida tan monacal y ordenada que casi nunca tenía algo interesante que contarle. Y los sábados, menos aún. Tomaba café cada mañana con su más antigua amiga, Molly Schultz, y algunos días lo prolongaba hasta la hora de comer. Los lunes, miércoles y viernes jugaba al bridge con los Zacchari, que vivían al otro lado de la calle. Los martes y los jueves iba a ver a su hermana Nancy, que al menos le proporcionaba algo sobre lo que quejarse cuando su hijo llamaba por las tardes.
Los sábados, descansaba de su rigurosa semana. Su única actividad extenuante era comprar la voluminosa edición dominical del Times justo después de comer, una extraña tradición de Nueva York, lo cual le proporcionaba la oportunidad de informar a su hijo sobre qué artículos debía leer al día siguiente.
Para Jake, la conversación de cada tarde consistía en algunas preguntas adecuadas, en función del día. Lunes, miércoles y viernes: ¿cómo ha ido el bridge? ¿Cuánto has ganado/perdido? Los martes y los jueves: ¿cómo está tía Nancy? ¿De veras? ¿Tan mal? Los sábados: ¿algo interesante en el Times que deba mirar mañana?
Los lectores observadores habrán caído en la cuenta de que todas las semanas tienen siete días, y querrán saber qué hacía los domingos la madre de Jake. Los domingos siempre se reunía con su familia para comer, de modo que aquella tarde no hacía falta telefonearla.
Jake marcó la última cifra del número de su madre y esperó a que descolgara el teléfono. Ya estaba preparado para saber qué debía leer mañana en el New York Times. Por lo general, la mujer tardaba dos o tres timbrazos en contestar al teléfono, el tiempo que le hacía falta para desplazarse desde la butaca situada junto a la ventana al teléfono que estaba al otro lado de la sala. Cuando el teléfono sonó cuatro, cinco, seis, siete veces, Jake empezó a preguntarse si habría salido. Pero eso no era posible. Nunca salía después de las seis de la tarde, fuera verano o invierno. Se ceñía a una rutina tan regular que habría conseguido arrancar una sonrisa a un sargento de marines.
Por fin, oyó un clic. Estaba a punto de decir «Hola, mamá, soy Jake», cuando oyó una voz que no era la de su madre, y que había sorprendido además en mitad de su conversación. Pensando que era un cruce, estaba a punto de colgar cuando la voz dijo:
– Dentro habrá cien mil dólares para ti. Todo lo que has de hacer es aparecer y cogerlos. Está en un sobre que te espera en Billy's.
– ¿Dónde está Billy's? -preguntó una nueva voz.
– En la esquina de Oak Street con Randall. Te estarán esperando a eso de las siete.
Jake procuró no respirar mientras anotaba «Oak y Randall» en un bloc que había junto al teléfono.
– ¿Cómo sabrán que el sobre es para mí? -preguntó la segunda voz.
– Tú limítate a pedir un ejemplar del New York Times y paga con un billete de cien dólares. Te devolverá veinticinco centavos, como si le hubieras dado un dólar. De esa forma, si hay alguien más en la tienda, no sospechará. No abras el sobre hasta llegar a un lugar seguro. Hay mucha gente en Nueva York a la que le gustaría meterle mano a cien mil dólares. Hagas lo que hagas, no vuelvas a ponerte en contacto conmigo. Si lo haces, la próxima vez no recibirás un pago.
La línea se cortó.
Jake colgó, tras haber olvidado por completo que debía llamar a su madre.
Se sentó y pensó en lo que debía hacer a continuación… si es que iba a hacer algo. Su esposa Ellen había llevado a los críos al cine, como casi todos los sábados por la tarde, y no les esperaba hasta las nueve. Su cena estaba en el microondas, con una nota diciéndole cuántos minutos tardaba en cocinarse. El siempre añadía un minuto más.
Jake se descubrió pasando las páginas de la guía telefónica, hasta llegar a la B: Bi… Bil… Billy's. Y allí estaba, en el 1127 de Oak Street. Cerró la guía y fue a su estudio, donde registró la librería en busca de un callejero de Nueva York. Lo encontró encajado entre Las memorias de Elizabeth Schwarzkopf y Cómo perder diez kilos cuando pesas veinte de más.
Buscó el índice y encontró enseguida la referencia de Oak Street. Al fin, apoyó el dedo sobre el cuadrado correcto. Calculó que, en el caso de que fuera, tardaría una media hora en llegar al West Side. Consultó su reloj. Las seis y catorce minutos. ¿En qué estaba pensando? No tenía intención de ir a ningún sitio. Para empezar, no tenía cien dólares.
Jake sacó el billetero del bolsillo interior de la chaqueta y contó poco a poco: treinta y siete dólares. Fue a la cocina para examinar la calderilla de Ellen. La caja estaba cerrada con llave, y no recordaba dónde había escondido ella la llave. Sacó un destornillador del cajón que había al lado de la cocina y forzó la caja: otros veintidós dólares. Paseó de un lado a otro de la cocina, intentando pensar. A continuación, se dirigió al dormitorio y registró los bolsillos de todas las chaquetas y pantalones. Otro dólar con setenta y cinco en monedas. Salió del dormitorio y fue a la habitación de su hija. La hucha de Hesther, con la efigie de Snoopy, estaba sobre su tocador. La cogió y se acercó a la cama. Volcó el contenido sobre el cubrecama: seis dólares con setenta y cinco.
Se sentó en el borde de la cama, mientras intentaba concentrarse con desesperación, y entonces recordó el billete de cincuenta dólares que siempre guardaba doblado dentro de su permiso de conducir para emergencias. Sumó todas sus posesiones: ascendían a ciento diecisiete dólares con cincuenta centavos.
Jake consultó su reloj. Eran las seis y veintitrés minutos. Iría a echar un vistazo. Nada más, se dijo.
Cogió su viejo abrigo del armario del vestíbulo y salió del apartamento, sin olvidarse de comprobar que los tres cerrojos de la puerta estuvieran bien cerrados. Apretó el botón del ascensor, pero no se oyó ningún sonido. Averiado de nuevo, pensó Jake, y bajó la escalera a pie. Al otro lado de la calle había un bar al que iba con frecuencia cuando Ellen llevaba a los niños al cine.
El camarero sonrió cuando entró.
– ¿Lo de siempre, Jake? -preguntó, algo sorprendido de verle vestido con un pesado abrigo, cuando solo tenía que cruzar la calle.
– No, gracias -dijo Jake, procurando adoptar un tono distendido-. Quería saber si tienes un billete de cien dólares.
– No estoy seguro -contestó el camarero. Rebuscó en una pila de billetes, y después se volvió hacia Jake-. Estás de suerte. El único.
Jake le entregó el billete de cincuenta, uno de veinte y las monedas, y recibió a cambio un billete de cien. Dobló el billete en cuatro con mucho cuidado, lo guardó en el billetero y devolvió este al bolsillo interior de la chaqueta. Después, salió a la calle.
Deambuló con parsimonia hacia el oeste durante dos manzanas, hasta que llegó a una parada de autobús. Tal vez llegaría demasiado tarde, y el problema se solucionaría por sí solo, pensó. Un autobús paró en el bordillo. Jake subió los peldaños, pagó el billete y se sentó casi al final, todavía sin saber muy bien qué pensaba hacer cuando llegara al West Side.
Estaba tan abismado en sus pensamientos que se pasó de parada y tuvo que volver caminado casi un kilómetro hasta Oak Street. Miró la numeración. Faltaban otras tres o cuatro manzanas para el cruce de Oak Street con Randall.
A medida que se acercaba, descubrió que aminoraba la velocidad a cada paso. Pero de pronto, lo vio en la siguiente esquina, a mitad de una farola: un letrero blanco y verde que anunciaba RANDALL STREET.
Echó un rápido vistazo a las cuatro esquinas, y después volvió a consultar su reloj. Eran las seis y cuarenta y nueve minutos.
Mientras observaba desde el otro lado de la calle, una o dos personas entraron y salieron de Billy's. El semáforo destelló «Pasen», y se encontró cruzando con los demás peatones.
Consultó su reloj una vez más: las seis y cincuenta y un minutos. Se detuvo ante la puerta de Billy's. Detrás del mostrador había un hombre que estaba amontonando periódicos. Llevaba una camiseta negra y vaqueros, debía tener unos cuarenta años, un poco menos de metro ochenta, con unos hombros que solo podía haber conseguido a base de unas cuantas horas a la semana en un gimnasio.
Un cliente pasó al lado de Jake y pidió un paquete de Marlboro. Mientras el hombre de detrás del mostrador le tendía el cambio, Jake entró y fingió interesarse en las revistas expuestas.
Cuando el cliente dio media vuelta para salir, Jake deslizó la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó la cartera y tocó el borde del billete de cien. En cuanto el cliente salió de la tienda, Jake devolvió la cartera al bolsillo y dejó el billete en la palma de la mano.
El hombre de detrás del mostrador esperó impasible, mientras Jake desdoblaba lentamente el billete.
– El Times -se oyó decir Jake, mientras dejaba el billete de cien dólares sobre el mostrador.
El hombre de la camiseta negra contempló el dinero y consultó su reloj. Pareció dudar un momento, y luego buscó debajo del mostrador. Jake se puso tenso al ver el movimiento, hasta que vio aparecer un sobre blanco, largo y grueso. El hombre lo metió entre los pliegues de la sección de negocios del periódico, y después lo entregó a Jake, siempre impasible. Cogió el billete de cien dólares, marcó setenta y cinco centavos en la caja registradora y devolvió a Jake veinticinco centavos de cambio. Jake se volvió y salió a toda prisa de la tienda, y casi estuvo a punto de derribar a un hombrecillo que parecía tan nervioso como él.
Jake empezó a correr por Oak Street, y de vez en cuando miraba hacia atrás para ver si le seguían. Vio que un taxi se dirigía hacia él y lo paró enseguida.
– Al East Side -dijo en cuanto subió.
Mientras el conductor se zambullía en el tráfico, Jake sacó el sobre del abultado periódico y lo trasladó a un bolsillo interior. Notó que el corazón golpeaba contra su pecho. Dedicó los siguientes quince minutos a mirar angustiado por la ventanilla trasera del taxi.
Cuando divisó una entrada de metro a su derecha, dijo al taxista que parara en el bordillo. Le dio diez dólares, y sin esperar el cambio, saltó del taxi y bajó a toda prisa la escalera del metro, para emerger al cabo de unos segundos al otro lado de la calle. Después, paró a otro taxi que iba en dirección contraria. Esta vez, dio al conductor la dirección de su casa. Se felicitó por este pequeño subterfugio, que había visto realizar a Gene Hackman en «La película de la semana».
Jake, nervioso, tocó el bolsillo interior para asegurarse de que el sobre seguía en su sitio. Convencido de que nadie le había seguido, ya no se molestó en mirar por la ventanilla trasera del taxi. Estuvo tentado de echar un vistazo al interior del sobre, pero habría tiempo suficiente para eso cuando estuviera a salvo en su apartamento. Consultó su reloj: las siete y veintiún minutos. Ellen y los niños tardarían en llegar del cine otra media hora, como mínimo.
– Déjeme unos cincuenta metros más adelante, a la izquierda -dijo Jake, contento de encontrarse en territorio conocido.
Echó un último vistazo por la ventanilla posterior cuando el taxi paró en el bordillo, delante del bloque de apartamentos. No se veía tráfico cercano. Pagó al conductor con las monedas que había sacado de la hucha de su hija, salió y entró con la mayor calma posible en el edificio.
Una vez dentro, atravesó corriendo el vestíbulo y golpeó el botón del ascensor con la palma de la mano. Aún no funcionaba. Maldijo y empezó a subir los siete tramos de escalera que conducían a su apartamento, más despacio en cada piso, hasta que por fin se detuvo. Sin aliento, abrió los tres cerrojos, casi se derrumbó en el interior y cerró la puerta con celeridad. Se apoyó contra la pared mientras recuperaba el aliento.
Estaba sacando el sobre de su bolsillo interior cuando sonó el teléfono. Su primera idea fue que le habían seguido y querían que les devolviera su dinero. Contempló el teléfono un momento, y después descolgó con movimientos nerviosos.
– Hola, Jake, ¿eres tú?
Entonces, se acordó.
– Sí, mamá.
– No me has llamado a las seis -dijo la anciana.
– Lo siento, mamá. Lo hice, pero…
Decidió que no debía decirle por qué no había insistido por segunda vez.
– He estado llamándote toda esta última hora. ¿Has salido o qué?
– Solo al bar de enfrente. A veces voy a tomar una copa cuando Ellen lleva a los chicos al cine.
Dejó el sobre junto al teléfono, desesperado por sacársela de encima, pero consciente de que debería padecer la acostumbrada rutina de los sábados.
– ¿Algo interesante en el Times, mamá? -se oyó preguntar, con excesiva rapidez.
– No mucho -contestó la mujer-. Parece seguro que Hillary conseguirá la nominación demócrata para el Senado, pero aun así voy a votar a Giuliani.
«Siempre lo he hecho, y siempre lo haré», dijo Jake sin emitir ningún sonido, repitiendo el acostumbrado comentario de su madre sobre el alcalde. Cogió el sobre y lo apretó, para saber cuál era el tacto de cien mil dólares.
– ¿Algo más, mamá? -preguntó, intentando que continuara.
– Hay un reportaje en la sección de estilo sobre las viudas que redescubren el sexo a los setenta años. En cuanto sus maridos están bien enterrados en sus tumbas, parece que siguen la terapia de sustitución hormonal y vuelven a la vieja rutina. Citan a una que dice: «No intento tanto recuperar el tiempo perdido como atraparlo».
Mientras escuchaba, Jake empezó a abrir una esquina del sobre.
– Lo probaría -estaba diciendo su madre-, pero no puedo permitirme el lifting facial que parece una parte esencial del asunto.
– Mamá, creo que oigo a Ellen y los chicos en la puerta, de modo que te dejo. Nos veremos mañana a la hora de comer.
– Pero aún no te he hablado de un artículo fascinante que hay en la sección de negocios.
– Te escucho -dijo Jake, distraído, mientras empezaba a abrir poco a poco el sobre.
– Es un reportaje sobre una nueva estafa que se ha puesto de moda en Manhattan. Ya no sé qué se les ocurrirá la próxima vez.
El sobre estaba a medio abrir.
– Por lo visto, una banda ha descubierto una nueva forma de pinchar tu teléfono mientras estás marcando otro número…
Unos centímetros más y Jake podría ir sacando lentamente el contenido del sobre.
– Cuando marcas, crees que hay un cruce.
Jake sacó el dedo del sobre y empezó a escuchar con más atención.
– Después, te tienden una trampa, y te hacen creer que estás oyendo una conversación auténtica.
La frente de Jake empezó a perlarse de sudor, mientras contemplaba el sobre casi abierto.
– Te inducen a pensar que si viajas al otro extremo de la ciudad y entregas un billete de cien dólares, recibirás a cambio un sobre que contiene cien mil dólares.
Jake se sintió enfermo cuando pensó en la alegría con que se había desprendido de sus cien dólares, en la facilidad con que había caído en la trampa.
– Usan estancos y quioscos para llevar a cabo la estafa -continuó su madre.
– ¿Y qué hay en el sobre?
– Eso sí que es realmente ingenioso -dijo su madre-. Ponen un pequeño folleto que da consejos sobre cómo ganar cien mil dólares. Y ni siquiera es ilegal, porque el precio que pone en la cubierta son cien dólares. Tienes que dárselos.
«Ya lo he hecho, mamá», quiso decir Jake, pero colgó el teléfono y contempló el sobre. El timbre de la puerta empezó a sonar. Ellen y los chicos debían haber regresado del cine, y ella habría vuelto a olvidar la llave.
El timbre sonó por segunda vez.
– ¡Ya voy, ya voy! -gritó Jake.
Cogió el sobre, decidido a no dejar ningún rastro de su embarazosa existencia. Mientras el timbre sonaba por tercera vez, entró corriendo en la cocina, abrió el incinerador y tiró el sobre por el conducto.
El timbre continuaba sonando. Esta vez, el que llamaba no se molestó en apartar el dedo del timbre.
Jake corrió a la puerta. La abrió y descubrió a tres hombres muy corpulentos en el pasillo. El que llevaba la camiseta negra saltó sobre él y apoyó una navaja en su garganta, mientras los otros dos inmovilizaban sus brazos. La puerta se cerró con estrépito detrás de ellos.
– ¿Dónde está? -aulló Camiseta, apretando el cuchillo contra la garganta de Jake.
– ¿Dónde está qué? -jadeó Jake-. No sé de qué está hablando.
– No juegues con nosotros -gritó el segundo hombre-. Queremos nuestros cien mil dólares.
– Pero si no había dinero en el sobre, solo un libro. Lo tiré por el conducto del incinerador. Si se callan un momento, podrán oírlo.
El hombre de la camiseta negra ladeó la cabeza, mientras los otros dos callaban. En la cocina se oían unos crujidos.
– Muy bien, pues tú seguirás el mismo camino -dijo el hombre del cuchillo.
Asintió, y sus dos cómplices levantaron a Jake como un saco de patatas y lo cargaron hasta la cocina.
Justo cuando la cabeza de Jake estaba a punto de desaparecer en el conducto del incinerador, el teléfono y el timbre de la puerta empezaron a sonar al mismo tiempo…