– Tal vez se preguntarán por qué esta estatua lleva el número «13» -dijo el conservador, y una sonrisa de satisfacción apareció en su rostro.
Yo me encontraba detrás del grupo y supuse que nos iban a endilgar una conferencia sobre bocetos preliminares de artistas.
– Henry Moore -continuó el conservador, con una voz que no dejaba lugar a dudas sobre su convencimiento de que se estaba dirigiendo a un puñado de turistas ignorantes, capaces de confundir cubismo con terrones de azúcar, y que no tenían otra cosa mejor que hacer en un día de fiesta que visitar un local del National Trust [9]-ejecutaba sus obras, por lo general, en copias de doce. Para ser justo con ese gran hombre, murió antes de dar la aprobación al único vaciado de un decimotercer ejemplar de una de sus obras maestras.
Miré el inmenso bronce de una mujer desnuda que dominaba la entrada de Huxley Hall. La magnífica figura curvilínea, con la marca de fábrica del agujero en mitad de su estómago, la cabeza apoyada en una mano, contemplaba impertérrita a un millón de visitantes al año. Para citar el catálogo, era un Henry Moore clásico, 1952.
Continué admirando a la dama inescrutable, con el deseo de acercarme y tocarla, una segura señal de que el artista había conseguido su propósito.
– Huxley Hall -continuó el conservador- ha sido administrado por el National Trust durante los últimos veinte años. Esta escultura, La mujer reclinada, es considerada por los especialistas uno de los más perfectos ejemplos de la obra de Moore, ejecutada cuando estaba en la plenitud de sus facultades. La sexta copia de esta escultura fue adquirida por el quinto duque, un hombre de Yorkshire, como Moore, por la principesca suma de mil libras. Cuando el edificio pasó al sexto duque, descubrió que no podía asegurar la obra maestra, porque no podía permitirse el lujo de pagar la prima.
»El séptimo duque se encontró en una situación todavía peor: ni siquiera podía permitirse el mantenimiento del edificio, ni de los terrenos que lo rodeaban. Poco antes de su fallecimiento, evitó legar al octavo duque la carga de los impuestos de herencia cediendo el edificio, su contenido y las quinientas hectáreas de terreno al National Trust. Los franceses nunca han entendido que, para eliminar la aristocracia, los impuestos de herencia son mucho más eficaces que la revolución.
El conservador rió de su bon mot, y una o dos personas que se hallaban delante del grupo le corearon cortésmente.
– Bien, volvamos al misterio de la decimotercera copia -continuó el conservador, al tiempo que apoyaba la mano sobre el amplio trasero de La mujer reclinada-. Antes, debo explicar uno de los problemas que el National Trust afronta cada vez que asume la propiedad de una casa ajena. El Trust es una empresa de beneficencia registrada. En la actualidad, posee y administra más de doscientos cincuenta edificios y jardines históricos en las islas británicas, además de trescientas mil hectáreas de tierra y ochocientos cincuenta kilómetros de línea costera. Cada propiedad ha de cumplir el criterio de ser «de interés histórico o belleza natural». Al asumir la responsabilidad de mantener las propiedades, también aseguramos y protegemos su estructura y contenidos sin arruinar al Trust. En el caso de Huxley Hall, hemos instalado los sistemas de seguridad más avanzados disponibles, y contratado guardias que trabajan día y noche. Aun así, es imposible proteger todos nuestros cuantiosos tesoros las veinticuatro horas del día, todos los días del año.
»Cuando se denuncia un robo, informamos a la policía de inmediato, por supuesto. En nueve ocasiones de cada diez, el objeto es devuelto al cabo de pocos días.
El conservador hizo una pausa, convencido de que alguien preguntaría el motivo.
– ¿Por qué? -preguntó una mujer norteamericana, vestida con unos bermudas a cuadros, que estaba delante del grupo.
– Una buena pregunta, señora -dijo el conservador con aire condescendiente-. La razón es que a la mayo ría de los delincuentes de poca monta les resulta imposible desprenderse de un botín tan valioso, a menos que haya sido robado por encargo.
– ¿Robado por encargo? -preguntó la misma norteamericana al instante.
– Sí, señora -dijo el conservador, muy contento de poder explayarse-. Hay bandas de delincuentes que operan en todo el mundo, y se dedican a robar obras maestras para clientes que se refocilan en el hecho de que nadie pueda volver a verlas jamás, mientras puedan disfrutar de ellas en privado.
– Eso debe de ser muy caro -sugirió la norteamericana.
– Tengo entendido que la tarifa actual es la quinta parte del valor en el mercado de la obra -confirmó el conservador.
Esto pareció silenciar por fin a la mujer.
– Pero eso no explica por qué muchos tesoros son devueltos con tanta rapidez -dijo una voz desde el centro de la multitud.
– Ahora iba a abordar el tema -dijo el conservador, con cierta brusquedad-. Si una obra de arte no ha sido robada por encargo, hasta el perista más inexperto la rechazará.
Añadió a toda prisa «Porque», antes de que la norteamericana preguntara «por qué».
– … todos los subastadores, marchantes y galeristas tendrán una completa descripción de la pieza desaparecida sobre su escritorio a las pocas horas del robo. Esto deja al ladrón en posesión de algo que nadie quiere tocar, porque si saliera al mercado la policía haría acto de presencia al cabo de pocas horas. Muchas de nuestras obras maestras robadas son devueltas a los pocos días, o abandonadas en un lugar donde no cueste nada encontrarlas. Tan solo la Dulwich Art Gallery ha sufrido no menos de tres robos durante los últimos diez años, y aunque parezca sorprendente, muy pocos tesoros han sido devueltos estropeados.
Esta vez, varios «¿Por qué?» se elevaron del grupo.
– Por lo visto -contestó el conservador-, tal vez el público se sienta inclinado a perdonar un robo audaz, pero no olvidarán un atentado contra un tesoro nacional. Debería añadir que la probabilidad de que un delincuente sea denunciado, si los bienes robados son devueltos intactos, es muy reducida.
»Pero continuemos con mi pequeña historia sobre la decimotercera copia. El 6 de septiembre de 1997, el día del funeral de Diana, princesa de Gales, justo cuando el ataúd estaba entrando en la abadía de Westminster, una furgoneta frenó y aparcó ante la entrada principal de Huxley Hall. Seis hombres vestidos con monos del National Trust salieron y dijeron al guardia que tenían órdenes de llevarse La mujer reclinada y transportarla a Londres, para una exposición de Henry Moore que se inauguraría poco después en Hyde Park.
»Habían informado al guardia de que, debido al funeral, la recogida sería aplazada hasta la semana siguiente. Pero como todos los papeles parecían en orden y como quería volver corriendo a ver la televisión, permitió que los seis hombres se llevaran la escultura.
»Huxley Hall estuvo cerrado durante los dos días posteriores al funeral, de modo que nadie volvió a pensar en el incidente, hasta que una segunda furgoneta apareció el martes siguiente con las mismas instrucciones, llevarse La mujer reclinada y transportarla a la exposición de Moore en Hyde Park. Una vez más, los papeles estaban en orden, y durante algún tiempo los guardias supusieron que era un error administrativo. Una llamada telefónica a los organizadores de la exposición de Hyde Park les disuadió de la idea. Estaba claro que la obra había sido robada por una banda de delincuentes profesionales. Informamos a Scotland Yard al instante.
»El Yard -continuó el conservador- tiene un departamento dedicado a los robos de obras de arte, con los detalles de muchos miles de piezas introducidos en el ordenador. Al cabo de pocos momentos de denunciar un robo, avisan a todos los subastadores y marchantes de arte de la nación.
El conservador hizo una pausa y volvió a apoyar la mano sobre el trasero de bronce de la dama.
– Durante semanas, no supimos nada de La mujer reclinada, y Scotland Yard empezó a temer que se trataba de un robo «por encargo» coronado con el éxito. Pero algunos meses después, cuando un delincuente de poca monta llamado Sam Jackson fue detenido cuando intentaba llevarse un pequeño óleo de la segunda duquesa de la Royal Robing Room, la policía obtuvo la primera pista. Cuando el sospechoso fue conducido a la comisaría local para ser interrogado, ofreció al agente que lo había arrestado un trato.
»"¿Qué puedes ofrecerme, Jackson?", preguntó el sargento con incredulidad.
»"Le conduciré hasta La mujer reclinada -dijo Jackson-, si a cambio solo me acusa de intento de escalo", pues sabía que tenía la posibilidad de salirse con una suspensión de condena.
»"Si recuperamos La mujer reclinada -le dijo el sargento-, trato hecho."
Como el retrato de la segunda duquesa era una mala copia que solo habría alcanzado unos cientos de libras en una tómbola, se aceptó el trato. Metieron a Jackson en el asiento trasero de un coche y guió a tres agentes de policía al otro lado de la frontera de Yorkshire, hasta Lancashire, donde se internaron más y más en la campiña hasta llegar a una granja desierta. Desde allí, atravesaron a pie varios campos y se adentraron en un valle, donde encontraron una dependencia escondida detrás de un bosquecillo. La policía forzó la cerradura y abrió la puerta, y descubrió que se encontraban en una fundición abandonada. Varios fragmentos de tuberías de plomo estaban tirados en el suelo, seguramente robados de los tejados de iglesias y casas antiguas de los alrededores.
»La policía registró el edificio, pero no encontró ni rastro de La mujer reclinada. Estaban a punto de acusar a Jackson de entorpecer la labor de la policía, cuando le vieron de pie ante un gran pedazo de bronce.
»"Yo no dije que lo recuperarían en su estado original -dijo Jackson-. Solo prometí que les conduciría hasta la obra."El conservador hizo una pausa para permitir a los más lentos que se unieran a los coros de «ahs» y «ohs» de los demás, o cabecearan para expresar que habían entendido.
– Desprenderse de la obra de arte se había demostrado muy difícil, y como los delincuentes no albergaban el menor deseo de ser detenidos en posesión de objetos robados por un valor superior a un millón de libras, habían fundido La mujer reclinada. Jackson negó que conociera al responsable, pero admitió que alguien había intentado venderle el pedazo de bronce por mil libras… irónicamente, la cantidad exacta que el quinto duque había pagado por la obra maestra original.
»Unas semanas después, un enorme pedazo de bronce fue devuelto al National Trust. Recibimos con abatimiento la noticia de que la compañía de seguros se negaba a pagar ni un penique en compensación, afirmando que nos habían devuelto el bronce robado. Los abogados del Trust estudiaron la póliza de cabo a rabo, y descubrieron que teníamos derecho a reclamar el coste de devolver objetos dañados a su estado original. La compañía de seguros se rindió y accedió a pagar todos los gastos de la restauración.
»Nuestro siguiente paso fue acudir a la Fundación Henry Moore, para preguntar si podían ayudarnos de alguna manera. Estudiaron el pedazo de bronce durante varios días, y después de pesarlo y someterlo a análisis químicos, admitieron, en concordancia con el laboratorio de la policía, que bien podía ser el metal que fue vaciado en la escultura original comprada por el quinto duque.
»Tras muchas deliberaciones, la Fundación accedió a hacer una excepción sin precedentes en la práctica habitual de Henry Moore, siempre que el Trust cubriera los gastos de la fundición. Accedimos a esta condición, naturalmente, y terminamos con una factura de unos miles de libras, que cubrió nuestra póliza de seguros.
»Sin embargo, la Fundación añadió otras dos condiciones antes de acceder a crear esta decimotercera copia única. En primer lugar, insistieron en que nunca deberíamos permitir que la escultura se pusiera a la venta, pública o privada. En segundo, si la copia robada reaparecía en cualquier parte del mundo, devolveríamos de inmediato la decimotercera a la Fundación, para que pudiera fundirla.
«El Trust aceptó las condiciones, y por eso hoy pueden disfrutar de esta obra maestra que tienen ante los ojos.
Estalló una salva de aplausos, y el conservador hizo una pequeña reverencia.
Me acordé de esta historia años después, cuando asistí a una subasta de arte moderno en la Sotheby Parke-Bernet de Nueva York, donde se subastó la tercera copia de La mujer reclinada por un millón seiscientos mil dólares.
Estoy seguro de que Scotland Yard ha cerrado el caso de la sexta copia desaparecida de La mujer reclinada, obra de Henry Moore, porque considera el delito resuelto. Sin embargo, el inspector jefe que se había ocupado de la investigación admitió ante mí en privado que, si un delincuente emprendedor fuera capaz de convencer a una fundición de que vaciara otra copia de La mujer reclinada, y la marcara «6/12», podría venderla a un cliente de los que «encargan robos» por un cuarto de millón de libras, aproximadamente. De hecho, nadie puede estar absolutamente seguro de cuántas sextas copias de La mujer reclinada se encuentran hoy en manos privadas.