COMO LA NOCHE Y EL DÍA

– Es un chico de un enorme talento -dijo la madre de Robin, mientras servía a su hermana otra taza de té-. El director dijo el día del discurso que el colegio nunca había entregado al mundo un artista mejor en toda su historia.

– Debes estar muy orgullosa de él -dijo Miriam antes de beber el té.

– Sí, lo confieso -admitió la señora Summers, casi ronroneando-. Aunque todo el mundo sabía que ganaría el premio del fundador, por supuesto, hasta su profesor de arte se quedó sorprendido cuando le ofrecieron una plaza en la Slade [3] antes del examen de entrada. Es una pena que su padre no viviera lo bastante para disfrutar de su triunfo.

– ¿Cómo le va a John? -preguntó Miriam, mientras seleccionaba un pastelillo ae mermelada.

La señora Summers suspiró, al tiempo que pensaba en su hijo mayor.

– John terminará su curso de administración de empresas en Manchester este verano, pero de momento no logra tomar una decisión sobre lo que quiere hacer. -Hizo una pausa, que aprovechó para añadir otro terrón de azúcar a su té-. Dios sabe qué será de él. Habla de dedicarse a los negocios.

– Siempre fue un buen alumno en el colegio -dijo Miriam.

– Sí, pero nunca destacó en nada, y no consiguió ningún premio. ¿Te he dicho que a Robin le han ofrecido la posibilidad de exponer en octubre? Solo se trata de una galería local, por supuesto, pero como él mismo ha señalado, todo artista ha de empezar en algún sitio.


John Summers volvió a Peterborough para asistir a la primera exposición de su hermano en solitario. Su madre nunca le habría perdonado que no hiciera acto de presencia. Acababa de saber el resultado de sus exámenes de administración de empresas. Había obtenido un notable, que no era una mala nota, considerando que había sido el vicepresidente del sindicato de estudiantes, con un presidente que apenas había aparecido después de ser elegido. No habló a su madre de la nota, pues era el día especial de Robin.

Después de años de oír a su madre repetir que su hermano era un artista brillante, John había llegado a la conclusión de que el resto del mundo no tardaría en enterarse del hecho. Reflexionaba con frecuencia sobre lo diferentes que eran ambos, pero ¿alguien sabía cuántos hermanos había tenido Picasso? Seguro que uno de ellos se había dedicado a los negocios.

John tardó un rato en encontrar la callejuela donde estaba la galería, pero cuando lo hizo se quedó satisfecho al descubrir que estaba atestada de amigos y parientes. Robin se encontraba al lado de su madre, que estaba proponiendo las palabras «magnífico, «sobresaliente», «talento sin igual» e incluso «genio» al reportero del Peterborongh's Eco.

– Ah, mira, John ha llegado -dijo, y abandonó un momento su camarilla para saludar a su otro hijo.

John la besó en la mejilla.

– Robin no podría tener un mejor comienzo de carrera.

– Sí, estoy de acuerdo contigo -admitió su madre-. Y estoy segura de que no tardarás en solazarte en su gloria. Podrás decir a todo el mundo que eres el hermano de Robin Summers.

La señora Summers dejó a John para hacerse otra fotografía con Robin, lo cual le facilitó la oportunidad de pasear por la sala y estudiar los lienzos de su hermano. Consistían sobre todo en la colección que había reunido durante su último año en el colegio. John, que confesaba sin ambages su ignorancia en lo tocante al arte, pensó que debía ser su insuficiencia en dicho ámbito lo que le impedía no apreciar el evidente talento de su hermano, y se sintió culpable por pensar que no era el tipo de cuadros que querría ver colgados en su casa. Se detuvo frente al retrato de su madre, que tenía un punto rojo al lado para indicar que estaba vendido. Sonrió, convencido de que sabía quién lo había comprado.

– ¿No crees que capta muy bien la esencia de su alma? -preguntó una voz a su espalda.

– Desde luego -contestó John, y se volvió hacia su hermano-. Bien hecho. Estoy orgulloso de ti.

– Una de las cosas que más admiro de ti -dijo Robin- es que nunca has envidiado mi talento.

– Pues no -confesó John-, Tu talento me produce una gran satisfacción.

– Entonces, esperemos que algo de mi éxito se te contagie, sea cual sea la profesión que decidas seguir.

– Esperemos -dijo John, sin saber muy bien qué decir.

Robin se inclinó hacia adelante y bajó la voz.

– ¿Podrías prestarme una libra? Te la devolveré, por supuesto.

– Claro.

John sonrió. Al menos, algunas cosas no habían cambiado. Había empezado años antes, con seis peniques en el patio del colegio, y había terminado con un billete de diez libras el Día del Discurso. Ahora, necesitaba una libra. John solo podía estar seguro de una cosa: Robin jamás le devolvería ni un penique. Al fin y al cabo, no pasaría mucho tiempo antes de que los papeles se invirtieran. John sacó su cartera, que contenía dos billetes de una libra y un billete de tren de vuelta a Manchester. Extrajo uno de los billetes y se lo dio a Robin.

John iba a hacerle una pregunta acerca de otro cuadro (un óleo titulado Barrabás en el infierno), pero su hermano ya había dado media vuelta para reunirse con su madre y el cortejo de adoradores.


Cuando John dejó la Universidad de Manchester, le ofrecieron enseguida pasar un período de prácticas en Reynolds and Company, en un momento en que Robin se había trasladado a Chelsea. Se había mudado a un conjunto de habitaciones que su madre describía como pequeño, pero en la parte más de moda en la ciudad. No añadía que debía compartirlo con otros cinco estudiantes.

– ¿Y John? -preguntó Miriam.

– Trabaja para una empresa de Birmingham que fabrica ruedas, o eso me parece, al menos -dijo.

John buscó un piso en las afueras de Solihull, en una zona de la ciudad muy poco de moda. Estaba bien situado, cerca de una fábrica en la que debía fichar a las ocho de la mañana de lunes a sábado, mientras continuara de prácticas.

John no se molestó en precisar a su madre los detalles de lo que hacía Reynolds and Company, pues fabricar ruedas para la cercana planta de automóviles de Longbridge no tenía el mismo prestigio que ser un artista de avant garde residente en el bohemio Chelsea.

Si bien John vio poco a su hermano durante el tiempo que Robin pasó en la Slade, siempre viajaba a Londres para ver las exposiciones de fin de curso.

Durante el primer curso, los estudiantes eran invitados a exponer dos de sus obras, y John admitió, solo para sí, que en lo tocante a los esfuerzos de su hermano, no le interesaba ninguna de ambas. Eso sí, aceptaba que no sabía nada de arte. Cuando dio la impresión de que las críticas coincidían con la opinión de John, su madre explicó que Robin se había adelantado a su tiempo, y le aseguró que no pasaría mucho tiempo antes de que el resto del mundo llegara a la misma conclusión. También indicó que las dos obras se habían vendido el día de la inauguración, e insinuó que se las había quedado un coleccionista muy famoso, que reconocía un nuevo talento en cuanto lo veía.

John no tuvo oportunidad de sostener una larga conversación con su hermano, que parecía preocupado, pero regresó a Birmingham aquella noche con dos libras menos en el billetero de las que tenía al llegar.

Al final de su segundo año, Robin expuso dos nuevos cuadros en la exposición de final de curso: Cuchillo y tenedor en el espacio y Dolores de muerte. John se alejó unos pasos de las telas, y sintió alivio al descubrir que las demás personas que contemplaban la obra de su hermano parecían igualmente perplejas, sobre todo por los dos puntos rojos que estaban al lado desde el día de la inauguración.

Encontró a su madre sentada en una esquina de la sala, explicando a Miriam por qué Robin no había ganado el premio del segundo año. Aunque su entusiasmo por la obra de Robin no había disminuido un ápice,John pensó que parecía más frágil que la última vez que la había visto.

– ¿Cómo te va, John? -preguntó Miriam cuando vio a su sobrino.

– Me han nombrado gerente en prácticas, tía Miriam -contestó, en el momento que Robin se reunía con ellos.

– ¿Por qué no vienes con nosotros a cenar? -sugirió Robin-. Te proporcionará la oportunidad de conocer a algunos de mis amigos.

La invitación conmovió a John, hasta que dejaron ante él la cuenta de los siete.

– No tardaré mucho en poder invitarte al Ritz -anunció Robin después de que se hubiera consumido la sexta botella de vino.

Sentado en un compartimiento de tercera clase, en el viaje de regreso a Birmingham New Street, John dio gracias por haber comprado un billete de vuelta, pues después de haber prestado cinco libras a su hermano, su billetero estaba vacío.

John no volvió a Londres hasta la graduación de Robin. Su madre había escrito para insistirle en que asistiera, pues se anunciarían todos los ganadores de premios, y había oído el rumor de que Robin se contaría entre ellos.

Cuando John llegó a la exposición, ya estaba en pleno apogeo. Paseó con parsimonia por la sala y se detuvo a admirar algunos lienzos. Dedicó un tiempo considerable a estudiar los últimos esfuerzos de Robin. Ninguna placa indicaba que hubiera ganado un premio. De hecho, ni siquiera constaba una «mención especial». Tal vez lo más importante era que, en esta ocasión, no había puntos rojos. Sirvió para recordar a John que la pensión de su madre ya no estaba a la altura de la inflación.

– Los jueces tienen favoritos -explicó su madre, sentada sola en un rincón, con un aspecto todavía más frágil que la última vez.

John asintió, y pensó que no era el momento más apropiado para comunicarle que la empresa le había ascendido de nuevo.

– Turner nunca ganó premios cuando era estudiante -fue el único comentario de su madre sobre el tema.

– ¿Qué piensa hacer ahora Robin? -preguntó John.

– Se va a trasladar a un estudio en Pimlico, para poder continuar con su grupo. Es esencial cuando aún te estás haciendo un nombre.

John no tuvo que preguntar quién pagaría el alquiler mientras Robin «aún se estaba haciendo un nombre».

Cuando Robin invitó a John a ir a cenar, adujo la excusa de que debía volver a Birmingham. Los gorrones mostraron su decepción, hasta que John extrajo diez libras de su billetero.

Después de que Robin dejara la escuela, los dos hermanos se vieron en escasas ocasiones.


Unos cinco años después, cuando John fue invitado a pronunciar una conferencia en la CBI [4] de Londres, sobre los problemas que afrontaba la industria del automóvil, decidió hacer una visita sorpresa a su hermano e invitarle a cenar.

Cuando la conferencia finalizó, John tomó un taxi a Pimlico, de repente inquieto por el hecho de que no había avisado a Robin de que iría a verle.

Mientras subía la escalera hasta el último piso, empezó a sentirse todavía más aprensivo. Apretó el timbre, y cuando la puerta se abrió, tardó unos momentos en reconocer a su hermano. Sus ojos no daban crédito a la transformación sufrida en aquellos cinco años.

El cabello de Robín se había teñido de gris. Había bolsas bajo sus ojos, tenía la piel hinchada y moteada, y debía de haber engordado unos quince kilos.

– John -dijo-. Qué sorpresa. No tenía ni idea de que estabas en la ciudad. Entra.

Lo que más sorprendió a John cuando entró en el piso fue el olor. Al principio, se preguntó si podía ser la pintura, pero cuando paseó la vista a su alrededor, reparó en que los lienzos a medio terminar eran mucho menos numerosos que las botellas de vino vacías.

– ¿Estás preparando una exposición? -preguntó John, mientras contemplaba una de las obras inacabadas.

– No, no hay nada de momento -dijo Robin-. Mucho interés, por supuesto, pero nada definitivo. Ya sabes cómo son los marchantes de Londres.

– Para ser sincero, no -dijo John.

– Bien, has de estar de moda o ser un nuevo valor antes de que te ofrezcan un espacio. ¿Sabías que Van Gogh no vendió un solo cuadro en su vida?

Mientras cenaban en un restaurante cercano, John averiguó algo más sobre las excentricidades del mundo del arte, y lo que opinaban algunos críticos sobre la obra de Robin. Se quedó complacido al comprobar que su hermano no había perdido la confianza en sí mismo, o su convencimiento de que solo era cuestión de tiempo que su talento fuera reconocido.

El monólogo de Robin continuó durante toda la cena; solo al volver a su piso encontró John la ocasión de mencionar que se había enamorado de una chica llamada Susan, y que iban a casarse. Desde luego, Robin no había preguntado sobre sus progresos en Reynolds and Co., donde ahora era subdirector gerente.

Antes de que John se marchara a la estación, pagó las facturas pendientes de varias comidas sin pagar, y también entregó a su hermano un talón por cien libras, que ninguno de los dos se molestó en insinuar que era un préstamo. Las últimas palabras de Robin, mientras John subía a un taxi, fueron:

– Acabo de presentar dos cuadros en la Real Academia para la Exposición de Verano, y confío en que el comité seleccionador los aceptará, en cuyo caso has de venir a la inauguración.

En Euston, John entró en Menzies para comprar un periódico vespertino, y observó en lo alto de la pila de saldos un libro titulado Introducción al mundo del arte, desde Fra Angélico a Picasso. Cuando el tren salió de la estación, abrió la primera página, y cuando llegó a Caravaggio estaba entrando en New Street, Birmingham.

Oyó un golpecito en la ventanilla y vio que Susan le estaba sonriendo.

– Debe de ser un buen libro -comentó la muchacha, mientras se alejaban por el andén cogidos del brazo.

– Ya lo creo. Solo espero poder conseguir el segundo volumen.


Los dos hermanos se encontraron dos veces en el curso del año siguiente. La primera fue una triste ocasión, cuando asistieron al funeral de su madre. Después de terminado el funeral, volvieron a casa de Miriam para tomar el té, y Robin informó a su hermano de que la Academia había aceptado sus dos cuadros para la Exposición de Verano.

Tres meses más tarde, John se desplazó a Londres para asistir a la inauguración. Cuando atravesó los sagrados portales de la Academia por primera vez, había leído una docena de libros de arte, que abarcaban desde los inicios del Renacimiento al pop. Había visitado todas las galerías de Birmingham, y estaba impaciente por explorar las galerías de las callejuelas de Mayfair.

Mientras deambulaba por las espaciosas salas de la Academia, John decidió que había llegado el momento de invertir en su primer cuadro. «Escucha a los expertos, pero al final confía en tu ojo», había escrito Godfrey Barker en el Telegraph. Su ojo le dijo Bernard Dunstan, mientras los expertos sugerían William Russell Flint. Los ojos ganaron, porque el Dunstan le costó setenta y cinco libras, mientras que el Russell Flint más barato costaba seiscientas.

John fue de sala en sala en busca de los dos óleos de su hermano, pero sin la ayuda del librito azul de la Academia nunca los hubiera localizado. Los habían colgado en la galería central en la fila superior, casi tocando el techo. Observó que ninguno de los dos estaba vendido.

Después de recorrer la exposición dos veces y decidirse por el Dunstan, fue al mostrador de ventas y dio una paga y señal por los cuadros que deseaba. Consultó su reloj: faltaban unos minutos para las doce, la hora en que había quedado con su hermano.

Robin le dio un plantón de cuarenta minutos, y después, sin ni siquiera la insinuación de una disculpa, le guió por la exposición por tercera vez. Descartó a Dunstan y Russell Flint como pintores de sociedad, sin aclarar a quién consideraba bendecido por el talento. Robin no pudo ocultar su decepción cuando llegaron ante sus cuadros.

– ¿Qué posibilidades tengo de venderlos si están escondidos allí arriba? -dijo disgustado.

John intentó solidarizarse con él.

Mientras comían, ya tarde, John explicó a Robin las implicaciones del testamento de su madre, pues los abogados de la familia no habían conseguido obtener ninguna respuesta de las diversas cartas enviadas a la dirección del señor Robin Summers.

– Nunca abro sobres marrones, es una cuestión de principios -explicó Robin.

Bien, al menos esa no podía ser la razón de que Robin hubiera dejado de asistir a su boda, pensó John. Una vez más, volvió a los detalles del testamento de su madre.

– Las cláusulas son muy claras -dijo-. Te lo ha dejado todo a ti, a excepción de un cuadro.

– ¿Cuál? -preguntó de inmediato Robin.

– El que hiciste de ella cuando aún ibas al colegio.

– Es una de las mejores cosas que he hecho -dijo Robin-. Debe valer cincuenta libras, como mínimo, y siempre supuse que me lo dejaría a mí.

John extendió un talón por la cantidad de cincuenta libras. Cuando regresó a Birmingham aquella noche, no contó a Susan lo que había pagado por los dos cuadros. Colocó el Venecia de Dunstan en el salón, sobre la chimenea, y el de su madre en el estudio.


Cuando nació su primer hijo, John sugirió que Robin fuera uno de los padrinos.

– ¿Por qué? -preguntó Susan-. Ni siquiera se tomó la molestia de venir a nuestra boda.

John estuvo de acuerdo con el razonamiento de su mujer, y si bien Robin fue invitado al bautizo, ni contestó ni apareció, pese a que la invitación había sido enviada en un sobre blanco.


Unos dos años después, John recibió una invitación de la galería Crewe de Cork Street, para asistir a la esperada exposición en solitario de Robin. Resultó ser una exposición de dos artistas, y John habría comprado una obra del otro pintor, de no ser porque habría ofendido a su hermano.

De hecho, decidió adquirir un óleo que le gustaba, tomó nota del número, y a la mañana siguiente pidió a su secretaria que llamara a la galería y lo reservara a su nombre.

– Temo que el Peter Blake que quería fue vendido la noche de la inauguración -le informó la joven.

John frunció el ceño.

– ¿Puedes preguntar cuántos cuadros de Robin Summers han vendido?

La secretaria repitió la pregunta, tapó el auricular y dijo:

– Dos.

John frunció el ceño por segunda vez.

A la semana siguiente, John tuvo que regresar a Londres para representar a su empresa en la exposición de automóviles de Earls Court. Decidió dejarse caer por la galería Crewe para ver cómo iban las ventas de su hermano. Nada había cambiado. Solo dos puntos rojos en la pared, mientras Peter Blake casi lo había vendido todo.

John dejó la galería decepcionado por dos motivos diferentes, y se encaminó hacia Piccadilly. Casi pasó de largo, pero en cuanto reparó en el delicado color de sus mejillas y en su grácil figura, fue amor a primera vista. Estuvo un rato contemplándola, temeroso de que fuera demasiado cara.

Entró en la galería para inspeccionarla de cerca. Era menuda, delicada y exquisita.

– ¿Cuánto vale? -preguntó en voz baja, mirando a la mujer sentada tras la mesa de cristal.

– ¿El Vuillard? -preguntó ella.

John asintió.

– Mil doscientas libras.

Como en un sueño, sacó el talonario y escribió la cantidad que vaciaría su cuenta.

Colocó el Vuillard frente al Dunstan, y así empezó una historia de amor con varias damas pintadas de todo el mundo, aunque John nunca reveló a su esposa cuánto le costaban aquellas amantes enmarcadas.

Pese al cuadro ocasional colgado en algún oscuro rincón de la Exposición de Verano, Robin no hizo otra exposición en solitario durante varios años. En lo tocante a artistas cuyos lienzos no se venden, los marchantes suelen rechazar la opinión de que podrían representar una inteligente inversión, pues tal vez adquirirían fama después de muertos…, sobre todo porque, para entonces, los propietarios de las galerías también habrían muerto.

Cuando la invitación para la siguiente exposición en solitario de Robin llegó por fin, John sabía que no tenía otra alternativa que asistir a la inauguración.

En fecha reciente, John había comprado parte de Reynolds and Company. Como las ventas de coches aumentaban cada año en los setenta, así como la necesidad de ponerles ruedas, eso le permitió dedicarse a su nueva afición de coleccionista de arte. Había añadido hacía poco Bonnard, Dufy, Camoin y Luce a su colección, escuchando todavía el consejo de los expertos, pero confiando al final en el ojo.

John bajó del tren en Euston y dio al primer taxista de la cola la dirección a donde iba. El taxista se rascó la cabeza un momento, y luego arrancó en dirección al East End.

Cuando John entró en la galería, Robin corrió a recibirle con las siguientes palabras:

– Y aquí hay alguien que nunca ha dudado de mi verdadero talento.

John sonrió a su hermano, que le ofreció una copa de vino blanco.

John paseó la vista por la pequeña galería, y observó grupos de gente más interesada en beber vino mediocre que en pinturas mediocres. ¿Cuándo aprendería su hermano que la última cosa que se necesita en una inauguración son más artistas desconocidos, acompañados de los inevitables gorrones?

Robin le cogió del brazo y le guió de grupo en grupo, presentándole a gente que no habría podido permitirse comprar un marco, y mucho menos una tela.

Cuanto más se prolongaba la velada, más pena sentía John por su hermano, y en esta ocasión cayó de buen grado en la trampa de la cena. Acabó invitando a doce acompañantes de Robin, incluido el propietario de la galería, de quien John temía que no sacara otra cosa en limpio de la velada que una cena de tres platos.

– Oh, no -intentó tranquilizar a John-. Ya hemos vendido un par de cuadros, y mucha gente ha demostrado interés. La verdad es que la crítica nunca ha comprendido la obra de Robin, y creo que no hay nadie más consciente de ello que usted.

John miró con tristeza a los amigos de su hermano, que no paraban de añadir comentarios como «nunca ha recibido el reconocimiento merecido», «un talento poco apreciado» y «tendría que haber sido elegido para la Royal Academy hace años». Al oír esta sugerencia, un Robin tambaleante se levantó y afirmó:

– ¡Jamás! Seré como Henry Moore y David Hockney. Cuando llegue la invitación, la declinaré.

Más aplausos, seguidos por más libaciones del vino que John pagaba.

Cuando el reloj dio las once, John adujo la excusa de una reunión matutina. Se disculpó, pagó la cuenta y partió hacia el Savoy. En el asiento trasero del taxi, aceptó por fin algo que sospechaba desde hacía mucho tiempo: su hermano no poseía el menor talento.


Pasaron años antes de que John volviera a saber de Robin. Por lo visto, no había galerías en Londres que quisieran exponer sus obras, de modo que consideró un deber marchar al sur de Francia y sumarse a un grupo de amigos de igual talento e igualmente incomprendidos.

«Me hará renacer de nuevo -explicó en una insólita carta a su hermano-, una oportunidad de dar vía libre a mi verdadero talento, que ha sido constreñido demasiado tiempo por los pigmeos del arte oficial de Londres. Me pregunto si podrías…»

John transfirió cinco mil libras a una cuenta de Vence, para permitir que Robin emigrara a climas más cálidos.


La propuesta de fusión llegó para Reynolds and Co. como caída del cielo, aunque John siempre había aceptado que estaban en el punto de mira de las empresas automovilísticas japonesas que intentaban poner un pie en Europa. Pero hasta él se quedó sorprendido cuando sus mayores rivales de Alemania presentaron una contraoferta.

Vio que los valores de sus acciones subían cada día, y no aceptó que debía tomar una decisión hasta que Honda desbancó por fin a Mercedes. Optó por vender sus acciones y abandonar la empresa. Dijo a Susan que quería dar la vuelta al mundo, visitando solo las ciudades que poseían grandes galerías de arte. Primera parada, el Louvre, seguido del Prado, después los Uffizi, el Hermitage de San Petersburgo y al fin Nueva York, mientras los japoneses ponían ruedas a los coches.

John no se sorprendió al recibir una carta de Robin con matasellos francés, en la que le felicitaba por su buena suerte y le deseaba toda clase de éxitos en su jubilación, mientras señalaba que a él no le quedaba otro remedio que seguir luchando con la crítica hasta que recobrara la razón.

John transfirió otras diez mil libras a la cuenta de Vence.

John sufrió su primer ataque al corazón en Nueva York, mientras estaba admirando un Bellini de la colección Frick.

Aquella noche dijo a Susan, sentada junto a su cama, que daba gracias por haber visitado ya el Metropolitan y la Whitney.

El segundo infarto llegó cuando acababan de llegar a Warwickshire. Susan se sintió obligada a escribir a Robin al sur de Francia, para advertirle de que el diagnóstico de los médicos no era alentador.

Robin no contestó. Su hermano murió tres semanas después.


Al funeral asistieron todos los amigos y colegas de John, pero pocos reconocieron al hombre grueso que pidió sentarse en la primera fila. Susan y los chicos sabían muy bien para qué había hecho acto de aparición, y no era para dar el pésame.

– Prometió que no se olvidaría de mí en su testamento -dijo Robin a la afectada viuda, tan solo momentos después de haber abandonado el cementerio. Más tarde, se acercó a los dos hijos para comunicarles el mismo mensaje, aunque había tenido escaso contacto con ellos durante los últimos treinta años-. Vuestro padre era una de las pocas personas que comprendía mi verdadero talento.

Mientras tomaban el té en la casa, y en tanto los demás consolaban a la viuda, Robin paseó de habitación en habitación, estudiando los cuadros que su hermano había reunido a lo largo de los años.

– Una inversión astuta -aseguró al vicario-, aunque carecen de originalidad o pasión.

El vicario asintió por educación.

Cuando Robin fue presentado al abogado de la familia, preguntó de inmediato:

– ¿Cuándo espera anunciar los detalles del testamento?

– Aún no he hablado con la señora Summers de la lectura del testamento. Calculo que será a finales de la semana que viene.

Robin se hospedó en el pub local, y telefoneó al despacho del abogado todas las mañanas, hasta confirmar que anunciaría el contenido del testamento a las tres de la tarde del jueves siguiente.

Robin apareció en el despacho del abogado pocos minutos antes de las tres, la primera vez que llegaba pronto a una cita en años. Susan llegó poco después, acompañada de sus hijos, y los tres se sentaron al otro lado de la habitación sin saludarle.

Aunque el grueso de las posesiones de John Summers fue a parar a su mujer y a sus dos hijos, había dejado un legado especial para su hermano Robin.


A lo largo de mi vida tuve la suerte de reunir una colección de pinturas, algunas de las cuales poseen hoy un considerable valor. En el último inventario, había ochenta y una en total. Mi esposa Susan seleccionará veinte de su predilección, mis dos hijos, Nick y Chris, elegirán otras veinte cada uno, y mi hermano menor Robin recibirá las veintiuna restantes, que le permitirán llevar un estilo de vida digno de su talento.


Robin estaba henchido de satisfacción. Su hermano había ido a la tumba sin dudar de su verdadero talento.

Cuando el abogado terminó la lectura del testamento, Susan se levantó y cruzó la habitación para hablar con Robin.

– Elegiremos los cuadros que queremos conservar en el seno de la familia, y después, te enviaré los veintiún restantes a La Campana y el Pato.

Se volvió sin dar tiempo a Robin de contestar. Estúpida.mujer, pensó. Tan distinta de su hermano… No reconocería el auténtico talento ni que lo tuviera ante sus narices.

Mientras cenaba aquella noche en La Campana y el Pato, Robin empezó a hacer planes para gastar su recién conseguida fortuna. Después de haber consumido la mejor botella de clarete del hotelero, había tomado la decisión de que se limitaría a colocar un cuadro en Sotheby's y uno en Christie's cada seis meses, lo cual le permitiría llevar un estilo de vida digno de su talento, para citar las palabras exactas de su hermano.

Se retiró a la cama alrededor de las once, y se durmió pensando en Bonnard, Vuillard, Dufy, Camoin y Luce, y en lo que valdrían esas veintiuna obras de arte.

Aún estaba dormido como un tronco, a las diez de la mañana siguiente, cuando alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién es? -gruñó irritado, debajo de la manta.

– George, el portero del vestíbulo, señor. Hay una camioneta afuera. El conductor dice que no podrá entregar los artículos hasta que haya firmado el recibo.

– ¡No deje que se vaya! -gritó Robin.

Saltó de la cama por primera vez en años, se puso la camisa, pantalones y zapatos del día anterior, bajó corriendo la escalera y salió al patio.

Un hombre con mono azul, tablilla en mano, estaba apoyado contra una camioneta.

Robin avanzó hacia él.

– ¿Es usted el caballero que espera una entrega de veintiuna pinturas? -preguntó el conductor de la camioneta.

– Soy yo -dijo Robin-. ¿Dónde he de firmar?

– Aquí -indicó el chófer, mientras colocaba el pulgar bajo la palabra «firma».

Robin garrapateó su nombre a toda prisa, y luego siguió al conductor hasta la parte trasera de la camioneta. El hombre abrió las puertas. Robin se quedó sin habla.

Contempló el retrato de su madre, amontonado sobre otros veinte cuadros de Robin Summers, realizados entre 1951 y 1999.

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