UN ESFUERZO MALOGRADO

Todo empezó de una forma bastante inocente, cuando Henry Pascoe, primer secretario del Alto Comisionado británico para Aranga, recibió una llamada de Bill Paterson, el director del Barclays Bank. Fue un viernes a última hora de la tarde, y Henry supuso que Bill llamaba para proponer una partida de golf el sábado por la mañana, o tal vez una invitación para comer con él y su esposa Sue el domingo. Pero en cuanto oyó la voz al otro extremo de la línea, supo que la llamada era de naturaleza oficial.

– Cuando vengas a comprobar la cuenta de la Alta Comisión el lunes, descubrirás que vuestro crédito es más cuantioso de lo habitual.

– ¿Algún motivo en particular? -preguntó Henry, con su tono más formal.

– Muy sencillo, viejo amigo -dijo el director del banco-. El tipo de cambio ha revertido en vuestro favor de la noche a la mañana. Siempre lo hace cuando hay rumores de golpe de estado -añadió con indiferencia-. Llámame con toda libertad el lunes, si tienes alguna duda.

Henry no se molestó en preguntar a Bill si le apetecía jugar una partida de golf al día siguiente.

Fue la primera experiencia de Henry en lo tocante a golpes de estado rumoreados, y el tipo de cambio no fue lo único que contribuyó a un pésimo fin de semana. El viernes por la noche, el jefe del estado, el general Olangi, apareció en la televisión vestido de uniforme para advertir a los buenos ciudadanos de Aranga de que, debido a cierto malestar entre un pequeño grupo de disidentes del ejército, se había demostrado necesario imponer un toque de queda en la isla, pero confiaba en que no se prolongaría más de unos pocos días.

El sábado por la mañana, Henry sintonizó el Servicio Mundial de la BBC para averiguar qué estaba sucediendo en realidad en Aranga. El corresponsal de la BBC, Roger Parnell, siempre estaba mejor informado que la televisión y las emisoras de radio locales, que se limitaban a transmitir una advertencia a los ciudadanos de la isla cada pocos minutos, en el sentido de que no debían haraganear por las calles de día, porque si lo hacían serían detenidos. Y si eran lo bastante idiotas como para hacerlo de noche, serían fusilados.

Eso puso punto final a cualquier partida de golf el sábado, o la comida con Bill y Sue el domingo. Henry pasó un tranquilo fin de semana leyendo, contestando las cartas recibidas de Inglaterra y que dormían el sueño de los justos, liberando la nevera de comida caducada, y limpiando por fin aquellos rincones de su apartamento de soltero que la criada siempre parecía pasar por alto.

El lunes por la mañana dio la impresión de que el jefe del estado continuaba sano y salvo en su palacio. La BBC informó de que varios oficiales jóvenes habían sido arrestados, y se rumoreaba que uno o dos habían sido ejecutados. El general Olangi volvió a aparecer en la televisión para anunciar que el toque de queda se había levantado.

Cuando Henry llegó a su despacho aquella mañana, descubrió que Shirley, su secretaria (que había experimentado varios golpes de estado), ya había abierto el correo y lo había dejado sobre su escritorio. Había una pila clasificada «Urgente, se requiere intervención», una segunda pila más grande clasificada «Para considerar», y una tercera, la mayor de todas, clasificada «Mirar y tirar».

El itinerario de la inminente visita del subsecretario de estado británico de Asuntos Exteriores estaba encima de la pila de «Urgente, se requiere intervención», aunque el ministro solo visitaba St. George, la capital de Aranga, porque era una escala muy conveniente para repostar en su desplazamiento de vuelta a Londres, después de un viaje a Yakarta. Pocas personas se tomaban la molestia de visitar el diminuto protectorado de Aranga, a menos que les viniera de paso.

Este ministro en particular, el señor Will Whiting, conocido en Asuntos Exteriores como Will el Tonto, iba a ser sustituido, aseguraba el Times a sus lectores, en la siguiente remodelación del gabinete por alguien que sabía escribir sin separar las letras. No obstante, pensó Henry, como Whiting pernoctaba en la residencia del Alto Comisionado, esta sería su oportunidad de arrancar una decisión al ministro sobre el proyecto de la piscina. Henry estaba empeñado en empezar a trabajar en la nueva piscina, que tanto necesitaban los niños nativos. Había subrayado, en un largo informe a Asuntos Exteriores, que habían prometido el visto bueno cuando la princesa Margarita había visitado la isla cuatro años antes para colocar la primera piedra, pero temía que el proyecto se perdiera en el archivo de «pendientes» de Asuntos Exteriores, a menos que no dejara de machacar al respecto.

En la segunda pila de cartas estaba el estado de cuentas bancario prometido por Bill Paterson, el cual confirmaba que la cuenta externa de la Alta Comisión registraba mil ciento veintitrés koras más de lo que cabía esperar, debido al golpe de estado que nunca había tenido lugar el fin de semana. A Henry le interesaban poco los asuntos financieros del protectorado, pero como primer secretario era su deber contrafirmar cada cheque en nombre del gobierno de Su Majestad.

Solo había otra carta de cierta importancia en la pila de «Para considerar»: una invitación para pronunciar el discurso de respuesta de los invitados en la cena anual del Rotary Club, que se celebraba en noviembre. Cada año, un miembro de rango superior de la Alta Comisión se encargaba de esta tarea. Por lo visto, había llegado el turno de Henry. Rezongó, pero puso una marca en la esquina superior derecha de la carta.

Había las cartas habituales en «Mirar y tirar»: gente que enviaba ofertas gratuitas, circulares e invitaciones para acontecimientos a los que nadie acudía. Ni siquiera se molestó en echarles un vistazo, sino que devolvió su atención a la pila «Urgente», y empezó a examinar el programa del ministro.


27 de agosto

15.30: el señor Will Whiting, subsecretario de estado de Asuntos Exteriores, será recibido en el aeropuerto por el Alto Comisionado, sir David Fleming, y el primer secretario, el señor Henry Pascoe.

16.30: té en la Alta Comisión con el Alto Comisionado y lady Fleming.

18.00: visita al Queen Elizabeth College, donde el ministro entregará los premios de final de curso (se adjunta discurso).

19.00: cóctel en la Alta Comisión. Se calculan unos cien invitados (se adjuntan nombres).

20.00: cena con el general Olangi en los Cuarteles Victoria (se adjunta discurso).


Henry levantó la vista cuando su secretaria entró en el despacho.

– Shirley, ¿cuándo podré enseñar al ministro el emplazamiento de la nueva piscina? -preguntó-. No se menciona en el itinerario.

– He conseguido hacer un hueco de quince minutos mañana por la mañana, cuando el ministro se dirija al aeropuerto.

– Quince minutos para hablar de algo que afectará a las vidas de diez mil niños -dijo Henry, y bajó la vista de nuevo hacia el itinerario del ministro. Volvió la página.


28 de agosto

08.00: desayuno en la Residencia con el Alto Comisionado y principales representantes financieros del país (se adjunta discurso).

09.00: partida hacia el aeropuerto.

10.30: vuelo 0177 de la British Airways a Londres Heathrow.


– Ni siquiera consta en su agenda oficial -gruñó Henry, quien volvió a mirar a su secretaria.

– Lo sé -dijo Shirley-, pero el Alto Comisionado pensó que, como la visita del ministro es tan breve, debía concentrarse en las prioridades más importantes.

– Como el té con la esposa del Alto Comisionado -resopló Henry-. Asegúrate de que se siente a desayunar a tiempo, y de que el párrafo que te dicté el viernes sobre el futuro de la piscina esté incluido en el discurso. -Henry se levantó-. He examinado las cartas y las he marcado. Voy a ir a la ciudad, a ver en qué estado se encuentra el proyecto de la piscina.

– Por cierto -dijo Shirley-, Roger Parnell, el corresponsal de la BBC, acaba de llamar, pues quería saber si el ministro hará alguna declaración oficial cuando visite Aranga.

– Telefonéale y dile que sí, después le envías por fax el discurso que el ministro pronunciará durante el desayuno, y subraya el párrafo sobre la piscina.

Henry abandonó el despacho y subió a su pequeño Austin Mini. El sol caía de plano sobre su techo. Aun con las dos ventanillas bajadas, ya estaba cubierto de sudor cuando tan solo había recorrido unos cientos de metros. Algunos nativos le saludaron cuando reconocieron el Mini y al diplomático de Inglaterra que tan preocupado parecía por su bienestar.

Aparcó el coche al otro lado de la catedral, que habría sido descrita como una iglesia parroquial en Londres, y recorrió a pie los trescientos metros que distaba el emplazamiento de la futura piscina. Maldijo, como siempre que veía la parcela de tierra yerma. Los niños de Aranga contaban con muy pocas instalaciones deportivas: un campo de fútbol de tierra, que se transformaba en campo de criquet cada primero de mayo; un ayuntamiento que hacía las veces de pista de baloncesto cuando el consistorio no celebraba sesión; más una pista de tenis y un campo de golf en el Britannia Club, del que los nativos no podían ser socios, y donde no se permitía entrar a los niños… a menos que fuera para barrer la pista. En los Cuarteles Victoria, que distaban apenas un kilómetro, el ejército tenía un gimnasio y media docena de pistas de squash, pero solo tenían permiso para utilizarlos los oficiales y sus invitados.

Henry decidió en aquel mismo momento imponerse la misión de que la piscina quedara terminada antes de que Asuntos Exteriores le enviara a otro país. Utilizaría su discurso en el Rotary Club para animar a los miembros a entrar en acción. Debía convencerles de que adoptaran el proyecto de la piscina como la Caridad del Año, y persuadiría a Bill Paterson de que aceptara el cargo de presidente de la Petición. Al fin y al cabo, como director del banco y secretario del Rotary Club, era el candidato idóneo.

Pero antes estaba la visita del ministro. Henry empezó a meditar en los temas que le comentaría, y recordó que solo contaría con quince minutos para convencer al maldito hombre de que presionara a Asuntos Exteriores para recaudar más fondos.

Dio la vuelta para marcharse, y vio a un niño que estaba de pie en el borde del solar, intentando leer las palabras grabadas en la primera piedra: «Piscina de St. George. Esta primera piedra fue colocada por su Alteza Real la princesa Margarita el 12 de septiembre de 1987».

– ¿Esto es una piscina? -preguntó el niño con inocencia.

Henry se repitió las palabras mientras caminaba de vuelta a su coche, y tomó la decisión de incluirlas en su discurso al Rotary Club. Consultó su reloj, y pensó que aún tenía tiempo para pasarse por el Britannia Club, con la esperanza de que Bill Paterson estuviera comiendo allí. Cuando entró en el club, vio a Bill, sentado en su habitual taburete de la barra, leyendo un ejemplar atrasado del Financial Times.

Bill levantó la vista cuando Henry se acercó a la barra.

– ¿No tenías que ocuparte hoy de la visita del ministro?

– Su avión no toma tierra hasta las tres y media -dijo Henry-. He venido porque quería hablar contigo.

– ¿Necesitas algún consejo sobre cómo gastar el excedente conseguido con el tipo de cambio del viernes?

– No. Tendré que recaudar algo más si quiero poner en marcha el proyecto de la piscina.

Henry se fue del club veinte minutos después, tras haber arrancado la promesa a Bill de que presidiría el Comité de Petición, abriría una cuenta en el banco y preguntaría al director de la central de Londres si haría la primera donación.

Camino del aeropuerto, en el Rolls-Royce del Alto Comisionado, Henry refirió a sir David las últimas noticias sobre el proyecto de la piscina. El Alto Comisionado sonrió.

– Bien hecho, Henry -dijo-. Confiemos en que tengas tanta suerte con el ministro como con Bill Paterson.

Los dos hombres aguardaban en la pista del aeropuerto de St. George, con los dos metros de alfombra roja ya colocados, cuando el Boing 727 aterrizó. Como era raro que aterrizara más de un avión diario en St. George, y como solo había una pista, «Aeropuerto Internacional» era, en opinión de Henry, un término desacertado.

El ministro resultó ser un tipo bastante cordial, e insistió en que todos debían llamarle Will. Aseguró a sir David que había esperado con impaciencia el momento de visitar St. Edward.

– St. George, ministro -susurró en su oído el Alto Comisionado.

– Sí, por supuesto, St. George -contestó Will, sin ni siquiera ruborizarse.

En cuanto llegaron a la Alta Comisión, Henry dejó al ministro para que tomara el té con sir David y su esposa, y regresó a su despacho. Aunque el trayecto había sido muy breve, ya estaba convencido de que Will el Tonto no debía tener mucha influencia en Whitehall, pero eso no le impediría interceder por su caso. Al menos, el ministro había leído las notas informativas, porque le dijo que tenía muchas ganas de ver la nueva piscina.

– Aún no está empezada -le recordó Henry.

– Curioso -dijo el ministro-. Creía haber leído en alguna parte que la princesa Margarita la había inaugurado.

– No, solo puso la primera piedra, ministro, pero tal vez todo cambiará cuando el proyecto reciba la bendición de usted.

– Haré lo que pueda -prometió Will-, pero recuerde que nos han aconsejado realizar recortes presupuestarios en los fondos para ultramar.

Durante el cóctel de aquella noche, Henry no pudo decir otra cosa que «Buenas noches, ministro», pues el Alto Comisionado estaba decidido a presentar a Will a todos los invitados en menos de sesenta minutos. Cuando los dos marcharon para cenar con el general Olangi, Henry volvió a su despacho para repasar el discurso que el ministro pronunciaría en el desayuno de la mañana siguiente. Le satisfizo ver que el párrafo redactado por él sobre proyecto de la piscina se conservaba en el bordador final, de modo que constaría oficialmente. Repasó el reparto de asientos, para asegurarse de que le habían colocado junto al director del St. George's Echo. Así, podía estar seguro de que la siguiente edición del periódico destacaría el apoyo del gobierno británico al proyecto de la piscina.

Henry se levantó temprano a la mañana siguiente y estuvo entre los primeros en llegar a la residencia del Alto Comisionado. Aprovechó la oportunidad para informar a la mayoría de hombres de negocios presentes sobre la importancia que el gobierno británico concedía al proyecto de la piscina, y subrayó que el Barclays Bank había accedido a abrir el fondo con una generosa donación.

El ministro llegó al desayuno unos minutos tarde.

– Una llamada de Londres -explicó, de modo que no se sentaron a la mesa hasta las ocho y cuarto.

Henry ocupó su asiento junto al director del periódico local y esperó con impaciencia a que el ministro pronunciara su discurso.

Will se levantó a las ocho y cuarenta y siete minutos. Dedicó los cinco primeros minutos a hablar de las bananas, y dijo a continuación:

– Permítanme asegurarles que el gobierno de Su Majestad no ha olvidado el proyecto de la piscina que fue inaugurado por la princesa Margarita, y confiamos en hacer una declaración sobre sus progresos en un futuro cercano. Me complació saber por boca de sir David -miró a Bill Paterson, que estaba sentado frente a él- que el Rotary Club ha adoptado el proyecto como su Caridad del Año, y varios hombres de negocios locales ya han accedido generosamente a apoyar la causa.

Sus palabras fueron saludadas con una salva de aplausos, instigada por Henry.

Cuando el ministro volvió a sentarse, Henry entregó al director del periódico un sobre que contenía un artículo de mil palabras, junto con varias fotos del solar. Henry estaba convencido de que constituiría la doble página central del St. George's Echo de la semana siguiente.

Henry consultó su reloj cuando el ministro se sentó: las ocho y cincuenta y seis minutos. Muy justo. Cuando Will subió a su habitación, Henry empezó a pasear arriba y abajo del vestíbulo, consultando su reloj a cada minuto que pasaba.

El ministro subió al Rolls-Royce a las nueve y veinticuatro minutos, se volvió hacia Henry y dijo:

– Temo que me veré obligado a declinar el placer de visitar el solar de la piscina. No obstante -prometió-, tenga la seguridad de que leeré su informe en el avión, e informaré al ministro de Asuntos Exteriores en cuanto regrese a Londres.

Cuando el coche pasó a toda velocidad junto a un pedazo de terreno baldío, Henry señaló el solar al ministro. Will miró por la ventanilla.

– Espléndido, magnífico, maravilloso -dijo, pero no se comprometió en ningún momento a gastar ni un penique del gobierno.

– Haré denodados esfuerzos por convencer a los mandarines de Hacienda -fueron sus últimas palabras cuando subió al avión.

Henry no necesitaba que nadie le dijera que los «denodados esfuerzos» de Will no convencerían ni al funcionario más pardillo de Hacienda.

Una semana después, Henry recibió un fax de Asuntos Exteriores, detallando los cambios que el primer ministro había llevado a cabo en su última remodelación ministerial. Habían echado a Will Whiting, y su sustituto era alguien del que Henry nunca había oído hablar.


Henry estaba repasando su discurso al Rotary Club cuando el teléfono sonó. Era Bill Paterson.

– Henry, corren rumores de otro golpe de estado, de modo que me parece más prudente esperar hasta el viernes para cambiar las libras de la Alta Comisión en koras.

– Siempre confío en tu consejo, Bill. El mercado del dinero me sobrepasa. A propósito, ya tengo ganas de que llegue esta noche, cuando por fin contemos con la oportunidad de lanzar el proyecto.

El discurso de Henry fue bien recibido por los rotarianos, pero cuando descubrió el importe de las donaciones que algunos de sus miembros tenían en mente, temió que pasarían años antes de que el proyecto se terminara. Recordó que solo faltaban dieciocho meses para que lo destinaran a un nuevo puesto.

Fue en el coche, camino de su casa, cuando recordó las palabras de Bill en el Britannia Club. Una idea empezó a formarse en su mente.

Henry nunca se había interesado en los pagos trimestrales que el gobierno británico destinaba a la diminuta isla de Aranga. El ministerio de Asuntos Exteriores asignaba cinco millones de libras al año de su fondo de contingencia, y efectuaba cuatro pagos de un millón doscientas cincuenta mil libras, que eran transformadas automáticamente en koras al tipo de cambio en curso. En cuanto Bill Paterson informaba a Henry del tipo de cambio, el jefe de administración de la Alta Comisión se responsabilizaba de todos los pagos de la Comisión durante los siguientes tres meses. Eso estaba a punto de cambiar.

Henry permaneció despierto toda la noche, muy consciente de que carecía de los conocimientos y experiencia necesarios para llevar a cabo un proyecto tan osado, y de que debía adquirir los conocimientos requeridos sin que nadie sospechara lo que estaba tramando.

Cuando se levantó a la mañana siguiente, un plan empezaba a forjarse en su mente. Pasó el fin de semana en la biblioteca local, estudiando viejos ejemplares del Financial Times, y centró su atención en las causas de la fluctuación de tipos de cambio y en si seguían alguna pauta.

Durante los tres meses siguientes, en el club de golf, en las fiestas del Britannia Club, y siempre que se reunía con Bill, fue acumulando más y más información, hasta que al fin se sintió preparado para hacer su primer movimiento.

Cuando Bill llamó el lunes por la mañana para decir que había un pequeño excedente de veintidós mil ciento siete koras en la cuenta, debido a los rumores de un golpe de estado, Henry dio la orden de transferir el dinero a la cuenta de la piscina.

– Por lo general, lo transfiero al Fondo de Contingencia -objetó Bill.

– Hay una nueva directiva de Asuntos Exteriores, K14792 -dijo Henry-. Dice que los excedentes pueden utilizarse ahora en proyectos locales, si han sido aprobados por el ministro.

– Pero al ministro lo cesaron -recordó el director del banco al primer secretario.

– En efecto, pero mis superiores me han informado de que la orden aún se aplica.

De hecho, la directiva K14792 existía, había descubierto Henry, aunque dudaba de que Asuntos Exteriores tuviera piscinas en mente cuando la promulgó.

– Por mí, encantado -dijo Bill-. ¿Quién soy yo para contradecir una directiva de Asuntos Exteriores, sobre todo cuando lo único que he de hacer es transferir dinero de una cuenta de la Alta Comisión a otra, dentro del mismo banco?

El jefe de administración no hizo comentarios sobre ningún dinero extraviado durante la semana siguiente, pues había recibido el mismo número de koras que cabía esperar. Henry dio por sentado que se había salido con la suya.

Como no habría otro pago hasta dentro de tres meses, Henry tenía mucho tiempo para perfeccionar su plan. Durante el siguiente trimestre, algunos hombres de negocios nativos aportaron sus donaciones, pero Henry se dio cuenta enseguida de que, incluso con aquella inyección de dinero, solo podrían empezar a excavar. Tendría que aportar algo mucho más sustancioso si esperaba terminar con algo más que un agujero en el suelo.

Entonces, tuvo una idea en plena noche, pero para que el golpe personal de Henry fuera efectivo, debería calcular muy bien el momento preciso.

Cuando Roger Parnell, el corresponsal de la BBC, hizo su llamada semanal para preguntar si había alguna información, aparte del proyecto de la piscina, Henry preguntó si podía hablar con él de manera extraoficial.

– Por supuesto -dijo el corresponsal-. ¿De qué quieres hablar?

– El gobierno de Su Majestad está algo preocupado porque hace días que no se ve al general Olangi, y corren rumores de que su último chequeo médico descubrió que era seropositivo.

– Santo Dios -exclamó el hombre de la BBC-. ¿Tienes pruebas?

– No puedo afirmarlo -admitió Henry-, pero oí sin querer a su médico personal cuando fue un poco indiscreto con el Alto Comisionado. Aparte de eso, nada.

– Santo Dios -repitió el hombre de la BBC.

– Esto es estrictamente extraoficial, por supuesto. Si se descubriera que he sido yo el propagador del rumor, no podríamos volver a hablar nunca.

– Jamás revelo mis fuentes -le tranquilizó el corresponsal.

El reportaje de aquella noche en el Servicio Mundial fue vago y poco preciso. Sin embargo, al día siguiente, cuando Henry fue a la pista de golf, al Britannia Club y al banco, descubrió que la palabra «sida» estaba en todos los labios. Incluso el Alto Comisionado le preguntó si había oído los rumores.

– Sí, pero no me lo creo -dijo Henry sin sonrojarse.

La kora bajó un cuatro por ciento al día siguiente, y el general Olangi tuvo que aparecer en la televisión para asegurar a su pueblo que los rumores eran falsos, y estaban siendo propagados por sus enemigos. Todo lo que consiguió su aparición en televisión fue informar de los rumores a los pocos que aún no se habían enterado, y como parecía que el general había perdido un poco de peso, la kora bajo un dos por ciento más.

– Te ha ido bastante bien este mes -dijo Bill a Henry el lunes-. Después de esa falsa alarma sobre el sida de Olangi, pude transferir ciento dieciocho mil koras a la cuenta de la piscina, lo cual significa que mi comité podrá encargar a los arquitectos unos planos más detallados.

– Bien hecho -dijo Henry, cediendo a Bill las alabanzas por su golpe personal.

Colgó el teléfono, consciente de que no podía correr el riesgo de repetir la misma estratagema.

Pese a que los arquitectos trazaron los planos y se instaló una maqueta de la piscina en el despacho del Alto Comisionado, pasaron otros tres meses sin recibir otra cosa que pequeñas donaciones de los hombres de negocios nativos.


En circunstancias normales, Henry no habría visto el fax, pero estaba en el despacho del Alto Comisionado, repasando un discurso que sir David debía pronunciar en la convención anual de plantadores de bananas, cuando la secretaria del Alto Comisionado lo dejó sobre el escritorio. El Alto Comisionado frunció el ceño y apartó el discurso a un lado.

– No ha sido un buen año para las bananas -gruñó.

El ceño siguió fruncido mientras leía el fax. Lo pasó a su primer secretario.


A todas las embajadas y Altas Comisiones: el gobierno ha decidido que Inglaterra dejará de ser miembro del mecanismo de Tipos de Cambio. Se espera un anuncio oficial a última hora de hoy.


– Si las cosas van así, el ministro de Hacienda no acabará el día como tal -comentó sir David-. No obstante, el ministro de Asuntos Exteriores continuará en su puesto, de modo que no es nuestro problema. -Miró a Henry-. De todos modos, sería mejor que no hablaras del asunto durante un par de horas, al menos.

Henry asintió y dejó que el Alto Comisionado siguiera trabajando en su discurso. En cuanto hubo cerrado la puerta del despacho del Alto Comisionado, salió corriendo por el pasillo, la primera vez en dos años. En cuanto llegó a su escritorio, marcó un número que no necesitaba consultar.

– Bill Paterson al habla.

– Bill, ¿cuánto tenemos en el Fondo de Contingencia? -preguntó, como sin darle importancia.

– Concédeme un segundo y te lo diré. ¿Quieres que te llame?

– No, me espero -dijo Henry.

Vio que el segundero de su reloj describía un círculo casi completo antes de que el director del banco le hablara de nuevo.

– Algo más de un millón de libras -dijo Bill-. ¿Por qué lo quieres saber?

– Acabo de recibir instrucciones de Asuntos Exteriores de cambiar de inmediato todo el dinero disponible en marcos, francos suizos y dólares norteamericanos.

– Os cargarán una buena comisión por eso -dijo el director del banco, en un tono mucho más oficial-. Y si el tipo de cambio os fuera desfavorable…

– Soy consciente de las implicaciones -dijo Henry-, pero el telegrama de Londres no me deja otra alternativa.

– Muy bien -dijo Bill-. ¿El Alto Comisionado ha dado su aprobación?

– Acabo de salir de su despacho -dijo Henry.

– En ese caso, será mejor que ponga manos a la obra, ¿verdad?

Henry estuvo sudando veinte minutos en su despacho, pese al aire acondicionado, hasta que Bill volvió a llamar.

– Hemos convertido toda la cantidad en francos suizos, marcos y dólares norteamericanos, tal como dijiste. Te enviaré los detalles por la mañana.

– Sin copias, por favor -pidió Henry-. El Alto Comisionado insistió en que nadie del personal debía verlo.

– Lo comprendo muy bien, amigo mío -dijo Bill.

El ministro de Hacienda anunció la retirada de Inglaterra del mecanismo de Tipos de Cambio desde los escalones del ministerio a las siete y media de la tarde, en cuyo momento todos los bancos de St. George ya habían cerrado.

Henry se puso en contacto con Bill en cuanto los mercados abrieron a la mañana siguiente, y le dio instrucciones para que convirtiera los francos, marcos y dólares en libras esterlinas lo antes posible, y luego le informara del resultado.

Otros veinte minutos de sudores hasta que Bill llamó.

– Tenéis un beneficio de sesenta y cuatro mil trescientas doce libras. Si todas las embajadas del mundo han hecho el mismo ejercicio, el gobierno podrá bajar los impuestos antes de las próximas elecciones.

– Tienes toda la razón -dijo Henry-. Por cierto, ¿podrías convertir el superávit en koras, e ingresarlo en la cuenta de la piscina? Además, Bill, aseguré al Alto Comisionado que no volvería a hablarse más del asunto.

– Te doy mi palabra -contestó el director del banco.


Henry informó al director del St. George's Echo de que seguían llegando contribuciones para la piscina, gracias a la generosidad de los hombres de negocios nativos y de muchos ciudadanos. En verdad, las donaciones exteriores solo alcanzaban la mitad de lo recaudado hasta el momento.

Al cabo de un mes del segundo golpe de Henry, habían seleccionado un contratista de una breve lista de tres, y camiones, rasadoras y excavadoras se dirigieron al solar. Henry lo visitaba todos los días para observar los progresos. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Bill le recordara que, a menos que entraran más fondos, no podrían tomar en consideración su idea de un trampolín y casetas para un centenar de niños.

El St. George's Echo no dejaba de recordar a sus lectores el proyecto, pero al cabo de un año, todo el mundo que había podido dar algo ya lo había hecho. El goteo de donaciones se había secado casi por completo, y los ingresos obtenidos de ventas benéficas, rifas y reuniones sociales con fines benéficos eran insignificantes.

Henry empezó a temer que le enviarían a su nuevo puesto antes de que el proyecto estuviera finalizado, y que en cuanto abandonara la isla, Bill y su comité perderían el interés y el trabajo nunca se terminaría.

Henry y Bill visitaron el solar al día siguiente, y vieron un agujero en el suelo de cincuenta por veinte metros, rodeado de maquinaria pesada que llevaba días parada, y que pronto sería trasladada a otro solar.

– Será necesario un milagro para reunir fondos suficientes que permitan finalizar el proyecto, a menos que el gobierno cumpla su promesa por fin -comentó el primer secretario.

– Y el hecho de que la kora se haya mantenido estable durante los seis últimos meses no nos ha ayudado para nada -añadió Bill.

Henry empezó a desesperar.


El lunes siguiente, durante su reunión matinal con el Alto Comisionado, sir David dijo a Henry que tenía buenas noticias.

– No me diga. El gobierno ha cumplido por fin su promesa, y…

– No, nada tan asombroso ni mucho menos -rió sir David-. Pero estás en la lista para el ascenso del año que viene, y es probable que te concedan una Alta Comisión. -Hizo una pausa-. Me han dicho que van a quedar vacantes uno o dos puestos buenos, de modo que cruza los dedos. Por cierto, cuando mañana Carol y yo volvamos a Inglaterra para pasar las vacaciones, procura mantener a Aranga alejado de las primeras planas, es decir, si quieres ir a las Bermudas antes que a las islas Ascensión.

Henry volvió a su despacho y empezó a investigar la prensa matutina con su secretaria. En la pila de «Urgente, se requiere intervención» había una invitación para acompañar al general Olangi a su pueblo natal. Era un rito que el presidente celebraba cada año para demostrar al pueblo que no olvidaba sus raíces. En circunstancias normales, el Alto Comisionado le habría acompañado, pero como estaría en Inglaterra, el primer secretario asistiría en representación suya. Henry se preguntó si sir David lo había organizado a posta.

De la pila de «Para considerar», Henry tuvo que decidir entre acompañar a un grupo de hombres de negocios en una gira de investigación bananera por la isla o dirigirse a la Sociedad Política de St. George sobre el futuro del euro. Puso una marca en la carta de los hombres de negocios y escribió una nota a la Sociedad Política, en la que sugería que el tesorero era la persona idónea para hablar sobre el euro.

Después dedicó su atención a la pila de «Mirar y tirar». Una carta de la señora Davidson, donando veinticinco koras para el fondo de la piscina; una invitación a la tómbola de la iglesia el viernes; y un recordatorio de que el domingo Bill cumplía cincuenta años.

– ¿Algo más? -preguntó Henry.

– Solo una nota de la oficina del Alto Comisionado, sugiriendo que en su viaje a las montañas con el presidente se lleve una caja de agua mineral, algunas tabletas contra la malaria y un teléfono móvil. De lo contrario, podría deshidratarse, padecer fiebres y quedarse sin contacto con el mundo exterior durante todo el viaje.

Henry rió.

– Sí, sí y sí -dijo, mientras el teléfono de su escritorio sonaba.

Era Bill, quien le advirtió de que el banco ya no podía pagar cheques de la cuenta de la piscina, pues no quedaban apenas fondos desde hacía más de un mes.

– No hace falta que me lo recuerdes -dijo Henry, mientras contemplaba el cheque por veinticinco koras de la señora Davidson.

– Temo que los contratistas han abandonado el solar, pues no pudimos cubrir el pago de la siguiente fase. Más aún, vuestro pago trimestral de un millón doscientas cincuenta mil libras no producirá ningún superávit, mientras el presidente tenga un aspecto tan saludable.

– Felices cincuenta el sábado, Bill -dijo Henry.

– No me lo recuerdes -contestó el director del banco-. Ahora que lo dices, espero que vengas a celebrar lo con Sue y conmigo por la noche.

– Allí estaré -dijo Henry-, Nada me lo impedirá.


Aquella noche, Henry empezó a tomar sus tabletas contra la malaria cada noche antes de acostarse. El jueves, el supermercado local le envió una caja de botellas de agua mineral. El viernes por la mañana, su secretaria le entregó un teléfono móvil justo antes de marchar. Hasta comprobó que conocía su funcionamiento.

A las nueve en punto, Henry abandonó su despacho y se acercó en su Mini a los Cuarteles Victoria, tras haber prometido a su secretaria que se pondría en contacto con ella en cuanto llegaran al pueblo del general Olangi. Aparcó su coche en el recinto y le escoltaron hasta un Mercedes, adornado con la bandera británica, que aguardaba cerca de la cola de la caravana de automóviles. A las nueve y media, el presidente salió de su palacio y caminó hacia el Rolls-Royce de techo descubierto que encabezaba la comitiva. Henry pensó que nunca había visto al general con un aspecto más saludable.

Una guardia de honor se puso firmes y presentó armas cuando la comitiva salió del recinto. Mientras atravesaban poco a poco St. George, las calles estaban flanqueadas de niños que agitaban banderas, entregadas en las escuelas el día anterior para que vitorearan a su líder al partir en el largo viaje hacia su pueblo natal.

Henry se acomodó para el viaje de cinco horas montaña arriba, dormitó de vez en cuando, pero le despertaban con brusquedad cada vez que atravesaban un pueblo, donde se repetían los vítores rituales de los niños provistos de banderitas.

A mediodía, la caravana se detuvo en una aldea de la montaña, donde los habitantes habían preparado la comida para el honorable invitado. Una hora después, volvieron a ponerse en marcha. Henry temió que los miembros de la tribu hubieran sacrificado la mejor parte de sus reservas alimentarias invernales en las legiones de soldados y funcionarios que acompañaban al presidente en su peregrinaje.

Cuando la comitiva se puso en marcha de nuevo, Henry se sumió en un sueño profundo y empezó a soñar con las Bermudas, donde, confiaba, no sería necesario construir ninguna piscina.

Despertó sobresaltado. Creía haber oído un disparo. ¿Lo habría soñado? Alzó la vista y vio que su conductor saltaba del coche y se precipitaba hacia el interior de la espesa selva. Henry abrió con calma la puerta trasera, salió de la limusina y, al ver que se había producido un alboroto delante de él, decidió ir a investigar. Había caminado tan solo unos pasos, cuando se topó con la enorme figura del presidente, desplomado inmóvil en un charco de sangre a un lado de la carretera, rodeado de soldados. Se volvieron de repente y, cuando vieron al representante del Alto Comisionado, alzaron los rifles.

– ¡Armas al hombro! -dijo una voz autoritaria-. Intenten recordar que no somos unos salvajes. -Un capitán del ejército vestido con elegancia se adelantó y saludó militarmente-. Lamento las inconveniencias que haya podido sufrir, primer secretario -dijo, con un fuerte acento de Sandhurst-, [8]pero le aseguro que no deseamos hacerle ningún daño.

Henry no hizo comentarios, sino que continuó mirando al presidente muerto.

– Como puede ver, señor Pascoe, el fallecido presidente ha sufrido un trágico accidente -continuó el capitán-. Nos quedaremos con él hasta que haya sido enterrado con todos los honores en el pueblo donde nació. Estoy seguro de que él lo habría deseado así.

Henry miró el cuerpo postrado, y lo dudó.

– ¿Puedo sugerirle, señor Pascoe, que regrese a la capital de inmediato e informe de lo sucedido a sus superiores?

Henry guardó silencio.

– Tal vez quiera decirles también que el nuevo presidente es el coronel Narango.

Henry tampoco dio su opinión. Comprendió que su primer deber era enviar un mensaje a Asuntos Exteriores lo antes posible. Cabeceó en dirección al capitán y empezó a caminar con parsimonia hacia su coche, ahora desprovisto de chófer.

Se sentó detrás del volante, aliviado al ver que las llaves seguían puestas. Encendió el motor, dio media vuelta y empezó el largo camino de regreso por la carretera sinuosa hasta la capital. Sería de noche cuando llegara a St. George.

Después de recorrer unos tres kilómetros y estar seguro de que nadie le seguía, paró el coche a un lado de la carretera, sacó el teléfono móvil y marcó el número de su despacho.

Su secretaria contestó.

– Me alegro mucho de que haya telefoneado -dijo Shirley-. Han sucedido muchas cosas esta tarde, pero antes de todo, la señora Davidson acaba de llamar para decir que la tómbola de la iglesia podría recaudar hasta doscientas koras, y si podría pasarse usted por allí cuando vuelva, para entregarle el cheque. A propósito -añadió Shirley antes de que Henry pudiera hablar-, ya nos hemos enterado de la noticia.

– Sí, por eso llamaba -dijo Henry-. Hemos de ponernos en contacto con Asuntos Exteriores lo antes posible.

– Ya lo he hecho -dijo Shirley.

– ¿Qué les has dicho?

– Que usted estaba con el presidente en un asunto oficial, y que se pondría en contacto con ellos nada más llegar, Alto Comisionado.

– ¿Alto Comisionado? -preguntó Henry.

– Sí, ya es oficial. Supongo que ha llamado por eso. Su nuevo puesto. Felicidades.

– Gracias -dijo Henry como si tal cosa, sin preguntar siquiera adonde le habían destinado-. ¿Alguna otra noticia?

– Poca cosa más. La típica tranquilidad del viernes por la tarde. De hecho, me estaba preguntando si podría irme a casa un poco antes. Prometí a Sue Paterson que la ayudaría a preparar la celebración del cincuenta cumpleaños de su marido.

– Sí, cómo no -dijo Henry, que intentaba conservar la calma-. Informe a la señora Davidson de que procuraré pasarme por la tómbola. Doscientas koras podrían ser decisivas.

– A propósito -dijo Shirley-, ¿cómo está el presidente?

– A punto de participar en una ceremonia de remover la tierra -dijo Henry-, de modo que será mejor que la deje.

Henry tocó el botón rojo y tecleó de inmediato otro número.

– Bill Paterson al habla.

– Bill, soy Henry. ¿Has cambiado ya nuestro cheque trimestral?

– Sí, hará una hora. Conseguí el mejor cambio que pude, pero temo que la kora siempre se fortalece cuando el presidente realiza su viaje oficial de vuelta a su pueblo de nacimiento.

«Y de muerte», quiso añadir Henry, pero se limitó a decir:

– Quiero que conviertas toda la cantidad en libras.

– Debo advertirte en contra de esa idea -dijo Bill-. La kora se ha fortalecido más durante la pasada hora. En cualquier caso, tal decisión debería ser autorizada por el Alto Comisionado.

– El Alto Comisionado se encuentra en Dorset, pasando sus vacaciones anuales. En su ausencia, soy el diplomático de mayor rango, al mando de la misión.

– Es posible -repuso Bill-, pero de todos modos he de hacer un completo informe para que el Alto Comisionado lo estudie a su regreso.

– No esperaría menos de ti, Bill -dijo Henry.

– ¿Estás seguro de lo que haces, Henry?

– Sé muy bien lo que hago -fue la respuesta inmediata-. Y ahora que lo dices, también quiero que las koras depositadas en el Fondo de Contingencia sean convertidas en libras.

– No estoy seguro… -empezó Bill.

– Señor Paterson, no debo recordarle que hay otros bancos en St. George, que durante años han manifestado su interés por agenciarse la cuenta del gobierno británico.

– Cumpliré sus órdenes al pie de la letra, primer secretario -replicó el director del banco-, pero desearía que constara en acta mi desacuerdo.

– Aun así, deseo que esta transacción sea llevada a cabo antes del cierre del banco -dijo Henry-. ¿Me he expresado con claridad?

– Perfectamente -dijo Bill.

Henry tardó cuatro horas más en llegar a la capital. Como todas las calles de St. George estaban vacías, supuso que la noticia de la muerte del presidente ya habría sido anunciada, y que se había impuesto el toque de queda. Le detuvieron en varios controles (agradeció el hecho de que la bandera británica ondeara en el capó) y le ordenaron que volviera a casa de inmediato. Lo cual significaba que no tendría que pasar por la tómbola de la señora Davidson para recoger el cheque de doscientas koras.

En cuanto Henry llegó a casa, encendió la televisión, y vio que el presidente Narango, vestido de uniforme, se dirigía a su pueblo.

– Tengan la seguridad, amigos míos -estaba diciendo-, de que no hay nada que temer. Es mi intención levantar el toque de queda lo antes posible. Pero hasta entonces, no salgan a las calles, pues el ejército ha recibido órdenes de tirar a matar.

Henry abrió una lata de judías estofadas y no salió de casa en todo el fin de semana. Lamentó faltar al cumpleaños de Bill, pero creyó que, en conjunto, era lo mejor.


Su Alteza Real la princesa Margarita inauguró la nueva piscina de St. George en su viaje de regreso de los Juegos de la Commonwealth, celebrados en Kuala Lumpur. En su discurso desde el borde de la piscina, dijo que estaba impresionada por el altísimo trampolín y por las modernas casetas.

Destacó el trabajo del Rotary Club y les felicitó por el liderazgo que habían demostrado durante toda la campaña, en particular el presidente, el señor Bill Paterson, que había recibido la Orden del Imperio Británico por sus servicios, con motivo del cumpleaños de la reina.

Por desgracia, Henry Pascoe no estuvo presente en la ceremonia, pues había ocupado recientemente su puesto de Alto Comisionado en las Ascensión, un grupo de islas que no están de paso a ningún sitio.

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