ENTRE DOS FUEGOS

– Hay un problema que aún no he abordado -dijo Billy Gibson-. Pero antes, permite que vuelva a llenar tu vaso.

Durante la última hora, los dos hombres habían estado sentados en un rincón del King William Arms, comentando los problemas de dirigir una comisaría de policía en la frontera de Irlanda del Norte con el Eire. Billy Gibson estaba a punto de jubilarse después de treinta años en el cuerpo, los últimos seis como jefe de policía. Su sucesor, Jim Hogan, había venido de Belfast, y se decía que, si hacía un buen trabajo, su siguiente cargo sería el de jefe de policía de Irlanda del Norte.

Billy tomó un largo sorbo y se reclinó en su silla antes de empezar su historia.

– Nadie puede estar muy seguro de la verdad sobre la casa que se alza justo en medio de la frontera, pero como en todas las buenas historias irlandesas, siempre hay verdades a medias circulando en todo momento. He de hablarte un poco sobre la historia de la casa antes de abordar el problema que tengo con sus actuales propietarios. Con este fin, debo mencionar, siquiera de pasada, a un tal Patrick O'Dowd, que trabajaba en el departamento de planificación del ayuntamiento de Belfast.

– Un nido de víboras, en su mejor momento -comentó el nuevo jefe.

– Y aquellos no eran los mejores momentos -dijo el jefe que estaba a punto de jubilarse, antes de tomar otro sorbo de Guinnes.

Una vez saciada su sed, continuó su relato.

– Nadie ha comprendido nunca por qué O'Dowd concedió el permiso para construir una casa en la frontera, para empezar. Hasta que estuvo terminada nadie del departamento de impuestos municipales de Dublín consiguió un plano catastral y señaló a las autoridades de Belfast que la frontera pasaba por el centro de la sala de estar. Algunos ex presidiarios dicen que el constructor local interpretó mal los planos, pero otros me aseguran que sabía muy bien lo que estaba haciendo.

»En aquella época, a nadie le importó mucho, porque el hombre para el que construyeron la casa, Bertie O'Flynn, un viudo, era un hombre temeroso de Dios que asistía a misa en St. Mary's, en el sur, y bebía su Guinnes en el Volunteer del norte. Creo que vale la pena mencionar -dijo el jefe- que Bertie carecía de ideales políticos.

»Dublín y Belfast consiguieron llegar a un peculiar compromiso y acordaron que, como la puerta principal de la casa estaba en el norte, Bertie pagaría sus impuestos a la Corona, pero como la cocina y el pequeño terreno del jardín estaban en el sur, pagaría sus impuestos municipales al ayuntamiento del otro lado de la frontera. Este acuerdo no causó dificultades durante años, hasta que el viejo Bertie abandonó esta vida y legó la casa a su hijo, Eamonn. Para abreviar una larga historia, Eamonn era, es y siempre será un mal bicho.

»Habían enviado al chico a una escuela del norte, aunque asistía a la iglesia en el sur, y mostraba escaso interés en ambas. De hecho, a la edad de once años, lo único que no sabía del contrabando era deletrear la palabra correctamente. Cuando cumplió trece años, compraba cartones de cigarrillos en el norte y los cambiaba por cajas de Guinnes en el sur. A la edad de quince años, ganaba más dinero que el director de su colegio, y cuando dejó la escuela ya dirigía un floreciente negocio, consistente en importar licores y vino del sur, y exportar cannabis y condones del norte.

»Siempre que su oficial de libertad vigilada llamaba a la puerta principal del norte, el chico se recluía en la cocina del sur. Si veía a la guardia local subir por el camino de acceso, Eamonn desaparecía en el comedor, y se quedaba allí hasta que los guardias se aburrían y desaparecían. Bertie, que siempre terminaba abriendo la puerta, se cansó del juego, y creo que ese fue el motivo de que su fantasma nunca hiciera acto de aparición.

Bien, cuando fui nombrado jefe de policía hace seis años, decidí convertir en mi ambición personal meter entre rejas a Eamonn O'Flynn. Pero con los problemas de vigilar la frontera, además de los otros deberes de la policía, la verdad es que nunca me dediqué a ello. Incluso había empezado a hacer la vista gorda, hasta que O'Flynn conoció a Maggie Crann, una famosa prostituta del sur, quien quería extender su negocio al norte. Una casa con cuatro dormitorios en la primera planta, dos a cada lado de la frontera, parecía ser la respuesta a sus oraciones, aunque de vez en cuando uno de sus clientes semidesnudo tuviera que trasladarse de un lado de la casa a otro a toda prisa, para evitar que le detuvieran.

Cuando los problemas se intensificaron, mi colega del sur de la frontera y yo decidimos declarar la casa como una zona «intocable», hasta que Eamonn abrió un casino en el sur en un nuevo invernadero que jamás albergó una flor (permiso de construcción concedido por Dublín), con la oficina del cajero situada en un garaje recién construido, capaz de albergar una flota de autobuses, pero que todavía no ha alojado ni un solo vehículo (permiso de construcción concedido por Belfast).

– ¿Por qué no te opusiste al permiso de construcción? -preguntó Hogan.

– Lo hicimos, pero pronto quedó claro que Maggie tenía clientes en ambos departamentos. -Billy suspiró-. Pero el golpe definitivo llegó cuando la tierra de labranza que rodeaba la casa salió a la venta. Nadie fue a echar un vistazo, y O'Flynn terminó con treinta hectáreas de terreno en su posesión, en las cuales apostó vigilantes. Esto le concede tiempo más que suficiente para trasladar cualquier prueba acusadora de un lado de la casa al otro, mucho antes de que podamos llegar a la puerta principal.

Los vasos estaban vacíos.

– Mi ronda -dijo el hombre más joven.

Fue a la barra y pidió dos pintas más.

Cuando volvió, hizo su siguiente pregunta antes incluso de que los vasos tocaran la madera de la mesa.

– ¿Por qué no has pedido una orden de registro? Con la cantidad de leyes que estará violando, ya habrías podido cerrarle el chiringuito hace años.

– Estoy de acuerdo -dijo el jefe-, pero siempre que pido una orden, él es el primero en enterarse. Cuando llegamos, lo único que encontramos es a una pareja felizmente casada que vive sola en una pacífica granja.

– ¿Y tu colega del sur? Debe de interesarle trabajar contigo y…

– Sería lo normal, ¿no? Pero se han sucedido cinco durante los últimos siete años, y debido a que no quieren poner en peligro sus posibles ascensos, su deseo de una vida fácil, y los sobornos que reciben, ninguno de ellos ha querido colaborar. El actual jefe de la Garda se jubila dentro de pocos meses y no hará nada que ponga en peligro su pensión. No -continuó Billy-, lo mires por donde lo mires, he fracasado. Y te aseguro, al contrario que mi colega del sur, que si pudiera quitar de en medio a Eamonn O'Flynn de una vez por todas, no me importaría renunciar a mi pensión.

– Bien, aún te quedan seis semanas, y después de todo lo que me has contado, sería un alivio para mí deshacerme de O'Flynn antes de asumir el mando. Vamos a ver si encontramos una solución para nuestros problemas.

– Accedería a todo, salvo al asesinato, y no creas que no me ha pasado por la cabeza.

Jim Hogan rió y consultó su reloj.

– He de volver a Belfast.

El viejo jefe asintió, vació su Guinnes y acompañó a su colega hasta el aparcamiento, situado en la parte posterior del pub. Hogan no volvió a hablar hasta que estuvo sentado tras el volante de su coche. Encendió el motor y bajó la ventanilla.

– ¿Vas a celebrar una fiesta de despedida?

– Sí -dijo el jefe-. El sábado antes de jubilarme. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque siempre he opinado que una fiesta de despedida es una excelente ocasión para echar pelillos a la mar -contestó Jim, sin más explicaciones.

El jefe puso una expresión de perplejidad, mientras Jim salía del aparcamiento, giraba a la derecha y se dirigía al norte, hacia Belfast.


Eamonn O'Flynn se quedó sorprendido cuando recibió la invitación, pues no había esperado constar en la lista de invitados del jefe de policía.

Maggie estudió la tarjeta repujada en que se les invitaba a la fiesta de despedida del jefe Gibson en el Queen's Arms de Ballyroney.

– ¿Vas a aceptar? -preguntó la mujer.

– No sé para qué -contestó Eamonn-, considerando que ese viejo bastardo ha pasado los seis últimos años intentando meterme entre rejas.

– Tal vez es su forma de enterrar el hacha de guerra -sugirió Maggie.

– Sí, en mitad de mi espalda, diría yo. En cualquier caso, no querrás que te vean entre esa gente.

– Por una vez, te equivocas -dijo Maggie.

– ¿Por qué?

– Porque me divertiría ver las caras de las esposas de esos concejales, por no hablar de los agentes de policía, con quienes me he encamado.

– Pero podría ser una trampa.

– No se me ocurre por qué -repuso Maggie-, cuando sabemos con toda seguridad que los del sur no nos darán problemas, y todos los que puedan del norte acudirán a la fiesta.

– Lo cual no les impediría irrumpir en casa mientras estábamos fuera.

– Se llevarían una gran decepción -dijo Maggie-, cuando descubrieran que al personal se le había concedido la noche libre, y no había nadie más en la casa que dos ciudadanos decentes y respetuosos de la ley.

Eamonn siguió escéptico, y hasta que Maggie llegó de Dublín con un vestido nuevo, con el que quería que todo el mundo la viera, no se rindió y accedió a acompañarla a la fiesta.

– Pero no nos quedaremos más de una hora, y es mi última palabra sobre el tema -la advirtió.


Cuando salieron de casa la noche de la fiesta, Eamonn comprobó que todas las ventanas y puertas estaban cerradas con llave y luego conectó la alarma. Después, condujo el coche poco a poco por el perímetro de la propiedad y advirtió a todos los guardias de que estuvieran especialmente atentos, y le llamaran al móvil si veían algo sospechoso, fuera lo que fuera.

Maggie, que se estaba retocando el pelo en el espejo retrovisor, le dijo que si se demoraba más llegarían cuando la fiesta ya hubiera terminado.

Cuando entraron en el salón de baile del Queen's Arms media hora más tarde, Billy Gibson pareció muy complacido de verlos, lo cual acrecentó todavía más las sospechas de Eamonn.

– Creo que aún no conoces a mi sucesor -dijo el jefe, antes de presentar a Eamonn y Maggie a Jim Hogan-. Pero estoy seguro de que ya conoces su reputación.

Eamonn conocía demasiado bien su reputación y quiso volver a casa de inmediato, pero alguien dejó en su mano una pinta de Guinnes, y un joven agente preguntó a Maggie si quería bailar.

Mientras ella bailaba, Eamonn paseó la vista por la sala, por si veía a algún conocido. Demasiados, concluyó, y pensó que sería incapaz de esperar a que pasara una hora para volver a casa. Pero entonces sus ojos se posaron en Mick Burke, un carterista local que estaba sirviendo detrás de la barra. Eamonn se quedó sorprendido de que, con el historial de Mick, le hubieran dejado entrar. Bien, al menos había encontrado a alguien con quien charlar.

Cuando la orquesta dejó de tocar, Maggie se sumó a la cola de la comida y llenó un plato con salmón y patatas nuevas. Se lo entregó a Eamonn, quien por unos minutos casi dio la impresión de estar divirtiéndose. Después de un segundo plato, empezó a intercambiar anécdotas con uno o dos miembros de la Garda, que parecían pendientes de todas sus palabras.

Pero en cuanto Eamonn oyó que daban las once en el reloj de la sala de baile, tuvo ganas de escapar.

– Ni siquiera Cenicienta se fue del baile antes de las doce -le dijo Maggie-. En cualquier caso, sería una grosería marcharse justo cuando el jefe está a punto de pronunciar su discurso de despedida.

El maestro de ceremonias golpeó con su mazo y pidió silencio. Una cálida salva de aplausos recibió a Billy Gibson cuando se adelantó para situarse ante el micrófono. Dejó su discurso sobre el atril y sonrió a los congregados.

– Amigos míos -empezó-, por no hablar de uno o dos contrincantes. -Levantó su copa en dirección a Eamonn, satisfecho al ver que aún seguía entre ellos-. Comparezco ante vosotros esta noche con el corazón dolorido, consciente de lo mucho que os debo a todos. -Hizo una pausa-. Y me refiero a todos sin excepción.

Vítores y aplausos siguieron a estos comentarios, y Maggie se alegró al ver que Eamonn se unía a las carcajadas.

– Recuerdo bien el día que entré en el cuerpo. En aquellos tiempos, las cosas estaban muy duras.

Siguieron más vítores y silbidos estridentes de los más jóvenes. El tumulto se desvaneció cuando el jefe continuó su discurso, pues nadie deseaba negarle la oportunidad de rememorar viejas anécdotas en su fiesta de despedida.

Eamonn aún estaba lo bastante sobrio para observar al joven agente que entraba en la sala, con una expresión angustiada en la cara. Se encaminó a toda prisa hacia el escenario, y aunque no se sintió capaz de interrumpir el discurso de Billy, obedeció las instrucciones del señor Hogan y dejó una nota en mitad del atril.

Eamonn buscó el móvil de inmediato, pero no lo encontró en ninguno de sus bolsillos. Habría jurado que lo llevaba encima al llegar.

– Cuando a medianoche entregue mi placa… -dijo Billy, mientras bajaba la vista hacia su discurso y veía la nota que le habían dejado delante. Hizo una pausa y se ajustó las gafas, como si intentara calibrar el significado del mensaje. Después, frunció el ceño y miró a sus invitados-. Debo pediros disculpas, amigos míos, pero parece que se ha producido un incidente en la frontera que requiere mi atención personal. No me queda otro remedio que irme ahora mismo, y pido a todos los oficiales que se reúnan conmigo afuera. Espero que nuestros invitados continúen disfrutando de la fiesta, con la seguridad de que volveremos en cuanto hayamos solucionado el problemilla.

Solo una persona llegó a la puerta antes que el jefe, y ya estaba saliendo del aparcamiento antes de que Maggie se diera cuenta de que había abandonado la sala. Sin embargo, el jefe, con la sirena a toda pastilla, todavía consiguió adelantar a Eamonn cuando faltaban tres kilómetros para la frontera.

– ¿Le hago parar por exceso de velocidad? -preguntó el chófer del jefe.

– No, mejor que no -dijo Billy Gibson-. ¿De qué serviría toda esta representación si el actor principal no pudiera hacer su entrada gloriosa?

Cuando Eamonn frenó su coche en el límite de su propiedad, unos minutos después, la encontró rodeada por una gruesa cinta azul y blanca que anunciaba: PELIGRO. NO ENTRAR.

Saltó del coche y corrió hacia el jefe, al que estaban informando un grupo de agentes.

– ¿Qué coño está pasando? -preguntó Eamonn.

– Ah, Eamonn, me alegro de que hayas conseguido llegar. Estaba a punto de llamarte, por si aún estabas en la fiesta. Al parecer, hace más p menos una hora vieron a una patrulla del IRA en tus tierras.

– De hecho, aún no lo han confirmado -dijo un joven agente, que estaba escuchando con mucha atención a alguien por un teléfono móvil-. Informes contradictorios procedentes de Ballyroney sugieren que podrían ser paramilitares lealistas.

– Bien, sean quienes sean, mi interés primordial ha de ser la protección de vidas y propiedades, y con ese objetivo he enviado a los artificieros para comprobar que Maggie y tú podéis volver a casa sin el menor peligro.

– Eso es una chorrada, Billy Gibson, y lo sabes muy bien -dijo Eamonn-. Te ordeno que salgas de mis tierras, antes de que mis hombres te echen por la fuerza.

– Bien, no es tan sencillo -dijo el jefe-. Acabo de recibir un mensaje de los artificieros, anunciando que ya han entrado en tu casa. Te tranquilizará saber que no han encontrado a nadie, pero están muy preocupados porque han descubierto un paquete no identificado en el invernadero, y otro similar en el garaje.

– Pero no son nada más que…

– ¿Nada más qué? -preguntó el jefe en tono inocente.

– ¿Cómo ha conseguido tu gente burlar a mis guardias? -preguntó Eamonn-. Tenían órdenes de expulsarte si ponías un pie en mi tierra.

– Ahí está la cuestión, Eamonn. Habrán salido un momento de tu propiedad sin darse cuenta, y debido al inminente peligro que corrían sus vidas, consideré necesario ponerlos a todos bajo custodia. Para protegerlos, ¿comprendes?

– Apuesto a que ni siquiera tienes una orden de registro para entrar en mi propiedad.

– No la necesito -dijo el jefe-, si soy de la opinión de que la vida de alguien está en peligro.

– Bien, ahora que ya sabes que ninguna vida corre peligro, ni lo corrió en ningún momento, ya puedes salir de mi propiedad y volver a tu fiesta.

– Este es mi siguiente problema, Eamonn. Acabamos de recibir otra llamada, esta vez de un informante anónimo, para avisarnos de que ha puesto una bomba en el garaje y otra en el invernadero, y serán detonadas justo antes de medianoche. En cuanto me informaron de esta amenaza, comprendí que era mi deber repasar el manual de seguridad, con el fin de averiguar cuál es el procedimiento correcto en circunstancias como las actuales.

El jefe extrajo un grueso opúsculo verde de un bolsillo interior, como si siempre lo llevara encima.

– Te estás echando un farol -dijo O'Flynn-. Careces de autoridad para…

– Ah, aquí está lo que buscaba -dijo el jefe, después de pasar unas cuantas páginas. Eamonn miró y vio un párrafo subrayado con tinta roja-. Deja que te lea en voz alta las palabras exactas, Eamonn, para que puedas comprender el terrible dilema al que me enfrento. «Si un oficial de rango superior a mayor o inspector jefe cree que vidas de civiles corren peligro en el escenario de un supuesto ataque terrorista, y está presente un miembro cualificado de los artificieros, lo primero que ha de hacer es evacuar a todos los civiles de la zona, y a continuación, si lo considera apropiado, provocar una explosión controlada.» No podría estar más claro -dijo el jefe-. Bien, ¿puedes informarme de qué hay en esas cajas, Eamonn? De lo contrario, he de asumir lo peor, y proceder de acuerdo con el manual.

– Si dañas mi propiedad en cualquier forma, Billy Gibson, te advierto que te demandaré y te sacaré hasta el último penique.

– Tus preocupaciones son innecesarias, Eamonn. Te aseguro que en el manual hay páginas enteras dedicadas a la compensación por víctimas inocentes. Consideraríamos nuestra obligación, por supuesto, reconstruir tu bonita casa, ladrillo a ladrillo, recreando un invernadero del que Maggie se sentiría orgullosa y un garaje capaz de albergar todos tus coches. No obstante, si tuviéramos que gastar esa cantidad de dinero de los contribuyentes, deberíamos asegurarnos de que la casa estaba construida en un lado u otro de la frontera, para que un desdichado incidente como este no pudiera ocurrir jamás.

– No te saldrás con la tuya -dijo Eamonn, mientras un hombre corpulento aparecía junto al jefe, cargando un detonador.

– Te acordarás del señor Hogan, por supuesto. Te lo presenté en la fiesta de despedida.

– Si apoyas un dedo en ese detonador, Hogan, haré que pases el resto de tu vida laboral ante los tribunales. Así olvidarás cualquier idea de llegar a ser jefe de policía.

– El señor O'Flynn tiene toda la razón, Jim -dijo el jefe, al tiempo que consultaba su reloj-, y no quisiera ser responsable de perjudicar tu carrera en ningún sentido. Veo que no tomas el mando hasta dentro de siete minutos, de modo que será mi triste deber cargar con esta pesada responsabilidad.

Cuando el jefe se agachó para apoyar la mano sobre el detonador, Eamonn saltó a su garganta. Hicieron falta tres agentes para reducirle, mientras gritaba obscenidades con toda la fuerza de sus pulmones.

El jefe suspiró, consultó su reloj, aferró la palanca del detonador y la bajó poco a poco.

La explosión se escuchó en kilómetros a la redonda, mientras el tejado del garaje (¿o era el invernadero?) saltaba por los aires. Al cabo de unos momentos, el edificio quedó reducido a escombros, y en su lugar solo quedó humo, polvo y un montón de cascotes.

Cuando el estruendo se desvaneció por fin, las campanas de St. Mary's dieron las doce a lo lejos. El ex jefe de policía lo consideró el final de un día perfecto.

– ¿Sabes una cosa, Eamonn? -dijo-. Creo que ha valido la pena sacrificar mi pensión.

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