EL CRIMEN SE PAGA

Kenny Merchant (no era su nombre verdadero, pero Kenny tenía muy poco de verdadero) había seleccionado Harrods, un tranquilo lunes por la mañana, como el lugar adecuado para la primera parte de su operación.

Kenny iba vestido con un traje a rayas, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real. Pocos clientes se darían cuenta de que era una corbata del regimiento de la Guardia Real, pero confiaba en que el dependiente que había elegido reconocería de inmediato las franjas púrpura y azul oscuro.

Un portero uniformado que había servido en los Coldstream Guards le abrió la puerta, y al ver la corbata le saludó militarmente. El mismo portero no le había saludado en ninguna de sus varias visitas de la semana anterior, pero para ser justos, Kenny había ido vestido con un traje usado, camisa sin corbata y gafas de sol. De todos modos, la semana anterior había servido para reconocer el terreno; hoy planeaba ser detenido.

Si bien Harrods recibe más de cien mil clientes a la semana, el momento más tranquilo es entre las diez y las once del lunes por la mañana. Kenny conocía todos los detalles sobre los grandes almacenes, del mismo modo que un fanático del fútbol conoce todas las estadísticas de su equipo favorito.

Sabía dónde estaban emplazadas todas las cámaras de vigilancia, era capaz de reconocer a cualquier guardia de seguridad a treinta pasos. Incluso conocía el nombre del dependiente que le atendería aquella mañana, aunque el señor Parker no tenía ni idea de que Kenny le había elegido para ser un diminuto engranaje en su bien lubricada maquinaria.

Cuando Kenny apareció en el departamento de joyería aquella mañana, el señor Parker estaba informando a un joven ayudante sobre los cambios que quería en la vitrina.

– Buenos días, señor -dijo, al tiempo que se volvía hacia el primer cliente del día-. ¿En qué puedo servirle?

– Estaba buscando un par de gemelos -dijo Kenny, en el tono seco que consideraba propio de un oficial de la Guardia Real.

– Sí, señor, por supuesto -dijo el señor Parker.

Kenny aceptó divertido el trato deferente que recibía, cortesía de la corbata del regimiento de la Guardia Real, que había comprado en el departamento de caballeros el día anterior por la módica cantidad de veintitrés libras.

– ¿Algún estilo en particular? -preguntó el ayudante.

– Prefiero de plata.

– Por supuesto, señor -dijo el señor Parker, que procedió a depositar sobre el mostrador varios estuches de gemelos de plata.

Kenny ya sabía los que quería, pues los había elegido el sábado anterior por la tarde.

– A ver esos -dijo, y señaló el estante de arriba.

Cuando el ayudante se volvió, Kenny echó un vistazo a la cámara de vigilancia y dio un paso a su derecha, para que le pudieran ver con más claridad. Mientras el señor Parker extendía la mano para alcanzar los gemelos, Kenny cogió los que había sobre el mostrador y los deslizó en el bolsillo de la chaqueta, antes de que el empleado se volviera.

Kenny vio por el rabillo del ojo que un guardia de seguridad avanzaba a toda prisa hacia él, mientras hablaba por el walkie-talkie.

– Perdone, señor -dijo el guardia, al tiempo que apoyaba la mano sobre su codo-. Me pregunto si sería tan amable de acompañarme.

– ¿A qué viene esto? -preguntó Kenny, fingiendo irritación, justo cuando un segundo guardia se materializaba a su otro costado.

– Lo mejor sería que nos acompañara, para poder hablar del asunto en privado -sugirió el segundo hombre, mientras aferraba su brazo con más firmeza.

– Nunca me he sentido tan insultado en mi vida -dijo Kenny, a voz en grito. Sacó los gemelos del bolsillo, los dejó sobre el mostrador y añadió-: Tenía la intención de pagarlos.

El guardia cogió el estuche. Ante su sorpresa, el airado cliente le acompañó a la sala de interrogatorios sin rechistar.

Al entrar en la pequeña habitación de paredes verdes, indicaron a Kenny que tomara asiento detrás de una mesa. Un guardia regresó a sus ocupaciones en la planta baja, mientras el otro se quedaba junto a la puerta. Kenny sabía que, en un día normal, cuarenta y dos personas eran detenidas por robar en Harrods, y más del noventa por ciento iban a juicio.

Pocos momentos después, la puerta se abrió y entró un hombre alto, delgado y de aspecto cansado. Se sentó al otro lado de la mesa y miró a Kenny, antes de abrir un cajón y sacar un formulario verde.

– ¿Nombre? -preguntó.

– Kenny Merchant -contestó Kenny sin la menor vacilación.

– ¿Dirección?

– St. Luke's Road 42, Putney.

– ¿Ocupación?

– Desempleo.

Kenny pasó varios minutos más contestando con exactitud a las preguntas del hombre alto. Cuando el inquisidor llegó a la última pregunta, examinó un momento los gemelos de plata y llenó la línea del pie. Valor: noventa libras. Kenny conocía muy bien el significado de aquella suma concreta.

Entregó el formulario a Kenny para que lo firmara, y se llevó una sorpresa al ver que lo hacía con toda desenvoltura.

A continuación, el guardia acompañó a Kenny a la habitación contigua, donde esperó durante casi una hora. El guardia se quedó estupefacto al ver que Kenny no preguntaba qué sucedería a continuación. Todos los demás lo hacían. Pero Kenny sabía exactamente lo que iba a pasar, pese al hecho de que nunca le habían detenido por robar en tiendas.

Una hora después, la policía llegó y le condujo, junto con cinco más, a Horseferry Road Magistrate's Court. Allí siguió otra larga espera, hasta que se presentó ante el magistrado. Le leyeron los cargos y se declaró culpable. Como el valor de los gemelos era inferior a cien libras, Kenny sabía que le impondrían una multa en lugar de una sentencia de cárcel, y esperó con paciencia a que el magistrado hiciera la misma pregunta que Kenny había escuchado la semana anterior en varios casos, sentado al fondo de la sala.

– ¿Desea que tome algo más en consideración antes de dictar sentencia?

– Sí, señor-dijo Kenny-. Robé un reloj de Selfridges la semana pasada. Pesa sobre mi conciencia desde entonces, y me gustaría devolverlo.

Dedicó una sonrisa radiante al magistrado.

El magistrado asintió, miró la dirección del acusado en el formulario que tenía delante de él y ordenó a un agente que acompañara al señor Merchant a su domicilio y recuperara la mercancía robada. Por un momento, casi dio la impresión de que el magistrado iba a alabar al delincuente convicto por su acto de ciudadano honrado, pero al igual que el señor Parker, el guardia y el inquisidor, no se daba cuenta de que era un simple engranaje en una gran rueda.

Kenny fue conducido a su casa de Putney por un joven agente, el cual le dijo que había empezado hacía pocas semanas. «Entonces, te vas a llevar una buena sorpresa», pensó Kenny mientras abría la puerta de su casa y le invitaba a entrar.

– Oh, Dios mío -dijo el joven en cuanto pisó la sala de estar.

Se volvió, salió corriendo del piso y llamó de inmediato al sargento de la comisaría por la radio del coche. Al cabo de escasos minutos, dos coches patrulla estaban aparcados frente a la casa de Kenny, en St. Luke's Road. El inspector jefe Travis entró por la puerta abierta y encontró a Kenny sentado en el vestíbulo, sosteniendo el reloj robado.

– Al infierno el reloj -dijo el inspector jefe-. ¿Qué me dice de todo esto? -dijo, mientras sus brazos abarcaban la sala de estar.

– Todo es mío -contestó Kenny-. Lo único que admito haber robado, y que ahora devuelvo, es un reloj. Timex Masterpiece, valorado en cuarenta y cuatro libras, robado en Selfridges.

– ¿A qué juega, jovencito? -preguntó Travis.

– No tengo ni idea de a qué se refiere -dijo Kenny con aire de inocencia.

– Sabe muy bien a qué me refiero -dijo el inspector jefe-. Este lugar está lleno de joyas caras, cuadros, objets d'art y muebles antiguos -valorados en unas trescientas mil libras, le habría gustado decirle Kenny-, y no creo que nada de esto le pertenezca.

– En ese caso, tendrá que demostrarlo, inspector jefe, porque si no lo consigue, la ley da por sentado que me pertenece. Y siendo ese el caso, podré disponer de ello como me venga en gana.

El inspector jefe frunció el ceño, informó a Kenny de sus derechos y le detuvo por robo.

Cuando Kenny apareció en un tribunal, fue en el Old Bailey, delante de un juez. Kenny iba vestido para la ocasión con un traje a rayas, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real. Fue acusado de robos por valor de veinticuatro mil libras.

La policía había elaborado un exhaustivo inventario de todo lo que había encontrado en el piso, y dedicado los seis meses siguientes a seguir la pista de los propietarios del tesoro, pero a pesar de publicar anuncios en todos los periódicos importantes, e incluso mostrar los artículos robados en el programa de televisión Crimewatch, así como exhibirlos al público, más del ochenta por ciento de los artículos no fueron reclamados.

El inspector jefe Travis había intentado negociar con Kenny, diciendo que recomendaría una sentencia leve si colaboraba y revelaba el nombre de los propietarios.

– Todo me pertenece -repetía Kenny-Si ese va a ser su juego, no espere ninguna ayuda de nosotros -decía el inspector jefe.

Para empezar, Kenny no había esperado ninguna ayuda de Travis. Nunca había formado parte de su plan original.

Kenny siempre había creído que si eres tacaño a la hora de elegir un abogado, te puede costar muy caro. Por lo tanto, se presentó en el juicio representado por un importante bufete y un sedoso abogado llamado Arden Duveen, QC, que pedía diez mil libras por sus servicios.

Kenny se declaró culpable de los cargos, consciente de que, cuando la policía prestara declaración, no podría mencionar ninguno de los artículos que continuaban sin ser reclamados, y que la ley, por lo tanto, suponía pertenecientes a él. De hecho, la policía ya había devuelto, a regañadientes, las propiedades que no habían podido demostrar robadas, y que Kenny había vendido sin más dilación a un intermediario por un tercio de su valor, un buen trato comparado con la décima parte que le había ofrecido un perista seis meses antes.

El señor Duveen, QC, abogado defensor, subrayó al juez que no solo era el primer delito de su cliente, sino que había invitado a la policía a acompañarle a su casa, consciente de que descubrirían los artículos robados y sería detenido. ¿Podía existir una prueba mejor de un hombre arrepentido y lleno de remordimientos?, preguntó.

El señor Duveen hizo hincapié a continuación en que el señor Merchant había servido nueve años en las fuerzas armadas, y había sido distinguido con honores tras servir en el Golfo, pero desde que había dejado el ejército parecía incapaz de aclimatarse a la vida civil. El señor Duveen no aducía esto como excusa por el comportamiento de su cliente, pero deseaba que el tribunal supiera que el señor Merchant había jurado no volver a cometer semejante delito, y por lo tanto suplicaba al juez que le impusiera una sentencia leve.

Kenny estaba de pie en el banquillo de los acusados, con la cabeza gacha.

El juez le largó un sermón durante cierto rato por la maldad de sus delitos, pero añadió que había tomado en consideración todas las circunstancias atenuantes que concurrían en el caso, y había decidido una sentencia de cárcel de dos años.

Kenny le dio las gracias, y le aseguró que no volvería a molestarle. Sabía que el siguiente delito que había planeado no terminaría en una sentencia de cárcel.

El inspector jefe Travis contempló a Kenny mientras se lo llevaban, y después se volvió hacia el fiscal.

– ¿Cuánto calcula que ese maldito hombre habrá conseguido, ateniéndose a la letra de la ley? -preguntó.

– Yo diría que unas cien mil libras -dijo el abogado de la Corona.

– Más de lo que yo podría ahorrar en toda la vida -comentó el inspector jefe, antes de proferir una sarta de palabras que ninguno de los presentes osó repetir a su esposa durante la cena.

El fiscal no iba muy desencaminado. A principios de aquella semana, Kenny había depositado un cheque de ochenta y seis mil libras en el Hong Kong and Shanghái Bank.

Lo que el inspector jefe ignoraba era que Kenny solo había consumado la mitad de su plan, y ahora que el dinero obtenido había sido ingresado, estaba dispuesto a prepararse una jubilación anticipada.

Antes de que le llevaran a la prisión, hizo otra solicitud a su abogado.


Mientras Kenny estuvo alojado en Ford Open Prison, utilizó bien su tiempo. Dedicó todos los momentos libres a estudiar diversas leyes que se estaban debatiendo en la Cámara de los Comunes. No tardó en desechar varios proyectos de ley sobre sanidad, educación y servicios sociales, hasta topar con la Ley de Protección de Datos, y se puso a estudiar cada uno de los artículos con el mismo entusiasmo que un miembro de la Cámara de las Comunes durante la fase de información sobre la ley. Siguió cada enmienda presentada en la Cámara y cada nuevo artículo que se aprobaba. Cuando el acta se convirtió en ley en 1992, solicitó una nueva entrevista con su procurador.

El procurador escuchó con suma atención las preguntas de Kenny, y al descubrir que carecía de la información requerida, admitió que debería buscar opiniones más autorizadas.

– Me pondré en contacto de inmediato con el señor Duveen -dijo.

Mientras Kenny esperaba la opinión del QC, pidió que le proporcionaran ejemplares de todas las revistas de negocios que se publicaban en el Reino Unido.

El procurador intentó disimular su perplejidad ante la nueva solicitud, como había hecho cuando le pidió todas las leyes que se debatieran en la Cámara de los Comunes. Durante las siguientes semanas, paquetes y paquetes de revistas llegaron a la prisión, y Kenny pasó todo el tiempo libre recortando los anuncios que aparecían en tres revistas o más.

Justo un año después de que Kenny hubiera sido sentenciado, le fue concedida la libertad condicional, gracias a su ejemplar comportamiento. Cuando salió de Ford Open Prison, tras haber cumplido tan solo la mitad de su condena, lo único que se llevó fue un sobre marrón grande que contenía tres mil anuncios y la opinión escrita del abogado sobre el artículo 9, párrafo 6, apartado a de la Ley de Protección de Datos de 1992.

Una semana después, Kenny voló a Hong Kong.


La policía de Hong Kong informó al inspector jefe Travis de que el señor Merchant se había hospedado en un hotel modesto, y dedicado su estancia a visitar imprentas, pidiendo presupuestos para la publicación de una revista llamada Business Enterprise UK, así como el precio al por menor de papel de carta y sobres con membrete. No tardaron en descubrir que la revista contendría algunos artículos sobre finanzas y acciones, pero el grueso de sus páginas estaría ocupado por pequeños anuncios.

La policía de Hong Kong se confesó perpleja cuando descubrieron cuántos ejemplares de la revista había mandado imprimir Kenny.

– ¿Cuántos? -preguntó el inspector jefe Travis.

– Noventa y nueve.

– ¿Noventa y nueve? Tiene que existir un motivo -fue la inmediata respuesta de Travis.

Se quedó todavía más estupefacto cuando descubrió que ya existía una revista llamada Business Enterprise, y que publicaba diez mil ejemplares al mes.

La policía de Hong Kong informó después de que Kenny había pedido dos mil quinientas hojas de papel con membrete, y dos mil quinientos sobres marrón.

– ¿Qué está tramando? -preguntó Travis.

Nadie en Hong Kong dio con una sugerencia convincente.

Tres semanas después, la policía de Hong Kong informó que el señor Merchant había sido visto en la oficina de correos, enviando dos mil cuatrocientas cartas a direcciones repartidas por todo el Reino Unido.

A la semana siguiente, Kenny voló a Heathrow.


Aunque Travis mantuvo a Kenny bajo vigilancia, el joven agente fue incapaz de informar de algo irregular, aparte de que el cartero del barrio le había dicho que el señor Merchant recibía alrededor de veinticinco cartas al día, y que se presentaba puntual como un reloj a las doce de la mañana en el Lloyd's Bank de King's Road para depositar varios cheques cuyas cantidades oscilaban entre las doscientas y las dos mil libras. El agente no informó de que Kenny le saludaba cada mañana justo antes de entrar en el banco.

Al cabo de seis meses, el aluvión de cartas menguó, y las visitas de Kenny al banco casi se interrumpieron.

La única información nueva que el agente pudo comunicar al inspector jefe Travis fue que el señor Merchant había cambiado su pequeño piso de St. Luke's Road, en Putney, por una impresionante mansión de cuatro plantas en Chester Square, SWI.

Cuando Travis concentró su atención en casos más acuciantes, Kenny volvió a volar a Hong Kong.

– Hace casi justo un año -fue el único comentario del inspector jefe.

La policía de Hong Kong informó a su vez al inspector jefe Travis de que Kenny estaba siguiendo más o menos la misma rutina que el año anterior, y la única diferencia consistía en que esta vez se alojaba en una suite del Mandarín. Había elegido la misma imprenta, cuyo propietario confirmó que su cliente había encargado un nuevo número de Business Enterprise UK. La segunda entrega contenía nuevos artículos, pero tan solo mil novecientos setenta y un anuncios.

– ¿Cuántos ejemplares va a publicar esta vez? -preguntó el inspector jefe.

– Los mismos de antes -fue la respuesta-. Noventa y nueve. Pero solo ha encargado dos mil hojas de papel con membrete y dos mil sobres.

– ¿Qué está tramando? -repitió el inspector jefe.

No recibió respuesta.

En cuanto la revista salió de la imprenta, Kenny volvió a la oficina de correos y envió mil novecientas setenta y una cartas, antes de tomar un vuelo a Londres, en British Airways, primera clase.

Travis sabía que Kenny estaba violando la ley de alguna manera, pero no tenía ni el personal ni los recursos para investigarle.

Kenny habría continuado ordeñando aquella vaca indefinidamente de no ser porque una queja presentada por una de las principales corredurías de bolsa aterrizó un buen día sobre el escritorio del inspector jefe.

Un tal señor Cox, director financiero de la empresa, informaba de que había recibido una factura de quinientas libras por un anuncio que no había puesto.

El inspector jefe visitó al señor Cox en su oficina de la City. Tras una larga conversación, Cox accedió a colaborar con la policía presentando una denuncia.

La Corona tardó casi seis meses en preparar su caso, antes de enviarlo a la fiscalía para que lo tomara en consideración. Casi tardaron el mismo período de tiempo en decidir entablar juicio, pero en cuanto lo hicieron, el inspector jefe fue directamente a Chester Square y arrestó en persona a Kenny bajo la acusación de fraude.

El señor Duveen apareció a la mañana siguiente en el tribunal e insistió en que su cliente era un ciudadano modelo. El juez concedió a Kenny la libertad bajo fianza, pero pidió que depositara su pasaporte en el tribunal.

– Ningún problema -dijo Kenny a su abogado-. No lo necesitaré durante un par de meses.


El juicio se inició en el Old Bailey seis semanas después, y el señor Duveen representó una vez más a Kenny. Mientras Kenny se erguía en posición de firmes en el banquillo de los acusados, el secretario del tribunal leyó las siete acusaciones de fraude. Se declaró no culpable de los siete cargos. El fiscal pronunció su discurso de apertura, pero el jurado, como en muchos juicios de índole económica, no dio señales de comprender todos los detalles.

Kenny aceptó que los doce hombres y mujeres justos decidieran si creían o no al señor Cox, pues no existían muchas esperanzas de que comprendieran las sutilezas de la Ley de Protección de Datos de 1992.

Cuando el señor Cox leyó el juramento el tercer día, Kenny pensó que era el tipo de hombre al que se podía confiar hasta el último penique. De hecho, hasta pensó que invertiría unos miles de libras en su empresa.

El señor Matthew Jarvis, QC, representante de la Corona, formuló una serie de preguntas suaves al señor Cox, con el fin de demostrar que era un hombre de tal honradez que consideraba su deber procurar que el malvado fraude perpetrado por el acusado fuera castigado de una vez por todas.

El señor Duveen se levantó para contrainterrogarle.

– Para empezar, señor Cox, le preguntaré si alguna vez vio el anuncio de marras.

El señor Cox le miró con santa indignación.

– Por supuesto -contestó.

– ¿Era de una calidad que, en circunstancias normales, habría sido aceptable para su empresa?

– Sí, pero…

– Nada de «peros», señor Cox. ¿Era, o no era, de una calidad aceptable para su empresa?

– Lo era -respondió el señor Cox, mientras se humedecía los labios.

– ¿Su empresa terminó pagando el anuncio?

– Desde luego que no -dijo el señor Cox-. Un miembro de mi personal se fijó en el anuncio y me puso al instante sobre aviso.

– Muy loable -dijo Duveen-. ¿El mismo miembro de su personal se fijó en el texto concerniente al pago del anuncio?

– No, fui yo quien lo hizo -dijo el señor Cox, y dirigió al jurado una sonrisa de satisfacción.

– Impresionante, señor Cox. ¿Recuerda el texto exacto del anuncio?

– Sí, creo que sí -dijo el señor Cox. Vaciló, pero solo un momento-. «Si el producto no le satisface, no tiene ninguna obligación de pagar este anuncio.»

– «No tiene ninguna obligación de pagar este anuncio» -repitió Duveen.

– Sí -contestó el señor Cox-. Eso decía.

– ¿Pagó la factura?

– No.

– Permita que resuma su postura, señor Cox. Recibió un anuncio gratuito publicado en la revista de mi cliente, de una calidad que habría sido aceptable para su empresa de haber aparecido en otra publicación. ¿Es eso correcto?

– Sí, pero… -empezó el señor Cox.

– No haré más preguntas, Su Señoría.

Duveen había evitado mencionar a los clientes que sí habían pagado sus anuncios, pues ninguno de ellos deseaba aparecer en el tribunal por temor a la publicidad adversa que se derivaría. Kenny pensó que su QC había destruido al testigo estrella de la acusación, pero Duveen le advirtió de que Travis intentaría hacer lo mismo con él en cuanto saliera al estrado de los acusados.

El juez sugirió un receso para comer. Kenny no tomó nada. Se limitó a estudiar de nuevo la Ley de Protección de Datos.

Cuando el juicio se reanudó después de comer, el señor Duveen informó al juez de que solo llamaría al acusado.

Kenny subió al banquillo de los testigos vestido con un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata del regimiento de la Guardia Real.

El señor Duveen dedicó un tiempo considerable a permitir que Kenny se extendiera sobre su carrera militar y el servicio que había prestado a su patria en el Golfo, sin mencionar el tiempo que había servido en fechas más recientes en los calabozos de Su Majestad. Después, procedió a guiar a Kenny por el mar encrespado de las pruebas presentadas. Cuando Duveen volvió a sentarse, el jurado estaba convencido de que el acusado era un hombre de negocios de rectitud impecable.

El señor Matthew Jarvis, QC, se levantó con parsimonia y ordenó sus papeles con ademanes teatrales, antes de formular su primera pregunta.

– Señor Merchant, permítame empezar interrogándole sobre la revista en cuestión, Business Enterprise UK. ¿Por qué eligió ese nombre para la publicación?

– Representa todo aquello en lo que creo.

– Sí, estoy seguro, señor Merchant, pero ¿no es cierto que intentó engañar a anunciantes en potencia para que confundieran su publicación con Business Enterprise, una revista con una antigüedad de muchos años y reputación intachable? ¿No era esa su intención?

La misma de Woman respecto a Woman's Own, o de House and Garden respecto a Homes and Gardens -replicó Kenny.

– Pero todas las revistas que acaba de mencionar venden miles de ejemplares. ¿Cuántos ejemplares de Business Enterprise UK publicó usted?

– Noventa y nueve -contestó Kenny.

– ¿Solo noventa y nueve? No cabe pensar que fuera a encaramarse a la lista de las más vendidas, ¿verdad? Haga el favor de informar al tribunal sobre el motivo de haber elegido esa cifra en particular.

– Porque es inferior a un centenar, y la Ley de Protección de Datos de 1992 define publicación como la que tira más de un centenar de ejemplares, como mínimo. Artículo 2, apartado II.

– No lo discuto, señor Merchant, lo cual reafirma que esperar que los clientes pagaran quinientas libras por un anuncio no solicitado en su revista es ultrajante.

– Tal vez sea ultrajante, pero no es un delito -dijo Kenny, con una sonrisa desarmante.

– Permítame que continúe, señor Merchant. Quizá podría explicar al tribunal en qué basó su decisión a la hora de cobrar a cada empresa.

– Averigüé cuánto estaban autorizados a gastar sus departamentos de contabilidad sin tener que consultar con una autoridad superior.

– ¿Y qué estratagema utilizó para descubrir esa información?

– Llamé a los departamentos de contabilidad y pedí hablar con sus jefes respectivos.

Una oleada de carcajadas recorrió la sala. El juez carraspeó teatralmente y pidió al público que se comportara.

– ¿Sobre eso basó tan solo su decisión para fijar la tarifa?

– No. Tenía una lista de tarifas. Los precios oscilaban entre dos mil libras por una página a todo color y doscientas por un cuarto de página en blanco y negro. Descubrirá que somos muy competitivos, incluso algo por debajo de la media nacional.

– Teniendo en cuenta el número de ejemplares publicados, ya lo creo que estaban por debajo de la media nacional -replicó el señor Jarvis.

– Conozco revistas peores.

– Tal vez pueda proporcionar un ejemplo al tribunal -dijo el señor Jarvis, convencido de que había acorralado al acusado.

– El Partido Conservador.

– No le sigo, señor Merchant.

– Celebran una cena anual en Grosvenor House. Venden alrededor de cinco mil programas y cargan cinco mil libras por un anuncio a toda página en color.

– Pero al menos, permiten a los anunciantes en potencia negarse a pagar dicha tarifa.

– Y yo también -replicó Kenny.

– O sea, ¿no acepta que es contrario a la ley enviar anuncios a empresas a las que nunca ha mostrado el producto?

– Puede que la ley diga eso en el Reino Unido -dijo Kenny-, e incluso en Europa, pero no se aplica cuando la revista se edita en Hong Kong, una colonia británica, y los anuncios son enviados desde ese país.

El señor Jarvis empezó a repasar sus papeles.

– Si no me equivoco, es la enmienda 9, artículo 4, tal como la enmendaron los lores en la fase de información -explicó Kenny.

– Pero esa no era la intención de sus señorías cuando redactaron esa enmienda concreta -dijo Jarvis, momentos después de haber localizado el artículo en cuestión.

– No leo las mentes, señor Jarvis -dijo Kenny-, y no estoy seguro de cuál era la intención de sus señorías. Solo me interesa atenerme a la letra de la ley.

– Pero usted quebrantó la ley cuando recibió dinero en Inglaterra y no lo declaró a Hacienda.

– No es así, señor Jarvis. Business Enterprise UK es subsidiaria de la compañía madre, registrada en Hong Kong. En el caso de una colonia británica, la ley permite que las empresas subsidiarias reciban los ingresos en el país de distribución.

– Pero usted no intentó distribuir la revista, señor Merchant.

– Un ejemplar de Business Enterprise UK fue depositado en la Biblioteca Británica y en otras instituciones importantes, tal como estipula el artículo 19 de la ley.

– Tal vez sea cierto, pero el hecho incontrovertible, señor Merchant, es que usted pedía dinero con falsos pretextos.

– No cuando se deja bien claro en el anuncio que, si al cliente no le satisface el producto, no está obligado a pagar.

– Pero el texto del anuncio era tan diminuto que hacía falta una lupa para verlo.

– Consulte la ley, señor Jarvis, como hice yo. No encontré nada que fijara el tamaño de la letra.

– ¿Y el color?

– ¿El color? -fingió sorprenderse Kenny.

– Sí, señor Merchant, el color. Sus anuncios estaban impresos en papel gris oscuro, y las letras en gris claro.

– Son los colores de la empresa, señor Jarvis, como sabría cualquiera que hubiera echado un vistazo a la portada de la revista. En ningún párrafo de la ley se sugiere el color que debe utilizarse cuando se envían anuncios.

– Ah -dijo el fiscal-, pero un artículo de la ley deja claro, en términos nada ambiguos, que el texto ha de estar colocado en una situación prominente. Artículo 3, párrafo 14.

– Exacto, señor Jarvis.

– ¿Cree que el reverso del papel podría ser descrito como una situación prominente?

– Por supuesto -dijo Kenny-. Al fin y al cabo, no hay nada más en el reverso de la página. Intento atenerme también al espíritu de la ley.

– Y yo también -replicó Jarvis-. Porque cuando una empresa ha pagado por un anuncio publicado en Business Enterprise UK, ¿no es también cierto que la empresa ha de recibir un ejemplar de la revista?

– Solo si lo solicitan: artículo 42, párrafo 9.

– ¿Cuántas empresas solicitaron un ejemplar de Business Enterprise UK7-El año pasado, ciento siete. Este año bajó a noventa y una.

– ¿Recibieron todas sus ejemplares?

– No. Por desgracia, el año pasado se produjeron algunas excepciones, pero este año he podido satisfacer todas las solicitudes.

– ¿De modo que violó la ley en esa ocasión?

– Sí, pero porque no pude imprimir cien ejemplares de la revista, como he explicado antes.

El señor Jarvis hizo una pausa para permitir que el juez acabara de tomar nota.

– Creo que es el artículo 84, párrafo 6, Su Señoría.

El juez asintió.

– Por fin, señor Merchant, permítame centrar la atención en algo que, por desgracia, olvidó decir a su abogado defensor cuando le interrogó.

Kenny aferró el lado del estrado.

– El año pasado envió dos mil cuatrocientos anuncios. ¿Cuántas empresas enviaron un pago?

– Alrededor del cuarenta y cinco por ciento.

– ¿Cuántas, señor Merchant?

– Mil ciento treinta -admitió Kenny.

– Este año, envió tan solo mil novecientos anuncios. ¿Puedo preguntar por qué quinientas compañías fueron privadas de ellos?

– Decidí no anunciar a las empresas que habían declarado magros resultados anuales, sin repartir dividendos a sus accionistas.

– Muy loable, estoy seguro. De todos modos, ¿cuántas pagaron la cantidad?

– Mil noventa -dijo Kenny.

El señor Jarvis miró al jurado durante largo rato.

– ¿Cuántos beneficios obtuvo usted durante el primer año?

La sala guardó silencio, como había ocurrido durante los ocho días que duraba el juicio, mientras Kenny meditaba su respuesta.

– Un millón cuatrocientas doce mil libras -contestó por fin.

– ¿Y este año? -preguntó el señor Jarvis en voz baja.

– Han disminuido un poco, creo yo que debido a la recesión.

– ¿Cuánto? -preguntó el señor Jarvis.

– Poco más de un millón doscientas mil libras.

– No haré más preguntas, Su Señoría.

Ambos abogados lanzaron recias exposiciones finales, pero Kenny intuyó que el jurado esperaría a oír el resumen del juez al día siguiente, antes de emitir su veredicto.

El juez Thornton invirtió un tiempo considerable en resumir el caso. Señaló al jurado que era su responsabilidad explicarles cómo se aplicaba la ley a aquel caso concreto.

– Nos hallamos ante un hombre que ha estudiado la letra de la ley, no cabe duda. Lo cual es un privilegio, porque son los parlamentarios quienes hacen las leyes, y no corresponde a los tribunales intentar imaginar qué pasaba por sus mentes en aquel momento.

»A tal fin, debo decirles que el señor Merchant está acusado de siete cargos, y en seis de ellos debo aconsejarles que emitan un veredicto de no culpable, porque les aseguro que el señor Merchant no ha quebrantado la ley.

»Con respecto al séptimo cargo, el de no proporcionar ejemplares de su revista, Business Enterprise UK, a los clientes que habían pagado un anuncio y después solicitado un ejemplar, admitió que, en algunos casos, no lo había hecho. Miembros del jurado, tal vez piensen que sí quebrantó la ley en esa ocasión, aunque rectificó la situación un año después, y sospecho que solo porque el número de solicitudes era inferior a cien ejemplares. Tal vez los miembros del jurado recuerden ese artículo en particular de la Ley de Protección de Datos, así como su significado.

Doce expresiones perplejas indicaban que no tenían demasiada idea de lo que el juez estaba hablando.

– Confío en que no tomarán su decisión final a la ligera -terminó el juez-, pues en la calle hay varias partes que aguardan su veredicto.

El acusado no pudo por menos que compartir aquel sentimiento, mientras veía al jurado salir de la sala, acompañados por los ujieres. Fue devuelto a su celda, donde declinó comer, y pasó una hora tendido en la litera, hasta que tuvo que volver al banquillo de los acusados para conocer su suerte.

Una vez allí, solo tuvo que esperar unos minutos a que el jurado volviera a ocupar su sitio.

El juez se sentó, miró al secretario del tribunal y asintió. El secretario concentró su atención en el presidente del jurado y leyó los siete cargos.

En los seis primeros cargos de fraude y engaño, el presidente siguió las instrucciones del juez y emitió veredictos de no culpable.

A continuación, el secretario leyó el séptimo cargo: omisión de proporcionar un ejemplar de la revista a las empresas que, tras haber pagado un anuncio en la susodicha revista y solicitado un ejemplar de la susodicha revista, no la habían recibido.

– ¿Consideran al acusado culpable o no culpable de esta acusación? -preguntó el secretario.

– Culpable -dijo el presidente, y volvió a sentarse.

El juez se volvió hacia Kenny, que estaba de pie en el banquillo de los acusados.

– Al igual que usted, señor Merchant -empezó-, he dedicado un tiempo considerable a estudiar la Ley de Protección de Datos de 1992, y en particular las sanciones por incumplir el artículo 84, párrafo I. He decidido que no me queda otra alternativa que imponerle la máxima sanción que permite la ley en este caso concreto.

Miró a Kenny, con la expresión de quien va a dictar una sentencia de muerte.

– Pagará una multa de mil libras.

El señor Duveen no se levantó para solicitar una apelación o un aplazamiento del pago, porque era el veredicto exacto que Kenny había predicho antes de que el juicio empezara. Solo había cometido un error durante los dos últimos años, y estaba dispuesto a pagarlo. Kenny bajó del estrado, extendió un talón por la cantidad exigida y lo entregó al secretario del tribunal.

Después de dar las gracias a su equipo legal, consultó su reloj y abandonó a toda prisa la sala. El inspector jefe le estaba esperando en el pasillo.

– Bien, eso debería poner punto final a su pequeño negocio -dijo Travis, mientras caminaba a su lado.

– No veo por qué -contestó Kenny, mientras recorría a grandes zancadas el pasillo.

– Porque ahora el Parlamento tendrá que cambiar la ley -dijo el inspector jefe-, y esta vez solventarán todas las lagunas.

– Eso no sucederá en un futuro cercano, inspector jefe -dijo Kenny, mientras salía del edificio y empezaba a bajar la escalera del edificio-. Como el Parlamento está a punto de iniciar las vacaciones de verano, pienso que no encontrarán tiempo para añadir nuevas enmiendas a la Ley de Protección de Datos antes de febrero o marzo del año que viene.

– Pero si intenta repetir la jugarreta, le detendré en cuanto baje del avión -dijo Travis, al tiempo que Kenny se paraba en la acera.

– No lo creo, inspector jefe.

– ¿Por qué no?

– No imagino a la fiscalía enzarzándose en otro caro juicio, para terminar con una multa de mil libras. Piénselo, inspector jefe.

– Bien, ya le atraparé el año que viene -contestó Travis.

– Lo dudo. Verá, para entonces, Hong Kong ya no será una colonia de la Corona, y yo me habré trasladado -dijo Kenny mientras subía a un taxi.

– ¿Trasladado? -preguntó el inspector jefe, perplejo.

Kenny bajó la ventanilla del taxi y sonrió a Travis.

– Si no sabe qué hacer con su tiempo, inspector jefe, le recomiendo que estudie la nueva Ley de Medidas Económicas. No se creerá la cantidad de lagunas que encierra. Adiós, inspector jefe.

– ¿Adonde, jefe? -preguntó el taxista.

– A Heathrow, pero antes pare en Harrods. Quiero recoger un par de gemelos.

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