UN FIN DE SEMANA INOLVIDABLE

Conocí a Susie hace seis años, y cuando me llamó para preguntar si me apetecía tomar una copa con ella, no debió sorprenderse de que mi respuesta fuera un poco fría. Al fin y al cabo, mi recuerdo de nuestro último encuentro no era muy feliz que digamos.

Los Keswick me habían invitado a cenar, y como toda buena anfitriona, Kathy Keswick consideraba poco menos que su deber emparejar a cualquier soltero superviviente de más de treinta años con una de sus amigas más presentables.

Con esto en mente, me decepcionó descubrir que me había sentado al lado de la señora Ruby Collier, la esposa de un parlamentario conservador, que estaba sentado a la izquierda de mi anfitriona, al otro extremo de la mesa. Solo momentos después de haber sido presentados, la mujer dijo:

– Supongo que habrá leído sobre mi marido en la prensa.

A continuación, procedió a contarme que ninguna de sus amigas comprendía por qué su marido aún no estaba en el gobierno. Me sentí incapaz de ofrecer una opinión sobre el tema, porque hasta aquel momento no había oído hablar de él.

El nombre de la tarjeta del otro lado era SUSIE, y la dama en cuestión tenía un aspecto que te hacía desear estar sentado frente a ella en una mesa para dos. Incluso después de una mirada de reojo al largo pelo rubio, los ojos azules, la sonrisa cautivadora y la figura esbelta, no me habría sorprendido averiguar que era modelo. Una fantasía que ella disipó al cabo de pocos minutos.

Me presenté y expliqué que había ido a Cambridge con nuestro anfitrión.

– ¿De qué conoce a los Keswick? -pregunté.

– Estaba en el mismo despacho que Kathy cuando ambas trabajábamos para Vogue en Nueva York.

Recuerdo que me sentí decepcionado al saber que vivía al otro lado del Atlántico. Desde cuándo, me pregunté.

– ¿Dónde trabaja ahora?

– Sigo en Nueva York -contestó-. Me acaban de nombrar subeditora de Art Quarterly.

– La semana «pasada renové mi suscripción -dije, bastante complacido conmigo mismo.

Ella sonrió, sorprendida hasta de que hubiera oído hablar de la publicación.

– ¿Cuánto tiempo estará en Londres? -pregunté, al tiempo que echaba un vistazo a su mano izquierda, para comprobar que no llevaba anillo de prometida ni de casada.

– Unos cuantos días. Llegué la semana pasada para celebrar con mis padres su aniversario de bodas, y confiaba en ir a ver la exposición de Lucian Freud en la Tate antes de regresar a Nueva York. ¿Y usted qué hace? -preguntó.

– Soy propietario de un pequeño hotel en Jermyn Street -dije.

Habría pasado encantado el resto de la noche charlando con Susie, y no solo debido a mi pasión por el arte, pero mi madre me había enseñado desde muy pequeño que, por mucho que te guste la persona que tengas al lado, has de ser igualmente atento con la que está sentada al otro.

Me volví hacia la señora Collier, que me recibió con las palabras:

– ¿Ha leído el discurso que mi marido pronunció ayer en los Comunes?

Confesé que no, lo cual fue una equivocación, porque ella me lo recitó de cabo a rabo.

En cuanto terminó su monólogo sobre el tema, comprendí de inmediato por qué su marido no era miembro del gobierno. De hecho, tomé nota mental de evitarle cuando pasáramos al salón a la hora del café.

– Será un placer conocer a su marido después de la cena -le dije, antes de devolver mi atención a Susie, pero descubrí que estaba mirando a alguien sentado al otro lado de la mesa. Vi que el hombre en cuestión estaba absorto en su conversación con Mary Ellen Yare, una mujer norteamericana sentada a su lado, y parecía no ser consciente de la atención que suscitaba.

Recordaba que se llamaba Richard algo, y que había venido con la chica sentada al otro extremo de la mesa. Observé que ella también estaba mirando en la dirección de Richard. Tuve que confesar que tenía el tipo de facciones esculpidas y espeso cabello ondulado que hacía innecesario poseer una licenciatura en física cuántica.

– ¿Qué está pasando de importante en Nueva York en este momento? -pregunté, intentando volver a capturar la atención de Susie.

Ella se volvió y sonrió.

– Vamos a tener un nuevo alcalde en cualquier momento -me informó-, y hasta podría ser republicano. La verdad, votaría por cualquiera que hiciera algo por reducir la tasa de criminalidad. Uno de los candidatos, no me acuerdo cómo se llama, no para de hablar sobre tolerancia cero. Sea quien sea, se llevará mi voto.

Aunque la conversación de Susie era ágil e informativa, su atención solía desviarse hacia el otro lado de la mesa. Habría supuesto que Richard y ella eran amantes, si él le hubiera lanzado al menos una mirada.

Mientras tomábamos el budín, la señora Collier despellejó al gobierno, y explicó con pelos y señales por qué deberían ser sustituidos todos sus miembros. No tuve que preguntarle por quién. Cuando llegó al ministro de Agricultura, pensé que había cumplido mi deber, volví la vista y descubrí a Susie fingiendo que estaba preocupada por su budín de verano, cuando en realidad estaba mucho más interesada por Richard.

De pronto, miró en mi dirección. Sin previo aviso, Susie cogió mi mano y empezó a hablar con entusiasmo de una película de Eric Rohmer que había visto en Niza hacía poco.

Pocos hombres se oponen a que una mujer les coja la mano, sobre todo si está agraciada con el aspecto de Susie, pero es mejor que no lo haga mientras está mirando a otro hombre.

En cuanto Richard reanudó la conversación con su anfitriona, Susie soltó mi mano y pinchó con el tenedor su budín de verano.

Me sentí aliviado de ahorrarme un tercer asalto con la señora Collier, pues Kathy se levantó y propuso que pasáramos todos al salón. Eso significaba, me temo, que iba a perderme los detalles sobre el proyecto de ley que el marido de la señora Collier iba a presentar en los Comunes la semana siguiente.

Mientras tomábamos café me presentaron a Richard, que resultó ser un banquero de Nueva York. Siguió sin hacer caso a Susie, o tal vez, por inexplicable que fuera, no era consciente de su presencia. La chica cuyo nombre yo ignoraba vino a reunirse con nosotros, y murmuró en su oído:

– No deberíamos irnos demasiado tarde, querido. No olvides que tenemos pasajes en el primer vuelo a París.

– No lo había olvidado, Rachel -contestó el hombre-, pero preferiría no ser el primero en marchar.

Otro más que había sido educado por una madre exigente.

Sentí que alguien tocaba mi brazo, me volví y vi que la señora Collier me estaba sonriendo.

– Le presento a mi marido, Reginald. Le dije que estaba usted muy interesado en saber algo más sobre su proyecto de ley.

Unos diez minutos después, aunque a mí se me antojó una eternidad, Kathy acudió en mi rescate.

– Tony, me pregunto si serías tan amable de acompañar a Susie a casa. Está diluviando, y encontrar un taxi a estas horas de la noche no será fácil.

– Será un placer -contesté-. Debo darte las gracias por incluirme en una compañía tan encantadora. Todo ha sido fascinante -dije, y sonreí a la señora Collier.

La esposa del parlamentario me devolvió la sonrisa. Mi madre habría estado orgullosa de mí.

Ya en el coche, camino de su piso, Susie me preguntó si había visto la exposición de Freud.

– Sí-dije-. Me pareció espectacular, y pienso verla otra vez antes de que termine.

– Estaba pensando en ir mañana por la mañana -dijo, y tocó mi mano-. ¿Por qué no vienes conmigo?

Accedí de buen grado, y cuando la dejé en Pimlico me dio el tipo de abrazo que sugiere «Me gustaría conocerte mejor». Bien, no soy un experto en muchas cosas, pero me considero una autoridad mundial en lo concerniente a abrazos, pues los he experimentado todos, desde un apretón hasta un abrazo de oso. Sé interpretar cualquier mensaje, desde «Ardo en deseos de desnudarte» hasta «Piérdete».

Llegué a la Tate temprano, suponiendo que habría una cola larga, y me concedí tiempo para comprar las entradas antes de que Susie llegara. Solo llevaba unos pocos minutos esperando en la escalera, cuando ella apareció. Llevaba un vestido amarillo corto que subrayaba su figura esbelta, y cuando subió la escalera, observé que algunos hombres la seguían con la mirada. En cuanto me vio, empezó a subir corriendo los peldaños y me saludó con un largo abrazo. Un abrazo del tipo «Creo que ya te conozco mejor».

La exposición me gustó todavía más esta segunda vez, en especial gracias a los conocimientos de Susie sobre la obra de Lucian Freud, pues me condujo por las diferentes etapas de su carrera. Cuando llegamos al último cuadro de la exposición, Mujeres desnudas mirando por la ventana, comenté con cierta vacilación:

– Bien, una cosa es segura, nunca acabarás con ese aspecto.

– Oh, yo no estaría tan segura -dijo-. Pero si lo hiciera, nunca permitiría que lo descubrieras. -Cogió mi mano-. ¿Tienes tiempo para comer?

– Por supuesto, pero no he reservado en ningún sitio.

– Yo sí -dijo Susie con una sonrisa-. La Tate tiene un restaurante soberbio, y he reservado una mesa para dos, por si acaso…

Sonrió de nuevo.

No recuerdo mucho de la comida, salvó que, cuando llegó la cuenta, solo quedábamos nosotros dos en la sala.

– Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo ahora mismo -dije, una frase hecha que había utilizado mucho en el pasado-, ¿cuál sería?

Susie guardó silencio unos segundos antes de contestar.

– Tomar el tren a París, pasar el fin de semana contigo y visitar la exposición de Picasso «Su primera época», que está en el Musée d'Orsay. ¿Y tú?

– Tomar el tren a París, pasar el fin de semana contigo y visitar la exposición de Picasso «Su primera época», que…

Ella estalló en carcajadas, cogió mi mano y dijo:

– ¡Hagámoslo!

Llegué a Waterloo veinte minutos antes de la salida del tren. Ya había reservado una suite en mi hotel favorito y una mesa en un restaurante que se enorgullece de no aparecer en las guías turísticas. Compré dos billetes de primera clase y me quedé bajo el reloj, tal como habíamos convenido. Susie solo llegó un par de minutos tarde, y me dio un abrazo que era un paso definitivo hacia «Ardo en deseos de desnudarte».

Retuvo mi mano mientras atravesábamos la campiña inglesa. En cuanto estuvimos en Francia (siempre me irrita que los trenes aceleren en el lado francés), me incliné y la besé por primera vez.

Habló de su trabajo en Nueva York, las exposiciones que eran «obligatorias», y me dio un adelanto de lo que podía esperar cuando visitáramos la exposición de Picasso.

– El retrato a lápiz de su padre sentado en una silla, que dibujó cuando solo tenía dieciséis años, fue un presagio de todo lo que se avecinaba.

Continuó hablando de Picasso y su obra con una pasión que no se obtenía leyendo simplemente un libro sobre el tema. Cuando el tren entró en la Gare du Nord, cogí las dos maletas y salté a toda prisa para estar entre los primeros en la cola de taxis.

Susie pasó casi todo el trayecto hacia el hotel mirando por la ventanilla del taxi, como una colegiala en su primera visita al extranjero. Recuerdo que lo consideré muy extraño, en alguien que había viajado a lo largo y ancho del mundo.

Cuando el taxi dobló por la entrada del Hotel du Coeur, le dije que era el tipo de lugar del que me gustaría ser dueño, confortable pero sin pretensiones, y que además ofrecía un nivel de servicios que los anglosajones estaban muy lejos de alcanzar.

– Y el propietario, Albert, es un encanto.

– Tengo muchas ganas de conocerle -dijo, mientras el taxi se detenía ante la puerta.

Albert nos estaba esperando en la escalera para darnos la bienvenida. Sabía que lo haría, pues yo le habría recibido del mismo modo si hubiera ido a Londres acompañado de una bella mujer para pasar el fin de semana.

– Le hemos reservado su habitación de siempre, señor Romanelli -dijo, y me dio la impresión de que quería guiñarme un ojo.

Susie se adelantó, miró a Albert y dijo:

– ¿Dónde estará mi habitación?

El hombre sonrió, sin pestañear.

– Hay una habitación contigua que sin duda le irá como anillo al dedo, señora.

– Es usted muy considerado, Albert -dijo Susie-, pero preferiría una habitación en otro piso.

Esta vez, pilló a Albert por sorpresa, aunque se recuperó al instante, buscó el libro de reservas y estudió las entradas unos momentos.

– Veo que tenemos una habitación libre que da al parque, en el piso situado bajo la habitación del señor Romanelli.

Chasqueó los dedos y entregó dos llaves a un botones que esperaba cerca.

– Habitación 574 para la señora, y la suite Napoleón para el señor.

El botones mantuvo abierto el ascensor para que pasáramos, y en cuanto estuvimos dentro oprimió los botones 5 y 6. Cuando las puertas se abrieron en el quinto piso, Susie dijo con una sonrisa:

– ¿Nos encontramos en el vestíbulo un poco antes de las ocho?

Asentí, como mi madre nunca me había dicho que hiciera en tales circunstancias.

Una vez deshecha la maleta, tomé una ducha y me derrumbé sobre la innecesaria cama doble. Encendí el televisor y me decanté por una película francesa en blanco y negro. El argumento me absorbió tanto que a las ocho menos diez aún no me había vestido, cuando estaba a punto de descubrir quién había ahogado a la mujer en el baño.

Maldije, me vestí a toda prisa, sin ni siquiera echar un vistazo a mi apariencia en el espejo, y salí corriendo, preguntándome todavía quién podía ser el asesino. Entré en el ascensor y maldije de nuevo cuando las puertas se abrieron en la planta baja, porque Susie ya me estaba esperando en el vestíbulo.

Tuve que admitir que, con aquel vestido negro largo, con un elegante corte en el costado que dejaba al descubierto el muslo a cada paso que daba, casi estaba dispuesto a perdonarla.

En el taxi, camino del restaurante, se apresuró a decirme lo agradable que era su habitación y lo atento que era el personal.

Durante la cena (debo confesar que la comida era sensacional), habló sobre su trabajo en Nueva York, y se preguntó si alguna vez volvería a Londres. Intenté mostrarme interesado.

Después de que yo pagara la cuenta, cogió mi brazo y sugirió que, como hacía una noche tan agradable y había comido demasiado, tal vez deberíamos volver andando al hotel. Apretó mi mano, y empecé a preguntarme si tal vez…

No soltó mi mano durante todo el trayecto de vuelta al hotel. Cuando entramos en el vestíbulo, el botones se precipitó hacia el ascensor y mantuvo abiertas las puertas.

– ¿Qué piso, por favor?

– Quinto -dijo Susie con firmeza.

– Sexto -dije a regañadientes.

Susie se volvió y me besó en la mejilla, justo cuando la puerta se abría.

– Ha sido un día memorable -dijo, y se marchó.

Para mí también, quise decir, pero me callé. Permanecí despierto en mi habitación, intentando dilucidar qué pasaba. Comprendía que debía ser un peón en una partida mucho más importante. ¿Sería un alfil o un caballo quien me echaría del tablero al final?

No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de que me durmiera, pero cuando desperté pocos minutos antes de las seis, salté de la cama y me alegró ver que ya habían pasado por debajo de la puerta Le Fígaro. Lo devoré desde la primera página hasta la última, y me enteré de los últimos escándalos franceses (ninguno sexual, debería añadir), y luego lo dejé para ir a ducharme.

Bajé a eso de las ocho y encontré a Susie sentada en una esquina del salón de desayunos, bebiendo un zumo de naranja. Estaba arrebatadora, y aunque yo no era la víctima elegida, estaba más decidido que nunca a descubrir quién era.

Me senté delante de ella, y como ninguno de los dos habló, los demás huéspedes debieron suponer que llevábamos años casados.

– Espero que hayas dormido bien -probé por fin.

– Sí, gracias, Tony -contestó-. ¿Y tú? -preguntó con aire inocente.

Se me ocurrieron cientos de respuestas, pero sabía que si optaba por alguna de ellas, nunca averiguaría la verdad.

– ¿A qué hora quieres ir a ver la exposición? -pregunté.

– A las diez -dijo con firmeza, y luego añadió-: Si te va bien.

– Me va perfecto -contesté, al tiempo que consultaba mi reloj-. Encargaré un taxi para las nueve y media.

– Nos encontraremos en el vestíbulo -dijo, y cada vez parecíamos más una pareja casada.

Después de desayunar, volví a mi habitación, empecé a hacer la maleta y telefoneé a Albert para decirle que no íbamos a quedarnos otra noche.

– Lo siento mucho, monsieur -contestó-. Espero que no haya sido…

– No, Albert, no ha sido culpa tuya, eso te lo puedo asegurar. Si alguna vez descubro de quién ha sido, te lo comunicaré. Por cierto, necesitaremos un taxi a eso de las nueve y media para ir al Musée d'Orsay.

– Por supuesto, Tony.

No les aburriré con la conversación mundana que tuvo lugar en el taxi, entre el hotel y el museo, porque haría falta un escritor mucho más hábil que yo para retener su atención. Sin embargo, sería muy poco elegante por mi parte dejar de admitir que los cuadros de Picasso bien valieron el viaje. Y debería añadir que los comentarios de Susie consiguieron que nos siguiera una pequeña multitud.

– El lápiz -dijo- es la más cruel de las herramientas de un artista, porque no deja nada al azar.

Se detuvo ante el dibujo que Picasso había hecho de su padre sentado en una silla. Me quedé hechizado, incapaz de moverme durante un rato.

– Lo más destacable de este retrato -dijo Susie- es que Picasso lo dibujó a la edad de dieciséis años. Ya estaba claro que los temas convencionales le aburrirían mucho antes de abandonar la escuela de arte. Cuando su padre lo vio, y también era un artista… -Susie no terminó la frase. Agarró mi mano de repente y me miró a los ojos-. Eres una compañía deliciosa, Tony -dijo. Se inclinó hacia adelante como si fuera a besarme.

Estaba a punto de decir: «¿Qué demonios estás tramando?», cuando le vi por el rabillo del ojo.

– Jaque -dije.

– ¿Qué quiere decir «jaque»? -preguntó.

– El caballo ha cruzado el tablero, o para ser más preciso, el Canal, y tengo la sensación de que está a punto de entrar en juego.

– ¿De qué estás hablando, Tony?

– Creo que sabes muy bien de qué estoy hablando -contesté.

– Qué coincidencia -dijo una voz detrás de ella.

Susie giró en redondo y fingió una sorpresa convincente cuando vio a Richard.

– Qué coincidencia -repetí yo.

– ¿No te parece una exposición maravillosa? -preguntó Susie, sin hacer caso de mi sarcasmo.

– Ya lo creo -dijo Rachel, a la que evidentemente no habían informado de que, al igual que yo, no era más que un peón en aquella partida particular, y que estaba a punto de ser comida por la reina.

– Bien, ahora que nos volvemos a encontrar, ¿por qué no vamos todos a comer? -sugirió Richard.

– Temo que ya hemos hecho otros planes -dijo Susie, al tiempo que cogía mi mano.

– Oh, nada que no pueda arreglarse, querida -dije, con la esperanza de que me dejaran permanecer en el tablero un rato más.

– Pero no encontraremos una mesa en un restaurante mínimamente decente a esta hora -insistió Susie.

– No creo que haya ningún problema -le aseguré con una sonrisa-. Conozco un pequeño bistró donde seremos bienvenidos.

Susie frunció el ceño cuando yo burlé el jaque, y se negó a hablar conmigo mientras salíamos del museo y paseábamos juntos por la orilla izquierda del Sena. Empecé a hablar con Rachel. Al fin y al cabo, pensé, solidaridad entre peones.

Jacques alzó los brazos al cielo, en señal de desesperación gala, cuando me vio en la puerta.

– ¿Cuántos, señor Tony? -preguntó, con un suspiro de resignación en la voz.

– Cuatro -le dije con una sonrisa.

Resultó ser la única comida de aquel fin de semana que disfruté de verdad. Pasé casi todo el rato hablando con Rachel, una chica bastante agradable, aunque en una línea diferente a la de Susie. No tenía ni idea de qué estaba pasando al otro lado del tablero, donde la reina negra estaba a punto de comerse a su caballero blanco. Era un placer contemplar a la dama en plena acción.

Mientras Rachel hablaba conmigo, yo me esforzaba por escuchar la conversación que se desarrollaba al otro lado de la mesa, pero solo pude captar algunas frases dispersas.

«¿Cuándo esperas volver a Nueva York…?»

«Sí, planeé este viaje a París hace semanas…»

«Ah, irás a Ginebra solo…»

«Sí, me lo pasé bien en la fiesta de los Keswick…»

«Conocí a Tony en París. Sí, otra coincidencia, apenas le conozco…»

Muy cierto, pensé. De hecho, me gustó tanto su actuación que no me supo mal acabar pagando la cuenta.

Después de despedirnos, Susie y yo volvimos paseando junto al Sena, pero no cogidos de la mano. Esperé hasta estar seguro de que Richard y Rachel se habían perdido de vista para detenerme e interrogarla. Para ser justo, su aspecto era de lo más culpable mientras esperaba mi sermón.

– Ayer te pregunté, también después de comer: «Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo en este momento, ¿cuál sería?». ¿Qué contestarías esta vez?

Susie pareció insegura por primera vez aquel fin de semana.

– Ten la seguridad -añadí, con la vista clavada en aquellos ojos azules- de que nada de lo que digas me sorprenderá u ofenderá.

– Me gustaría volver al hotel, hacer las maletas y salir hacia el aeropuerto.

– Así se hará -dije, y paré un taxi.

Susie no habló durante el trayecto de vuelta al hotel, y en cuanto llegamos, desapareció escaleras arriba, mientras yo pagaba la cuenta y preguntaba si podían bajar mis maletas, que ya estaban preparadas.

Incluso entonces, tuve que admitir que cuando salió del ascensor y me sonrió, casi deseé que mi nombre fuera Richard.

Ante la sorpresa de Susie, la acompañé al Charles de Gaulle, y expliqué que regresaría a Londres en el primer vuelo disponible. Nos dijimos adiós bajo el panel de salidas con un abrazo, una especie de «Tal vez volveremos a encontrarnos, pero entonces tal vez no nos abrazaremos».

Me despedí agitando la mano y me alejé, pero no pude resistir la tentación de averiguar a qué mostrador de líneas aéreas se dirigía Susie.

Se puso en la cola de Swissair. Sonreí y me encaminé hacia el mostrador de British Airways.


Han pasado seis años desde aquel fin de semana en París, y no me encontré con Susie en todo ese tiempo, aunque su nombre surgía de vez en cuando en alguna fiesta.

Descubrí que había sido nombrada editora de Art Nouveau, y se había casado con un inglés llamado Ian, que se dedicaba a la publicidad deportiva. Por despecho, dijo alguien, después de una relación con un banquero norteamericano.

Dos años después, me contaron que había tenido un hijo, seguido de una hija, pero nadie parecía saber cómo se llamaban. Y por fin, hace un año, me enteré de su divorcio por las columnas de chismorreo.

Y después, sin previo aviso, Susie llamó por sorpresa un día y propuso que nos encontráramos para tomar una copa juntos. Cuando escogió el lugar, comprendí que no había perdido el temple. Me oí decir sí, y me pregunté si la reconocería.

Cuando la vi subir la escalera de la Tate, me di cuenta de que solo había olvidado lo guapa que era. En todo caso, era aún más cautivadora que antes.

Llevábamos solo unos minutos en la galería, cuando recordé el placer que me proporcionaba escucharla hablar sobre el tema que elegía. Nunca había acabado de gustarme Damien Hirst, y había aceptado hacía muy poco que Warhol y Lichtenstein eran algo más que dibujantes, pero abandoné la exposición con un nuevo respeto por su obra.

Supongo que no habría debido sorprenderme que Susie hubiera reservado una mesa en el restaurante de la Tate, ni que en ningún momento se refiriera a nuestro fin de semana en París, hasta que, mientras tomábamos café, dijo:

– Si pudieras hacer cualquier cosa en el mundo ahora mismo, ¿cuál sería?

– Pasar el fin de semana en París contigo -reí.

– Pues hagámoslo -dijo-. Hay una exposición de Hockney en el Centre Pompidou que ha recibido críticas muy elogiosas, y conozco un hotel pequeño pero sin pretensiones al que no voy desde hace años, para no hablar de un restaurante que se enorgullece de no aparecer en ninguna guía turística.


Siempre he considerado indigno de un hombre hablar de una dama como si fuera un simple trofeo o conquista, pero debo confesar que, el lunes siguiente por la mañana, mientras veía desaparecer a Susie por la puerta de salidas para coger su vuelo de vuelta a Nueva York, pensé que había valido la pena esperar años.

Nunca me ha vuelto a llamar desde entonces.

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