Nada cambió durante unas cuantas semanas, y a Josep se le hicieron tan largas que al final no pudo evitar dirigirse a Nivaldo:
– ¿Y el hombre que se suponía que iba a venir? ¿Ha pasado algo? ¿Ya no vendrá?
Nivaldo estaba abriendo un pequeño barril de bacalao.
– Creo que sí vendrá. Hay que tener paciencia. -El ojo bueno lanzó una mirada a Josep-. Entonces, ¿te has decidido? ¿Quieres ser soldado?
Josep se encogió de hombros y asintió. No tenía más perspectivas.
– Yo también lo fui durante unos cuantos años. Hay algunas cosas que tener en cuenta acerca de esa clase de vida, Tigre. A veces es un trabajo muy aburrido y los hombres se dan a la bebida, y así se condenan. Y en torno a ellos se congregan las mujeres sucias, de modo que conviene protegerse del chancro. No des un mordisco al bocado del placer hasta que estés seguro de que no lleva anzuelo. -Sonrió-. Eso lo dijo un sabio alemán… o inglés.
Partió un pedacito de bacalao y mordisqueó una punta para asegurarse de que no estaba malo.
– Otro aviso: no deberías revelar que sabes leer y escribir, porque probablemente te asignarán un trabajo de oficina, y a los oficinistas se les pega el rango bajo como a los cerdos el olor. Deja que el Ejército te enseñe a ser buen soldado, porque ésa es la manera de avanzar, y diles que sabes leer y escribir sólo cuando eso suponga una ventaja. Creo que algún día te harán oficial. ¿Por qué no? Después, todo te será posible en la vida.
A veces Josep soñaba despierto y se veía en formación con otros muchos hombres, armado con una espada y urgiendo a los demás a cargar. Intentaba no pensar en posibilidades menos agradables, como tener que luchar con otros seres humanos, herirlos, matarlos, acaso recibir alguna herida dolorosa o incluso perder la vida.
No podía entender por qué Nivaldo lo llamaba Tigre. Había tantas cosas que le daban miedo.
Había trabajo pendiente en la viña. Tenía que fregar todas las cubas grandes, así como el surtido de barriles, y una pequeña parte de la mampostería de la casa requería reparaciones. Como siempre que algún trabajo implicaba esfuerzos arduos o desagradables, Donat se había escaqueado.
Aquella tarde, él y su padre se sentaron con Nivaldo en la tienda.
– Ya está aquí -dijo Nivaldo-. El hombre.
Josep notó que se le abrían mucho los ojos.
– ¿Dónde?
– Se quedará en casa de los Calderón. Dormirá en su vieja leñera.
– Como Nivaldo tiene algo de experiencia con el Ejército -explicó el padre de Josep-, le he pedido que se dirija a él en nuestro nombre.
Nivaldo asintió.
– Ya hemos hablado. Está dispuesto a permitirte probarlo -dijo a Josep-. Mañana por la mañana se reunirá con algunos jóvenes locales en un claro del bosque, detrás del viñedo de los Calderón. A la hora de la primera misa.
Al día siguiente, era aún oscuro cuando Josep llegó a la viña de los Calderón. Se abrió paso lentamente entre las hileras de parras hasta el final del campo. Como no tenía la menor idea de adónde ir desde allí, se quedó donde terminaban las vides y empezaba el límite del bosque, y esperó.
Sonó una voz en la oscuridad:
– ¿Cómo te llamas?
– Josep Álvarez.
El hombre apareció a su lado.
– Sígueme. -Dirigió a Josep por un estrecho sendero que se adentraba en el bosque hasta llegar a un claro-. Eres el primero en llegar. Ahora, vuelve al lugar donde te he encontrado. Tú guiarás a los demás hasta aquí.
Enseguida empezaron a llegar:
Enric Vinyes y Esteve Montroig, casi a la vez.
Manel Calderón, tropezando desde la casa y frotándose los ojos.
Xavier Miró, precedido por su coro matinal de pedos.
Jordi Arnau, tan hosco en su duermevela que ni siquiera ofreció un saludo.
El torpe Pere Mas, que tropezó con una raíz al llegar al claro.
Guillem Parera, listo, silencioso y atento.
Miquel Figueres, con una sonrisa nerviosa.
Aquellos chicos se conocían de toda la vida. Se acuclillaron en el claro bajo la luz gris del alba y contemplaron al hombre, sentado tranquilamente en el suelo y sin sonreír, con la espalda recta.
Era de mediana altura y de piel oscura, tal vez del sur de España, con un rostro enjuto, pómulos altos y una nariz ganchuda y desafiante, como de águila. Llevaba el cabello negro muy corto y su cuerpo huesudo parecía duro y fuerte. Los jóvenes percibieron su mirada fría y observadora.
Cuando llegó Lluís Julivert -el noveno que se unía al grupo-, el hombre asintió con la cabeza. Era obvio que sabía a cuántos debía esperar. Se levantó y caminó hasta el centro del claro, y Josep vio entonces lo que no había detectado mientras lo seguía en la oscuridad: caminaba con una ligera cojera.
– Soy el sargento Peña -dijo.
Se dio la vuelta al ver que otro joven entraba en el claro. Era alto y flaco, con una mata de pelos tiesos y negros, y llevaba un mosquetón largo.
– ¿Qué quieres?-preguntó en voz baja el tal Peña.
Mantuvo los ojos fijos en el arma.
– ¿Esto es el grupo de cazadores? -preguntó el joven flaco.
Algunos de los jóvenes se echaron a reír al ver que se trataba de Jaumet Ferrer, el Cortito.
– ¿Cómo has sabido que estábamos aquí?
– He salido a cazar, me he encontrado a Lluís y le he preguntado adónde iba. Me ha dicho que a reunirse con una partida de caza, así que he decidido seguirlo porque soy el mejor cazador de Santa Eulalia.
Se volvieron a reír de él, aunque cuanto había contado era cierto. Discapacitado desde la infancia, incapaz de comprender una serie de habilidades, Jaumet Ferrer se había concentrado en la caza con entusiasmo, con buenas maneras y desde muy pronto, y la gente se había acostumbrado a ver su figura de espantapájaros cuando regresaba de cazar con una brazada de pájaros, media docena de pichones o una liebre bien gorda. La carne era muy cara y las mujeres del pueblo siempre estaban felices de quedarse aquellas piezas a cambio de algo de calderilla.
El sargento Peña alargó un brazo y cogió el mosquetón, un rifle muy viejo, alisado de tanto uso. En algunos trozos el cañón se había gastado tanto que se veía el metal azulado, pero el sargento supo ver que el arma estaba limpia y muy bien cuidada. Observó la escasa luz en los ojos del muchacho y percibió la inocente confusión en su voz.
– No, jovencito, esto no es un grupo de cazadores. ¿Se te dan muy bien las matemáticas?
– ¿Matemáticas? -Jaumet lo miró asombrado-. No, señor, no entiendo las matemáticas.
– Ah. Entonces esto no te gustará, porque es el club de matemáticos. -Devolvió el mosquetón al muchacho-. Entonces, tienes que volver a cazar, ¿no?
– Sí, eso es, señor -respondió Jaumet con seriedad.
Tomó su mosquetón y se alejó del claro, seguido por las risas renovadas.
– Silencio. No se tolerará la frivolidad. -El sargento no levantaba la voz, pero sabía cómo dirigirse a sus hombres-. Sólo pueden hacer nuestro trabajo los hombres inteligentes, pues hace falta una mente despierta para recibir una orden y cumplirla. Estoy aquí porque nuestro ejército necesita buenos hombres jóvenes. Vosotros estáis porque necesitáis un empleo, pues si no me equivoco no hay en este grupo ningún primogénito. Entiendo muy bien vuestra situación. Yo mismo soy el tercer hijo de mi familia.
»Se os concede una oportunidad de ganaros la elección para servir a vuestra patria, tal vez incluso para tareas mayores. Se os tratará como a hombres. El Ejército no quiere críos.
A oídos de Josep, el catalán de aquel sargento se diluía en un acento propio de otro lugar. Tal vez Castilla, pensó.
El sargento Peña les pidió que dijeran sus nombres en voz alta y los escuchó mientras lo hacían, mirándolos intensamente.
– Vendremos aquí tres veces por semana, los lunes, miércoles y viernes por la mañana, antes de que salga el sol. El entrenamiento durará muchas horas y será un trabajo difícil. Adaptaré vuestros cuerpos a los rigores de la vida militar y prepararé vuestras mentes para que podáis pensar y actuar como soldados.
Esteve Montroig tomó la palabra con entusiasmo:
– Entonces, ¿nos enseñará a disparar armas y todo eso?
– Siempre que te dirijas a mí… ¿Tú eres Montroig? Esteve Montroig. Te dirigirás a mí correctamente, llamándome «sargento».
Se hizo un silencio. Esteve lo miró confundido y luego se dio cuenta de lo que estaba esperando.
– Sí, mi sargento.
– No tendré en cuenta las preguntas ociosas o estúpidas. Ha llegado la hora de que aprendáis a obedecer. ¡Obedecer! Sin preguntar. Sin dudas y sin la menor demora. ¿Me entendéis?
– Sí, sargento -contestaron todos, vacilantes, en un coro desordenado.
– Escuchad con atención. La pregunta que debéis borrar de vuestras mentes para siempre como soldados es: «¿por qué?». Todo soldado, sea cual fuere su rango, tiene a alguien por encima a quien debe obediencia instantánea sin preguntar. Dejad que la persona que os da las órdenes se preocupe de los porqués. ¿Me entendéis?
– ¡Sí, sargento!
– Hay mucho que aprender. Ahora, en pie.
Lo siguieron en una columna informal por el sendero que se adentraba en el bosque, hasta llegar a una pista más ancha que llevaba al campo. Allí les mandó correr y empezaron de buen ánimo, pues eran jóvenes y estaban llenos de vida. Eran todos campesinos; sus cuerpos estaban ya listos para el trabajo físico y la mayoría gozaban de buena salud, de modo que algunos sonreían mientras corrían casi a botes con sus largas zancadas.
Guillem ponía caras cómicas al sargento Peña y Manel disimulaba su risa con un resoplido.
Sin embargo, su vida diaria no les proporcionaba demasiadas razones para correr más que unos pocos metros, de modo que pronto empezaron a sonar sus respiraciones entrecortadas.
Pere Mas, que estaba, como Donat, bien entrado en carnes, se fue atrasando hasta el final de la columna desde el principio y pronto lo dejaron atrás. Los pies resonaban al ascender y caer sin cesar, con tan poca maña que se iban entorpeciendo entre ellos. De vez en cuando se daban empujones al correr. Josep empezó a sentir una punzada en el costado.
Las sonrisas fueron desapareciendo a medida que la respiración empezaba a exigir esfuerzo.
Al fin, el sargento los metió en un campo y les permitió desplomarse en el suelo por un breve instante, mientras boqueaban en silencio, con sus ropas de trabajo empapadas de sudor.
Luego los hizo poner de pie, alineados de cara a él, y les enseñó a ordenar la fila de manera que quedara recta de principio a fin.
A ponerse firmes en cuanto recibieran la orden.
A dirigirse a él todos a la vez y con fuerza cada vez que se le hiciera al grupo una pregunta que requiriese las respuestas: «¡Sí, sargento!» y «No, sargento».
Luego los puso a correr de nuevo, de vuelta al claro del bosque, tras las viñas de los Calderón.
Pere Mas llegó caminando, mucho más tarde que los demás. Le estallaba la cabeza y su cara redonda estaba enrojecida. Sólo acudió al grupo de cazadores el primer día.
Miquel Figueres asistió a una segunda reunión, pero luego confesó con alegría a Josep que se iba a vivir a Girona para trabajar en una granja de pollos con un tío que no tenía hijos.
– Un milagro. He rezado a Eulalia y, bendito sea Dios, me ha concedido este milagro, un auténtico milagro.
Llenos de envidia, buena parte de los demás se pusieron a rezar a la santa. El propio Josep le dirigió sus oraciones -largas e intensas-, pero ella se mostró sorda a sus ruegos y ya nadie más abandonó el grupo. Ninguno de los demás tenía adónde ir.