Josep le encantaba comprobar los efectos de la llegada del verano a sus viñas. En Languedoc había podado variedades de uvas que no eran tan robustas como las características de España. Las parras francesas tenían que sujetarse a un tutor en cada hilera, con un alambre que resultaba caro. En sus tierras, Josep podaba según se había hecho siempre en su familia con las uvas españolas, de tal modo que cada parra se aguantaba por sí misma y adquiría forma como si fueran grandes jarrones verdes llenos de ramas que se alzaban hacia el sol.
En contraste con su viñedo, atendido con tantos cuidados, el de Quim era una jungla, con las vides maltratadas a tajos, u olvidadas, y las malas hierbas crecían y campaban a sus anchas. Quim parecía evitar a Josep, quizá por vergüenza. Nivaldo le explicó que su vecino comía en su tienda con cierta regularidad. Josep se lo encontró dos veces por el camino y se detuvo como si fueran a hablar, pero Quim siguió andando con paso apresurado, los ojos rojos y la mirada esquiva; en ambos casos, Josep se percató de que sus andares no eran muy estables.
Por eso se llevó una sorpresa agradable cuando una tarde, a última hora, Quim llamó a su puerta y se presentó serio y sobrio. Josep lo saludó con amabilidad y le hizo pasar. Le ofreció pan, chorizo y queso, pero Quim lo rechazó con un gesto y le dio las gracias con voz débil.
– Necesito que hablemos de una cosa.
– Por supuesto.
Quim parecía buscar el modo idóneo de comenzar. Al fin, suspiró y soltó las palabras como un estallido:
– Me voy de Santa Eulalia.
– ¿Te vas por ahí? ¿Cuántos días?
Quim exhibió una leve sonrisa.
– Para siempre.
– ¿Qué? -Josep lo miró, preocupado-. ¿Adónde vas?
– Tengo una prima en San Lorenzo del Escorial, una buena mujer a la que adoro. Tiene una lavandería en San Lorenzo, donde lava la ropa para los nobles y los ricos, un buen negocio. Se está haciendo mayor. El año pasado me insistió en que me fuera a vivir con ella y la ayudara a llevar la lavandería. Entonces le dije que no podía ir, pero ahora…
– ¿Vas a permitir que Ángel te eche del pueblo?
Josep se llevaba bien con Ángel, pero no admiraba su manera de tratar a Quim.
Éste despreció la idea agitando una mano en el aire.
– Ángel Casals no tiene ninguna importancia. -Miró a Josep-. San Lorenzo no está cerca de Madrid, pero tampoco demasiado lejos, y eso me permitirá ver al padre Felipe de vez en cuando. ¿Lo entiendes?
Josep lo entendía.
– …¿Y qué se hará de tu viña, Quim?
– La venderé.
Josep creyó entender.
– ¿Quieres que negocie con Ángel en tu nombre?
– ¿Ángel? Él ya no busca tierras para Tonio. Además, ese cabrón nunca se va a quedar con mi tierra.
– Pero… No hay nadie más.
– Estás tú.
Josep no sabía si reírse o romper a llorar.
– ¡No tengo dinero para comprar tu tierra! -Molesto, pensó que sin duda Quim ya lo sabía-. Para cumplir con los pagos que le debo a mi hermano y a su mujer me gasto hasta la última moneda -añadió con amargura-. Después de vender la uva apenas me queda para algunos lujos, como comprar comida. ¡Despierta, hombre!
Quim lo miró con terquedad.
– Trabaja mis tierras como lo haces con las tuyas y vende la uva. Eso no te complicará mucho la vida. Ahora necesito un poco de dinero, y otro poco cuando recolectes la primera cosecha de uva de mi tierra, para que me pueda instalar en San Lorenzo. A partir de entonces, siempre que te sobre un poco, me lo envías. No me importa si te cuesta muchos años pagarme la viña.
Josep se asustó ante aquella nueva complicación, y tanteó los peligros que implicaba. Deseó que Quim no hubiera llamado a su puerta.
– ¿Estás borracho, Quim? ¿Seguro que sabes lo que estás haciendo?
Quim sonrió.
– No estoy borracho. Ah, no lo estoy. -Le palmeó un brazo-. Tampoco es que tenga muchos compradores para elegir -dijo en voz baja.
Josep había aprendido algo de Rosa.
– Hay que hacer un papel. Tenemos que firmar los dos.
Quim se encogió de hombros.
– Vale, pues tráemelo -contestó.
Pasó la mayor parte de la noche sentado a la mesa, bajo la luz amarillenta de la lámpara de aceite, rodeado por el baile loco de las sombras por la habitación cada vez que cambiaba de posición en la silla, mientras leía y estudiaba su copia del acuerdo que le había permitido comprarle la tierra a Rosa y a Donat.
Al fin fue a buscar tinta en polvo, una plumilla gastada con portaplumas de madera y dos hojas de papel, todo sacado de la caja pequeña en que lo había guardado su padre, a saber cuántos años antes. Una de las hojas estaba blanca; la otra, marrón y algo arrugada. No le importaba demasiado cuál debía entregar a Quim y cuál se quedaría él. Puso un poco de polvo de tinta en una taza, añadió agua y lo removió con un palito de sarmiento seco hasta que obtuvo la tinta líquida.
Luego empezó a copiar la mayor parte del documento que había preparado el primo abogado de Rosa. Josep no era un escriba experimentado. Agarraba la pluma casi con desesperación. A veces la punta de la plumilla se enganchaba en la superficie del papel y rociaba una salpicadura de tinta en torno a la palabra que estaba escribiendo, y varias veces olvidó rozar la punta contra el borde de la taza después de empaparla, dejando luego gruesas gotas negras sobre el papel que en dos ocasiones llegaron a ocultar media palabra, de modo que se veía obligado a tachar las letras restantes y escribirla de nuevo. Aún no había llegado a transcribir la mitad de la primera copia y ya estaba sudando y malhumorado en exceso.