Nadie vio llegar al desconocido con su caballo negro. Un miércoles por la mañana, cuando los miembros del grupo de cazadores iban caminando hacia el claro del bosque, observaron que el caballo estaba atado junto a la choza y, cuando salió el sargento para reunirse con ellos, vieron que lo acompañaba un hombre de mediana edad. Eran como un estudio de contrastes. Peña, alto y en buena forma, llevaba ropa de trabajo sucia y hecha jirones en algunas zonas. Portaba una daga enfundada en su vaina y atada a la pantorrilla izquierda por encima de la bota y en su cadera destacaba un arma de fuego grande con pistolera de cuero. El recién llegado era una cabeza más bajo que el sargento, y muy fornido. Su traje negro estaba arrugado por la cabalgata, pero se veía de buen corte y material, y a Josep le pareció que su bombín era el sombrero más elegante que había visto jamás.
El sargento Peña no lo presentó.
El hombre caminó junto a Peña mientras éste guiaba al grupo hacia el claro más lejano, en el que hacían las prácticas de tiro, y luego observó mientras se turnaban para apuntar a dianas instaladas en un árbol.
El sargento pidió a Josep y a Guillem que disparasen más rato que los demás; cuando ambos habían descargado dos veces las cámaras de los LeMat, usando ambos cañones, el desconocido habló en voz baja con el sargento y éste les ordenó que volvieran a cargar y disparasen otra ronda. Mientras lo hacían, Peña y el hombre fornido miraron fijamente sin decir palabra.
Luego el sargento ordenó descansar al grupo. Se alejó unos pasos con el visitante, que hablaba en tono grave y urgente, y los jóvenes se alegraron de poder holgazanear en el suelo.
Cuando regresaron los dos, Peña hizo marchar al grupo de regreso al bosque cercano a la propiedad de los Calderón. Mientras se preparaban para limpiar sus armas, los jóvenes vieron que el sargento se cuadraba ante el civil, no de manera afectada como tendían a hacer ellos, sino con un solo movimiento fluido y tan automático que casi les pareció descuidado. El otro hombre pareció asustado ante aquel gesto, o quizás incluso avergonzado. Asintió secamente con un golpe de cabeza, se llevó una mano al elegante sombrero negro, montó en su caballo y se alejó. Ninguno de aquellos jóvenes volvió a verlo jamás.