Josep había heredado treinta y una botellas vacías, abandonadas por Quim, pero sólo catorce tenían la forma adecuada y una capacidad de tres cuartos de litro. Encontró otras cuatro botellas viejas guardadas entre sus herramientas y, cuando envió a Briel Taulé a recorrer el pueblo para ver cuántas conseguía recoger, el joven volvió con otras once. En total, podía usar veintinueve.
Las fregó y enjuagó hasta arrancarles brillo, las llenó con el vino oscuro y encajó los tapones de corcho con mucho cuidado. Marimar acudió en su ayuda para hacer las etiquetas. La visión de las botellas llenas tuvo el extraño efecto de ponerlos nerviosos a los dos.
– ¿Dónde las vas a vender?
– Lo intentaré en Sitges. Mañana es día de mercado. Pensaba llevarme al crío, si te parece bien -propuso.
Ella accedió.
– Ah, le gustará… ¿Qué quieres que ponga en estas etiquetas?
– No sé… ¿Finca Álvarez? ¿Bodega Álvarez? No, suena demasiado pretencioso. ¿Tal vez Viña Álvarez?
Ella torció el gesto.
– No suenan del todo bien.
El plumín, con la punta recién mojada en la tinta, rasgó el papel mientras Marimar dibujaba unos círculos y un tallo.
Cuando sostuvo la etiqueta en alto, Josep la miró y se encogió de hombros. Pero estaba sonriendo.
Vides de Josep
1877
A primera hora de la mañana siguiente, Josep envolvió todas las botellas de una en una con varias hojas de periódico sacadas de ejemplares antiguos de El Cascabel de Nivaldo, y preparó un nido de mantas harapientas para acolchar el vino durante el viaje a Sitges. Metió pan y chorizo en un saco de tela y lo echó también al carromato, junto con un cubo y dos tazas.
Aún estaba oscuro cuando dirigió a Orejuda hacia la viña de los Valls, pero Francesc lo esperaba ya vestido. Llevándose la taza de café a los labios, Maria del Mar los vio partir; el chico iba sentado junto a Josep en el asiento del carro.
Francesc iba callado, pero nunca había salido de Santa Eulalia y su rostro delataba la emoción. Enseguida entraron en territorios nuevos para él y Josep vio que no paraba de mirarlo todo para registrar las masías que aparecían de vez en cuando, los campos desconocidos, las viñas y los olivares, tres toros negros detrás de una cerca y la visión lejana de Montserrat, alzándose hacia el cielo.
Cuando salió el sol, resultaba muy agradable ir sentado en el carro con el muchacho mientras Orejuda avanzaba hacia el norte, haciendo resonar los cascos.
– Tengo que mear -dijo Josep al rato-. ¿Quieres mear?
Francesc asintió y Josep se detuvo junto a unos pinos. Bajó a Francesc del carro y los dos se plantaron juntos en la cuneta, dos hombres regando las plantas. Tal vez fuera su imaginación, pero a Josep le pareció notar cierto orgullo en la cojera de Francesc cuando caminaba de vuelta hacia el carro.
El sol lucía ya en lo alto cuando llegaron a Sitges; el mercado estaba abarrotado de vendedores, de modo que Josep hubo de contentarse con un espacio al fondo de todo, junto a una caseta que emitía agradables olores a calamares, gambas asadas y guiso de pescado con mucho ajo.
Uno de los dos fornidos cocineros atendía a un cliente, pero el otro se acercó al carro con una sonrisa en el rostro.
– Hola -dijo, echando un vistazo a las botellas envueltas en hojas de periódico-. ¿Qué anda vendiendo?
– Vino.
– ¡Vino! ¿Es bueno?
– Bueno es poco. Especial.
– Ahhh. ¿Ya cuánto sale ese vino tan especial? -preguntó, fingiendo una mueca de terror.
Cuando Josep le dijo el precio, cerró los ojos y estiró la boca hacia abajo.
– Es el doble de lo que se suele pagar por una botella de vino.
Josep sabía que eso era cierto, pero era el precio al que necesitaba venderlo, contando con que se deshiciera de todas las botellas, para poder pagar su deuda a Rosa y Donat.
– No, es el doble de lo que se suele pagar por el vino común de la región, que es meado de mula. Esto es vino de verdad.
– ¿Y dónde se hace ese vino tan maravilloso?
– Santa Eulalia.
– ¿Santa Eulalia? Yo soy de los castellers de Sitges. Pronto competiremos con los de Santa Eulalia.
Josep asintió.
– Lo sé. Yo soy casteller de Santa Eulalia.
– ¿De verdad? -Le dedicó una sonrisa burlona-. Ah, les vamos a destrozar, señor.
Josep le devolvió la sonrisa.
– A lo mejor no, señor.
– Me llamo Frederic Fuxá y ese que está sirviendo la comida es mi hermano Efrén. Es el ayudante del jefe de nuestro equipo, y tanto él como yo participamos en el tercer nivel de nuestros castillos.
¿Tercer nivel? Josep se asombró. Aquel hombre y su hermano eran enormes. Si les colocaban en el tercer nivel, ¿qué aspecto tendrían los de los dos primeros?
– Yo estoy en el cuarto. Me llamo Josep Álvarez y éste es Francesc Valls, que se está preparando para ser nuestro enxaneta.
– ¿El enxaneta? Ah, es un trabajo muy importante. Nadie puede ganar una competición de castillos sin un excelente enxaneta para llegar a la cumbre -dijo Fuxá a Francesc. Éste le contestó con una sonrisa-. Bueno, que tenga buena suerte hoy.
– Gracias, señor. ¿Le interesa comprar mi vino?
– Es demasiado caro. Soy un pescador que ha de trabajar mucho, señor Álvarez, no un rico viticultor de Santa Eulalia -respondió Fuxá con buen humor antes de regresar a su caseta.
Josep llenó el cubo con agua de la fuente pública y lo colocó en el fondo del carromato.
– Tu trabajo será aclarar las copas cuando alguien pruebe el vino -dijo.
Francesc asintió.
– ¿Y ahora qué hacemos, Josep?
– ¿Ahora? Esperar -contestó éste.
El chico volvió a asentir y se quedó sentado con expresión expectante, sujetando una taza en cada mano.
El tiempo pasaba muy despacio.
Había mucho ajetreo en los callejones interiores del mercado, pero poca gente caminaba hasta la última fila, en la que estaban aún vacíos la mayor parte de los espacios.
Josep miró hacia el puesto de comida, donde una mujer corpulenta compraba una ración de tortilla.
– ¿Una botella de buen vino, señora? -la llamó, pero ella negó con la cabeza y se alejó.
Pocos minutos después, dos hombres compraron calamar y se lo comieron de pie ahí mismo.
– ¿Una buena botella de vino? -exclamó Josep, y se acercaron caminando hasta su carro.
– ¿Cuánto? -preguntó uno, sin dejar de masticar.
Cuando Josep le dijo el precio, el hombre tragó lo que mascaba y meneó la cabeza.
– Demasiado -dijo.
Su compañero se mostró de acuerdo y ambos se dieron la vuelta.
– Pruébenlo antes de irse.
Josep desenvolvió una botella y buscó su sacacorchos. Sirvió el vino cuidadosamente en las dos tazas, una cuarta parte de la dosis normal para una copa.
Los hombres aceptaron las tazas y bebieron en dos lentos tragos.
– Bueno -dijo uno de ellos a regañadientes.
Su amigo gruñó.
Se miraron.
– Si nos da un precio mejor, podríamos llevarnos una botella cada uno.
Josep sonrió, pero negó con la cabeza.
– No, no puedo.
– Entonces…
El hombre se encogió de hombros y su compañero meneó la cabeza mientras ambos devolvían las tazas.
Frederic Fuxá lo había visto todo desde su caseta y le guiñó un ojo con tristeza. «¿Lo ves? ¿No te lo había dicho?»
– Ya puedes hacer tu trabajo -dijo Josep a Francesc.
El muchacho abrió la boca en una gran sonrisa y enjuagó las tazas usadas en el cubo de agua.
Al cabo de una hora habían dado a probar otras cuatro muestras, pero no habían vendido nada y Josep empezaba a preguntarse si funcionaría el plan de vender el vino en el mercado.
Sin embargo, los dos primeros en probarlo volvieron del paseo.
– Estaba bueno, pero no estamos seguros -dijo uno de ellos-. Necesito otro traguito.
Su compañero estuvo de acuerdo.
– Ah, lo siento. Sólo puedo dar una muestra a cada cliente -contestó Josep.
– Pero luego… podríamos comprarte el vino.
– No. Lo siento, de verdad.
El hombre parecía molesto, pero su compañero intervino:
– No pasa nada. Me voy a quedar una botella.
El primero suspiró.
– Yo también me llevo una -dijo al fin.
Josep les pasó dos botellas envueltas en periódico y aceptó su dinero con manos temblorosas, sintiendo que le subía la sangre a la cara. Llevaba toda la vida acostumbrado a que su familia produjera un vino que luego recogía Clemente Ramírez, en una rutina constante y anodina. Pero aquélla era la primera ocasión en que alguien le compraba su vino por elección y le pagaba un dinero por haber conseguido una cosecha deseable.
– Gracias, señores. Espero que disfruten con mi vino -les dijo.
Frederic Fuxá lo había escuchado todo desde su caseta y se acercó al carro para felicitar a Josep.
– La primera venta del día. Pero… ¿te importa que te dé un consejo?
– Claro que no.
– Mi hermano y yo venimos desde hace diecinueve años. Somos pescadores y capturamos nosotros mismos todo lo que cocinamos en el mercado. Nos conoce todo el mundo y no necesitamos demostrar que nuestra comida es fresca y buena. En cambio, usted es nuevo en el mercado. Aquí la gente no lo conoce. ¿Qué pierde por regalar una segunda muestra de vino?
– Sólo puedo regalar dos botellas en total -explicó Josep-. Si no consigo vender todas las demás, tendré un problema terrible.
Fuxá apretó los labios y sonrió. Como hombre de negocios, podía entender la situación sin necesidad de más palabras.
– Me gustaría probar su vino, señor.
Josep vertió vino en las dos tazas.
– Llévele una a su hermano.
Frederic le compró dos botellas y luego Efrén Fuxá fue a por otra.
Media hora después llegaron dos hombres y una mujer a la caseta de comidas.
– Hola a los Bocabella. ¿Qué tal va hoy por vuestra zona? ¿Vendéis mucho? -preguntó Efrén.
– No va mal -contestó la mujer-. ¿Y vosotros?
Efrén apretó los labios y asintió.
– Nos han contado que alguien da muestras de vino -dijo uno de los hombres.
Frederic señaló hacia el carro de Josep.
– Bueno de verdad. Nosotros se lo acabamos de comprar para la Semana Santa.
Se acercaron y pidieron probarlo. La mujer chasqueó los labios.
– Muy bueno. Pero nuestro tío hace vino.
– Aaaarg. El vino que hace el tío no te lo beberías si no estuviera él delante -terció uno de los hombres, y se echaron a reír los tres.
Compraron una botella cada uno.
Frederic los miró alejarse.
– Ésa ha sido una venta afortunada. Son primos, agricultores de una familia importante de Sitges y les encanta hablar. En los días de mercado se turnan para hablar con otros vendedores e intercambiar cotilleos. Mencionarán su vino a mucha gente.
Durante la siguiente hora, media docena de personas probaron el vino sin comprar. Luego llegaron dos mercaderes a la vez, y un tercero se acercó mientras éstos probaban el vino. Josep se había dado cuenta de que los compradores del mercado tendían a detenerse donde veían que ya había gente, acaso por la necesidad humana de investigar aquello que parece agradable a los demás. En ese momento funcionó, porque se formó una corta hilera de clientes detrás de aquellos mercaderes, y la cola ya no se deshizo durante varias horas.
A media tarde, cuando Josep y Francesc consiguieron comerse el pan con chorizo, aquél había cambiado dos veces el agua en que aclaraban las tazas y al final había optado por vaciar el cubo. Pese a la norma de impedir que se repitieran las pruebas, había gastado ya las dos botellas que tenía previsto destinar a tal uso y aún le quedaban nueve por vender. Sin embargo, a esas alturas el rumor acerca de la presencia de un vendedor de vino en el mercado ya había circulado, y Josep vendió su última botella a última hora de la tarde, varias horas antes del cierre del mercado. Compró a Francesc un plato de calamares para celebrar la victoria y, mientras el muchacho se lo comía, él se fue a ver a un vendedor de objetos de segunda mano y le compró cuatro botellas de vino vacías.
De camino a casa, Francesc se sentó en el regazo de Josep y éste le enseñó a sostener las riendas. El niño se durmió mientras conducía. Durante media hora, Josep condujo el carro con aquella figurita huesuda pegada al pecho; luego, Francesc se despertó lo suficiente para que lo cambiara de sitio y durante el resto del viaje durmió entre mantas en la parte trasera del carro, junto a las botellas vacías.
El domingo volvió a entrar el abogado con el caballo gris en la viña, y esta vez iba con Donat.
El abogado se quedó sentado en el carro y no miró a Josep, quien notó que llevaba un maletín de cuero en el asiento. Pensó que sin duda contendría papeles que pensaban entregarle para tomar posesión de las tierras por impago.
El hermano lo saludó con nerviosismo.
– ¿Tienes el dinero, Josep?
– Lo tengo -contestó en voz baja.
Tenía los billetes contados y listos para ellos, de modo que salió de casa con sus propios papeles, recibos aparte por cada uno de los dos pagos que se había saltado y un tercero para el que se cumplía ese mismo día. Se los dio a Donat y éste los pasó al abogado tras leerlos rápidamente.
– ¿Carles?
El abogado los leyó, se encogió de hombros y asintió. Sin duda estaba decepcionado, pero se esforzó por mantener un rostro inexpresivo.
En cambio, el de Donat expresaba un inconfundible alivio mientras aceptaba y contaba el dinero. Josep sacó plumilla y tinta y Donat firmó los tres recibos.
– Lamento todo este follón, Josep -dijo, pero su hermano no respondió.
Donat se dio la vuelta y echó a andar hacia el carro, pero luego se detuvo y volvió atrás.
– No es una mala mujer. Ya sé que lo parece. Lo que pasa es que a veces nuestra situación la supera.
Josep se dio cuenta de que al primo de Rosa no le gustaban las disculpas; la desaprobación había sustituido a la inexpresividad en su rostro.
– Adiós, Donat -dijo, al tiempo que su hermano asentía y montaba en el asiento al lado de Carles Sert.
Josep se quedó junto a la casa, viéndolos partir. Le pareció extraño poder sentirse bien y mal al mismo tiempo.