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Limpiar el nido

Aunque a Josep le molestaban las muestras del desaliño con que Donat se había ocupado de la casa, a la hora de ponerse a trabajar lo que le atrajo no fue el interior del edificio, sino la viña. Desbrozó las malas hierbas y podó las cepas, el mismo trabajo que había hecho en su etapa final en el viñedo de los Mendes, mucho más grande. Le proporcionaba un placer sobrecogedor hacer en aquella parcela de tierra pequeña y destartalada, que pertenecía a su familia desde hacía ciento ocho años, lo mismo que, en su última etapa en Francia, había hecho bien y con orgullo a cambio de un sueldo. En tiempos lejanos de la agricultura en España, sus ancestros habían sido siervos primero, y más adelante jornaleros, en los campos de cultivo de la Galicia asediada por la pobreza. En el año 1766 las cosas cambiaron para la familia Álvarez cuando el rey Carlos III se dio cuenta de que gran parte del campo se mantenía en barbecho y sin trabajadores, mientras que en las aldeas se apiñaba la gente desposeída de tierras: gente descontenta y, por lo tanto, políticamente peligrosa. El Rey había nombrado entonces al conde Pedro Pablo de Aranda, un líder militar que se había distinguido como capitán general de los ejércitos, para supervisar un programa ambicioso de reforma de la tierra que consistía en parcelar y redistribuir tierras públicas, así como algunas extensiones que habían pasado a ser propiedad de la Corona al comprar vastos terrenos de los que se deshacía la Iglesia.

Una de las primeras transacciones de esa clase incluía 51 hectáreas de montes aislados y ondulados junto al río Pedregós, en Cataluña. Eran tierras deshabitadas y Aranda ordenó que se dividieran en doce secciones de cuatro hectáreas cada una, quedando las tres sobrantes alrededor de un pequeño edificio de piedra, el priorato de Santa Eulalia, abandonado desde hacía mucho tiempo, y designado por él como iglesia local. Como receptores de las tierras, el capitán general escogió a doce combatientes veteranos retirados, sargentos ancianos que habían dirigido tropas bajo su mando. En su juventud, todos ellos habían luchado en escaramuzas y en insurrecciones sangrientas. A todos aquellos sargentos se les debían pagas atrasadas. No eran grandes cantidades, pero sumadas alcanzaban un monto respetable. Salvo por pequeñas prestaciones entregadas a cada nuevo agricultor para que pudiera plantar el primer cultivo, los pactos de entrega de las tierras implicaban la renuncia a reclamar aquellos pagos atrasados, consecuencia derivada del programa que complacía mucho a Aranda en un año de dificultades financieras para la Corona.

Sólo una de las doce parcelas destacaba verdaderamente por su potencial como tierra de cultivo. Ese único campo bueno estaba situado en el rincón del sudoeste del nuevo pueblo, en el antiguo curso del río. Durante siglos, en los raros años de abundancia de agua, las corrientes crecidas habían arrastrado las capas superiores del suelo de la parte anterior de su curso y las habían depositado en un recodo del río, creando así una espesa capa de rica tierra de aluvión. El primer beneficiado que inspeccionó la nueva aldea fue Pere-Felip Casals, quien escogió aquel rincón fértil con entusiasmo y sin ninguna duda, asegurando así una prosperidad que había conferido a sus descendientes el suficiente poder político para convertirse, una generación tras otra, en alcaldes de Santa Eulalia.

El abuelo de Josep, José Álvarez, fue el cuarto soldado retirado que inspeccionó Santa Eulalia y aceptó las tierras. Soñaba con convertirse en un próspero granjero de trigo, pero tanto él como los demás sargentos, todos de origen campesino, eran capaces de reconocer un buen suelo y habían comprobado que todas las tierras restantes eran pizarrosas o estaban llenas de tierra caliza, un medio calcáreo y pedroso.

Hablaron mucho y con gravedad acerca de aquel asunto. Pere-Felip Casals había empezado ya a plantar patatas y cebada en su parcela fértil. Los demás sabían que tendrían que pasar penurias:

– No hay muchos cultivos que puedan prosperar en una mierda tan inhóspita como ésta -dijo un cansino José Álvarez. Los demás sargentos estaban de acuerdo.

Desde la primera plantación, todos ellos habían cultivado una planta que prosperaba bajo el sol ardiente del verano y se renovaba en el descanso ofrecido por los suaves inviernos del norte de España. Una planta que podía hundirse en aquella tierra seca y pedregosa hasta que sus raíces lograran chupar y tragar la exigua humedad que hubiera retenido la tierra.

Todos plantaron vides.


La reforma de la tierra no llegó muy lejos. Pronto, la Corona decidió apoyar un sistema que concedía grandes extensiones a terratenientes que a su vez arrendaban fragmentos minúsculos a campesinos indigentes. Al cabo de menos de dos años, Aranda había dejado ya de regalar tierras, pero los campesinos de Santa Eulalia habían recibido sus títulos formales y eran, por lo tanto, propietarios.

Ahora, más de un siglo después del reparto de tierras, menos de la mitad de las parcelas de Santa Eulalia pertenecían todavía a los descendientes de aquellos soldados jubilados. Las demás las tierras se habían vendido a propietarios que las dejaban en manos de los payeses, cultivadores de viñas que pagaban por el uso de aquellos pedazos de tierra. Las condiciones de vida apenas diferían entre quienes poseían las tierras y quienes las habían arrendado, salvo en que -además de ocuparse de tierras más extensas- los que tenían título de propiedad disfrutaban al menos de la seguridad de que no había un dueño que pudiera subirles el arriendo y obligarlos, en consecuencia, a abandonar la tierra. Con las rodillas hincadas en el suelo para arrancar las malas hierbas, Josep hundió los dedos en la arcilla cálida y llena de guijarros y bendijo la sensación que le producía el tacto arenoso bajo las uñas. «Esta tierra.» Qué maravilla ser el dueño de aquella extensión, desde la superficie tostada por el sol hasta cualquier profundidad que pudiera alcanzarse con una pala. No le importó que esa tierra produjera vino amargo en vez de trigo. Ser propietario implicaba poseer un fragmento de España, un pedazo del mundo.


A última hora de la tarde entró en la casa y empezó a ponerla en condiciones. Sacó los platos y cubiertos sucios y los fregó para arrancarles la suciedad y el moho, primero con un puñado de arena y luego con agua jabonosa. Dio cuerda al reloj francés y, para ponerlo en hora, recordó la última que había visto en el reloj de la tienda de Nivaldo y le sumó los minutos que calculaba haber tardado en llegar a casa. Luego barrió los suelos, aquella tierra apisonada que los Álvarez habían ido puliendo con sus pisadas durante un siglo. Se dijo que al día siguiente iría a lavar su ropa al Pedregós, así como toda la ropa sucia que había dejado Donat. Era consciente de que su cuerpo apestaba. El aire no era ya muy cálido, pero Josep necesitaba concederse el lujo de un baño completo. Al recoger la escoba se dio cuenta de que los mangos de madera de los aperos de la viña estaban secos y se tomó el tiempo necesario para engrasarlos cuidadosamente. Sólo entonces, con el sol ya en retirada, se permitió coger la exigua pastilla de jabón oscuro y encaminarse hacia el río.

Al pasar por el terreno de los Torras vio que aún lo cultivaba alguien, aunque con pocos cuidados. Las vides, muchas de ellas sin podar, parecían pedir fertilizante a gritos.

El siguiente viñedo era el que había pertenecido antaño a Ferran Valls. Había cuatro olivos grandes y retorcidos al borde de la carretera, con raíces gruesas como un brazo de Josep. Un crío jugaba entre las raíces del segundo árbol.

El muchacho lo miró acercarse. Era un crío hermoso, de ojos azules y cabello oscuro, con unos brazos finos, huesudos y bronceados. Josep se fijó en que llevaba el pelo muy largo, casi como una niña.

Se detuvo y carraspeó.

– Buenas tardes. Supongo que eres Francesc. Yo soy Josep.

Sin embargo, el niño se levantó de un salto y se escabulló por detrás de los árboles. Corría un tanto ladeado; algo le pasaba en las piernas. Al pasar junto al último árbol, Josep obtuvo una mejor vista de la viña y pudo comprobar que el muchacho progresaba torpemente hacia una figura que trabajaba entre las vides con su azada.

Maria del Mar Orriols. La llamaban Marimar. «La muchacha a la que recordaba como novia de Jordi es ahora su viuda», pensó. Y se sintió extraño.

Cuando el muchacho señaló hacia él, la madre detuvo su actividad y miró fijamente al hombre que se acercaba por el camino. Parecía más fornida de lo que él recordaba, casi como un hombre, salvo por el vestido manchado y el pañuelo que le cubría la cabeza.

– ¡Hola, Maria del Mar! -saludó.

Sin embargo, ella no respondió. Era obvio que no reconocía su figura. Josep se detuvo y esperó un momento, pero ella no dio un paso hacia él, ni le habló ni dio muestra alguna de desear que se acercara.

Josep se despidió con la mano y siguió andando hacia el río. Al final del terreno de Maria del Mar, un recodo en el camino le llevó hacia la orilla del Pedregós, donde ella no podía verle.

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