El primer otoño tras su regreso a casa, Josep sintió una nueva felicidad cuando las vides de Santa Eulalia empezaron a cambiar. Era algo que no ocurría cada año y él no sabía qué provocaba aquella transformación: ¿las cálidas tardes de finales de otoño en España, sumadas a las noches más frías? ¿Cierta combinación del sol, el viento y la lluvia? Fuera lo que fuese, aquel octubre volvió a pasar y algo en su interior reaccionó al cambio. Las hojas de Tempranillo adquirían de pronto una variedad de tonos que iba del naranja al rojo brillante; las de Garnacha, de un verde resplandeciente, se volvían amarillas con los peciolos marrones; en las de Samso la hoja aumentaba el verdor y el peciolo se volvía rojo. Parecía como si las viñas desafiaran la muerte cercana, aunque para él era sólo un nuevo principio y se dedicaba a caminar entre las hileras dominado por un quedo entusiasmo.
Su primer cultivo propio en sus propias tierras fue mayor y más pesado de lo habitual en aquellas viñas apretujadas de su padre, pues muchas de las uvas adquirieron el grosor de un pulgar, con un oscuro color morado, y en todas las variedades estallaba el jugo aportado por la abundancia de lluvias caídas exactamente en los momentos menos apropiados. A los campesinos que vendían su vino joven a granel y bien barato no les importaba demasiado que el mosto fermentado no fuera exactamente maravilloso. Nivaldo hacía buen negocio en la tienda y aquellos con quienes Josep se cruzaba en el pueblo parecían sonreír más de lo habitual y caminaban con pasos enérgicos.
Josep habló con Quim Torras sobre la posibilidad de organizarse para trabajar juntos en la cosecha, y el vecino se encogió de hombros:
– ¿Por qué no?
Tras mucha reflexión e indecisión, también se atrevió a entrar en el viñedo de los Valls, más allá del de Quim, y a hacer la misma proposición a Maria del Mar. Tardó bien poco en estar de acuerdo y, tanto por su afán como por el modo en que se le despejaba la cara, Josep supo que la perspectiva de cosechar y pisar la uva sin ayuda se le hacía muy dura.
De modo que los tres se pusieron a recoger la uva en equipo, sorteando a la carta más alta el orden en que abordarían las viñas. Quim sacó la jota de corazones, Maria del Mar el nueve de picas y Josep el siete de diamantes, de modo que corría el mayor riesgo de que una tormenta tardía de granizo, o una lluvia muy fuerte, le estropeara la fruta sin darle tiempo a pasarla por la prensa.
Sin embargo, el tiempo aguantó y empezaron a vendimiar las uvas de Quim. Aunque los tres tenían la misma extensión de tierra, la de los Torras dio una cosecha más ligera. Como agricultor, era malo y perezoso. Los hierbajos asfixiaban las vides y él siempre tenía algo que hacer que le impedía tomar la azada: pasear y jugar con su buen amigo, el padre Ricardo, o vadear el río para comprobar cuánto había bajado el agua, o sentarse en la plaza y discutir sobre lo que convenía hacer para arreglar la fea puerta de la iglesia. La mitad de sus cepas eran de Garnacha, vides muy viejas que daban una uva negra muy pequeña. Cuando Josep arrancó algunas para saciar la sed le pareció que el sabor era profundo y delicioso, pero notó que Maria del Mar se esforzaba por disimular el desdén cuando las miraba. Los tres vecinos ignoraron la asfixiante abundancia de malas hierbas; cortaron los racimos y empujaron las escasas carretillas de fruta hasta la prensa comunitaria, y Quim se dio por satisfecho.
El viñedo de Maria del Mar tenía aún mejor aspecto que cuando era Ferran Valls quien lo trabajaba, pese a que el difunto marido había sido un buen peón. Josep había arado los caminos entre las vides con la mula y Maria del Mar se había encargado de mantener las hileras libres de malas hierbas con su azada. Obtuvo una buena cosecha de uvas y trabajaron mucho para recolectarla. Francesc, tan joven que apenas recordaba nada de la cosecha del año anterior, caminaba entre ellos mirándolo todo. En más de una ocasión su madre le habló con brusquedad.
– No pasa nada con el niño, Marimar. A mí me gusta que esté por aquí -le dijo Quim Torras, exhibiendo su sonrisa fácil mientras vaciaba una cesta en la carretilla.
Ella no le devolvió la sonrisa.
– Tiene que aprender a no pisotearlo todo.
No mimaba a Francesc, pero Josep la había visto abrazarlo y hablarle con ternura. Pensó que se las arreglaba muy bien para criar al muchacho sin un padre y sin dejar de trabajar constantemente con dureza.
Poco después, cuando Quim se fue a su retrete, Josep se dirigió a ella:
– Me han dicho que el comprador de vino te tima.
Agachada sobre una parra sobrecargada de fruta, ella estiró la espalda y lo miró sin ninguna expresión.
Josep siguió adelante:
– Bueno. Cuando Clemente Ramírez venga a Santa Eulalia con sus barriles de vinagre vacíos, me gustaría decirle que he comprado la tierra de los Valls, además de las viñas de mi padre. Así, tendrá que pagar la tarifa normal por tu vino.
– ¿Y por qué quieres hacer eso?
Josep meneó la cabeza y se encogió de hombros.
– ¿Y por qué no?
Ella lo miró directamente a los ojos y le hizo sentir incómodo.
– No quiero nada a cambio -dijo con brusquedad-. Ni dinero ni… nada. Clemente es malvado. Me haría feliz hacerle pagar.
– ¡Soy tan buena campesina como cualquier hombre! -dijo ella con amargura.
– Mejor que muchos. Cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver cuánto trabajas y lo bien que te va.
– Vale -dijo ella al fin, y se dio la vuelta.
Josep sintió un curioso alivio al volver al trabajo, aunque pensó con amargura que no hubiera estado de más una simple palabra de agradecimiento.
Dos días después, por la mañana llovió durante varias horas cuando empezaban a recolectar la cosecha de Josep, pero no era más que una suave humedad que perlaba las uvas y las embellecía. Los tres vecinos colaboraron con amabilidad, familiarizados ya con sus respectivos ritmos. Acostumbrado a trabajar solo, Josep casi lamentó que todos sus racimos hubieran pasado ya por la gran prensa y el mosto estuviera a salvo en las viejas cubas de fermentación del cobertizo que quedaba detrás de su casa. Dio las gracias a sus vecinos y se dijo que tanto él como sus pequeñajos habían tenido un buen comienzo.
Cuando Ramírez y sus dos ayudantes aparecieron con su gran carromato cargado de toneles, el comprador de vino se mostró torpe en sus palabras de condolencia y efusivo al felicitar al nuevo dueño del viñedo.
Josep le dio las gracias.
– De hecho, también me he quedado la viña de los Valls.
Clemente echó atrás la cabeza y lo miró fijamente, con los labios apretados.
Josep asintió.
– Ah… ¿Tú y ella…?
– No. Le he comprado la viña.
– Y entonces, ¿adónde irá ella?
– A ningún lado. Seguirá cultivando uva aquí.
– Ah. ¿O sea que trabajará para ti?
– Eso es.
Clemente lo miró de soslayo y sonrió. Abrió la boca para decir algo más, pero captó algo en el rostro de Josep.
– Bueno -concluyó-. Voy a vaciar primero estas cubas. Tendré que hacer varios viajes y luego hay que ir a la viña de los Valls. Será mejor empezar a bombear el mosto, ¿eh?
A mediodía, cuando él y sus hombres estaban sentados a la sombra del carromato masticando pan, Josep pasó a su lado.
– ¿Sabías que en una de las cubas hay un trozo de madera podrido? -le comentó con alegría.
– No -contestó Josep.
Clemente se lo enseñó, en unos cuantos listones de la cuba de roble. Era normal que no lo hubieran visto, pues toda la madera estaba oscurecida por el paso del tiempo.
– Puede que aguante sin gotear una o dos temporadas más.
– Eso espero -respondió Josep, en tono sombrío.
Maria del Mar, ocupada en sus viñas cuando llegaron a la tierra de los Valls, los saludó con un movimiento de cabeza y siguió trabajando.
Tras cargar el último mosto de las cubas, Ramírez dejó sus caballos a un lado de la carretera, y él y Josep se apoyaron en el carromato para arreglar sus asuntos. Josep repasó las cuentas varias veces antes de aceptar el fajo de billetes.
Unas cuantas horas después, cuando llegó al viñedo de los Valls, Maria de Mar seguía arrodillada en medio de una hilera de vides.
Josep puso mucho cuidado en apartar correctamente la parte de dinero que le correspondía a ella. Marimar asintió sin mirarlo y aceptó los billetes con un silencio que él entendió como una prueba más de su rabia y frialdad, tras lo cual murmuró una despedida y se alejó.
A la mañana siguiente, al salir de casa para empezar la jornada estuvo a punto de tropezar con algo que alguien había dejado ante su puerta. Era un plato grande y llano, lleno de tortilla de patatas, caliente todavía, tan recién hecha que aún olía a cebolla y a huevo. Un trozo de papel, sujeto con una piedra pequeña, descansaba sobre la tela limpia que envolvía la tortilla.
Por un lado del papel había un recibo en el que constaban los 92 céntimos que el marido de Marimar había pagado por un rastrillo de hoja estrecha en una tienda de Vilafranca.
En el centro del dorso había seis palabras garabateadas con la caligrafía apretujada e inclinada, propia de una mujer que raramente necesitaba escribir:
Gracias de parte de los dos.
Una mañana de invierno, Josep iba cargando tres cubos en cada mano para fregarlos en el río cuando vio a Francesc sentado al sol en la parte delantera de la propiedad de su madre.
Al muchacho se le iluminó la cara:
– ¡Hola, Josep!
– Hola, Francesc. ¿Qué tal estás hoy?
– Estoy bien, Josep. Esperando que maduren las olivas para poder escalar los árboles otra vez.
– Ya lo veo -contestó Josep con gravedad.
Quienes cultivaban aceitunas de variedades tempraneras llevaban recogiéndolas desde noviembre o diciembre, pero aquéllas eran tardías. Los grandes olivos se cargaban mucho de frutos sólo cada seis o siete años, y éste era uno de los que apenas tendrían una exigua recolecta de olivas cuyos colores iban del verde claro a un morado negruzco cuando maduraban. No eran para hacer aceite, sino para comer. Maria del Mar había extendido unas telas debajo de cada árbol para capturar las que maduraban y caían al suelo, y luego usaría un palo para varear y recoger las que quedaran en los árboles. Era el modo más eficaz de recogerlas cuando ya estaban listas para conservar en sal o en salmuera, pero a Josep se le ocurrió que aquel proceso de maduración tenía que resultar de una lentitud mortificante para un muchacho que se moría de ganas de trepar por los olivos.