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Compañeros de viaje

Encontró de nuevo las vías del tren en Perpiñán. Era una ciudad de edificios imponentes, muchos de ellos medievales, coloreados de un rojo oscuro por los finos ladrillos que se usaban para su construcción. Había un barrio de casas elegantes junto a partes miserables de calles estrechas llenas de desperdicios y con coladas tendidas, madrigueras de gitanos y gente pobre. También tenía una catedral imponente, en uno de cuyos bancos pasó Josep la noche. Al día siguiente dedicó toda la mañana a entrar en tiendas y cafés para preguntar si había trabajo, siempre sin éxito.

A primera hora de la tarde salió de la ciudad siguiendo las vías del tren hasta que encontró un lugar adecuado, y allí se quedó esperando. Cuando apareció un tren de carga, el ritual ya le pareció de lo más natural. Escogió un vagón con la puerta parcialmente abierta y se subió a pulso.

Al ponerse en pie vio que ya había cuatro hombres en el vagón.

Tres de ellos se apiñaban en torno al cuarto, que yacía en el suelo.

Dos de los que permanecían de pie eran fuertes, con grandes cabezas redondas; el tercero era de estatura mediana, flaco, con un rostro ratonil.

El del suelo estaba postrado a cuatro patas. Uno de los gigantones, con los pantalones bajados, le agarraba la nuca con una mano, y con la otra, por debajo, le alzaba las nalgas desnudas.

En aquel primer instante, Josep los vio como si fueran un retablo. Los que estaban de pie lo miraron asombrados. El del suelo era más joven que los demás, acaso de la misma edad que él. Josep notó que tenía la boca abierta y el rostro contorsionado, como si gritara en silencio.

El que tenía agarrado al joven no lo soltó, pero los otros dos se volvieron hacia Josep, quien también se dio la vuelta.

Y saltó por la puerta.

No estaba preparado para aquel salto. Cuando sus pies tocaron el suelo había perdido ya el equilibrio y sintió como si la tierra lo golpeara con dureza. Cayó de rodillas y luego golpeó el suelo con el estómago y resbaló sobre las cenizas acumuladas junto a las vías. La caída lo había dejado sin aire hasta tal extremo que durante unos segundos aterradores tuvo que boquear en busca de oxígeno.

Luego no pudo más que permanecer tumbado en el suelo mientras los vagones pasaban con su traqueteo.

El tren entero fue pasando y se alejó mientras Josep maldecía en su interior a Guillem por haberlo dejado solo y vulnerable. Primero desapareció el ruido de la locomotora, y luego los chasquidos de los vagones se suavizaron y se desvanecieron en la lejanía.

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