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Monsieur

A principios de septiembre había aparecido bastante gente en busca de la bodega para comprar vino, y cuando Josep vio que un jinete entraba en su viña desde el camino creyó que se trataba de otro cliente. Pero al acercarse vio que el hombre tiraba de las riendas para examinar el cartel.

Y entonces reconoció su cara, que lucía una sonrisa bien amplia.

– ¡Monsieur! ¡Monsieur! -lo llamó.

«¡El señor Mendes podrá probar mi vino!», pensó de inmediato, con una mezcla de alegría y terror.

– Señor -le respondió Mendes.


Le encantaba poder presentar a Maria del Mar y a Francesc a Léon Mendes.

Había hablado mucho de él con su esposa y ella sabía lo que el francés significaba para él. Una vez hechas las presentaciones, Marimar se llevó a Francesc de la mano y corrió a la granja de los Casals a comprar un pollo, así como a la tienda de comestibles en busca de otros ingredientes, consciente ya de que se iba a pasar la tarde entera preparando la cena.

Josep desensilló el caballo. Cuando él estaba en Languedoc, monsieur Mendes llevaba una muy buena yegua árabe negra. Ésta también era yegua, pero se trataba de un animal marrón, de lomo jorobado y dudoso linaje, un caballo propio de sirvientes, alquilado por Mendes en Barcelona al bajar del tren. Josep se encargó de alimentarlo y darle agua. Puso dos sillas a la sombra y llevó a su visitante unos trapos mojados para que se humedeciera la cara y las manos y se quitara el polvo del camino.

Luego sacó un cántaro y dos tazas, se sentaron los dos a beber agua y empezaron a charlar.

Josep le contó a Mendes la historia de cómo había conseguido su viñedo. Que su hermano y su cuñada habían decidido vender la tierra de los Álvarez y él la había comprado. Explicó que el vecino, poseído de amor, le había forzado a asumir la responsabilidad de las tierras contiguas, de los Torras, y que al casarse con Marimar habían fundido sus propiedades.

Mendes lo escuchaba con atención y hacía alguna que otra pregunta, con los ojos abiertos de satisfacción.

Josep no quería abalanzarse sobre el francés sin darle antes la bienvenida durante el tiempo suficiente, pero le resultó imposible contenerse más.

– ¿Una copa de vino, tal vez? -preguntó.

Mendes sonrió.

– Una copa de vino será bienvenida.

Sacó dos copas y fue corriendo a la bodega en busca del vino. Mendes miró la etiqueta y enarcó las cejas mientras le devolvía la botella para que la abriese.

– A ver qué le parece, monsieur -dijo Josep, mientras lo servía.

Ni se les ocurrió brindar por su recíproca salud. Ambos sabían que se trataba de una cata.

Mendes alzó el vaso para observar el color del vino, lo movió trazando leves círculos y estudió los finos rastros translúcidos que dejaba el líquido en el cristal al arremolinarse. Lo acercó a la nariz y cerró los ojos. Bebió un sorbo, conservó el vino en la boca e inspiró con los labios un poco abiertos para que el aire lo atravesara de camino a la garganta.

Luego se lo tragó y se quedó sentado con los ojos cerrados, el rostro pétreo y muy serio. Josep no podía adivinar casi nada por su expresión.

Abrió los ojos y bebió otro trago. Sólo entonces miró a Josep.

– Ah, sí -dijo suavemente.


– Es muy delicado, como sin duda sabrás ya. Es intenso y afrutado, y al mismo tiempo bastante seco. ¿La uva es Tempranillo?

Josep estaba exultante, pero se limitó a asentir como quien no quiere la cosa.

– Sí, nuestra Tempranillo. Y algo de Garnacha. Y una cantidad menor de Cariñena.

– Tiene mucho cuerpo, pero es elegante y conserva el espíritu mucho después de tragarlo. Si yo hubiera hecho este vino, estaría enormemente orgulloso -dijo Léon Mendes.

– En cierta medida sí que lo ha hecho usted, monsieur -respondió Josep-. He intentado recordar cómo lo hacía, paso a paso.

– En ese caso, estoy orgulloso. ¿Lo vendes?

– Claro, por Dios.

– Me refiero a que me lo vendas a mí, a granel.

– Sí, monsieur.

– Enséñame tu viña -pidió Mendes.


Recorrieron juntos las parras, y recogieron de vez en cuando una uva para probar su creciente madurez y comentar cuál sería el momento óptimo de vendimia. Cuando llegaron a la puerta encajada en el monte, Josep la abrió e hizo entrar a su invitado.

A la luz de la lámpara, Léon Mendes estudió hasta el último detalle de la bodega.

– ¿La has cavado tú solo?

– Sí.

Josep le contó el descubrimiento del agujero en la roca.

Mendes miró los catorce barriles de cien litros, más los tres de 225.

– ¿Es todo el vino que has hecho?

Josep asintió.

– Para financiar esto tuve que vender el resto de la uva para hacer vinagre.

– ¿Has hecho una segunda etiqueta?

– Sólo un barril. -Guardaba una taza encima del barril para sacar vino y, para darle una muestra a Mendes, tuvo que inclinar el tonel-. Ya sólo quedan los restos -advirtió.

Sin embargo, Mendes lo cató con atención y proclamó que se trataba de un vin ordinaire perfectamente correcto.

– Bueno, volvamos a nuestras sillas a la sombra -dijo-. Tenemos mucho de qué hablar.


– ¿Has vendido algo de tu vino bueno?

– Relativamente pocas botellas hasta la fecha en el mercado de Sitges, desde la parte trasera del carromato.

Cuando Josep dijo a Mendes cuánto cobraba, el hombre suspiró.

– Has rebajado un vino excelente. Bueno. -Tamborileó con los dedos sobre el muslo mientras pensaba-. Me gustaría comprarte once toneles de cien litros. Te doblaré el precio que pedías para venderlo desde tu carro. -Sonrió al ver la expresión pintada en el rostro de Josep-. No es por generosidad, es el precio de mercado. En los años que han pasado desde que te fuiste de Languedoc, la filoxera lo ha invadido todo. Esa pulguilla cabrona ha destruido tres cuartas partes de los viñedos de Francia. Hay un clamor en busca de vinos bebibles, el precio está muy alto y sigue subiendo. Después de pagar el embotellado y el transporte, podré vender tu vino con excelentes beneficios. Desde un punto de vista egoísta, podría comprarte hasta la última gota, pero te dejo lo suficiente para llenar unas 900 botellas, y deberías servirte de eso para empezar a crear una clientela en tu propio territorio.

»Para vender tu buen vino has de comprar botellas nuevas y buscar una imprenta para las etiquetas. Consigue una caseta pequeña en alguno de los mercados cubiertos de Barcelona y multiplica por dos y medio el precio que pusiste en Sitges. En Barcelona hay compradores de medios reducidos, igual que en los pueblos de pescadores, pero también hay prósperos hombres de negocios y una rica aristocracia que compra lo mejor y siempre anda en busca de algo nuevo. Venderás tu vino muy rápido. ¿Cuánto planeas prensar en la próxima cosecha?

Josep frunció el ceño.

– Un poco más que el año pasado, pero volveré a vender la mayor parte del zumo fermentado para hacer vinagre. Necesito dinero en efectivo.

– Sacarás mucho más si lo vendes para vino que para vinagre.

– No tengo suficiente dinero para pasar el año, monsieur.

– Te adelantaré el dinero que necesites para trabajar, a cambio del derecho exclusivo sobre dos tercios de tus toneles de vino. -Miró a Josep-. He de decirte que si no aceptas mi oferta, no tardarás en recibir otras. Me he encontrado con una docena de viticultores franceses que intentaban comprar vino por aquí. De ahora en adelante será muy común verlos en Cataluña y en todo el resto de España.

La mente de Josep era un torbellino.

– He de tomar decisiones importantes. ¿Le importa que le deje solo un rato y me lo piense un poco?

– Claro que no -contestó Mendes-. Daré una vuelta por el resto de tu viñedo y me entretendré.

El hombre sonrió, y Josep pensó que monsieur Mendes sabía perfectamente a qué iba a dedicar él aquel intervalo.


La casa olía a ajo, hierbas y guiso de pollo.

Josep encontró a Marimar en la cocina, desvainando judías y con un copo de harina en la nariz.

– Ángel sólo ha querido venderme una vieja gallina que ya no le pone huevos -dijo-. Pero quedará bien. La estoy estofando a fuego lento con ciruelas y un poco de vino y aceite, y luego tomaremos una tortilla de espinacas con salsa de tomate, pimienta y ajo.

Se sentó con él y escuchó atentamente su descripción de la oferta de monsieur Mendes. Le interrumpió con alguna pregunta, pero se esforzó por absorber todo lo que le contaba Josep.

– Es una oportunidad para establecernos como productores de vino. Deberíamos aprovechar la situación. La filoxera, la carestía de vino en Francia…

Josep se interrumpió y la miró.

Tenía cierta aprehensión, porque sabía que ella temía los cambios y que se sentía segura en las rutinas familiares, por dolorosas que fueran.

– Tú quieres hacerlo, ¿verdad? -dijo ella al fin.

– Ah, sí. La verdad es que lo quiero hacer.

– Entonces, lo tenemos que hacer -contestó Marimar. Y siguió desvainando judías.


Fue una cena muy agradable. Cuando el visitante felicitó a Marimar y alabó con especial calidez las pastitas que había servido con el café, ella se echó a reír y le dijo con sequedad que eran de la panadería local, cuya dueña tenía mucho talento.

Cuando Francesc, adormilado, les dio las buenas noches y se fue a dormir a su catre, la conversación retomó el asunto del vino rápidamente.

– ¿Corre peligro su viñedo? -preguntó Josep.

Mendes asintió.

– Tal vez nos alcance la filoxera el año que viene, o el otro.

– ¿No se puede hacer nada? -quiso saber Maria del Mar.

– Sí. La plaga llegó a Europa en parras importadas de América, pero hay una cepa americana cuyas raíces los áfidos no comen. Tal vez contengan algún elemento que les resulta venenoso, o a lo mejor sencillamente no les gusta su sabor. Cuando injertamos nuestras vides condenadas con esas raíces americanas, los áfidos no las atacan.

»Durante los últimos tres años he sustituido cada año el 25 por ciento de mis viñas con cepas injertadas. Para conseguir una cosecha entera hacen falta cuatro años -explicó Mendes-. Tal vez te interese reconvertir tu propio viñedo.

– Pero, monsieur…, ¿para qué íbamos a hacerlo? -preguntó Maria del Mar lentamente-. La filoxera es un problema francés, ¿no?

– Ah, madame, pronto será medio español.

– Dudo que los áfidos sean capaces de cruzar los Pirineos -opinó Josep.

– La mayoría de los expertos creen que es inevitable -contestó Mendes-. Los áfidos no son águilas, pero con sus alitas minúsculas avanzan unas veinte leguas al año. Si hay vientos fuertes, los insectos pueden esparcirse a todo lo largo y ancho del territorio. Y el hombre los ayuda con sus viajes. Cada año, mucha gente cruza la frontera. Los áfidos se esconden en cualquier lugar, bajo el collar de un abrigo o en la crin de un caballo. Tal vez, quién sabe, haya algunos ya en algún rincón de España.

– Entonces, parece que no tenemos alternativa -dijo Josep, preocupado.

Mendes asintió con lástima.

– En cualquier caso, es algo que merece la pena pensar con atención -concluyó.


Aquella noche hicieron la cama de la casa de los Valls con sábanas limpias y Mendes durmió allí. A la mañana siguiente se levantó pronto y anunció que saldría pronto hacia Barcelona para de ahí partir hacia Francia. Mientras Maria del Mar preparaba una tortilla para desayunar, Mendes y Josep pasearon juntos por la viña bajo el fresco aire de la mañana.

Josep contó a Mendes que pensaba comprar barriles de 225 litros y guardarlos a ambos lados de la bodega, en amplios estantes.

Mendes asintió.

– Eso te servirá de momento, porque me puedes enviar los barriles cuando estén llenos, en relativamente poco tiempo. Pero el precio del vino seguirá alto durante unos cuantos años y llegará un día en que querrás embotellar hasta la última gota de vino tú mismo y venderlo embotellado. Cuando eso ocurra, necesitarás cavar otra bodega en la colina, al menos del mismo tamaño que la que tienes ahora.

Josep hizo una mueca.

– Tanto cavar…

Mendes dejó de caminar.

– Hay una cosa que tienes que aprender, quizá la lección más dura e importante. A veces has de confiar en los demás para encargarles lo que quieres hacer. Cuando la viña alcanza cierto tamaño, uno no se puede permitir el lujo de hacer todo el trabajo personalmente -concluyó.


Después de desayunar, Josep ensilló el caballo de alquiler y; los dos hombres se dieron un abrazo.

– ¡Monsieur! -Marimar salió corriendo de la masía con una bolsa en la que había guardado una botella de vino bueno y una porción de tortilla para que se la comiera en el tren-. Le deseo un buen viaje de regreso, monsieur.

Léon Mendes hizo una reverencia.

– Gracias. Usted y su marido han creado una bodega maravillosa, señora.

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