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Madera

Una tarde, caminando por Santa Eulalia, vio a un grupo de muchachos que reían, se intercambiaban insultos y se peleaban por el suelo como animales. Eran jóvenes que se adentraban a trompicones en el límite de la primera juventud, niños todavía en muchos aspectos; los que no fueran primogénitos se enfrentarían bien pronto al desempleo, a la dureza de la vida y a los problemas de afrontar el futuro.

Esa noche soñó que los muchachos del pueblo se desafiaban y armaban jaleo, pero eran «sus» muchachos. Esteve, con su sonrisa retorcida; el hosco Jordi; el serio Xavier, con su cara redonda; Manel se reía de Enric mientras lo aferraba contra el suelo; Guillem, tan espabilado, los miraba a todos en silencio. Cuando se despertó, se quedó tumbado en la cama y se preguntó por qué habían desaparecido todos, por qué habían quedado para siempre como muchachos, mientras que él había sobrevivido para pasar a preocuparse de las cosas cotidianas.


Aquella tarde estaba trabajando a la vista de la carretera y, para su sorpresa y gran placer, Emilio Rivera apareció con una pequeña carreta tirada por un solo caballo.

– Vaya, ¿o sea que tenías algo de trabajo por aquí? -dijo Josep, tras el intercambio de saludos.

Rivera negó con la cabeza.

– Ha sido por el bello tiempo de primavera -dijo con algo de vergüenza-. Tras olisquear la cálida brisa del mar, sabía que no me podía quedar dentro de la tonelería. Qué diablos, he pensado, me voy a pasear por esas hermosas colinas y arreglaré esa cuba que tanto preocupa al joven Álvarez.

Cuando Josep lo acompañó ante la cuba en cuestión, Rivera la examinó y asintió. Llevaba algunos tablones en el carro, partidos con los nudos enteros y ya laminados y hendidos. Poco después, mientras retomaba su trabajo en la viña, Josep escuchó los reconfortantes ruidos de sierras y martillos que le llegaban desde el cobertizo que quedaba detrás de su casa.

Rivera tuvo que trabajar varias horas antes de salir a la viña y dar la cuba por reparada, con garantías de que no iba a perder. Teniendo en cuenta el viaje y la cantidad de horas de trabajo de aquel hombre, Josep se preparó para recibir malas noticias cuando le preguntó qué le debía, pero la respuesta lo dejó agradecido y sintió que quedaba en deuda con Rivera. Hubiera deseado cocinarle algo al tonelero como muestra de gratitud, un conejo o un pollo, pero en su defecto le ofreció lo mejor que tenía disponible, de modo que al poco estaban los dos sentados a la mesita de Nivaldo, bebiendo vino agrio con el tendero y comiéndose un buen cuenco de su guiso.

– Hay algo que me gustaría enseñarle -dijo Josep al terminar.

Se llevó a Rivera a la puerta contigua para que examinara la destrozada entrada de la iglesia.

– ¿Cuánto costaría la madera para reparar esa puerta?

Rivera gruñó:

– ¡Álvarez, Álvarez! ¿Tienes alguna propuesta que me salga rentable?

Josep sonrió.

– Tal vez algún día. Tendría que haberle servido más vino antes de enseñarle esa puerta.

– ¿Dices que sólo quieres la madera? ¿La mano de obra la ponéis vosotros?

– Sólo la madera.

– Bueno, tengo unas cuantas tablas de roble bueno. Son más caras que la plancha lisa que usamos para tu carro. Éstas hay que cepillarlas a fondo para poderlas lijar y teñir bien después, de manera que la puerta quede bonita… Pero, como se trata de una iglesia, os haré un buen precio por la madera.

– ¿Y cómo lo hago para juntar las tablas?

– ¿Que cómo las juntas? -Rivera lo miró fijamente y meneó la cabeza-. Bueno, por un poco más de dinero Juan podría cortar unos canales rectos en los costados de las planchas y hacer unas tiras de madera que se llaman espigas, del doble de anchura que los canales. Encolas un canal y le encajas la espiga. Luego, revistes el canal de otro tablón y lo encajas con la parte que aún queda libre de la espiga y lo golpeas con suavidad hasta que los bordes de los dos tablones queden bien unidos.

Josep apretó los labios y asintió.

– Luego les pones unos buenos sargentos, bien grandes, y las dejas así toda la noche, hasta que se seque la cola.

– ¿Sargentos grandes?

– Sí, grandes y fuertes. ¿Hay alguien en el pueblo que tenga sargentos grandes?

– No.

Se miraron en silencio.

– …¿Usted sí los tiene?

– Los sargentos grandes son muy caros -dijo Rivera en tono adusto-. Nunca permito que los míos salgan de la tonelería. -Suspiró-. Bueno, maldita sea. Yo los necesito durante las próximas dos semanas. Pero si pasas por la tonelería a partir de entonces… Y ven solo, por el amor de Dios, no me traigas un comité de la iglesia a la tonelería. Esa semana no me harán falta y te dejaré trabajar sin molestar, tú sólito en un rincón. Allí podrás ensamblar las tablas y terminar la puerta tú mismo. Juan y yo estaremos atentos para que no te metas en un buen lío, pero, por lo demás, no nos vas a molestar. ¿De acuerdo?

– Vale, de acuerdo, señor -dijo Josep.

Durante las cuatro semanas siguientes trabajó en su viña con nuevas energías, pues tenía que terminar el grueso de su trabajo para luego poder dedicarle tiempo a la puerta.

El día en que habían quedado salió de los altiplanos montado en Orejuda y llegó a la fábrica de toneles a mediodía.

Rivera lo recibió de malas maneras, pero a esas alturas Josep ya se había acostumbrado a su personalidad. El tonelero había cortado unas cuerdas según las medidas de la vieja puerta de la iglesia antes de irse de Santa Eulalia, y tenía cinco tablones bien cepillados y con los canales laterales listos para él, así como cuatro espigas y un recibo para que Josep lo entregara en la iglesia. El precio de las tablas era razonable, pero cuando las tuvo apiladas sobre una mesa y en un rincón, tal como había prometido, las examinó con ansiedad y se dio cuenta de que si alguna se estropeaba por su impericia, sería responsable de su desperdicio.

De todas formas, Rivera le había dejado el material de tal manera que era difícil destrozarlo. Le sorprendió el poco tiempo que le había costado unir las dos primeras tablas según las precisas instrucciones del tonelero. Tanto al amartillar la espiga, como al unirle luego el segundo tablón, tomó la precaución de interponer un pedazo de madera abollada para que absorbiera los golpes del martillo sin estropear la madera de las tablas. Rivera no le hizo ni caso, pero Juan echó un vistazo a lo que había hecho y luego le enseñó a colocar los pesados sargentos, necesarios para que las dos tablas se mantuvieran unidas bajo presión mientras se secaba la cola. Cuando Josep abandonó la tonelería aún le quedaban unas cuantas horas a la tarde.


Ahora que ya sabía cuánto rato debía trabajar cada día en la puerta, podía dedicar cinco o seis horas a su viña antes de partir hacia Sitges. Eso implicaba que normalmente ya caía el crepúsculo cuando él salía de la tonelería y montaba en Orejuda para regresar hacia el sur, pero le compensaban aquellas horas de más entre sus vides y le gustaba el regreso al pueblo bajo la oscuridad y el frío aire de la noche.

La tercera noche, al salir de Sitges la ruta lo llevó por unas casitas que se alineaban ante el mar. La mayoría eran residencias de pescadores, pero delante de algunas había mujeres que invitaban a los hombres a entrar con dulces palabras.

Era fuerte la tentación, pero también el desprecio, pues la mayoría eran recias y nada atractivas y ni siquiera sus estridentes maquillajes podían disimular los maltratos que les había dispensado la vida. Sin embargo, después de pasar junto a una de aquellas mujeres, algo de sus rasgos le despertó un recuerdo y volteó a Orejuda para regresar hacia ella.

– ¿Está solo, señor?

– ¿Renata? ¿Eres tú?

Llevaba un vestido negro arrugado que se le pegaba al cuerpo y un pañuelo negro en la cabeza. Había adelgazado y su cuerpo parecía más seductor, aunque representaba más edad de la que tenía y parecía terriblemente cansada.

– Sí, soy Renata. -Lo miró con curiosidad-. ¿Y tú quién eres?

– Josep Álvarez. De Santa Eulalia.

– De Santa Eulalia. ¿Quiere mi compañía, Josep?

– Sí.

– Pues entre en mi habitación, mi amor.

Renata lo esperó mientras ataba a Orejuda a una baranda, delante de una casa contigua, y luego Josep la siguió por unas escaleras impregnadas de olor a orina. Sentado a una mesa, al final de la escalera, había un hombre de traje blanco que hizo un gesto a Renata cuando los vio pasar.

La habitación era pequeña y estaba descuidada: un catre, una lámpara de aceite, ropa sucia apilada en los rincones.

– He pasado algunos años fuera. Al volver, te fui a buscar, pero ya no estabas.

– Sí.

Renata estaba nerviosa. Hablaba rápido y le iba. diciendo lo que le iba a hacer para darle placer. Era obvio que no se acordaba de él.

– Fui a tu casa para estar contigo, con Nivaldo Machado, el tendero de Santa Eulalia.

– ¡Con Nivaldo!

Josep había empezado a desnudarse y vio que Renata se acercaba a la lámpara.

– No, déjala encendida, por favor, así será igual que entonces -propuso.

Ella lo miró y se encogió de hombros. Se subió los bajos de la falda por encima de las caderas y se sentó a esperarlo en el catre.

– ¿No vas a quitarte el pañuelo de la cabeza, por lo menos? -dijo.

Lo había preguntado medio en broma, pero en verdad le molestaba, así que alargó un brazo hacia ella y, como la mano con que Renata pretendía evitarlo llegó tarde, le arrancó el pañuelo.

La parte delantera del cuello cabelludo era totalmente calva, brillante de sudor, mientras que el cabello del resto estaba mortecino e irregular, como si fuera tierra seca.

– ¿Qué te pasa?

– No lo sé. Alguna enfermedad sin importancia que no se te va a contagiar por estar una sola vez conmigo -dijo en tono sombrío.

Se acercó para quitarle los pantalones, pero él se apartó.

En las piernas de Renata había una erupción sanguinolenta.

– Renata… Renata, voy a esperar.

Dio otro paso atrás y vio que a ella se le contorsionaba el rostro y se le empezaban a agitar los hombros, aunque no hizo el menor ruido.

– Por favor… -Renata miró hacia la puerta-. Es que él se enfada tanto…

Josep echó mano al bolsillo y sacó todas las monedas que llevaba, y ella cerró su mano sobre la de él.

– Señor -le dijo, secándose los ojos-, esto no durará mucho. No creo que sea el chancro, pero incluso si lo fuera, es algo que se cura al cabo de uno o dos meses y luego todo queda bien, perfecto. ¿Me vendrá a ver cuando se me haya curado?

– Claro, Renata. Claro que sí.

Salió de la habitación, bajó por la escalera y, tras montar de nuevo en Orejuda, le clavó los talones para que arrancara al trote y lo llevara bien lejos del pueblo.

Cuando las juntas de la puerta quedaron terminadas, Josep dedicó horas y horas de trabajo a lijar la madera hasta que quedó una superficie lisa e ininterrumpida. Luego la tiñó de un denso y opulento verde, el único color que Rivera pudo ofrecerle, y la terminó con tres capas de barniz, pulidas una a una con una lija fina hasta que la capa final relucía como si fuera de cristal.

Llevó al pueblo la puerta ya terminada dentro de su carro, sobre un lecho de mantas. Tras conseguir que llegara intacta, dejó que la gente de la iglesia asumiera la responsabilidad de colgarla, cosa que hicieron con presteza por medio de los mismos soportes de bronce que habían sostenido la puerta antigua.

Josep recuperó lo que había pagado por la madera y se celebró una pequeña ceremonia de inauguración. El padre Felipe aceptó la puerta y dio las gracias con una bendición, y el alcalde habló con calidez de la contribución de Josep en tiempo y energía, con unas palabras que lo avergonzaron.

– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó Maria del Mar al día siguiente, cuando se lo encontró por la calle-. ¡Ni siquiera vas a misa!

Josep meneó la cabeza y se encogió de hombros, incapaz de explicarle eso, como tantas otras cosas.

Para su propia sorpresa, la respuesta a aquella pregunta se le ocurrió de repente. No lo había hecho por la iglesia.

Lo había hecho por su pueblo.

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