Sumido en una bruma de apagada desesperanza, Josep terminó de cosechar en otros cuatro días, durante los cuales se obligó a no pensar en sus problemas. Sin embargo, al día siguiente de recolectar y prensar las últimas uvas se marchó a Sitges a lomos de Orejuda y encontró a Emilio Rivera comiendo en la tonelería, con una expresión de placer en el rudo rostro mientras se echaba a la barbuda boca cucharadas de una merluza a la sidra bien cargada de ajo. Emilio le señaló una silla y Josep se sentó y esperó, incómodo, a que el hombre terminara de comer.
– ¿Y? -preguntó Emilio.
Josep le contó la historia entera. La marcha de Quim, su pacto y el desastroso descubrimiento de que las cubas de fermentación estaban podridas.
Emilio lo miró con gravedad.
– Ya. ¿Tan estropeadas que no merece la pena arreglarlas?
– Sí.
– ¿Del mismo tamaño que la que te arreglé?
– El mismo… ¿Cuánto costarían dos cubas nuevas?
Cuando Emilio se lo dijo, cerró los ojos.
– Y es el mejor precio que puedo hacerte.
Josep meneó la cabeza.
– No tengo ese dinero. Si pudiera cambiarlas antes de la cosecha del año que viene, podría pagarle entonces -propuso.
«Creo que podría pagarle», corrigió mentalmente.
Emilio apartó el plato vacío.
– Hay algo que tienes que entender, Josep. Una cosa es que yo te eche una mano para arreglar un carro, o que te ayude a cambiar la puerta de la iglesia. Eso lo hice encantado porque vi que eras un buen tipo y me caíste bien. Pero… Yo no soy rico. Trabajo mucho para ganarme la vida, como tú. Ni aunque fueras hijo de mi hermana podría gastar mi madera de roble buena para hacer dos cubas sin recibir a cambio algo de dinero. Y -añadió con delicadeza- no eres el hijo de mi hermana.
Josep asintió.
Se quedaron sentados con la desgracia pintada en la cara. Emilio suspiró.
– Esto es lo mejor que puedo hacer por ti. Si me pagas ahora una de las cubas por adelantado, de modo que pueda usar el dinero para pagar la madera…, te haré las dos cubas y la segunda me la pagas después de la cosecha del próximo año.
Josep asintió en silencio un buen rato.
Cuando se levantó para irse, quiso dar las gracias a Emilio. El tonelero lo despidió con un gesto, pero luego salió tras él antes de que llegara a la puerta.
– Espera un momento. Ven conmigo -le dijo. Guio a Josep por la tonelería hasta un almacén abarrotado-. ¿Éstos te sirven de algo? -preguntó, señalando una pila de barriles de la mitad del tamaño habitual.
– Hombre, podría usarlos. Pero…
– Hay catorce, de cien litros cada uno. Los construí hace dos años para un hombre que los quería para conservar anchoas. Se murió y desde entonces los tengo aquí. Todo el mundo quiere barriles de 225 litros, nadie parece dispuesto a llevarse los de cien. Si te sirven de algo, sólo te cobraré un poco más.
– En realidad no los necesito. Y no me puedo permitir el gasto.
– Tampoco te puedes permitir rechazarlos, porque prácticamente te los voy a regalar. -Emilio cogió uno de los barriles pequeños y se lo puso en las manos-. He dicho un poco. Será muy poquito. Sácamelos de aquí de una maldita vez antes de irte -dijo con brusquedad, esforzándose por sonar como si estuviera acostumbrado al duro regateo.
Pasaron otras tres semanas antes de que Clemente Ramírez volviera para llevarse el resto del vino de Josep. Cuando le hubo pagado, Josep entregó su parte a Maria del Mar y viajó de inmediato a Sitges para pagar a Emilio el adelanto en metálico que habían acordado.
Tuvo una breve lucha con su conciencia a propósito del segundo pago a Quim Torras. Al fin y al cabo, era él quien le había metido en aquel problema financiero que ahora le impedía dormir por las noches. Sin embargo, le había dejado bien claro que necesitaba aquel dinero para lograr ciertos cambios en su vida, y Josep sabía que la responsabilidad derivada de no haber examinado las cubas y la casa antes de quedarse con la viña era suya.
Le preocupaba entregar el pago de manera tan confiada a Faustino Cadafalch, el amigo de Quim. Al fin y al cabo, el cochero era un desconocido para él: pero Quim había dicho que era su amigo; así pues, Josep, no viendo otra alternativa posible, fue a buscarlo a la estación.
Contó el dinero antes de ponerlo en manos de Cadafalch y luego le dio un recibo que había preparado para la transacción. También le dio unas pocas pesetas de más.
– Por favor, pídale a Quim que firme el recibo y tráigamelo de vuelta -le pidió-. Y yo le haré un pago adicional por traérmelo.
Cadafalch lo miró vivamente, pero luego mostró una sonrisa llena de dientes para demostrarle que entendía su situación. Asintió, sin darse por ofendido, metió el dinero y el recibo con cuidado en un bolso de piel y deseó un buen día a Josep.
Aquella noche Josep se sentó a la mesa y puso ante sí todo su dinero. Primero separó del montoncillo los pagos que tendría que hacer a Donat y a Rosa antes de la cosecha del año siguiente; luego, una cantidad menor para comprar provisiones y comida.
Vio que lo que quedaba era escaso, insuficiente para cualquier urgencia verdadera que pudiera presentarse, y se quedó sentado mucho rato antes de echarse el dinero a la gorra con cara de disgusto y echar a andar hasta la cama.
A la tarde siguiente, se sentó en su banco y se dispuso a probar el vino que se había quedado para su propio consumo después de prensar el mosto, con la esperanza de que se hubiera producido un milagro que lo volviera espléndido. Cuando trabajaba en Languedoc, Léon Mendes había insistido con frecuencia en practicar el mismo ejercicio después de cada cosecha. Cada trabajador recibía una copa de vino y a cada sorbo anunciaban por turnos algún sabor sutil que detectara su boca o su nariz.
«Fresa.»
«Heno recién cortado.»
«Menta.
«Café.
«Ciruelas negras.»
Ahora, Josep bebió su propio vino y descubrió que ya estaba estropeado, agrio y desagradable, con un sabor fuerte a ceniza y la acidez de los limones podridos. También sabía a desencanto, aunque no había tenido demasiadas expectativas. Mientras devolvía a la jarra el resto del vino que quedaba en el vaso, el primer tañido de la campana de la iglesia se coló en su conciencia, estridente y alarmante.
Luego sonó otro. Y otro.
Un doblar lento, solemne, advertía a los aldeanos de Santa Eulalia que la vida era dura, fugaz y triste, y que alguien como ellos había abandonado la comunidad de las almas.
Hizo lo que había hecho toda la vida al oír el toque de muertos; fue andando a la iglesia.
La puerta tenía ya un primer agujero que estropeaba su acabado, pues alguien había enganchado allí la nota que comunicaba el fallecimiento. Bastante gente la había leído y se había dado la vuelta. Cuando llegó Josep, vio que el nuevo sacerdote, con caligrafía fina y legible, había notificado la muerte de Carme Riera, la mujer de Eduardo Montroig.
Carme Riera había tenido tres abortos espontáneos y un cuarto embarazo en tres años y medio de matrimonio. En aquella tranquila mañana de otoño había empezado a sangrar sin dolor y al rato había dado a luz una mancha de tejido sanguinolento, de dos meses, y después el fluido claro que brotaba de su cuerpo se había convertido en un suave chorro rojo. Le había pasado lo mismo al perder el segundo hijo, pero en esta ocasión la sangre no se detuvo y murió a última hora de la tarde.
Esa noche, Josep fue a casa de los Montroig, la primera de las cuatro situadas en la plaza, justo detrás de la iglesia. Maria del Mar estaba entre la gente que, sentada en silencio en la cocina, hacía sentir su presencia.
A la luz amarillenta, emitida por dos velas a la cabeza y otras dos a los pies, Carme yacía en su cama, transformada en féretro por medio de telas negras que la iglesia conservaba para usarlas sucesivamente en las casas en que se producía algún infortunio. Tenía cinco años menos que Josep, quien apenas la conocía. Había sido una chica más bien atractiva, con algo de bizquera y mucho pecho desde la adolescencia, y ahora parecía como si fuera a bostezar en cualquier momento, con su pelo limpio y peinado, la cara blanca y dulce. La pequeña habitación estaba abarrotada por el marido y unos cuantos parientes que iban a pasar la noche sentados en torno a ella, además de un par de plañideras.
Al cabo de un rato, Josep dejó espacio a otros que quisieran verla y regresó a sentarse rígidamente en una habitación que en algunos momentos albergaba susurros estridentes y voces ahogadas. Maria del Mar se había ido ya. El espacio era limitado y había pocas sillas, así que no se quedó demasiado tiempo.
Josep estaba triste. Le caía bien Eduardo y le había resultado duro ver el dolor que contorsionaba su rostro solemne, de amplia mandíbula, desprovisto por una vez de la usual serenidad.
A la mañana siguiente nadie trabajó. La mayor parte de los aldeanos caminaron detrás del ataúd en el corto recorrido hasta la iglesia para el primer funeral que celebraba el padre Pío en Santa Eulalia. Josep se sentó en la última fila durante la larga misa de difuntos. Cuando la voz tranquila y sonora del sacerdote recitó el rosario en latín y las palabras de plegaria fueron repetidas por las voces ahogadas de Eduardo y del padre de Carme, así como de su hermana y de sus tres hermanos, los problemas de Josep ya se habían empequeñecido.