Maria del Mar no sentía gran afecto por la casa en la que ella y su hijo habían convivido con Ferran Valls después del matrimonio. Le costó bien poco trasladar sus pertenencias a la masía de Josep. Como la mesa de la cocina de Marimar era mejor que la de Josep, algo más grande y fuerte, las cambiaron. Ella admiraba el reloj francés y las tallas de madera del dormitorio de Josep, y no se llevó más muebles de la casa de los Valls, de modo que sólo hubo que cargar tres cuchillos, algunos platos, unas pocas ollas y sartenes, su ropa y la de Francesc.
Dejó todos sus aperos. Cuando Josep necesitara un azadón o una pala, irían en busca del que quedara más cerca del lugar donde estuvieran trabajando.
– Somos ricos en aperos -dijo ella con satisfacción. Los cambios en su modo de vida se dieron con naturalidad. Dos días después de la boda, ella salió de casa tras el desayuno, anduvo hasta su viña y se puso a arrancar hierbajos. Al poco apareció Josep con su azadón y empezó a trabajar cerca de ella. Por la tarde pasaron juntos a la parcela de los Torras para podar algunos racimos recién salidos en una hilera a la que Josep no había podido acceder mientras recortaba las yemas de las vides a principio de primavera, actividad que se prolongó al día siguiente, cuando ella pasó a trabajar en la viña de los Álvarez.
Sin ninguna discusión, trabajando juntos o separados según hiciera falta, lo unieron todo para hacer suya la bodega.
Unos cuantos días después de la boda, Josep fue a la tienda de comestibles. Sabía que tendría que seguir comprando allí. Era impensable desplazarse en busca de provisiones y, además, no quería incitar rumores permitiendo que el pueblo apreciara ningún cambio en su relación con Nivaldo.
Intercambiaron un saludo como si fueran desconocidos y Josep pidió lo que quería. Era la primera vez que compraba comida y provisiones para una familia, en vez de para una persona sola, pero ni él ni Nivaldo hicieron el menor comentario. En cuanto Nivaldo dejó las provisiones sobre el mostrador, Josep se las llevó al carro: manteca, sal, un saco de harina, un saco de alubias, otro de mijo, uno de café y unos cuantos caramelos para el niño.
Mientras Nivaldo preparaba las cosas, Josep notó que estaba más pálido y demacrado y que la cojera era más pronunciada, pero no le preguntó por su salud.
Nivaldo le llevó un queso pequeño y redondo, envuelto en cera, de Toledo.
– Felicidades -dijo en tono formal.
Un regalo de boda.
Josep tenía el rechazo en la punta de la lengua, pero supo que no debía hacerlo. Era normal que Nivaldo tuviera un pequeño gesto con ellos, y a Marimar le hubiera parecido extraño que no les regalara nada.
– Gracias -se obligó a decir.
Pagó la cuenta y aceptó el cambio con un mero asentimiento. De camino a casa, iba dividido entre sentimientos contradictorios.
Peña era un ser malvado y Josep estaba encantado de que hubiera desaparecido, de no tener que temerlo ya. Pero le afectaba profundamente su muerte. Creía que, si les descubrían, Nivaldo y él compartirían condena. Ya no tenía terribles pesadillas sobre el asesinato del general Prim, sino que experimentaba momentos horrendos mientras estaba despierto. En su imaginación veía hordas de policías que caían sobre su viña y destrozaban los muros de su bodega mientras Maria del Mar y Francesc eran testigos de su vergüenza y su culpa.
En Barcelona sometían a los asesinos al garrote vil, o los colgaban de las horcas instaladas en la plaza de Sant Jaume.
Durante el tiempo más caluroso del verano se ahorró los viajes a Sitges para vender, pues no quería cocer el vino al sol, pero siguió embotellándolo en la fresca penumbra de la bodega y, a medida que las botellas se iban acumulando sobre el suelo de tierra, decidió que necesitaba poner estantes. Tenía una buena provisión de madera rescatada de las cubas desmontadas, pero le faltaban clavos. Un día, a primera hora, montó en Orejuda a paso tranquilo, aún en plena oscuridad, y pasó la mañana en Sitges escogiendo botellas viejas, de las que consiguió comprar diez, así como tinta en polvo, papel para hacer más etiquetas y una bolsa de clavos.
Al pasar por la terraza de un café vio un ejemplar de El Cascabel abandonado en una mesa y de inmediato maneó a Orejuda en un lugar cercano, a la sombra. Como lamentaba mucho no tener ya acceso al periódico de Nivaldo, pidió un café y se sentó a leer con ansias.
Mucho después de vaciar la taza, seguía con la atención puesta en las noticias. Tal como ya sabía, hacía tiempo que se había acabado la guerra. Los carlistas no habían perseverado y todo parecía calmarse a lo largo del país.
En Cuba seguían las luchas encarnizadas.
Antonio Cánovas del Castillo, primer ministro, había formado en Madrid un Gobierno de coalición entre las alas moderadas de conservadores y liberales, que resultaba opresor para todos sus rivales. Por su propia cuenta, había instaurado una comisión para que redactara una Constitución nueva, ratificada a continuación por las cortes y apoyada por el trono. Alfonso XII quería encabezar una monarquía constitucional estable y lo había conseguido. Un editorial del periódico observaba que, aunque no todo el mundo estaba de acuerdo con Cánovas, para el pueblo suponía un alivio olvidarse de la lucha y el derramamiento de sangre. Otro editorial comentaba la popularidad del Rey.
Aquel día, al caer la noche, Josep estaba en la plaza del pueblo, comentando con Eduardo algunos de los cambios políticos.
– Cánovas ha hecho aprobar un nuevo impuesto anual para terratenientes y hombres de negocios -dijo Josep-. Ahora los agricultores han de pagar 25 pesetas, 50 los tenderos, para que se les permita votar.
– Ya te puedes imaginar lo popular que resultará -contestó Eduardo con sequedad.
Josep asintió con una sonrisa. Eduardo también se había dado cuenta de que la salud de Nivaldo parecía empeorar y se lo comentó a Josep.
– La generación de los mayores del pueblo está desapareciendo muy rápido -dijo-. Ángel Casals sufre mucho últimamente. Ahora ya tiene gota en las dos piernas y le produce unos dolores terribles. -Dirigió una mirada incómoda a Josep-. Tuvimos una conversación interesante hace unos días. Él cree que le ha llegado la hora de renunciar como alcalde.
Josep se sorprendió. En toda su vida no había conocido otro alcalde de Santa Eulalia que Ángel Casals.
– Han pasado cuarenta y ocho años desde que sucedió a su padre en el cargo. Le gustaría seguir un año más. Pero se da cuenta de que sus hijos no tienen la edad ni la experiencia suficientes para sucederle. -Eduardo se sonrojó-. Josep…, quiere que lo sustituya yo.
– ¡Eso sería perfecto! -contestó.
– ¿No te lo tomas como una ofensa? -preguntó Eduardo con ansiedad.
– Por supuesto que no.
– Ángel te admira mucho. Dice que se ha debatido durante mucho tiempo, tratando de escoger entre tú y yo, y que finalmente me escogió a mí porque soy el mayor de los dos. -Eduardo sonrió-. Y tiene la esperanza de que eso me haga algo más maduro. Sin embargo, no tenemos por qué dejar que sea él quien escoja a su sucesor. Si quieres ser tú el alcalde del pueblo, yo te apoyaré con la mayor alegría -concluyó Eduardo, y Josep supo que era sincero.
Le sonrió y meneó la cabeza para negar.
– Me hizo prometer que ocuparía el cargo durante al menos cinco años -añadió Eduardo-. Dijo que luego tal vez te tocaría a ti o a uno de sus hijos…
– Necesito que me prometas que lo ocuparás durante al menos cuarenta y cinco años. Durante ese tiempo, me gustaría seguir siendo concejal, porque será un placer trabajar contigo -dijo Josep.
Se dieron un abrazo.
Aquel encuentro animó a Josep. Le alegraba genuinamente que Eduardo se convirtiera en alcalde. Había llegado a entender que, tanto si uno era el dueño de una gran fábrica como un pequeño viticultor, el alimento y la savia de la vida dependían de tener un buen alcalde, un gobernador competente, unas cortes honestas y un primer ministro y un rey verdaderamente preocupados por la condición y el futuro de su pueblo.
Josep preparó para la bodega unos estantes capaces de soportar varios cientos de botellas de vino, pero renunció a cualquier intento de crear un mueble atractivo. Colocó las botellas tumbadas y juntas en los estantes y disfrutó al ver su disposición, con el intenso brillo del vino oscuro dentro del cristal, a la luz de la lámpara.
Un día, estaba trabajando entre las parras a última hora de la tarde cuando llegó un hombre a caballo y tomó el camino de su viñedo.
– ¿Ésta es la viña de Josep?
– Sí.
– ¿Josep es usted?
– Lo soy.
El hombre desmontó y se presentó como Bru Fuxá, del pueblo de Vilanova. Iba de camino a Sitges, a visitar a sus parientes.
– La última vez que fui a ver a mi primo, Frederic Fuxá, a quien usted conoce, nos terminamos juntos los últimos sorbos de una botella de su excelente vino, y ahora me gustaría mucho comprar cuatro botellas para llevárselas de regalo.
No era un día demasiado caluroso, pero Josep echó un vistazo al sol con preocupación. Ya no estaba en lo más alto del cielo, pero la combinación de calor y vino…
– ¿Por qué no se queda un rato y descansa una hora conmigo? Luego podrá seguir hacia Sitges con el tiempo agradable del atardecer, cuando las brisas frescas soplan por la carretera de Barcelona.
Bru Fuxá se encogió de hombros, sonrió y ató su caballo junto a Orejuda, a la sombra del alero del tejado.
Se sentó en el banco de la viña y Josep le llevó agua fresca. El visitante contó que era olivarero y charlaron amistosamente sobre el cultivo de olivos. Josep lo acompañó a inspeccionar los tres olivos viejos de la parcela de los Valls, y el señor Fuxá consideró que estaban bien atendidos.
Cuando ya el sol había bajado lo suficiente, Josep lo llevó a la bodega, envolvió cuidadosamente cuatro botellas con algunas de las escasas hojas de periódico que conservaba y luego las guardaron en las alforjas.
Fuxá pagó y montó en su caballo. Mientras saludaba y daba la vuelta al caballo, le dirigió una sonrisa.
– Una hermosa bodega, señor. Una hermosa bodega. Pero… -Se inclinó hacia delante-. Le falta un cartel.
A la mañana siguiente, Josep cortó un trozo cuadrado de plancha de roble y lo clavó a un poste estrecho y corto. Pidió a Marimar que se encargara ella de las letras, pues no confiaba en hacerlo con la suficiente limpieza. El resultado fue un cartel que no lucía demasiado elegante, pues se parecía al que en su tiempo había puesto Donat con la leyenda En venta, destruido por el propio Josep. Sin embargo, cumplía su función, que no era otra que advertir a los extraños exactamente adónde habían llegado.
Vides de Josep
Un miércoles por la tarde, Josep fue a la tienda de comestibles a comprar chorizo y vio a su hermano -a quien imaginaba entre aquella maquinaria sonora y traqueteante- plantado tras el mostrador con un delantal blanco, sirviendo harina a la señora Corberó.
En cuanto ésta se fue, Donat se volvió hacia Josep.
– Nivaldo está enfermo. Nos hizo llamar ayer. Entendí que eso significaba que se encontraba muy mal y vinimos de inmediato. Rosa intenta cuidar de él, mientras yo me ocupo de la tienda.
Josep trató de pensar en algo apropiado para decir en aquellas circunstancias, pero no lo consiguió.
– Sólo necesito un poco de chorizo.
Donat asintió.
– ¿Cuánto quieres?
– Un cuarto de kilo.
Donat cortó un trozo, lo pesó, añadió otra rodaja, lo envolvió en El Cascabel, periódico que todos usaban para tal efecto, el amigo de los comerciantes. Aceptó el dinero de Josep y contó el cambio.
– ¿Quieres subir a verlo?
– …No, creo que no.
Donat lo miró fijamente.
– ¿Por qué no? Madre de Dios, ¿con él también estás enfadado?
Josep no contestó. Recogió el paquete del chorizo y se dio la vuelta, dispuesto a irse.
– A ti nadie te cae bien, ¿verdad? -dijo Donat.